Los términos de la paz

—Llegan tarde —gruñó Mitterick.

La mesa tenía seis sillas alrededor. El nuevo Lord Mariscal de Su Majestad ocupaba una de ellas, embutido en un uniforme envuelto en cordeles y demasiado apretado en torno al cuello. Bayaz ocupaba otra y estaba tamborileando con sus gruesos dedos sobre la mesa. El Sabueso aguardaba encorvado sobre la tercera, mientras miraba malhumorado hacia los Héroes y sufría un ligero tic nervioso de vez en cuando en un lado de la cara.

Gorst permanecía de pie a un paso por detrás de la silla de Mitterick, con los brazos cruzados. Junto a él estaba el sirviente de Bayaz, quien sostenía un mapa del Norte enrollado. Tras ellos, en el interior del anillo de piedras pero fuera del alcance de sus oídos, un puñado de los oficiales de alta graduación que habían sobrevivido a la batalla de los últimos días aguardaban rígidamente. Muchos menos de los que llegaron. Meed, Wetterlant y Winklery tantos otros ya no están aquí con nosotros. Tampoco Jalenhorm. Gorst frunció el ceño en dirección a los Héroes. Según parece, coger confianza conmigo supone prácticamente una sentencia de muerte. El Decimosegundo Regimiento de Su Majestad también se encontraba allí, dispuesto en formación justo al lado de los Niños, en la ladera sur, conformando un bosque de alabardas que centelleaban bajo el frío sol. Un pequeño recordatorio de que, si bien hoy buscamos la paz, estamos más que preparados para la guerra.

A pesar de los golpes que había sufrido en la cabeza, del ardor que sentía en la mejilla, de la veintena de cortes y arañazos que tenía y de los incontables cardenales, Gorst también estaba más que preparado para la guerra. De hecho, la deseaba con creces. Después de todo, ¿qué ocupación voy a desempeñar en tiempos de paz? ¿Acaso voy a enseñarles esgrima a unos jóvenes oficiales desdeñosos? ¿O voy a merodear por la corte como un perro tullido a la espera de que me echen unas sobras? ¿O me van a enviar como observador real a las cloacas de Keln? ¿O voy a dejar de entrenarme, para engordar y convertirme en un borracho que da vergüenza ajena y que intercambia viejas anécdotas que ni siquiera son demasiado gloriosas? ¿Sabíais que Bremer dan Gorst fue en otro tiempo el Primer Guardia del rey? ¡Invitemos al muy payaso a una copa! ¡Invitémosle para poder ver cómo se mea encima!

Gorst notó que el entrecejo se le arrugaba aún más. ¿0… quizá debería aceptar la oferta de Dow el Negro? ¿Acaso debería ir a ese lugar donde cantan canciones sobre hombres como yo en vez de burlarse de su desgracia? ¿Allá donde nunca termina de llegar la paz? Sí, ahí sería Bremer dan Gorst, el héroe, el campeón, el hombre más temido del Norte…

—Por fin —rezongó Bayaz, acabando así bruscamente con la fantasía de Gorst.

Entonces, oyeron el inconfundible ruido que provoca un ejército al desplazarse y, acto seguido, un abundante número de hombres del Norte iniciaron el largo descenso desde los Héroes, mientras el sol se reflejaba en los rebordes metálicos de sus escudos pintados. Parece que el enemigo también está preparado para la guerra. Gorst aflojó suavemente su espada larga de recambio en el interior de su vaina, atento por si detectaba el menor indicio de que pretendían tenderles una emboscada. Deseándolo, incluso. Bastaría con que un solo norteño se acercara más de lo debido para que desenvainara. Entonces, la paz sería simplemente otra cosa más de las muchas que no he conseguido en la vida.

Pero, para su decepción, la gran mayoría se detuvo en la suave inclinación que se extendía justo frente a los Niños, colocándose así no más cerca del centro que los soldados del Doceavo Regimiento. Unos cuantos penetraron en el círculo de piedras, para compensar así la cantidad de oficiales de la Unión que se hallaban ahí. Entre ellos, destacaba de manera evidente un hombre verdaderamente enorme, cuya melena negra se agitaba con la brisa. También destacaba el tipo de la armadura dorada cuyo rostro había golpeado Gorst de manera tan entusiasta durante el primer día de la batalla. Apretó el puño al recordarlo, pues deseaba fervientemente tener la oportunidad de volver a hacerlo.

