En muchos aspectos, los Héroes no habían cambiado desde la noche anterior. Las viejas piedras seguían exactamente igual, cubiertas de líquenes; la hierba que crecía dentro del círculo seguía aplastada, embarrada y ensangrentada. Las hogueras no eran demasiado distintas, ni tampoco la oscuridad que se extendía más allá de ellas ni los hombres sentados a su alrededor. Pero, en el caso de Calder, los cambios habían sido descomunales.
En vez de arrastrarle avergonzado hacia su condena, ahora Caul Escalofríos lo seguía a una distancia respetuosa, para protegerlo. No se oían risas burlonas ni interjecciones de odio mientras paseaba entre las fogatas. Todo había cambiado en el momento en el que la cara de Dow el Negro se había hundido en el barro. Los grandes Jefes Guerreros, sus temibles Grandes Guerreros y sus Carls, que eran duros de corazón y obstinados, le sonreían como si fuese el mismo sol que se alzaba tras un invierno. Era curioso lo rápido que se habían acostumbrado a las nuevas circunstancias. Su padre siempre le había dicho que los hombres raras veces cambian, excepto en quién depositan su lealtad. Pueden cambiar de lealtades como si se desprendieran de un abrigo viejo siempre que les convenga.
A pesar de tener una mano rota y una cicatriz en la barbilla, ahora Calder no tenía que esforzarse mucho para esbozar una sonrisa. No tenía que esforzarse en absoluto. Puede que no fuese el hombre más alto que había allí, pero sí era el más grande del valle. Iba a ser el próximo Rey de los Hombres del Norte y, a partir de entonces, todo aquél al que le ordenase que se comiera su mierda lo haría con una sonrisa. Además, ya había decidido quién iba a comerse la primera ración.
La risa de Caul Reachey resonó en la noche. Se encontraba sentado sobre un tronco junto a una hoguera, con una pipa en la mano, tosiendo humo por algo que una mujer sentada junto a él acababa de decirle. La mujer giró la cara mientras Calder se acercaba y éste estuvo a punto de tropezarse él solo.
—Esposo mío —dijo ella levantándose torpemente debido al peso de su voluminoso vientre y, acto seguido, le tendió una mano.
Él la cogió con la suya y le pareció muy pequeña, suave y fuerte. Guió la mano de esa mujer hasta su hombro y la rodeó con sus brazos; apenas sintió dolor en sus castigadas costillas mientras se abrazaban muy, pero que muy fuerte. Por un momento, pareció como si no hubiese nadie más en los Héroes salvo ellos.
—Estás a salvo —susurró Calder.
—No gracias a ti —replicó ella restregando su mejilla contra la de él. Calder notó que se le iban a desbordar las lágrimas.
—He… he cometido algunos errores.
—Por supuesto. Todas tus buenas decisiones las tomo yo.
—Entonces, nunca vuelvas a dejarme solo.
—Creo que puedo asegurar que ésta ha sido la última vez que me quedo como rehén en tu lugar.
—Yo también te lo aseguro. Te lo prometo.
Esta vez no consiguió impedir que le aflorasen las lágrimas. Menudo gran hombre del valle estaba hecho, llorando delante de Reachey y de sus Grandes Guerreros. Se habría sentido ridículo si no se sintiera tan feliz de verla, tan feliz que ya era incapaz de sentir cualquier otra emoción. Se separó lo suficiente de ella como para poder contemplar su rostro, iluminado por un lado, envuelto en sombras por el otro, en cuyos ojos relucientes se reflejaba el fuego. Le sonreía. Se percató de que tenía dos pequeños lunares cerca de la comisura de los labios en los que nunca antes se había fijado. Lo único que pudo pensar fue en que no se merecía tanta dicha.
—¿Pasa algo? —preguntó ella.
—No. Es sólo que… no hace mucho pensaba que nunca volvería a ver tu rostro.
—¿Te sientes decepcionado?
—Nunca había visto nada tan bello.
Ella sonrió.
—Oh, es verdad lo que dicen de ti. Eres un mentiroso.
—Un buen mentiroso dice todas las verdades que puede. De esa manera, uno nunca puede estar seguro de si miente o no.
Ella le agarró la mano vendada entre las suyas, le dio la vuelta y la acarició con las puntas de los dedos.
—¿Estás herido?
—No es nada que un famoso campeón como yo no pueda soportar.
Ella apretó su mano con más fuerza aún si cabe.
—Estoy hablando en serio. ¿Estás herido?
Calder esbozó una mueca de contrariedad.
—Dudo que pueda batirme en duelo en una buena temporada, pero me curaré. Scale ha muerto.
