Cadenas de mando

Tras una escasa racha de buen tiempo, las nubes habían regresado y la lluvia había comenzado a caer de nuevo, administrando suavemente al mariscal Kroy y a su estado mayor otra dosis de húmeda miseria y oscureciendo por completo ambos flancos del campo de batalla.

—¡Maldito sea este aguacero! —bramó—. Para esto bien podría llevar un cubo en la cabeza.

La gente a menudo suponía que un lord mariscal ostentaba el poder supremo en el campo de batalla, más aún que el emperador en la sala del trono. No eran conscientes de las infinitas restricciones que sufría su autoridad. El clima, en particular, se mostraba proclive a ignorar sus órdenes. Después había que tener en cuenta el equilibrio político: los caprichos del monarca, el humor del pueblo. Había un sinfín de preocupaciones logísticas: dificultades en el abastecimiento y el transporte, en las señales y la disciplina, y cuanto mayor era el ejército, más torpe y lento se volvía. Si uno conseguía, mediante algún milagro, arrastrar aquella masa ingobernable hasta una posición desde la que poder realmente luchar, había que instalar un cuartel general convenientemente alejado de primera línea, e incluso en el caso de disponer de un buen punto de observación estratégicamente situado, un comandante podía no llegar a ver absolutamente nada del combate. Las órdenes podían tardar media hora o más en llegar hasta sus destinatarios y a menudo eran inútiles o decididamente peligrosas para cuando les alcanzaban, si es que alguna vez lo hacían.

Cuanto más ascendía por la cadena de mando, más eslabones se interponían entre él y el acero desnudo, más difícil se volvía la comunicación y más retorcían sus propósitos la cobardía, la precipitación, la incompetencia o, lo peor de todo, las buenas intenciones de los hombres. Un papel mayor jugaba el azar, y el azar raras veces se muestra favorable. Con cada nuevo ascenso, el Mariscal Kroy había soñado con librarse al fin de las ataduras y alzarse todopoderoso. Y con cada nuevo ascenso, se había descubierto más incapacitado que antes.

—Soy como un viejo invidente e idiota que se ha dejado enredar en un duelo —murmuró. Sólo que eran miles las vidas que pendían de sus golpes ciegos, en vez de sólo la suya.

—¿Desea un brandy con agua, Lord…?

—¡No, no lo deseo en absoluto! —le espetó a su ordenanza, e hizo una mueca mientras el hombre retrocedía nerviosamente con la botella. ¿Cómo podría explicar que eso era lo que había estado bebiendo ayer cuando se le informó de que había sido el responsable de la muerte de cientos de sus hombres, y que ahora la mera idea de tomar ese brandy con agua le revolvía por completo el estómago?

En nada le ayudaba que su hija se hubiera situado tan cerca de primera línea. Una y otra vez, se sorprendía dirigiendo su catalejo hacia el flanco oriental de la batalla, intentando distinguir entre la llovizna la posada que Meed había escogido como cuartel general. Se rascó insatisfecho la mejilla. Había visto interrumpido su afeitado por un preocupante informe enviado por el Sabueso; según éste, había indicios de que unos salvajes venidos de más allá del Crinna campaban a sus anchas por la campiña hacia el este. Y para que el Sabueso los considerase salvajes, ciertamente debían serlo. Ahora Kroy se sentía aturdido y, encima, tenía un lado del rostro suave y el otro sin afeitar. Este tipo de detalles siempre le habían molestado. Un ejército se levanta sobre los detalles igual que una casa se alza sobre ladrillos. Basta colocar un ladrillo mal para que peligre todo el conjunto. Pero coloca debidamente todos y cada uno de ellos y…

—Vaya —musitó para sí mismo—. Ahora soy un maldito albañil.

—El último informe de Meed indica que todo va bien por la derecha —afirmó Felnigg, sin duda intentando atenuar sus temores. Su jefe del estado mayor le conocía demasiado bien—. Han ocupado la mayor parte del sur de Osrung y están haciendo un gran esfuerzo para tomar el puente.

—¿De modo que las cosas iban bien hace media hora?

—Hasta cierto punto se puede decir que sí, señor.

—Cierto —Kroy siguió mirando un momento más, pero apenas fue capaz de distinguir la posada, y mucho menos la propia Osrung. Nada ganaba preocupándose. Si todo su ejército hubiera sido tan valeroso y contara con tantos recursos como su hija ya habrían vencido y estarían de regreso a casa. Casi compadeció al hombre del Norte que se cruzara en su camino estando ella de mal humor. Kroy se volvió hacia el oeste, siguiendo el trazado del río con su catalejo hasta que llegó al Puente Viejo.

O pensó haberlo hecho. Pues sólo vio una débil línea recta de color claro sobre otra débil línea curva de color oscuro que, asumió, debía ser el río, todo ello dibujándose y desdibujándose según la lluvia se espesara o aclarase en el par de kilómetros que lo separaban del objetivo. En realidad, podría haber estado mirando cualquier cosa.

—¡Maldita lluvia! ¿Qué hay del flanco izquierdo?

—Lo último que hemos sabido de Mitterick era que su segundo asalto había sido… ¿cómo ha dicho él? Ha sido rechazado.

—A estas alturas habrá fracasado, entonces. Aun así, tomar un puente defendido con determinación es una tarea muy difícil.

—Oh —gruñó Felnigg.

—Puede que Mitterick tenga muchas carencias…

—Oh —volvió a gruñir Felnigg.

—Pero la persistencia no es una de ellas.

—No señor, piensa persistentemente con el culo.