Cuatro hombres se aproximaron a la mesa, pero no había ni rastro de Dow el Negro. El más prominente de ellos iba ataviado con una elegante capa y poseía un rostro muy atractivo y una sonrisa ligeramente burlona. A pesar de que llevaba una mano vendada y de que tenía una cicatriz reciente en mitad de la barbilla, Gorst nunca había visto a nadie ostentar el mando con mayor despreocupación y seguridad. Ya lo odio.

—¿Quién es ése? —murmuró Mitterick.

—Calder —el entrecejo del Sabueso parecía más fruncido que nunca—. El hijo menor de Bethod. Es una mala víbora.

—Más bien, un gusano —replicó Bayaz—, pero sí, es Calder.

Dos viejos guerreros lo flanqueaban, uno de ellos tenía la piel blanca y el pelo blanco y se cubría los hombros con una pelliza blanca, el otro era muy fornido, con el rostro castigado por el tiempo. Un cuarto individuo los seguía con un hacha colgada del cinto. Tenía una de las mejillas terriblemente desfigurada y su ojo brillaba como si fuese de metal. Pero no fue eso lo que hizo que Gorst parpadease nervioso, sino la inquietante sensación de que ya lo conocía. ¿Lo vi ayer en la batalla? ¿O el día anterior? ¿O fue en algún otro sitio con anterioridad?

—Usted debe de ser el Mariscal Kroy —dijo Calder, utilizando la lengua común con apenas un leve acento norteño.

—No, soy el Mariscal Mitterick.

—¡Ah! —la sonrisa de Calder se ensanchó—. ¡Encantado de conocerle al fin! Y pensar que ayer estábamos el uno frente al otro, separados únicamente por la cebada, en el lado derecho del campo de batalla —entonces, señaló con su mano vendada hacia el oeste—. Bueno, para usted era el izquierdo, claro. En realidad, yo no soy soldado. Aunque he de reconocer que su carga fue realmente… magnífica.

Mitterick tragó saliva y su rosada papada se hinchó por encima del rígido cuello de su uniforme.

—De hecho, ¿sabe usted? Creo que… —Calder buscó algo en uno de sus bolsillos interiores y esbozó una sonrisa radiante al extraer un pedazo de papel sucio y arrugado—. ¡Tengo algo suyo!

Al instante, lo lanzó sobre la mesa. Cuando Mitterick lo desplegó, Gorst vio por encima de su hombro que contenía algún tipo de mensaje. Una orden, quizás. Acto seguido, Mitterick volvió a arrugar el papel, con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos.

—¡Y el Primero de los Magos! La última vez que hablamos fue para mí toda una cura de humildad. Pero no se preocupe, he sufrido muchas otras desde entonces. No encontrará hombre más humilde en ninguna parte —sin embargo, la sonrisa de Calder desmentía totalmente sus palabras mientras señalaba al rudo anciano que lo seguía—. Éste es Caul Reachey, el padre de mi esposa. Y éste es Pálido como la Nieve, mi segundo al mando. Sin olvidarnos de mi respetado campeón…

—Caul Escalofríos —el Sabueso saludó al hombre del ojo metálico asintiendo de manera solemne—. Hacía mucho.

—Sí —se limitó a susurrar su interlocutor.

—¡Al Sabueso ya lo conocemos todos, por supuesto! —exclamó Calder—. ¡Sí, el amigo del alma de Nueve el Sanguinario, al que siempre acompaña en todas las canciones! ¿Va todo bien?

El Sabueso ignoró la pregunta, encorvó los hombros con desdén e inquirió:

—¿Dónde está Dow?

—¡Ah! —Calder esbozó una mueca de dolor, posiblemente falsa. Todo en él parece tan falso—. Siento decir que no podrá venir. Dow el Negro ha… vuelto al barro.

Se produjo un silencio que Calder dejó claro que estaba disfrutando en grado sumo.

—¿Ha muerto? —el Sabueso volvió a enderezarse contra el respaldo de la silla. Como si le acabaran de informar de la pérdida de un amigo muy querido en vez de la de un enemigo acérrimo. Aunque, ciertamente, hay veces que ambas cosas son difíciles de diferenciar.

