Veteranos

—¿Tunny?

—¿Eh? —éste abrió un ojo y el sol lo apuñaló directamente en los sesos—. ¡Ah! —exclamó, volvió a cerrar el ojo y recorrió con la lengua su boca reseca, que sabía a muerte lenta y podredumbre vieja—. Oh —entonces, intentó abrir el otro ojo, sólo un poco, y lo fijó en una silueta oscura que se alzaba sobre él. Cuando se acercó aún más, el sol dibujó unas dagas brillantes a su lado.

—¡Tunny!

—¡Ya le he oído, maldita sea! —intentó sentarse y el mundo se balanceó como un barco en una tormenta—. ¡Ah! —entonces, se percató de que estaba en una hamaca. Estuvo a punto de caerse porque, como se le habían quedado los pies enredados en la malla, intentó desenredarlos tirando con fuerza; de algún modo, logró colocarse sentado, mientras hacía grandes esfuerzos por reprimir una abrumadora necesidad de vomitar—. Sargento primero Forest. Es todo un placer. ¿Qué hora es?

—Una hora en la que ya debería estar trabajando. ¿De dónde ha sacado esas botas?

Tunny bajó la mirada, desconcertado. Llevaba un par de botas de caballería con ornamentos dorados y se hallaban soberbiamente lustrosas. El sol se reflejaba de un modo tan intenso en los dedos de sus pies que incluso hacía daño a la vista.

—Ah —dijo sonriendo a pesar de la agonía que sentía, mientras algunos detalles de la noche anterior comenzaron a emerger de los lugares más recónditos de su mente—. Se las gané… a un oficial… llamado… —alzó la vista, con los ojos entornados, en dirección a las ramas del árbol al que estaba atada la hamaca—. No. No lo recuerdo.

Forest negó con la cabeza sumamente sorprendido.

—¿Todavía queda alguien en la división tan estúpido como para jugar a cartas con usted?

—Bueno, ésa es una de las muchas cosas buenas que tienen los tiempos de guerra, sargento. Que mucha gente va dejando la división —su regimiento había dejado a cuarenta hombres en las enfermerías de campaña solamente en las últimas dos semanas—. Eso significa que siempre están llegando muchos novatos dispuestos a jugar a cartas, ¿verdad?

—Así es, Tunny, así es —replicó Forest, con una pequeña sonrisa burlona dibujada en su cara marcada.

—Oh, no —dijo Tunny.

—Oh, sí.

—¡No, no, no!

—Sí. ¡Acérquense, muchachos!

Los cuatro se aproximaron. Se trataba de unos nuevos reclutas, que, por su aspecto, acababan de bajarse de un barco procedente de Midderland. Hacía poco que debían de haberse despedido con unos besos de sus madres o de sus novias o de ambas. Sus uniformes eran nuevos y estaban muy bien planchados, sus tirantes relucían y sus hebillas brillaban; sí, estaban preparados para experimentar la noble existencia del soldado. Forest señaló con un gesto a Tunny, como si fuera el director de un espectáculo que les estuviera mostrando a un monstruo de feria y, a continuación, soltó la misma arenga de siempre.

—Muchachos, éste de aquí es el famoso cabo Tunny, uno de los oficiales que lleva más tiempo sirviendo en la división del general Jalenhorm. Un veterano que ha sobrevivido a la Rebelión de Starikland, a la Guerra Gurka, a la última Guerra del Norte, al Asedio de Adua, al desagradable conflicto que ahora nos ocupa y a ciertos periodos de paz que habrían matado de aburrimiento a alguien con una mente más aguda. Ha sobrevivido a las prisas, a la suciedad, al hacinamiento, a los escalofríos otoñales, a las caricias de los vientos del Norte, a los zarandeos de las mujeres sureñas, a marchas de miles de kilómetros, a muchos años de comer las raciones de Su Majestad e incluso a unas pocas batallas de vez en cuando, por eso ahora puede hallarse… sentado ante ustedes. En cuatro ocasiones ha llegado a ser el brigada Tunny, una vez incluso llegó a ser el sargento Tunny, pero siempre, cual paloma mensajera que siempre regresa a su humilde jaula, ha vuelto a su rango actual. Ahora tiene el excelso honor de ser el portaestandarte del indómito Primer Regimiento de caballería de su Augusta Majestad. Es un puesto de gran responsabilidad —Tunny gruñó ante la mera mención de esa última palabra— por el que debe ocuparse de los jinetes del regimiento a los que se les ha encomendado la misión de enviar mensajes a nuestro admirado comandante en jefe, el coronel Vallimir, así como de comunicarnos sus órdenes. Y ahí precisamente es donde entran ustedes, muchachos.

