La piel azul se estiró ante el paso del acero, la pintura se descascarilló como tierra seca, los pelos de la barba bailaron y en el amplio blanco de esos ojos abiertos de par en par, aparecieron unos hilillos rojos formados por venas. Ella apretó los dientes y siguió empujando, empujando y empujando. Unos patrones de diversos colores estallaron en la negrura de sus párpados cerrados. No podía sacarse aquella condenada música de la cabeza. La música que habían estado tocando los violinistas, quienes seguían tocando, cada vez más rápido. La pipa que le habían hecho fumar había aplacado el dolor, tal como le habían dicho, pero habían mentido en lo de que le haría dormir. Se revolvió hacia el otro lado, acurrucándose bajo las mantas. Como si se pudiera dejar atrás todo un día plagado de muerte al otro lado de la cama con sólo darse la vuelta.
La luz de las velas se filtraba por la puerta, a través de las grietas que se abrían entre los maderos. Igual que la luz del día había atravesado la puerta de la fría estancia donde las habían mantenido prisioneras. Donde estuvo arrodillada en la oscuridad, mientras intentaba deshacer sus ligaduras con las uñas. Oyó unas voces en el exterior. Oficiales que iban y venían, para hablar con su padre. Para hablar de estrategia y logística. Para hablar sobre la civilización. Para hablar sobre a cuál de las dos quería quedarse Dow el Negro.
Lo que había sucedido se difuminaba con lo que podría haber ocurrido, con lo que debería haber pasado. El Sabueso había llegado una hora antes con sus hombres del Norte y había detenido a esos salvajes antes de que hubieran salido siquiera del bosque. Ella se había percatado de su presencia mucho antes y había avisado a todo el mundo, por lo que había recibido el agradecimiento sofocado del Gobernador Meed. El capitán Hardrick había traído ayuda, en vez de no volver a saberse nunca nada más de él, y la caballería de la Unión había llegado en el momento crucial, como hacía en las historias. Después ella había dirigido la defensa del lugar, desde lo alto de una barricada, con una espada alzada en la mano y el peto manchado de sangre, como en el espeluznante retrato de Monzcarro Murcatto en la batalla de Pinos Dulces que vio una vez colgado de la pared de un mercader con muy mal gusto. Sus fantasías eran una locura y, a pesar de que mientras las iba elaborando era perfectamente consciente de que eran una locura y de que se preguntaba si no estaría loca ella también, siguió fantaseando igualmente.
Hasta que vislumbraba algo de reojo y volvía a estar allí, de espaldas, con una rodilla clavada en el estómago y una mano sucia alrededor del cuello, incapaz de respirar, y todo el nauseabundo horror que de algún modo no había experimentado en el momento se apoderaba de ella y la invadía como una oleada putrefacta. Entonces, Finree se quitaba de encima las mantas y se levantaba de un salto para recorrer la habitación de una punta a otra, mientras se mordía los labios, mientras se rascaba la parte de la cabeza que estaba cubierta de costras donde no tenía pelo y mientras murmuraba como una demente, imitando voces, todas aquellas voces.
Si se hubiera mostrado más firme con Dow el negro. Si hubiera insistido, si le hubiera exigido, podría haberse llevado a Aliz consigo en vez de dejarla… en la oscuridad, chillando mientras su mano se separaba de las suyas y la puerta se cerraba con un crujido. Volvió a ver una mejilla azul hinchada al atravesarla el acero y Finree mostró los dientes y gimió, y se agarró la cabeza y cerró los ojos con fuerza.
—Fin.
—Hal —él estaba reclinado sobre ella. La luz de las velas teñía de dorado uno de los lados de su semblante. Finree se sentó y se restregó la cara. La notaba entumecida. Era como si estuviese amasando masa muerta.
—Te he traído ropa limpia.
—Gracias —replicó de un modo risiblemente formal. Tal y como alguien podría dirigirse al mayordomo de otra persona.
—Siento haberte despertado.
—No estaba dormida —seguía sintiendo un regusto extraño en la boca, que notaba un tanto hinchada por lo que había fumado. La oscuridad bullía de colores en los rincones de esa habitación.
—Se me ha ocurrido que debía venir… antes de que amaneciera —se produjo otra pausa más. Probablemente, estaba esperando a que ella dijese que se alegraba de que hubiera venido a verla, pero Finree no estaba de humor para cortesías insulsas—. Tu padre me ha puesto al mando del asalto del puente de Osrung.