—Eso he oído.
—Ahora tú eres toda la familia que me queda —afirmó, mientras colocaba su mano sana sobre el hinchado vientre de ella—. Aunque…
—¿Aunque me siento como si hubiese viajado desde Carleon en un carro traqueteante con un saco de avena encima de la vejiga? Ya.
Calder sonrió entre las lágrimas.
—Ahora, nosotros tres somos una familia.
—Y mi padre también.
Calder miró a Reachey, que les sonría desde el tronco donde estaba sentado.
—Sí. Y él.
—Entonces, ¿todavía no te la has puesto?
—¿El qué?
—La cadena de tu padre.
Calder la extrajo de su bolsillo interior. Estaba bastante caliente por haberla llevado pegada al corazón; entonces, el diamante cayó hacia un lado, reflejando en todas sus facetas los colores del fuego.
—Supongo que estaba esperando al momento adecuado. Una vez que te la pones… ya no puedes volver a quitártela —entonces, se acordó de que su padre, poco antes de morir, le contó que suponía una carga muy pesada.
—¿Por qué ibas a quitártela? Ahora eres rey.
—Entonces, tú eres la reina —a continuación, le pasó la cadena por la cabeza—. Y te queda mejor a ti.
Dejó que el diamante cayera contra su pecho mientras ella se soltaba la melena.
—¿Mi esposo desaparece una semana y lo único que me trae como regalo es el Norte y todo lo que hay en él?
—Eso sólo es la mitad de tu regalo —hizo ademán de besarla, pero se contuvo en el último momento e hizo rechinar sus dientes justo al lado de la boca de su esposa—. Te daré el resto más tarde.
—Promesas, promesas.
—Tengo que hablar con tu padre, será sólo un momento.
—Habla, pues.
—A solas.
—Los hombres y sus dichosas charlas. No me hagas esperar demasiado —se pegó a él y le acarició una de sus orejas con los labios, mientras restregaba con la rodilla la parte interior de una de sus piernas y le rozaba con la cadena de su padre uno de los hombros—. Estoy deseando arrodillarme ante el Rey de los Hombres del Norte —rozó con la punta de un dedo la cicatriz de su barbilla al alejarse, sin dejar de mirarlo por encima del hombro, mientras se bamboleaba sólo un poco debido al peso de su vientre aunque no dejaba de ser menos hermosa por ello. En absoluto. Lo único en lo que podía pensar Calder era en que no se merecía tanta dicha.
Recuperó la compostura y se acercó al fuego, ligeramente encorvado, para disimular la erección que le presionaba con fuerza los pantalones, ya que pasearla por delante de Reachey no hubiera sido buen modo de iniciar una conversación. Su suegro había dicho a sus secuaces de blancas barbas que se fueran de ahí y lo aguardaba sentado a solas, mientras introducía un montoncito de chagga en su pipa con el pulgar. Iban a mantener una charla en privado. Como la que habían mantenido hacía un par de noches. Sólo que ahora Dow estaba muerto y todo había cambiado.
Calder se secó las lágrimas de los ojos y se sentó junto a la hoguera.
—No hay nadie como tu hija.
—He oído que te llamaba mentiroso, a pesar de que jamás se han pronunciado palabras más ciertas.
—Sí, no hay nadie como ella —repitió Calder mientras la veía desaparecer en la oscuridad.
—Eres un hombre muy afortunado por tenerla como esposa. ¿Recuerdas lo que te dije hace poco? Espera lo suficiente junto al mar y todo lo que deseas acabará por llegar a la orilla —Reachey se golpeó la sien con un dedo—. Deberías escucharme cuando hablo.
—Te estoy escuchando ahora, ¿no?
Reachey se deslizó sobre el tronco y se acercó un poco más a él.
—Muy bien. Mira, muchos de mis muchachos están bastante inquietos. Llevan demasiado tiempo con las espadas desenvainadas. Me vendría bien dejar que unos cuantos regresen a casa con sus esposas. ¿Tienes intención de aceptar la oferta de ese mago?
—¿De Bayaz? —Calder resopló—. Tengo intención de hacer que ese cabrón se cueza lentamente en su propio jugo. Hizo un trato con mi padre, hace mucho, y lo traicionó.
—Entonces, ¿pretendes vengarte de él?
—Un poco. Pero sobre todo pretendo actuar sensatamente. Ten en cuenta que si la Unión hubiese seguido atacando ayer, podrían haber acabado con nosotros.
—Quizás. ¿Y entonces?