—Oh, la madre que lo parió, Forest.

—Sí, yo también me cago en su madre, Tunny. Bueno, ¿por qué no se presentan al cabo?

—Soy Klige —dijo un chico de cara regordeta, que tenía un orzuelo enorme en la cara que le impedía abrir un ojo; además, llevaba el cinturón del revés.

—¿A qué se dedicaba antes, Klige? —preguntó Forest.

—Iba a ser tejedor, señor. Pero no llevaba más de un mes como aprendiz cuando mi amo me vendió al reclutador.

Tunny esbozó un gesto de honda contrariedad. Los refuerzos que llegaban últimamente eran lo peor de lo peor.

—Worth —el siguiente era un zagal flaco y huesudo con un tono de piel un tanto grisáceo y enfermizo—. Estuve en la milicia, pero, como mi compañía se disolvió, nos reclutaron a todos.

—Lederlingen —éste era un espécimen delgado y larguirucho, de manos enormes y con cara de circunstancias—. Era zapatero —no dio más detalles sobre cómo había entrado al servicio del Ejército de Su Majestad y, además, Tunny tenía un fuerte dolor de cabeza y no tenía muchas ganas de husmear en su pasado. Ese tipo estaba aquí y ahora, por desgracia para todos los implicados.

—Yema —éste era un chico bajito y muy pecoso, que parecía muy pequeño en comparación con el petate que portaba y miraba a su alrededor con aire culpable—. Me han acusado de ladrón, pero yo nunca he robado nada. El juez que me condenó me dijo que era esto o cinco años en prisión.

—Creo que todos vamos a arrepentimos de que haya tomado esta opción —rezongó Tunny, a pesar de que, al ser un ladrón, Yema era el único que poseía unas habilidades realmente útiles—. ¿Por qué se llama Yema?

—Esto… no lo sé. Creo que… era el nombre de mi padre.

—Se cree la mejor parte del huevo, ¿verdad, Yema?

—Bueno… —titubeó, mientras miraba dubitativo a sus compañeros—. Pues no, la verdad.

Tunny lo observó detenidamente con los ojos entrecerrados.

—Le estaré observando, muchacho.

El labio inferior de Yema casi tembló ante tamaña injusticia.

—Muchachos, manténganse siempre cerca del cabo Tunny. Él les mantendrá alejados del peligro —Forest esbozaba una sonrisa, cuya intención resultaba difícil de precisar—. Si hay un soldado que siempre ha sido capaz de evitar el peligro, ése es el cabo Tunny. Pero ¡no jueguen a cartas con él! —gritó, a la vez que miraba hacia atrás, mientras se alejaba atravesando el desastroso caos de tiendas destartaladas que conformaban su campamento.

Tunny respiró hondo y se puso en pie. Los reclutas se cuadraron de inmediato de manera descoordinada y torpe. O, más bien, tres de ellos lo hicieron. Yema se cuadró sólo un segundo más tarde. Tunny les indicó con una seña que descansaran.

—Madre del amor misericordioso, no se cuadren. No hagan que me entre ganas de vomitarles encima.

—Lo siento, señor.

—No me llame señor, llámeme cabo Tunny.