—El Protector del Norte y yo tuvimos… un desacuerdo. Y lo solucionamos de la manera tradicional. Mediante un duelo.

—¿Y has ganado tú? —preguntó el Sabueso.

Calder alzó las cejas y se acarició cuidadosamente los puntos de la barbilla con la punta de un dedo, como si él tampoco pudiera acabar de creérselo.

—Bueno, sigo con vida y Dow está muerto, así que… sí. Ha sido una mañana extraña. Les ha dado por llamarme Calder el Negro.

—No me jodas.

—No te preocupes, sólo es un apodo. Soy un abanderado de la paz —añadió, si bien Gorst imaginó que los Carls alineados en la amplia ladera tenían otras intenciones en mente—. Esta batalla era cosa de Dow y, para el resto, sólo era un modo de malgastar el tiempo, el dinero y las vidas de todos los implicados, al menos en lo que a mí respecta. En mi opinión, la paz es la mejor parte de cualquier guerra.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo Bayaz, puede que Mitterick llevase un nuevo uniforme y ostentase un nuevo cargo, pero era el Mago quien llevaba la voz cantante—. El acuerdo que propongo es sencillo.

—Mi padre siempre decía que las cosas más sencillas son las que mejor funcionan. ¿Se acuerda de mi padre?

El Mago dudó durante un mínimo instante.

—Por supuesto —al instante, chasqueó los dedos y su sirviente se acercó a la mesa y desenrolló el mapa con impecable destreza. Bayaz señaló el trazado de un río—. El Torrente Blanco seguirá siendo la frontera norte de Angland. La frontera norte de la Unión, como lleva siéndolo desde hace cientos de años.

—Las cosas cambian —afirmó Calder.

—Ésta no —el grueso dedo del Mago recorrió otro río, situado al norte del primero—. La comarca entre el Torrente Blanco y el Cusk, incluyendo la ciudad de Uffrith, estará gobernada por el Sabueso. Pasará a ser un protectorado de la Unión y contará con seis representantes en el Consejo Abierto.

—¿Hasta el Cusk? —Calder respiró hondo—. Son de las mejores tierras del Norte —aseveró, mirando incisivamente al Sabueso—. Además, contará con representación en el Consejo Abierto y estará protegido por la Unión, ¿eh? ¿Qué habría dicho de eso Skarling el Desencapuchado? ¿Qué cree que habría dicho mi padre?

—¿A quién le importa una mierda lo que podrían haber dicho los muertos? —el Sabueso le devolvió la mirada—. Las cosas cambian.

—¡Oh, me has apuñalado con mi propio cuchillo! ¡Has utilizado mi propio argumento contra mí! —Calder se llevó una mano al pecho y, después, se encogió resignadamente de hombros—. Pero el Norte necesita la paz. Me siento satisfecho con la propuesta.

—Bien —Bayaz hizo un gesto en dirección a su sirviente—. Entonces, podemos firmar los artículos del…

—Creo que no me ha entendido —se produjo una tensa pausa mientras Calder se echaba hacia delante en la silla, como si todos los interlocutores sentados a la mesa fueran amigos suyos y el verdadero enemigo estuviera a sus espaldas, intentando escuchar sus planes—. Yo estoy satisfecho, pero no soy el único con voz y voto en este asunto. Los Jefes Guerreros de Dow son… un grupito bastante persistente —Calder soltó una risa teñida de impotencia—. Y son los que mandan sobre los guerreros. No puedo limitarme a decir que sí por las buenas porque si no… —en ese instante, se pasó un dedo por la magullada garganta a la vez que chasqueaba con la lengua—. La próxima vez que quieran hablar, podrían encontrarse con un tozudo belicoso como Cairm Cabeza de Hierro o con un vanidoso intratable como Glama Dorado sentados en esta silla. Y les deseo toda la suerte del mundo a la hora de intentar llegar a un acuerdo con ellos —entonces, golpeó el mapa con la punta de un dedo—. Por mi parte, estoy completamente a favor de esto. Completamente. Pero permítanme que intente convencer a mis hoscos amigos de que nos conviene aceptar su propuesta y ya volveremos a reunimos para firmar lo que sea.