Finree no supo qué decir. Enhorabuena. ¡Por favor, no! Ten cuidado. ¡No vayas! Quédate aquí. Por favor. Por favor.
—¿Dirigirás el asalto desde la primera línea? —inquirió Finree, con un tono de voz gélido.
—Desde bastante cerca de la primera línea, supongo.
—No te hagas el héroe —como Hardrick, saliendo por la puerta en busca de una ayuda que nunca llegaría a tiempo.
—No me haré el héroe, te lo prometo. Sólo haré… lo correcto.
—Eso no te ayudará a ascender.
—No lo hago por eso.
—Entonces ¿por qué?
—Porque alguien ha de hacerlo.
Qué distintos eran. Ella era una cínica; él, un idealista. ¿Por qué se había casado con ese hombre?
—Brint parece estar… bien. Teniendo en cuenta las circunstancias.
Finree deseó en ese momento que Aliz estuviera bien y, al instante, intentó apartarla de sus pensamientos. Depositar sus esperanzas en que estuviera bien era perder el tiempo y, además, no andaba sobrada de ellas.
—¿Cómo debería sentirse uno, cuando su esposa ha sido capturada por el enemigo?
—Totalmente desesperado. Bueno, espero que esté bien.
«Bien». Qué expresión tan inútil y forzada. Pero ésa era una conversación inútil y forzada por entero. En esos momentos, Hal le parecía un completo desconocido, que no sabía nada acerca de quién era ella realmente. ¿Cómo pueden dos personas llegar a conocerse verdaderamente? No, en realidad, todo el mundo recorre esta vida a solas, librando sus batallas particulares.
Hal le tomó de la mano.
—Pareces…
Finree no pudo soportar el contacto con su piel y apartó los dedos como si hubiera tocado un horno.
—Vete. Deberías irte.
Hal sufrió un leve tic en su rostro.
—Te amo.
Sólo eran meras palabras, en realidad. A Finree debería haberle resultado muy fácil pronunciarlas. Pero era tan incapaz de decirlas como de volar a la luna. Entonces, le dio la espalda para encararse con la pared y se cubrió los hombros con la manta. Luego, oyó la puerta al cerrarse.
Un momento después, o quizás al cabo de un rato, salió de la cama. Se vistió. Se aclaró el rostro con agua. Se estiró las mangas para tapar las marcas de quemaduras que le habían dejado las ligaduras en las muñecas y el zigzagueante corte que tenía en el brazo. Abrió la puerta y salió. Su padre se encontraba en la habitación contigua, hablando con el oficial que Finree había visto el día anterior tirado en el suelo, aplastado bajo un armario lleno de platos. No. Era otro hombre.
—Estás despierta —su padre sonreía, pero con cierta prevención, como si esperase que fuera a estallar en llamas de un momento a otro y se estuviera preparando para agarrar un balde lleno de agua. Quizá fuese a estallar en llamas. No le habría sorprendido. Ni tampoco lo habría lamentado demasiado en aquel momento—. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —pensó en unas manos que se cerraban en torno a su garganta, imperturbables a sus arañazos, notó el palpitar de la sangre en las orejas—. Ayer maté a un hombre.
Su padre se levantó y le puso una mano en el hombro.
—Puede que te lo parezca, pero…
—Desde luego que me lo parece. Lo apuñalé, con un puñal que le robé a un oficial. Le hundí la hoja en la cara. En la cara. Así que supongo que me cargué a uno de ellos.
—Finree…
—¿Me estoy volviendo loca? —preguntó, a la vez que intentaba contener la risa. Qué pregunta tan estúpida—. Debería alegrarme. Porque las cosas podrían haber salido mucho peor. No pude hacer nada más. Nadie habría podido hacer mucho más. ¿Qué debería haber hecho si no?
—Después de lo que has pasado, sólo un loco estaría en su sano juicio. Intenta comportarte como si… simplemente fuese un día más, un día como cualquier otro.
Finree respiró hondo.
—Por supuesto —le ofreció una sonrisa que esperaba transmitiese confianza en vez de locura—. Sólo es otro día más.
Sobre la mesa había un cuenco de madera con fruta. Finree cogió una manzana, que era mitad verde, mitad color rojo sangre. Pensó que debía comer mientras tuviera oportunidad, para recuperar fuerzas. Después de todo, sólo era otro día más.