—Entonces, el único motivo que veo para que dejasen de avanzar es que se vieran obligados a ello. La Unión es muy grande. Tienen muchas fronteras. Imagino que deben de tener otras preocupaciones. Además, cada día que ese viejo calvo cabrón siga esperando a que firme, nos irá ofreciendo unas condiciones mejores.
—Ja —Reachey sacó un palo ardiendo del fuego, lo llevó hasta la cazoleta de su pipa y sonrió cuando ésta prendió—. Eres astuto, Calder. Un tipo inteligente. Como tu padre. Siempre dije que serías un buen líder.
Calder nunca le había oído decir eso.
—Tampoco es que me hayas ayudado mucho a llegar hasta aquí, ¿verdad?
—Te dije que estaría dispuesto a morir quemado si era necesario, pero que no me autoinmolaría. ¿Qué era lo que solía decir Nueve el Sanguinario?
—Que hay que ser realistas.
—Eso es. Realistas. Pensaba que tú sabrías aplicarte el cuento mejor que la mayoría —las mejillas de Reachey se hundieron al succionar la pipa. Después, exhaló una bocanada de humo que se curvó en el aire—. Pero, ahora, Dow está muerto y tienes el Norte a tus pies.
—Debes de estar casi tan satisfecho como yo de cómo han resultado las cosas.
—Por supuesto —replicó Reachey, pasándole la pipa.
—Tus nietos podrán gobernar el Norte —prosiguió diciendo Calder, aceptándola.
—En cuanto mueras y lo legues.
—No tengo intención de morir hasta dentro de mucho tiempo —Calder dio una bocanada y notó cierto dolor en las costillas al respirar hondo y sentir el humo penetrar en sus pulmones.
—Dudo que yo viva para verlo.
—Esperemos que sí —Calder sonrió mientras exhalaba humo y ambos se carcajearon, aunque tal vez había una ligerísima nota de tensión en sus carcajadas—. ¿Sabes? He estado pensando en una cosa que dijo Dow. Que si hubiese querido matarme, ya estaría muerto. Cuanto más lo pienso, más sentido tiene.
Reachey se encogió de hombros.
—A lo mejor Tenways lo intentó por su cuenta.
Calder frunció el ceño hacia la cazoleta de la pipa, como si se lo estuviera pensando, a pesar de que ya lo tenía más que pensado y había decidido que todo aquello no tenía ningún sentido.
—Tenways me salvó la vida ayer en la batalla. Si tanto me odiaba, podría haber dejado que la Unión me matase y nadie habría arqueado siquiera una ceja.
—¿Quién sabe por qué hace la gente las cosas? El mundo es un lugar complicado.
—Todo el mundo tiene sus motivos para hacer lo que hace, solía decir mi padre. Sólo es cuestión de saber cuáles son. Cuando uno los conoce, el mundo es muy sencillo.
—Bueno, Dow el Negro ha vuelto al barro. Y a juzgar por el espadazo que le diste en la cabeza, Tenways también. Supongo que ya nunca lo sabremos.
—Oh, yo creo tenerlo bastante claro —Calder le devolvió la pipa y el anciano se inclinó para cogerla—. Fuiste tú quien dijo que Dow me quería ver muerto —los ojos de Reachey titubearon sólo un instante, pero eso bastó para confirmar las sospechas de Calder—. Eso no era completamente cierto, ¿verdad? Se podría decir que era más bien una mentira.
Reachey enderezó lentamente la espalda, al mismo tiempo que exhalaba anillos de humo.
—Sí, fue una pequeña mentira, lo reconozco. Mi hija es de naturaleza cariñosa, Calder. Y te ama. He intentado explicarle que eres como un grano en el culo, pero se niega a hacerme caso. Ella haría cualquier cosa por ti. Pero Dow y tú teníais modos muy diferentes de ver las cosas. Tu obsesión con la condenada paz estaba poniéndole las cosas difíciles a todo el mundo. Y, para colmo, Seff se dejó tomar como rehén en tu lugar. No podía permitir que mi única hija arriesgase la vida de esa manera. O tú o Dow, uno de los dos debía desaparecer —miró fijamente a Calder a través del humo de su pipa—. Lo siento, pero así es. Si hubieras sido tú, habría sido una lástima, pero Seff habría encontrado a otro hombre. Aunque también cabía la posibilidad de que acabases jugándosela a Dow. Y me alegra comprobar que eso es lo que ha sucedido. Lo único que deseaba era lo mejor para la sangre de mi sangre. De modo que, aunque me avergüence reconocerlo, avivé un poco las llamas de vuestra enemistad.
—Esperando que acabara jugándosela a Dow.
—Por supuesto.
—Entonces, ¿no fuiste tú quien envió a aquellos hombres a matarme cuando estabas reclutando gente?