—Bueno, bueno, seamos generosos —dijo Kroy. Después, en voz baja, añadió—: Todo el mundo necesita un culo, aunque sólo sea para sentarse.

Si el segundo asalto de Mitterick había fracasado hacía poco, ya estaría preparando otro. Además, los hombres del Norte con quienes se enfrentaba ya deberían estar un tanto agotados. Kroy replegó el catalejo y se golpeó con él la palma de la mano.

El general que aguarda a saber todo lo necesario para tomar una decisión nunca llega a tomarla o, si lo hace, ya es demasiado tarde. Tenía que intuir cuál era el momento adecuado. Anticiparse al cambio de las mareas de la batalla. A las variaciones de moral, de presión y de ventajas. Uno debía confiar en sus instintos. Y los instintos del Mariscal Kroy le indicaron que el momento crucial del flanco izquierdo se hallaba ya próximo.

Atravesó a grandes zancadas la puerta del granero que hacía las veces de cuartel general, asegurándose esta vez de agacharse, pues no necesitaba otro doloroso cardenal en la coronilla, y se encaminó directamente hacia su escritorio. Hundió la pluma en el tintero sin sentarse y escribió sobre la más cercana de varias hojas de papel preparadas para tal propósito:

Coronel Vallimir

Las tropas del General Mitterick están encontrando una fuerte resistencia en el Puente Viejo. Pronto obligarán al enemigo a agotar todas sus energías. Por tanto, deseo que inicie usted su ataque de inmediato, según lo establecido, con todos los hombres a su disposición. Buena suerte.

Kroy

Por último, añadió una rúbrica a su firma.

—Felnigg, quiero que le lleve esto al General Mitterick.

—Puede que se lo tome mejor si se lo entrega un mensajero.

—Puede tomárselo como le dé la maldita gana, pero no quiero que tenga la más mínima excusa para ignorarla.

Felnigg era un oficial de la vieja escuela y raras veces se dejaba traicionar por sus sentimientos; ése era uno de los motivos por los que Kroy siempre le había admirado. Pero su desagrado por Mitterick era evidentemente superior a su autocontrol.

—Si no me queda más remedio, mariscal —replicó, y cogió, con cierta amargura, las órdenes de la mano de Kroy.

El coronel Felnigg salió apresuradamente del cuartel de mando y a punto estuvo de descalabrarse con el dintel bajo, consiguiendo a duras penas disimular su enfado. Metió las órdenes en el bolsillo interior de su chaqueta, comprobó que nadie estuviera mirando y le dio un rápido sorbo a su petaca, después volvió a mirar a su alrededor y le dio un segundo, se subió al caballo y le fustigó para que bajara por el estrecho sendero, obligando a apartarse a los criados, soldados y jóvenes oficiales que halló a su paso.

Si hubiese sido a Felnigg a quien hubieran puesto al mando del Asedio de Ulrioch años atrás y Kroy hubiese sido enviado en una infructuosa misión en medio de una polvorienta nada, habría sido Felnigg quien hubiese obtenido la gloria y Kroy quien hubiese regresado sediento tras haber perdido veinte carromatos y quien hubiera sido ignorado por todos, Felnigg podría haber acabado siendo el mariscal y Kroy su chico de los recados con grandes aspiraciones.

Descendió la colina estruendosamente, espoleando su montura en dirección oeste, hacia Adwein, siguiendo un camino lleno de charcos. Un gran número de hombres de Jalenhorm todavía se esforzaban por encontrar algún atisbo de organización en el terreno que se inclinaba hacia el río. Ver que las cosas se hacían de manera tan descuidada le hacía sentir algo a Felnigg muy próximo al dolor físico. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no detener su caballo y empezar a chillarles órdenes a todos para imbuirles un poco de puñetera determinación. Determinación. ¿Acaso eso era demasiado pedir en un ejército?

—Me cago en Jalenhorm —susurró Felnigg. Aquel tipo era un chiste y ni siquiera era un chiste con gracia. No tenía ni el ingenio ni la experiencia para ser sargento, ni mucho menos general, pero, al parecer, haber sido compañero de copas del rey era mejor cualificación que años de servicio competente y abnegado. Si bien eso habría bastado para convertir a un hombre inferior a él en un amargado, a Felnigg le animó a alcanzar mayores cotas de excelencia. Entonces, redujo un momento el ritmo para darle otro sorbo a su petaca.

Sobre la ladera cubierta de hierba que quedaba a su derecha había tenido lugar un accidente. Unos mecánicos ataviados con mandiles se afanaban junto a dos grandes tubos de metal oscuro y un largo tramo de hierba ennegrecida. Varios cuerpos yacían junto a la carretera, cubiertos por sábanas ensangrentadas. Sin duda alguna, ese maldito experimento ridículo del Primero de los Magos les había estallado en la cara. Cada vez que el Consejo Cerrado se inmiscuía en la guerra, uno podía tener por seguro que se iba a producir una abundante pérdida de vidas humanas y, según la experiencia de Felnigg, raras veces en el bando enemigo.

—¡Fuera de mi camino! —rugió, abriéndose paso a través de un rebaño de ganado al que nunca se le debería haber permitido acceso al camino y obligando a uno de los pastores a apartarse de un salto. Atravesó Adwein a medio galope, un pueblo tan miserable como el que más, atiborrado ahora de rostros desgraciados, hombres heridos y sucios remanentes de quién sabe qué otras unidades. Los desechos inútiles y lamentables de los fracasados asaltos de Mitterick, que habían sido barridos hacia la retaguardia de su división como estiércol en un establo.