—Lo siento, cabo Tunny.

—Miren. Yo preferiría que ustedes no estuvieran aquí y ustedes no quieren estar aquí.

—Yo sí quiero estar aquí —afirmó Lederlingen.

—¿Ah, sí?

—Me alisté voluntariamente —respondió con un leve atisbo de orgullo en su voz.

—¿Vo… lun… tariamente? —a Tunny le costó pronunciar la palabra, como si fuera un vocablo extranjero—. Así que existen los reclutas voluntarios. Más le vale que no me arrastre consigo a presentarme voluntario a nada mientras esté aquí. Bueno, da igual… —entonces, indicó con el dedo índice a los muchachos que se acercaran para poder conspirar mejor—. Han aterrizado de pie, muchachos. Yo he ocupado todo tipo de puestos en el ejército de Su Majestad, pero el que ocupo ahora —en ese instante señaló afectuosamente al estandarte del Primer Regimiento, que se encontraba enrollado bajo su hamaca en su funda de lona— es perfecto. Si bien es cierto que yo estoy al mando, quiero que me traten como si fuera… su querido tío. Para cualquier cosa que necesiten. Cualquier extra. Cualquier cosa que haga que merezca la pena vivir esta dura vida militar —entonces, se inclinó aún más cerca de ellos e hizo un insinuante movimiento con las cejas—. Para cualquier cosa, pueden acudir a mí —de repente, Lederlingen alzó una mano titubeante—. ¿Sí?

—Somos soldados de caballería, ¿verdad?

—Sí, soldado, lo somos.

—Entonces, ¿no deberíamos tener caballos?

—Ésa es una pregunta excelente, se ve que entiende usted de táctica y estrategia. Debido a un error administrativo, nuestros caballos están ahora con el Quinto Regimiento, los han asignado a la división de Mitterick, que, como es un regimiento de infantería, no puede, ni sabe aprovecharlos como es debido. Según me han comentado, cualquier día de éstos nos reuniremos con ellos, aunque eso me llevan diciendo desde hace mucho tiempo. Por el momento, somos un regimiento de caballería… sin caballos.

—¿Iremos a pie? —inquirió Yema.

—Se puede decir que sí, salvo que… —entonces, Tunny se dio un golpecito en el cráneo— seguiremos pensando como una unidad de caballería. Aparte de caballos, que es algo de lo que carecen todos los hombres de esta unidad, ¿necesitan algo más?

Klige fue el siguiente en levantar el brazo.

—Bueno, señor, cabo Tunny, es que… me gustaría poder comer algo.

—Bueno, eso, sin duda alguna, es un extra.

—¿Es que no nos van a dar de comer? —preguntó Yema, horrorizado.

—Su Majestad suministra raciones a sus leales soldados, por supuesto, Yema, claro que sí. Pero esa comida nadie la quiere comer. Bueno, ya se hartarán de comer cosas que no quieren, entonces acudirán a mí.

—Y nos dará esos extras a cambio de un precio, supongo —apostilló Lederlingen con un rictus de amargura en su semblante.

—A un precio razonable. En moneda de la Unión o del Norte, estiria o gurka. En cualquier moneda, la verdad. Pero si no andan sobrados de dinero, estoy dispuesto a aceptar cualquier tipo de trueque. Por ejemplo, las armas robadas a los cadáveres de los Hombres del Norte son un artículo muy demandado en estos momentos. O quizá podamos hacernos favores mutuamente. Todo el mundo tiene algo que ofrecer y siempre podemos llegar a algún tipo de…

—¿Cabo?