En el exterior, el mundo seguía a oscuras. Unos soldados que hacían guardia bajo la luz de las antorchas se quedaron en silencio al verla pasar y la observaron a hurtadillas. Finree quiso vomitarles encima, pero intentó sonreír como si sólo fuese otro día y no le hubiesen parecido exactamente idénticos a los hombres que habían intentando desesperadamente mantener las puertas de la posada cerradas, mientras las astillas saltaban a su lado con cada nuevo hachazo que lanzaban aquellos salvajes.
Salió del sendero y descendió la colina, abrigándose lo más posible. La hierba azotada por el viento se hundía en la oscuridad. Algunos juncos se le enredaron en las botas. Vio a un hombre calvo de pie, que escudriñaba el valle envuelto en la oscuridad mientras los faldones de su chaqueta aleteaban mecidos por el aire. Tenía un puño cerrado a la espalda y su pulgar acariciaba con preocupación su dedo índice constantemente. En la otra sostenía una taza con suma elegancia. Por encima de él, en el cielo de levante, los primeros y tenues claros del amanecer comenzaban a asomar.
Fuera a causa de la pipa o de la falta de sueño, pero, después de lo que había visto el día anterior, el Primero de los Magos ya no le parecía tan terrible.
—¡Otro día más! —exclamó Finree, quien, en esos momentos, se sentía como si fuera capaz de elevarse de la ladera de la colina y ascender flotando hacia el oscuro cielo—. Otro día más para luchar. ¡Debe sentirse tan complacido, Lord Bayaz!
Éste le dedicó una cortés reverencia.
—Yo…
—¿Es «Lord Bayaz» o existe otro término mejor para dirigirse al Primero de los Magos? —Finree se apartó un mechón de pelo de la cara, pero el viento pronto lo devolvió al mismo sitio—. ¿Su Excelencia, o Su «Brujosidad», o Su «Magicosidad»?
—Procuro no ser demasiado ceremonioso.
—Por cierto, ¿cómo llega uno a ser el Primero de los Magos?
—Fui el aprendiz del gran Juvens.
—¿Y él le enseñó magia?
—Me enseñó el Gran Arte.
—Entonces, ¿por qué no la usa para algo, en vez de obligar a los hombres a luchar?
—Porque hacer que los hombres luchen es muy fácil. La magia es el arte y la ciencia de obligar a las cosas a comportarse de un modo no acorde con su naturaleza —Bayaz dio lentamente un sorbo a su taza y observó a Finree por encima del borde de ésta—. No hay nada más natural para los hombres que pelear. Espero que se haya recuperado ya de su calvario de ayer.
—¿Mi calvario? ¡Oh, casi ya lo he olvidado por completo! Mi padre me ha sugerido que me comporte como si hoy sólo fuese un día más. De esa manera, quizá logre que lo sea. Cualquier otro día lo habría dedicado a intentar defender febrilmente los intereses de mi esposo y, por lo tanto, los míos —afirmó, mostrando una sonrisa torcida—. Soy maliciosamente ambiciosa.
Bayaz entornó sus verdes ojos.
—Una virtud que siempre me ha parecido admirable.
—Han matado a Meed —afirmó Finree, quien se lo imaginó abriendo y cerrando la boca como un pez sacado del río, hurgando en el gran desgarrón abierto en su uniforme escarlata y cayendo al suelo cubierto de papeles—. Me atrevería a decir que necesitará un nuevo gobernador de Angland.
—Su Majestad lo necesitará —el Mago dejó escapar un suspiro—. Pero organizar un nombramiento tan importante es un asunto complicado. Sin lugar a dudas, algún pariente de Meed espera que le concedan ese puesto e incluso lo exigirá, pero no podemos permitir que ese cargo se convierta en hereditario. Yo diría que cerca de una veintena de grandes magnates del Consejo Abierto creen merecérselo, pero no podemos promover demasiado la carrera de ningún hombre cuyo poder podría rivalizar con el de la corona. Pues cuanto más se acercan a ésta, menos pueden resistir el impulso de intentar apoderarse de ella, como su suegro podría sin duda atestiguar. Podríamos nombrar a algún burócrata, pero entonces el Consejo Abierto criticaría su elección y lo acusaría de ser un mero hombre de paja, y bastantes problemas causa ya esa gente del Consejo. Hay tantos equilibrios que tener en cuenta, tantas rivalidades, celos y peligros que esquivar, que a veces le entran a uno ganas de abandonar la política por completo.