Al menos Jalenhorm, por estúpido que fuese, era capaz de obedecer una orden. Mitterick siempre intentaba desobedecerlas y hacer las cosas a su manera. La incompetencia era imperdonable, pero la desobediencia era… más imperdonable aún, maldita sea. Si todo el mundo se limitase a hacer lo que le apetecía, no habría coordinación, ni mando, ni propósito. No habría ejército, sino únicamente una enorme masa de hombres entregados a su mezquina vanidad. Sólo de pensarlo se ponía…

Un criado cargado con un cubo salió repentinamente de un pórtico cruzándose en el camino de Felnigg. El caballo de éste se detuvo violentamente, se encabritó y estuvo a punto de tirarlo de la silla.

—¡Quita de en medio! —le gritó Felnigg al hombre mientras le cruzaba la cara sin pensar con la fusta. El criado chilló y cayó de bruces al suelo, salpicando una pared con el agua que llevaba en el cubo. Felnigg espoleó a su caballo y siguió adelante, pero el calor del alcohol en su estómago se enfrió de repente. No debería haber hecho aquello. Había dejado que la furia le dominase y darse cuenta de ello sólo sirvió para irritarle más aún.

El puesto de mando de Mitterick era el lugar más ingobernable de su ingobernable división. Los oficiales corrían de un lado a otro, levantando barro aquí y allá, mientras se gritaban unos a otros, obedeciendo siempre a quien más gritaba e ignorando las mejores ideas. Un comandante es el ejemplo a seguir por sus subordinados. Un capitán da ejemplo a su compañía, un mayor a su batallón, un coronel a su regimiento y Mitterick daba ejemplo a toda su división. Los oficiales descuidados acaban mandando sobre soldados descuidados, y los soldados descuidados acaban llevando a un ejército a la derrota. Las reglas salvaban vidas en momentos como aquéllos. ¿Qué tipo de oficial permitía que el caos reinara en su propio puesto de mando? Felnigg tiró de las riendas de su caballo y se dirigió en línea recta hacia la puerta de lona de la gran tienda de Mitterick, apartando de su camino a los nerviosos jóvenes ayudantes de campo con sólo la fuerza de su desaprobación.

En el interior la confusión se redoblaba. Mitterick se encontraba inclinado sobre una mesa en mitad de una masa clamorosa de uniformes escarlata, estudiando un mapa improvisado del valle y debatiendo a voz en grito. Felnigg sintió que su revulsión por aquel hombre le azotaba como un viento huracanado. Era el peor soldado que podía haber, aquél que disfraza su incompetencia de estilo y, para empeorar las cosas, consigue engañar a la gente la mayor parte de las veces. Pero a Felnigg no lo engañaba.

Felnigg se adelantó y saludó de manera impecable. Mitterick realizó un perentorio ademán con la mano y apenas alzó la vista del mapa.

—Traigo una orden para el Primer Regimiento del Rey de parte del Lord Mariscal Kroy. Si pudiera atenderla de inmediato, se lo agradecería —fue incapaz de esconder por completo el desprecio que sentía por él en su tono de voz y Mitterick, evidentemente, se dio cuenta.

—Ahora mismo estamos un poco ocupados luchando, quizá pueda dejarla…

—Me temo que no, general —Felnigg tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abofetear a Mitterick con sus guantes—. El lord mariscal ha sido muy concreto en ese aspecto y debo insistir en la premura.

Mitterick se enderezó, tensando los músculos de la mandíbula hacia un lado de su sobredimensionada cabeza.

—¿No hay más remedio?

—Exactamente. No hay más remedio —entonces, Felnigg agarró la orden como si fuera a arrojársela a la cara. Sólo una última pizca de autocontención impidió que ésta abandonara la punta de sus dedos.

Mitterick le arrebató el papel y logró contener a duras penas las ganas que tenía de darle un puñetazo en la cara con la otra mano. Acto seguido, abrió el sobre.

Felnigg. Menudo asno. Menudo imbécil arrogante y pedante. Un quisquilloso obsesionado con la disciplina sin pizca de imaginación ni iniciativa, sin nada de lo que los hombres del Norte llamaban, con su don para la simplicidad, «agallas». Era afortunado de tener por amigo al Mariscal Kroy y de que éste le hubiera arrastrado consigo en su ascendente carrera porque, si no, se habría pasado toda la vida siendo un mero capitán que siempre iba con la chaqueta totalmente abotonada.

Felnigg. Menudo imbécil. Mitterick lo recordó escoltando aquellas miserables seis carretas después de que Kroy se cobrase su gran victoria en Ulrioch. Lo recordó exigiendo que se tuviese en cuenta su contribución al triunfo. Su batallón prácticamente aniquilado en pos de seis condenadas carretas. Por supuesto que se había tenido en cuenta su contribución. Menudo imbécil, había pensado Mitterick entonces, y su opinión no había cambiado en todos los años que habían transcurrido desde entonces.

Felnigg. Menudo imbécil redomado. Míralo. Qué imbécil. Probablemente se creía mejor que todos los demás, todavía, a pesar de que Mitterick sabía de buena tinta que era incapaz de levantarse sin antes empinar el codo. Probablemente, pensaba que sería capaz de hacer el trabajo de Mitterick mejor que él mismo. Probablemente, pensaba que se merecía el puesto de Kroy. Maldito imbécil. Era el peor soldado que podía haber, el que disfraza su estupidez de disciplina y, para empeorar las cosas, consigue engañar a la gente la mayor parte de las veces. Pero a Mitterick no lo engañaba.

Dos de sus asaltos al puente habían terminado en fracaso, por lo que debía preparar un tercero y no tenía tiempo para perderlo con burócratas pomposos. Se volvió hacia Opker, el jefe de su estado mayor, golpeando el mapa con la orden arrugada en su mano.