Bayaz esbozó una expresión avinagrada en su semblante y frunció el ceño hacia los hombres del Norte que aguardaban junto al contorno interior de los Niños.

—Entonces, mañana nos vemos.

—Pasado mañana sería mejor.

—No abuse de mi paciencia, Calder.

Calder era el vivo retrato de la impotencia y la ofensa.

—¡Nada más lejos de mi intención! Pero yo no soy Dow el Negro. Soy más un… portavoz que un tirano.

—Portavoz —masculló el Sabueso, como si esa palabra supiera a orina—. No es suficiente.

Pero la sonrisa de Calder parecía forjada de acero. Todos los esfuerzos de Bayaz parecían rebotar en ella.

—Si tan sólo supieran cuánto me he esforzado por obtener la paz durante todo este tiempo. Los riesgos que he corrido por ello —Calder se llevó la mano herida hacia el corazón—. ¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme a ayudarnos a todos! —Ayúdenme a ayudarme, más bien.

Calder se puso en pie y tendió la mano por encima del mapa para ofrecérsela al Sabueso.

—Sé que llevamos mucho tiempo en bandos opuestos, de una manera u otra, pero, si vamos a ser vecinos, no debería haber mala sangre entre nosotros.

—Sí, hemos luchado en bandos opuestos. Pero eso son cosas que pasan. Cuando llega el momento adecuado, hay que saber enterrar el hacha de guerra —el Sabueso se levantó sin apartar los ojos de Calder en ningún momento—. Pero mataste a Forley el Flojo. Un muchacho que jamás le hizo mal alguno a nadie. Acudió a ti para advertirte y lo mataste por ello.

La sonrisa de Calder se torció por primera vez.

—Y no hay día que no lo lamente.

—Te voy a decir otra cosa —el Sabueso se inclinó hacia delante, se llevó el dedo índice a la nariz, se tapó uno de los orificios con ella y, acto seguido, tiró un moco directamente sobre la palma abierta de Calder—. Pon un pie al sur del Cusk y te grabaré la cruz de sangre en el cuerpo. Y, entonces, ya no habrá más mala sangre entre nosotros.

Una vez dicho esto, sorbió sus mocos despreciativamente, pasó junto a Gorst y se marchó. Mitterick se aclaró nerviosamente la garganta.

—Entonces, ¿volveremos a reunimos en breve? —preguntó mirando a Bayaz en busca de un apoyo que no llegó.

—Por supuesto —Calder recuperó la mayor parte de su sonrisa mientras se limpiaba el moco del Sabueso con el canto de la mesa—. Dentro de tres días.

A continuación, se dio la vuelta para ir a hablar con el hombre del ojo metálico. Con el tal Escalofríos.

—Ese tal Calder parece un cabrón bastante escurridizo —le susurró Mitterick a Bayaz mientras dejaban la mesa—. Habría preferido tratar con Dow el Negro. Al menos, con él uno sabía a qué atenerse.

Gorst apenas los escuchaba. Estaba demasiado concentrado observando a Calder y a su desfigurado sicario. Lo conozco. Conozco esa cara. Pero ¿de qué? ¿Dónde lo he visto antes?

—Dow era un guerrero —estaba murmurando Bayaz—. Calder es un político. Sabe que estamos deseando marcharnos y que, en cuanto las tropas vuelvan a casa, no tendremos nada con lo que negociar. Sabe que puede ganar mucho más esperando sentado sin hacer nada y sonriendo de lo que Dow consiguió jamás pese a contar con todo el apoyo del acero y la furia del Norte.

Mientras hablaba con Calder, Escalofríos volvió la parte destrozada de su rostro y el sol iluminó su perfil intacto. Entonces, Gorst experimentó un cosquilleo en la piel al reconocerle y se quedó boquiabierto.

En Sipani.

Había visto aquel rostro, entre el humo, antes de que lo enviaran rodando escaleras abajo. Sí, era ese rostro. ¿Cómo podía ser el mismo hombre? Y, sin embargo, estaba casi seguro de que era él.