—¿Por qué no nombran a mi esposo?
Bayaz ladeó la cabeza.
—Es usted muy franca.
—Esta mañana, me parece que sí.
—Otra virtud que siempre he admirado.
—¡Por los Hados, soy admirable! —exclamó Finree, mientras oía cómo la puerta al cerrarse acallaba los sollozos de Aliz.
—Sin embargo, no estoy seguro de cuántos apoyos podría conseguir para su esposo —Bayaz frunció los labios mientras arrojaba los posos de su taza sobre la hierba cubierta de rocío—. Su padre tiene un puesto destacado entre los más infames traidores de la historia de la Unión.
—Muy cierto. Y era el noble más importante de toda la Unión, el hombre más poderoso del Consejo Abierto, a sólo un voto de igualar el poder de la corona —Finree habló sin pararse a pensar en las consecuencias, al igual que una piedra arrojadiza no tiene en cuenta las aguas sobre las que rebota—. Cuando incautaron sus tierras, su poder se esfumó como si nunca hubiera existido. Supongo que los nobles debieron de sentirse amenazados. Por mucho que disfrutaran con su caída, seguramente vieron en ella la sombra de su propio futuro. Me imagino que restituirle a su hijo una fracción prudente de su poder podría ser una idea bien recibida en el Consejo Abierto. Así se reafirmarían derechos de las antiguas familias y demás.
Bayaz alzó un poco la barbilla y bajó las cejas.
—Puede ser. ¿Y?
—Y mientras que el gran Lord Brock tenía aliados y enemigos en abundancia, su hijo no tiene ninguno. Ha sido despreciado e ignorado durante ocho años. No forma parte de ninguna facción, no persigue objetivo alguno más que servir fielmente a la corona. Ha probado con creces su honestidad, su valor y su incuestionable lealtad a Su Majestad en el campo de batalla —respondió, clavando su mirada en la de Bayaz—. Sería una historia estupenda. Nuestro monarca, en vez de rebajarse a interferir en cuestiones políticas mundanas, escoge recompensar a alguien que ha demostrado su lealtad, su mérito y hace gala de un heroísmo de viejo cuño. A los plebeyos les agradaría, en mi opinión.
—Lealtad, mérito y heroísmo. Ésas son unas buenas cualidades para un soldado —comentó Bayaz, como si estuviese hablando de la grasa de un cerdo—. Pero un lord gobernador ha de ser por encima de todo un buen político. Entre otras virtudes, debe ser flexible e implacable, y debe tener buen ojo para saber qué es lo más conveniente en cada momento. ¿Qué tal se maneja su esposo en esos campos?
—Regular, pero quizá alguien cercano a él podría compensar esas cualidades que le faltan.
A Finree le pareció ver el esbozo de una sonrisa asomándose a los labios de Bayaz.
—Estoy empezando a pensar que, efectivamente, sí podría ser. La suya es una sugerencia muy interesante.
—Entonces, ¿no la descarta?
—Sólo el verdaderamente ignorante descarta las nuevas posibilidades al creer que ha pensado en todo. Puede que incluso se lo mencione a mis colegas del Consejo Cerrado la próxima vez que nos reunamos.
—Me parece que sería mejor tomar una decisión al respecto rápidamente, en vez de permitir que toda esta cuestión se convierta en… un problema. No se me puede considerar imparcial, pero, aun así, creo de verdad que mi esposo es el mejor hombre que hay en toda la Unión.
Bayaz profirió una risita mordaz.
—¿Quién dice que quiero al mejor? Podría darse el caso de que un necio alfeñique fuese un lord gobernador de Angland más apropiado para los intereses de todos. Un necio alfeñique, con una mujer estúpida y cobarde.
—Eso me temo que no puedo ofrecérselo. Tenga una manzana —replicó Finree, arrojándole la que tenía, lo cual lo obligó a hacer malabarismos con una mano antes de cogerla con la otra, tras dejar caer su taza entre la hierba y mientras alzaba las cejas sorprendido. Antes de que pudiera decir nada, ella ya se estaba alejando. Apenas era capaz de recordar la conversación. Su mente estaba enteramente centrada en cómo aquella mejilla azul se había hinchado al abrirse paso el acero, mientras lo empujaba y empujaba.