—Dígales que preparen a la Séptima, y quiero que la Segunda marche detrás de ellos. Quiero que la caballería atraviese ese puente tan pronto como consigamos asegurar esa posición, maldita sea, ¡esos campos están hechos para llevar a cabo una carga! Haga que se retire el regimiento de Klein y que aparten a los heridos. Que los echen al río si hace falta, estamos dando a esos condenados hombres del Norte tiempo para recuperarse. ¡Ha llegado el momento de demostrarles qué es en realidad un baño de sangre si eso es lo que quieren! Dígales que lo hagan de inmediato o yo mismo bajaré hasta allí y encabezaré la carga, tanto si puedo meter mi gordo culo en la armadura como si no. Dígales que…

Alguien le golpeó con un dedo en el hombro.

—Esta orden debe ser obedecida de inmediato, General Mitterick. ¡De inmediato! —Felnigg casi chilló estas últimas palabras, salpicando con saliva a Mitterick. A éste le resultaba muy difícil creer que alguien pudiera tener tal obsesión por las formas. Las normas cuestan vidas en momentos como ése. ¿Qué clase de oficial insistía en que se cumplieran las normas en un puesto de mando mientras en el exterior los hombres luchaban y morían? Furioso, echó un rápido vistazo a la orden.

Coronel Vallimir

Las tropas del General Mitterick están encontrando una fuerte resistencia en el Puente Viejo. Pronto obligarán al enemigo a emplear todas sus fuerzas. Por tanto, deseo que inicie usted su ataque de inmediato, según lo convenido, con todos los hombres a su disposición. Buena suerte.

Kroy

La Primera había sido asignada a la división de Mitterick, de modo que, como su comandante, era responsabilidad suya clarificar sus instrucciones. Como siempre, la orden de Kroy era tan directa y eficiente como el propio mariscal, y el momento de darla era el más adecuado. Pero Mitterick no iba a dejar escapar la oportunidad de fastidiar al insecto sin mentón que éste tenía por mano derecha, no, señor. Si Felnigg quería hacer las cosas siguiendo al pie de la letra el reglamento, lo asfixiaría con el puñetero reglamento. De modo que extendió el papel sobre el mapa, chasqueó los dedos hasta que alguien le puso una pluma en ellos y garabateó una frase debajo prácticamente sin pararse a pensar en lo que escribía.

Asegúrese de que el enemigo ha lanzado todos sus efectivos a la batalla antes de cruzar la corriente y, entretanto, procure no revelar su posición ante el flanco del adversario. Mis hombres y yo nos estamos dejando la piel en esto. No aceptaré que se les falle.

General Mitterick, Segunda División

A continuación, se dirigió hacia la puerta de la tienda, lo que le dio una excusa para apartar bruscamente a Felnigg de su camino.

—¿Dónde está ese muchacho del regimiento de Vallimir? —bramó bajo la cada vez más escasa lluvia—. ¿Cómo se llama? ¿Lerdodemierda?

—¡Lederlingen, señor! —respondió un joven alto y pálido que dio un paso al frente y saludó titubeante antes de añadir con menos seguridad aún—. General Mitterick, señor.

Mitterick no habría confiado de él ni para que llevase su orinal sano y salvo hasta el río y mucho menos para transmitir una orden vital, pero suponía, tal como había dicho Bialoveld en una ocasión, que «en la batalla uno debe aprovechar en la medida de lo posible las condiciones adversas».

—Llévele esta orden al coronel Vallimir de inmediato. Es del Lord Mariscal, ¿entiende? Y es de gran importancia —acto seguido, Mitterick le metió el papel plegado y ahora ligeramente hinchado por la tinta en su lacia mano.

Lederlingen aguardó inmóvil un momento, observando la orden.

—¿Y bien? —le espetó el general.

—Er… —Lederlingen saludó de nuevo—. Señor, sí…

—¡Muévase! —le rugió Mitterick a la cara—. ¡Vamos!

Lederlingen retrocedió, todavía manteniendo una absurda posición de firmes y, a continuación, atravesó corriendo el barro pisoteado en dirección hacia su caballo.

Para cuando hubo conseguido montar, un oficial delgado y sin mentón, que iba ataviado con un uniforme almidonado, había salido ya de la tienda de Mitterick y estaba susurrándole algo incomprensible al general mientras un grupo de guardias y oficiales los observaban, entre ellos un hombre corpulento de ojos tristes sin apenas cuello que le resultó vagamente familiar.

Lederlingen no podía perder el tiempo en intentar recordar quién era, pues al fin tenía un trabajo que merecía la pena desempeñar. Dio la espalda al lamentable espectáculo que estaban dando esos dos oficiales de alto rango del ejército de Su Majestad discutiendo entre sí y espoleó a su montura para que se dirigiera al oeste. Sinceramente, no podía decir que lamentase marcharse. El puesto de mando parecía un lugar más terrorífico y desconcertante que la vanguardia.

Pasó junto a una gran cantidad de hombres que se encontraban arremolinados frente a la tienda y gritó para que lo dejaran pasar, después, cruzó la muchedumbre algo menos compacta que se estaba preparando para un nuevo ataque en el puente; en todo momento, llevaba las riendas en una mano y la orden en la otra. Debería habérsela guardado en el bolsillo, ya que así le resultaba más difícil controlar a su montura, pero le aterrorizaba la posibilidad de perderla. Una orden del Lord Mariscal Kroy en persona. Era exactamente el tipo de situación con la que había soñado cuando se había alistado con los ojos brillantes por la emoción… ¿hacía realmente sólo tres meses?