La voz de Bayaz se fue apagando tras él mientras Gorst rodeaba la mesa, apretando con fuerza la mandíbula, y se dirigía hacia el lado de los Niños donde se hallaban los hombres del Norte. Uno de los viejos acompañantes de Calder gruñó cuando Gorst lo apartó de su camino empujándolo con el hombro. Probablemente, ese gesto era un paso en falso terrible, cuando no potencialmente fatal, en unas negociaciones de paz. Pero me importa un carajo. Calder alzó la mirada y dio un paso atrás. Escalofríos se volvió para mirar. No parecía enfadado. Ni asustado.

—¡Coronel Gorst! —gritó alguien, pero Gorst lo ignoró y cerró una mano en torno al brazo de Escalofríos, al que acercó hacia sí. Los Jefes Guerreros reunidos junto al lindero de los Niños fruncieron el ceño. El gigante dio un enorme paso hacia adelante. El hombre de la armadura dorada se volvió para convocar a los Carls. Otro de ellos tenía ya la mano sobre la empuñadura de su espada.

—¡Tranquilos! —exclamó Calder en norteño, alzando una mano para pedirles que se contuvieran—. ¡Quietos! —pero parecía nervioso. Y más le vale estarlo. Pues todas nuestras vidas se hallan en el filo de la navaja. Y me importa un carajo.

A Escalofríos tampoco parecía importarle demasiado. Bajó la mirada hacia la mano de Gorst, luego volvió a clavarla en su rostro y arqueó la ceja que se hallaba sobre su ojo bueno.

—¿En qué puedo ayudarte? —su voz era totalmente opuesta a la de Gorst. Era un susurro grave, duro como el rodar de unas ruedas de molino. Gorst lo miró. Lo miró de verdad. Como si pudiera horadar su cabeza con sus ojos. Sólo había vislumbrado aquel rostro, entre el humo, por un momento; además, llevaba una máscara entonces y sin la cicatriz. Pero, aun así. Desde entonces, todas las noches veía ese rostro en sus sueños, al despertar y en el retorcido espacio de tiempo que había entre medias, hasta el último detalle de esa cara se hallaba grabado a fuego en su memoria. Estoy casi seguro de que es él.

Oyó movimiento a sus espaldas y unas voces henchidas de emoción. Se trataba de los oficiales y hombres del Decimosegundo Regimiento de Su Majestad. Probablemente, molestos por haberse perdido la batalla. Probablemente, arden en deseos de participar en un nuevo capítulo de la misma tanto como yo mismo.

—¡Coronel Gorst! —oyó exclamar a Bayaz a modo de advertencia.

Gorst lo ignoró.

—¿Alguna vez has estado… —inquirió susurrando— en Estiria? —hasta el último resquicio de su cuerpo sentía el deseo de dejarse llevar por la violencia.

—¿Estiria?

—Sí —gruñó Gorst, apretando con más fuerza aún si cabe su brazo. Entretanto, los dos ancianos que acompañaban a Calder estaban retrocediendo para prepararse para luchar—. En Sipani.

—¿Sipani?

—Sí —el gigante había dado otro paso inmenso y se alzaba ya más alto que el más alto de los Niños. Y me importa un carajo—. En la Casa del Ocio de Cardotti.

—¿Cardotti? —el ojo bueno de Escalofríos se entornó y estudió el rostro de Gorst. El tiempo se ralentizó. Alrededor de ellos dos, los hombres se relamían nerviosamente los labios y sus manos aguardaban dispuestas a enviar sus señales fatales mientras las puntas de sus dedos acariciaban los pomos de sus espadas. Entonces, Escalofríos se echó hacia delante. Tan cerca que Gorst podría haberlo besado incluso. Más cerca de lo que habían estado el uno del otro hacía cuatro años, entre el humo.

Si es que lo habían estado.

—Nunca he oído hablar de esa casa.

Después, retiró el brazo de la lacia mano de Gorst y abandonó los Niños sin echar una sola mirada atrás. Calder lo siguió rápidamente, así como los dos ancianos y los Jefes Guerreros. Todos apartaron las manos de sus armas con cierto alivio o, en el caso del gigante, de manera tremendamente reticente.

Dejaron a Gorst allí en pie, delante de la mesa, solo. Frunciendo el ceño en dirección a los Héroes.

Estoy casi seguro.