Esa palabra la pronunció una voz aguda y tensa, casi femenina; sin embargo, en cuanto Tunny se giró, se dio cuenta de que no era una mujer precisamente quien se encontraba tras él y se llevó un chasco, aunque no una sorpresa. Era un hombre muy grande, cuyo uniforme negro estaba manchado de barro por haber cabalgado largo tiempo en condiciones muy duras y en cuyas mangas llevaba unos distintivos que lo identificaban como general; en el cinturón, portaba una espada corta y otra larga, propias de su rango. Tenía el pelo muy corto, gris a la altura de las orejas, y estaba prácticamente calvo en la zona de la coronilla. Poseía unas frondosas cejas y una nariz y una mandíbula tan anchas como las de un púgil profesional; sus oscuros ojos estaban clavados en Tunny. Quizá fuera porque carecía prácticamente de cuello, o por la manera en que sus grandes nudillos habían adquirido un color blanquecino al tener los puños cerrados con fuerza, o porque parecía que su uniforme había sido estirado sobre una roca, pero lo cierto era que, a pesar de permanecer inmóvil, daba la impresión de ser muy fuerte y temible.

Tunny era capaz de saludar de manera muy entusiasta cuando creía que era lo más inteligente que podía hacer, por lo cual decidió cuadrarse al instante.

—¡Señor! ¡Soy el cabo Tunny, señor, portaestandarte del Primer Regimiento de Su Majestad!

—¿Dónde está el cuartel general del general Jalenhorm? —preguntó el recién llegado, quien recorrió rápidamente con la mirada a los reclutas, como si así los estuviera retando a reírse de su voz aguda.

Tunny sabía perfectamente cuándo debía reírse y era consciente de que ése no era el momento más adecuado. Señaló un lugar situado más allá del prado cubierto de basura y tiendas, hacia una granja, donde unas nubes de humo salían de una chimenea, manchando el brillante cielo.

—¡Podrá encontrar ahí al general, señor! ¡En esa casa, señor! ¡Aunque es probable que no se haya levantado aún de la cama, señor!

El oficial asintió una sola vez y, acto seguido, se alejó, con la cabeza gacha, de un modo que sugería que nada ni nadie se interpondría en su camino.

—¿Quién era? —murmuró uno de los muchachos.

—Creo que… —Tunny hizo una pausa dramática por un instante— ése era Bremer dan Gorst.

—¿El que combatió con el rey en un duelo de esgrima?

—Eso es. Fue su guardaespaldas hasta el desastre de Sipani. Algunos afirman que el rey todavía le hace caso. Que un personaje tan notable como él esté aquí no augura nada bueno. Procuren alejarse siempre de la gente notable.

—¿Qué hace aquí?

—No lo sé seguro. Pero tengo entendido que es un guerrero de los mejores —respondió Tunny, quien chasqueó la lengua, inquieto.

—¿Y eso no es algo bueno en un soldado? —inquirió Yema.

—¡Me cago en sus muertos, no! Sigan mi ejemplo. Yo he sobrevivido a más de una refriega, las guerras ya resultan bastante difíciles sin que haya gente luchando en ellas.

Entonces, Gorst se adentró en el jardín delantero de la casa y se sacó algo de la chaqueta. Era un papel doblado. Parecía una orden.

Saludó a los guardias y entró. Tunny se frotó el estómago, que le rugía. Tenía malas sensaciones y no sólo por el vino de la noche anterior.

—¿Señor?

—Cabo Tunny.

—Yo… yo…

Al muchacho llamado Worth le estaba dando un apretón. Tunny conocía los síntomas, por supuesto. Repartía constantemente el peso del cuerpo de una pierna a otra y tenía el rostro pálido y los ojos levemente llorosos. No había tiempo que perder.

Le indicó enérgicamente con el pulgar la dirección en la que se hallaban las letrinas.