Ahora ya había dejado atrás al grueso de la división de Mitterick, cuyo clamor iba apagándose a sus espaldas. Aceleró el ritmo, inclinándose sobre el lomo de su caballo, para recorrer el irregular camino que lo alejaba del Puente Viejo en dirección a las marismas. Por desgracia, tendría que dejar su caballo con el piquete de la orilla sur y cruzar la ciénaga a pie para poder llevarle la orden a Vallimir. Eso si no se equivocaba de ruta y acababa llevándole la orden a Klige.

El mero hecho de plantearse esa posibilidad hizo que se estremeciera. Su primo le había advertido de que no debía alistarse. Le había dicho que las guerras eran el mundo al revés, un lugar donde los hombres buenos se las arreglaban peor que los malos. Le había dicho que las guerras sólo satisfacían las ambiciones de los ricos y que sólo procuraban tumbas a los pobres, y que no había encontrado dos tipos honestos que mostraran un mínimo de decencia en toda compañía en la que él había servido. Que los oficiales eran arrogantes, ignorantes e incompetentes. Que todos los soldados eran unos cobardes, unos bravucones, unos matones o unos ladrones. Lederlingen había supuesto que su primo había exagerado con el casi único fin de impresionarle, pero ahora debía reconocer que en realidad se había quedado bastante corto. El cabo Tunny, en particular, daba toda la impresión de ser un cobarde y un bravucón, un matón y un ladrón, todo a la vez. Pese a que se trataba del mayor villano que Lederlingen había conocido en toda su vida, los demás hombres lo agasajaban como a un héroe. ¡Loor y gloria para el bueno del cabo Tunny, el granuja más tramposo y mezquino de toda la división!

El sendero se había convertido en un camino empedrado que atravesaba una hondonada junto a un arroyo, o, a veces, en una ancha zanja embarrada sobre la que crecían árboles repletos de bayas rojas. Ese lugar olía a podredumbre. Era imposible avanzar más rápido que a un torpe trote. Ciertamente, la vida de soldado podía llevarle a uno hasta parajes bellos y exóticos.

Lederlingen dejó escapar un suspiro. Efectivamente la guerra era un lugar que parecía el mundo al revés y rápidamente estaba llegando a la misma conclusión que su primo: que no era para él. Tendría que limitarse a mantener la cabeza gacha, no meterse en problemas y a seguir el consejo de Tunny y nunca presentarse voluntario para nada…

—¡Ah!

Una avispa le había picado en la pierna. O eso es lo que pensó en un primer momento, a pesar de que el dolor fue considerablemente más intenso. En cuanto bajó la mirada, se dio cuenta de que tenía una flecha clavada en el muslo. Se quedó mirándola fijamente. Era un palo largo y recto con plumas grises y blancas. Una flecha. Por un momento, se preguntó si alguien le estaría gastando una broma. Se preguntó si sería una flecha falsa. Dolía mucho menos de lo que jamás hubiera sospechado. Pero la sangre había empezado a empaparle los pantalones. Era una flecha de verdad.

¡Alguien le estaba disparando!

Hundió los talones en los ijares del caballo y gritó. Ahora sí le dolía. Dolía como si le hubieran clavado un hierro de marcar en la pierna. Su montura se arrojó hacia delante sobre el camino pedregoso y Lederlingen perdió las riendas, rebotó sobre la silla y agitó frenéticamente la mano en la que llevaba la orden. Entonces se cayó al suelo. Le castañetearon los dientes y la cabeza le dio vueltas mientras se golpeaba contra las piedras.

Se puso en pie como pudo, sollozando debido al dolor que sentía en la pierna, y giró sobre sí mismo a la pata coja, intentando orientarse. Consiguió desenvainar su espada. Había dos hombres en el sendero. Eran hombres del Norte. Uno de ellos se dirigía hacia él con un cuchillo en la mano. El otro tenía un arco alzado.

—¡Socorro! —gritó Lederlingen, pero se hallaba débil, casi sin aliento. No estaba seguro de cuándo había pasado por última vez junto a un soldado de la Unión. Antes de adentrarse en la hondonada, quizás, había visto a algunos exploradores, pero eso había sido hacía un buen rato—. ¡Socorro!

Otra flecha atravesó limpiamente la manga de su chaqueta. Y el brazo. Esta vez le dolió desde el primer momento. Soltó la espada con un chillido. Todo su peso recayó sobre su pierna derecha y ésta cedió. Cayó rodando por el terraplén y notó varias oleadas de agonía que le atravesaron el cuerpo cada vez que las flechas rotas chocaban contra el suelo.

Estaba en el barro. Todavía conservaba la orden en un puño. Intentó levantarse. Entonces, oyó una bota en el barro a su lado. Algo le golpeó en el cuello y su cabeza dio una sacudida.

Foss Deep arrancó el papel de la mano del sureño, limpió su cuchillo en la espalda de su chaqueta y después le plantó una bota sobre la cabeza y le hundió la cara en el barro repleto de sangre. No quería que gritase. En parte por sigilo, pero también porque había descubierto últimamente que no le agradaban los ruidos que hacían las personas cuando agonizaban. Si había que hacerlo, se hacía, pero no tenía por qué oírlo, la verdad.

Shallow estaba guiando al caballo del sureño terraplén abajo hacia el pantanoso lecho del arroyo.

—¿Has visto que hermosura? —preguntó, sonriendo.

—Es una yegua. No hables de ella como si fuera tu esposa.

Shallow acarició al animal en la cara.

—Es más guapa de lo que era tu mujer.