Esta vez, Reachey no llegó a llevarse la pipa a la boca.
—¿Por qué iba a hacer algo así?
—Porque Seff estaba retenida como rehén y yo había empezado a decir que había que librarse de Dow. Entonces, decidiste avivar esas llamas un poco más.
Reachey presionó la punta de su lengua entre los dientes, terminó de llevarse la pipa a la boca y succionó, pero se había apagado. Acto seguido, la golpeó para volcar las cenizas contra una piedra situada junto al fuego.
—Si uno va a avivar unas llamas, siempre he creído que es mejor que las haga arder… con intensidad.
Calder meneó lentamente la cabeza de lado a lado.
—¿Por qué aquel día no ordenaste a esos viejos capullos que me matasen mientras estábamos sentados alrededor del fuego? Así podrías haberte asegurado de mi muerte, ¿no?
—Tengo que pensar en mi reputación. Cuando necesito matar a traición pago a alguien para que lo haga y mantengo impoluto mi buen nombre —Reachey no parecía sentirse para nada culpable. Más bien, parecía molesto. Ofendido, incluso—. No te quedes ahí sentado con esa cara de decepción. No finjas que no has hecho cosas peores. ¿Qué me dices de Forley el Flojo, eh? Lo mataste sin ninguna razón, ¿o no?
—Pero ¡yo soy yo! —le espetó Calder—. ¡Todo el mundo sabe que soy un mentiroso! Supongo que… —en este instante, se dio cuenta de lo estúpido que parecía su razonamiento— esperaba más de ti. Pensaba que eras un hombre de honor. Que hacías las cosas a la antigua usanza.
Reachey lanzó un gruñido de desprecio.
—¿A la antigua usanza? ¡Ja! A la gente siempre se le llenan los ojos de lágrimas cuando habla de cómo solían ser las cosas. Cuando habla de la Era de los Héroes y todo eso. Pues bien, yo recuerdo cómo eran las cosas antaño. Estuve allí y todo era igual que ahora —entonces, se inclinó hacia delante y le clavó a Calder la boquilla de la pipa en el pecho—. ¡Hazte con todo cuanto puedas y como puedas! Quizá a la gente le guste repetir que tu padre lo cambió todo. Sí, a la gente le gusta tener a alguien a quien culpar. Pero, simplemente, fue mejor que el resto. Son los ganadores quienes cantan las canciones. Y pueden escoger la tonada que se les antoje.
—¡Precisamente, ahora estoy decidiendo qué tonada van a tocar en tu nombre! —murmuró Calder, notando que la ira le dominaba por un momento. Pero la ira «es un lujo que aquél que se sienta en el trono no se puede permitir». Eso era lo que solía decir su padre. Piedad, piedad, piensa siempre en la piedad. Calder respiró hondo y sintió un hondo dolor, pero decidió resignarse—. No obstante, quizá yo no habría actuado igual de estar en tu lugar. Además, tengo muy pocos amigos. El hecho es que necesito tu apoyo.
Reachey sonrió ampliamente.
—Y lo tendrás. Hasta la muerte, por eso no te preocupes. Formas parte de mi familia, muchacho. Y la familia no siempre se lleva bien, pero, en última instancia, son los únicos en quienes puedes confiar.
—Eso solía decirme mi padre —Calder se levantó lentamente y dejó escapar otro dolorido suspiro que surgió de lo más hondo de su ser—. Ah, la familia —entonces, se alejó entre las hogueras hacia la tienda que había pertenecido hasta hace bien poco a Dow el Negro.
—¿Y bien? —preguntó Escalofríos con voz ronca, mientras caminaba a su lado.
—Tenías razón. Ese viejo cabrón intentó matarme.
—¿Quieres que le devuelva el favor?
—¡Por los muertos, no! —al instante, se obligó a bajar la voz mientras se alejaban de su suegro—. No hasta que haya nacido mi hijo. No quiero que nada altere a mi mujer. Deja que las cosas se calmen y luego hazlo discretamente. De tal manera que el responsable parezca ser algún otro. Glama Dorado, quizá. ¿Podrás hacerlo?
—En lo que se refiere a matar, puedo hacerlo de cualquier manera que desees.
—Siempre he dicho que Dow debería haber hecho mejor uso de ti. Bueno, ahora mi esposa me espera. Ve a divertirte.
—Tal vez lo haga.
—Dime, ¿qué sueles hacer para divertirte?
Escalofríos se volvió y su ojo metálico centelleó, como siempre, por otra parte.
—Afilo mis cuchillos.
Calder no habría sabido decir si estaba bromeando o no.