—¡Váyase! —el muchacho salió disparado como un conejo asustado, saltando patizambo a través del barro—. ¡Y asegúrese de cagar en el sitio adecuado! —a continuación, Tunny se volvió para señalar con el dedo y sermonear al resto del grupo—. Caguen siempre en el sitio adecuado. Éste es un principio que todo soldado debe observar, mucho más importante que cualquier gilipollez sobre cómo hay que marchar, cómo hay que manejar las armas o cómo hay que aprovechar el terreno —incluso a esa distancia pudo oírse el largo gemido de Worth, seguido de un pedo realmente explosivo—. El soldado Worth está librando su primer combate con nuestro verdadero enemigo. Un adversario implacable, despiadado y líquido —entonces, le dio una enérgica palmada en el hombro al soldado más cercano, que resultó ser Yema, quien estuvo a punto de caer al suelo—. No tengo ninguna duda de que, tarde o temprano, todos serán llamados a librar su propia batalla en las letrinas. Sean valerosos, muchachos. Ahora, mientras aguardamos a que Worth expulse al enemigo o muera valerosamente en el intento, ¿le apetece a alguno de ustedes jugar a las cartas? —sacó una baraja aparentemente de la nada y la abrió en abanico ante los ojos de los sorprendidos reclutas, u ojo en el caso de Klige; la hipnotizadora fascinación que ejercieron los naipes sobre ellos se vio rota única y levemente por la continua sinfonía del soldado Worth—. Para empezar, jugaremos sólo por la honrilla. Lo cual es algo que sí se pueden permitir perder, ¿eh? No es nada de lo que no… Oh, oh.

El general Jalenhorm acababa de salir vociferando del cuartel general, con la chaqueta abierta, el pelo revuelto y la cara roja como un tomate. Siempre estaba gritando, pero, por una vez, daba la impresión de que lo hacía justificadamente. Gorst iba tras él, encorvado y callado.

—Oh, oh.

Jalenhorm se encaminó con paso firme en una dirección, pareció pensárselo mejor, se giró, gritó furioso a nadie en concreto, intentó abrocharse un botón que se le resistía y, enfadado, apartó de un golpe la mano de alguien que quería ayudarlo. Los oficiales del estado mayor empezaron a salir de la casa y se dispersaron en todas direcciones como unos pájaros que huyeran volando de un arbusto que alguien hubiera agitado violentamente, el caos que generó el general se extendió rápidamente y se contagió a todo el campamento.

—Maldita sea —masculló Tunny mientras se colocaba los brazales—. Será mejor que nos preparemos para partir.

—Pero si acabamos de llegar, cabo —protestó Yema, que llevaba el petate medio caído.

Tunny le cogió de la correa y tiró de ella para que el petate volviera a ocupar su sitio en el hombro de Yema, luego lo obligó a darse la vuelta para mirar en dirección al general. Jalenhorm estaba amenazando con el puño en alto a un oficial muy bien vestido al mismo tiempo que intentaba atarse la chaqueta, lo cual no logró.

—Aquí tiene una perfecta demostración de cómo funciona el ejército… de cómo funciona la cadena de mando, soldado, donde cada hombre se caga sobre la cabeza del que tiene debajo. El general Jalenhorm se está cagando ahora sobre nuestro bien amado líder del regimiento, el coronel Vallimir. Después, el coronel Vallimir se cagará sobre sus propios oficiales y la mierda correrá hacia abajo a gran velocidad, créame. En un par de minutos, el sargento primero Forest colocará sus posaderas sobre mi cabeza, pese a que no me lo merezco. Supongo que ya se imaginan lo que eso va a significar para ustedes, ¿no? —los muchachos permanecieron callados un momento, hasta que Klige se atrevió a alzar una mano de manera indecisa—. Era una pregunta retórica, cretino —el soldado bajó la mano al instante con sumo cuidado—. Pues ahora va a cargar con mi petate por listo.

A Klige se le hundieron los hombros.

—Usted. Lerdoaparvado.

—Lederlingen, cabo Tunny.

—Bueno, como se llame. Ya que le gusta tanto presentarse voluntario, le informo de que se acaba de presentar voluntario a llevar mi otro petate. ¿Yema?

—¿Señor?

Estaba claro que aquel muchacho no podría llevar más peso que el de su propio equipo.

Tunny suspiró.

—Usted llevará mi hamaca.