—Eso ha sido una grosería.

—Perdona. ¿Qué hacemos con ella, entonces? Es un buen animal. Podríamos ganarnos un…

—¿Cómo piensas hacer que cruce el río? No voy a arrastrarla por el pantano y el puente es un campo de batalla, en caso de que lo hayas olvidado.

—No lo he olvidado.

—Mátala.

—Sería una lástima…

—Mátala y sigamos nuestro camino —dijo Deep, señalando hacia el sureño que se hallaba bajo su bota—. A éste ya lo estoy matando yo, ¿no?

—Pero éste no nos servía para nada…

—¡Que la mates! —exclamó; después, percatándose de que no debía alzar la voz, ya que estaban en el lado del río en manos del enemigo y podía haber sureños por todas partes, añadió en un susurro—: ¡Mata a ese puñetero animal y escóndelo!

Shallow le miró malhumorado, pero tiró de las riendas de la yegua hacia abajo, apoyó todo su peso sobre su cuello y la obligó a echarse. Después la apuñaló rápidamente en el cuello, inmovilizándola mientras se desangraba.

—Me cago en todo —juró Shallow, negando con la cabeza—. No se gana dinero matando caballos. Con todos los riesgos que corremos viniendo a este sitito…

—Para ya.

—¿Que pare qué? —preguntó Shallow mientras arrastraba una rama caída de un árbol para tapar con ella el cadáver de la yegua. Deep se volvió a mirarle.

—Que pares de hablar como un niño. ¿Tú qué crees? Eso no es normal. Es como si tuvieras la cabeza atascada en los cuatro años.

—¿Te molesta mi manera de hablar? —replicó Shallow mientras cortaba otra rama con el hacha.

—Pues resulta que sí, sí.

Shallow terminó de ocultar al caballo.

—Entonces supongo que tendré que parar un poquito.

Deep suspiró profundamente con los dientes cerrados. Un día acabaría matando a Shallow o viceversa, lo sabía desde que tenía diez años. Desplegó el papel y lo puso a la luz.

—¿Qué pone? —inquirió Shallow, ojeando por encima de su hombro. Deep se volvió lentamente para mirarle. No le habría sorprendido que aquél resultase ser el día en que lo matara.

—¿Qué te crees, que he aprendido a leer sureño mientras dormía sin darme cuenta? Por la tierra de los muertos, ¿cómo quieres que sepa qué diablos pone aquí?

Shallow se encogió de hombros.

—Bien dicho. Pero parece importante.

—Ciertamente todo parece indicar que lo es.

—¿Entonces?

—Imagino que todo depende de si conocemos a alguien que pudiera sentirse tentado a soltar algo a cambio.

Ambos se miraron y dijeron al unísono:

—Calder.

Esta vez, Hansul Ojo Blanco llegó al galope y sin el más mínimo rastro de sonrisa en el semblante. Su escudo llevaba un asta de flecha rota clavado y tenía un corte en la frente. Daba la impresión de que había participado en un combate. Calder sintió náuseas con sólo verlo.

—Scale quiere que lleves a tus hombres al puente —ahora no había ni el más mínimo atisbo de risa en su voz—. Los sureños lo están atravesando de nuevo y esta vez van con todo. No podrá resistir mucho más.

—De acuerdo —Calder sabía que ese momento tenía que llegar, pero eso no lo hizo más fácil—. Di a los demás que se preparen.

—Sí —respondió Pálido como la Nieve, quien se alejó a grandes zancadas, vociferando órdenes.

Calder acercó la mano a la empuñadura de su espada y se demoró premeditadamente en aflojarla mientras observaba a los hombres de su hermano —sus hombres— alzarse tras el muro de Clail y prepararse para unirse a la batalla. Había llegado el momento de escribir el primer verso en la canción del osado Príncipe Calder. Esperaba que no fuese el último.

—¡Su altecilla!

Calder se dio la vuelta.

—Foss Deep. Siempre apareces en mis mejores momentos.

—Puedo oler la desesperación.

Deep apestaba, y no únicamente desde un punto de vista moral. Estaba incluso más sucio de lo habitual, como si se hubiera sumergido en una ciénaga, lo cual Calder no dudaba que habría hecho si hubiera creído que había una moneda al fondo.

—¿De qué se trata? Tengo una batalla en la que morir gloriosamente.

—Oh, no querría ser la causa que impida que en el futuro canten baladas en tu honor.

—Ya cantan canciones sobre él —apostilló Shallow. Y Deep sonrió.

—Sí, pero no en su honor. Bueno, hemos encontrado algo que podría ser interesante.

—¡Mira! —Shallow señaló hacia el sur, mientras mostraba sus blancos dientes entre el barro que le manchaba la cara—. ¡Un arco iris!

Efectivamente, muy tenue, un arco iris se curvaba hacia la lejana cebada mientras la lluvia amainaba y el sol volvía a asomar, pero Calder no estaba de humor para apreciarlo.

—¿Sólo queríais atraer mi atención hacia la infinita belleza que nos rodea o habéis venido por algo más concreto?

Deep extrajo un papel, doblado y sucio. Calder tendió la mano y éste lo alejó teatralmente de su alcance.

—Te lo daré a cambio de un precio.

—El precio del papel no es muy elevado.

—Claro que no —dijo Deep—. Es lo que está escrito en el papel lo que le da el valor.

—¿Y qué es lo que está escrito en él?

Los hermanos se miraron uno al otro.

—Algo. Se lo quitamos a un tipo de la Unión.

—No tengo tiempo para esto. Lo más probable es que sea una carta a su madre.

—¿Una carta? —preguntó Shallow. Calder chasqueó los dedos.

—Dámelo y te pagaré en función de su valor. O si no, lárgate a otra parte a mercadear con tus arcos iris.

Los hermanos volvieron a intercambiar una mirada. Shallow se encogió de hombros. Deep le entregó el papel a Calder. A primera vista no parecía merecer demasiado la pena, estaba manchado de barro y de algo que se parecía sospechosamente a la sangre. Conociendo a aquellos dos, sin duda lo sería. En el interior había un mensaje escrito con buena letra.

Coronel Vallimir

Las tropas del General Mitterick están encontrando una fuerte resistencia en el Puente Viejo. Pronto obligarán al enemigo a emplear todas sus fuerzas. Por tanto, deseo que inicie usted su ataque de inmediato, según lo convenido, con todos los hombres a su disposición. Buena suerte.

Después, había algo que podría haber sido una firma, pero había quedado justo en mitad del pliegue y el papel estaba tan arrugado que Calder no consiguió descifrarla. Parecía una orden, pero nunca había oído hablar de ningún Vallimir. Hablaba de un ataque contra el Puente Viejo, lo cual tampoco podía considerarse una noticia. Estaba a punto de tirar el papel cuando se fijó en el segundo párrafo, escrito por otra mano algo más torpe.

Asegúrese de que el enemigo ha lanzado todos sus efectivos a la batalla antes de cruzar la corriente y, entretanto, procure no revelar su posición ante el flanco del adversario. Mis hombres y yo nos estamos dejando la piel en esto. No aceptaré que se les falle.

General Mitterick, Segunda División

Mitterick. Dow había mencionado su nombre. Era uno de los generales de la Unión. Decían que era astuto y temerario. ¿Mis hombres y yo nos estamos dejando la piel en esto? Parecía un idiota pomposo. Pero había ordenado un ataque para el que había que atravesar una corriente. En uno de los flancos. Calder frunció el ceño. No podía ser el río. Y tampoco el puente. Observó parpadeando el terreno, reflexionando. Preguntándose dónde podrían estar esos soldados para que dicha orden tuviera sentido.

—Por los muertos —susurró. Había hombres de la Unión apostados en el bosque occidental, dispuestos a cruzar el arroyo para atacar su flanco en cualquier momento. ¡Tenía que ser eso!

—Entonces, ¿tiene algún valor o qué? —preguntó Shallow, sonriendo burlonamente.

Calder apenas le oyó. Apartó a un lado a los dos asesinos y se apresuró hacia el montículo que se elevaba en dirección oeste, abriéndose paso entre hombres de rostros torvos que se encontraban apoyados contra el muro de Clail para poder ver más allá del arroyo.

—¿Qué sucede? —preguntó Ojo Blanco, acercando su caballo al otro lado de las piedras.

Calder extendió el baqueteado catalejo que solía utilizar su padre en su día y apuntó con él hacia occidente, ascendió por la colina cubierta de viejos tocones, situada más allá de las cabañas de los leñadores, y se detuvo en los umbrosos árboles del fondo. ¿Estarían llenos de soldados de la Unión, dispuestos a cargar a través de las poco profundas aguas tan pronto como le vieran ponerse en marcha? Ahí no se veía ni rastro de hombre alguno. Ni siquiera el resplandor del acero entre los árboles. ¿Podría ser un truco?

¿Debía cumplir su promesa y acudir en rescate de su hermano, arriesgándose así a mostrarle el desprotegido trasero de todo el ejército al enemigo? ¿O debía permanecer tras el muro y dejar que fuese Scale quien se quedase con el culo al aire? Eso último era lo más seguro, ¿verdad? Si mantenía firme la línea, evitaría el desastre. ¿O acaso se limitaba a decirse lo que quería oír? ¿Le aliviaba haber encontrado un modo de evitar la lucha? ¿Un modo de librarse del idiota de su hermano mayor? De tanto mentir ya ni siquiera estaba seguro de cuándo se decía la verdad a sí mismo.

Deseaba desesperadamente que alguien le dijese qué hacer. Deseó que Seff estuviera con él, pues ella siempre tenía unas ideas osadas. Y era muy valerosa. Calder no estaba hecho para salir cabalgando al rescate de nadie. Quedarse en retaguardia era más de su estilo. Así como intentar salvar su propio cuello. Y matar a los prisioneros. No personalmente, por supuesto, sino ordenar que otros los mataran. Y si se sentía lo bastante audaz, incluso se atrevía a retozar con las esposas de otros hombres mientras éstos luchaban. Pero nunca se había hallado en una situación como ésta. ¿Qué demonios debía hacer?

—¿Qué sucede? —preguntó Pálido como la Nieve—. Los hombres están…

—¡La Unión se encuentra en el bosque, al otro lado del arroyo!

Se hizo un silencio en el que Calder se dio cuenta de que había hablado con un tono de voz mucho más alto del necesario.

—¿La Unión está ahí? ¿Estás seguro?

—¿Por qué no han atacado ya? —quiso saber Ojo Blanco. Calder le mostró el papel.

—Porque tengo sus órdenes. Pero, antes o después, recibirán más.

Oyó cómo murmuraban los Carls a su alrededor y supo que la noticia estaba corriendo de boca en boca. Probablemente, eso no fuera algo malo. Probablemente, por eso lo había gritado.

—¿Qué hacemos entonces? —murmuró Ojo Blanco—. Scale está esperando que le ayudemos.

—¿Acaso crees que no lo sé? ¡Nadie es más consciente que yo de eso! —Calder siguió mirando en dirección a los árboles, abriendo y cerrando la mano que tenía libre—. Tenways.

Por los muertos, ahora se estaba aferrando al polvo, pidiendo ayuda a un hombre que había intentado que lo asesinaran apenas hacía un par de días.

—Hansul, ve hasta el Dedo de Skarling y dile a Brodd Tenways que hay hombres de la Unión aquí, en los bosques, en la zona oeste. Dile que Scale le necesita. Que necesita su ayuda de inmediato o si no perderemos el Puente Viejo.

Hansul alzó una ceja.

—¿Tenways?

—¡Dow dijo que nos ayudaría si lo necesitábamos! Pues ahora le necesitamos.

—Pero…

—¡Que vayas, te digo!

Pálido como la Nieve y Hansul se miraron mutuamente. Después Ojo Blanco volvió a subirse a su montura y cabalgó hacia el Dedo de Skarling. Entonces, Calder se dio cuenta de que todo el mundo le estaba observando, mientras se preguntaban por qué no había hecho aún lo correcto y no acudía al rescate de su hermano, mientras se preguntaban si deberían seguir siendo leales a aquel torpe idiota de pelo tan bien cuidado.

—Tenways tiene que ir a ayudarlo —musitó, sin estar seguro de a quién pretendía convencer—. Si perdemos el puente, la mierda nos llegará a todos al cuello. Y cuando digo todos, me refiero a todo el Norte —pronunció estas palabras como si alguna vez le hubiera importado algo todo el Norte o cualquiera que se encontrara más allá de la punta de su propio pie.

Su retórica patriotera convenció tan poco a Pálido como la Nieve como a sí mismo.

—Si el mundo funcionara de esa manera —observó el viejo guerrero—, no haría falta que existieran las espadas. No te ofendas, Calder, pero Tenways te odia tanto como la plaga odia a los vivos, y tampoco es que albergue sentimientos mucho más afectuosos hacia tu hermano. No arriesgará su vida ni la de sus hombres para salvar las vuestras, por mucho que diga Dow. Si quieres que tu hermano reciba ayuda, me temo que tendrás que brindársela tú mismo. Y pronto —añadió alzando sus blancas cejas—. Así pues, ¿qué hacemos?

A Calder le entraron ganas de golpearle, pero tenía razón. Deseaba golpearle porque tenía razón. ¿Qué debía hacer? Volvió a levantar el catalejo y escudriñó lentamente la línea que conformaban los árboles, primero hacia un lado, después hacia el opuesto. Y, entonces, se detuvo en seco.

¿Acaso había vislumbrado, por un instante, el reflejo de otro catalejo mirando directamente hacia él?

El cabo Tunny observó a través de su catalejo el muro de piedra seca. Se preguntó si por un instante había vislumbrado el reflejo de otra lente apuntando hacia él. Pero probablemente sólo lo había imaginado. Ciertamente, no parecía que estuviera pasando gran cosa.

—¿Algún movimiento? —preguntó Yema con voz aguda.

—No —Tunny cerró el catalejo y, después, se rascó su grasiento y cada vez más velludo cuello porque le picaba. Se sentía como si algo que no fuese él hubiera tomado posesión de su pescuezo. Una decisión difícil de comprender, ya que él mismo hubiera preferido estar en cualquier sitio menos en su pellejo—. Por lo que he podido ver, se limitan a seguir ahí sentados.

—Como nosotros.

—Bienvenido a los campos de la gloria, soldado Yema.

—¿Aún no han llegado las órdenes? ¿Dónde se ha metido el puñetero Lederlingen?

—Eso no hay manera de saberlo —Tunny hacía tiempo que había dejado de sorprenderse cuando el ejército no funcionaba como debía. Entonces, miró hacia atrás. Tras ellos, el coronel Vallimir estaba teniendo otra de sus rabietas, esta vez dirigida contra el sargento Forest. Yema se pegó a Tunny para susurrarle:

—Los de arriba siempre se cagan en los de abajo, ¿eh, cabo?

—Oh, veo que está adquiriendo un profundo conocimiento de los mecanismos que rigen las fuerzas armadas de Su Majestad. Estoy convencido de que algún día llegará a ser un buen general, Yema.

—No ambiciono a llegar más allá de cabo, cabo.

—Me parece una decisión muy sabia. Como puede ver.

—Seguimos sin recibir órdenes —estaba diciendo Forest, con el rostro contraído, como si le estuvieran obligando a soportar una flatulencia.

—¡Maldita sea! —gritó Vallimir—. ¡Es el momento perfecto para atacar! Cualquier estúpido se daría cuenta.

—Pero… no podemos avanzar si no tenemos órdenes, señor.

—¡Por supuesto que no podemos! ¡A eso se llama abandono del deber! ¡Pero como ahora es el momento perfecto para avanzar, si no lo hago, luego el puñetero general Mitterick querrá saber por qué no actué siguiendo mi propia iniciativa!

—Es muy probable, señor.

—Iniciativa, ¿eh, Forest? Iniciativa. ¿Qué coño es eso salvo una excusa para poder degradar a un militar? ¡Esto es como un juego de cartas en el que no te explican las reglas, sólo lo que está en juego! —y así siguió y siguió, como siempre. Tunny suspiró y le tendió su catalejo a Yema.

—¿Adónde va, cabo?

—A ningún sitio, me temo. Absolutamente, a ninguno —se apoyó de nuevo contra el tronco de un árbol y se cubrió con el abrigo—. Despiérteme si hay algún cambio, ¿eh? —en ese instante, se rascó el cuello y después se bajó la gorra hasta cubrirse los ojos—. Eso sí que sería un milagro.