El modelo a seguir

—Un oficial debería poder mandar a lomos de su caballo, ¿eh, Gorst? ¡El lugar más adecuado para montar un cuartel general es una silla de montar! —el general Jalenhorm dio una palmadita afectuosa en el cuello a su magnífico caballo gris y, a continuación, se inclinó, sin esperar una respuesta, para rugirle a un mensajero con la cara llena de granos—. ¡Dígale al capitán que simplemente debe despejar la carretera utilizando todos los medios necesarios! ¡Despejen la carretera y avancen! ¡Dese prisa, muchacho, el mariscal Kroy quiere que la división se desplace hacia el norte! —entonces, se giró para gritar hacia atrás—. ¡Deprisa, caballeros, deprisa! ¡Avancemos hacia Carleon, hacia la victoria!

Lo cierto era que Jalenhorm sí tenía aspecto de héroe conquistador. Era tremendamente joven para estar al mando de una división y poseía una sonrisa que decía que estaba preparado para cualquier cosa, iba vestido, con una admirable falta de pretensiones, con un polvoriento uniforme de caballería y se sentía tan cómodo en una silla de montar como en su butaca favorita. Si hubiera sido la mitad de buen estratega que jinete, hacía tiempo ya que habrían tenido a Dow el Negro encadenado y expuesto al público en Adua. Pero no lo está y no lo hemos logrado.

Un trajín constante de oficiales del estado mayor, ayudantes de campo, oficiales de enlace e incluso una corneta, que apenas era un adolescente, seguían con entusiasmo al general, como avispas tras una manzana podrida, peleándose por atraer su veleidosa atención, discutiendo muy poco amigablemente, empujándose y gritándose unos a otros de manera muy poco digna. Mientras tanto, el mismísimo Jalenhorm vociferaba una serie de confusas y contradictorias réplicas, preguntas, órdenes y alguna que otra reflexión sobre la vida.

—¡A la derecha, a la derecha, por supuesto! —le dijo a un oficial—. ¡Dígale que no se preocupe, que preocupándose no se arregla nada! —le espetó a otro—. ¡Que se muevan, el mariscal Kroy los quiere a todos ahí para la hora del almuerzo! —una larga y exhausta formación de infantería, que avanzaba arrastrando los pies, se vio obligada a apartarse del camino, para dejar pasar a los oficiales, y luego se tragó todo el polvo que éstos levantaron—. Que sea de vacuno, entonces —bramó Jalenhorm, agitando la mano de un modo regio— o de cordero, o lo que sea, ¡tenemos cosas más importantes entre manos! ¿Subirá a esa colina conmigo, coronel Gorst? Al parecer, desde los Héroes, uno puede contemplar una vista magnífica. Además, usted es el observador de su majestad, ¿verdad?

Soy el necio de Su Majestad. Casi tanto como tú.

—Sí, general.

Jalenhorm azuzó a su montura para que abandonara el camino y descendió por la zona de los guijarros hacia los bajíos, esparciendo piedrecillas a su paso. Sus adláteres intentaron seguirle como pudieron, se adentraron en el río, donde chapotearon sin ningún reparo, empapando así a una compañía que iba muy cargada e intentaba, con gran esfuerzo, atravesar el río a pie, a pesar de hallarse sumergidos hasta la cintura. La colina se alzaba en los campos situados en el extremo más alejado, era un gran cono verde tan regular que parecía artificial. El círculo de rocas, al que los hombres del Norte llamaban los Héroes, sobresalía en su plana cima, aunque había un círculo mucho más pequeño a la derecha, en una estribación, y una solitaria y alta aguja de piedra en otra estribación situada a la izquierda.

Unos manzanos crecían en la ribera más lejana, esos retorcidos árboles estaban repletos de manzanas rojizas y la fina hierba situada bajo ellos estaba salpicada de sombras y cubierta de fruta caída medio podrida. Jalenhorm se inclinó para coger una manzana que pendía de una rama baja, a la que dio un mordisco sumamente feliz.

—Puaj —se estremeció y la escupió—. No hay quien se coma esto.

—¡General Jalenhorm! ¡Señor! —exclamó un mensajero, casi sin aliento, que fustigaba a su caballo para que avanzara por una hilera de árboles en dirección hacia ellos.

—¡Hable, hombre! —replicó, sin reducir su trote.

—El mayor Kalf se encuentra en el Puente Viejo, señor, con dos compañías del Decimocuarto Regimiento. Está dudando entre si debe seguir avanzando hasta una granja cercana y establecer un perímetro…

—¡Claro! Adelante. ¡Necesitamos hacernos con más espacio! ¿Dónde están el resto de las compañías? —para cuando hizo esa pregunta, el mensajero ya se había despedido y galopaba al oeste. Jalenhorm contempló con gesto torvo a su plana mayor—. ¿Y qué pasa con las otras compañías del mayor Kalf? ¿Dónde está el resto del Regimiento Decimocuarto?

El sol moteó con su luz sus rostros perplejos. Un oficial abrió la boca pero no dijo nada. Otro se encogió de hombros.

—Quizá se encuentren retenidos en Adwein, señor, reina una confusión considerable en los caminos más angostos…

Pero esa respuesta se vio interrumpida por la irrupción de otro mensajero, que venía en dirección contraria a lomos de un caballo empapado de sudor.

—¡Señor! El coronel Vinkler desea saber si debería expulsar a los residentes de Osrung de sus casas y ocupar…

—No, no, ¿para qué va a hacer eso? ¡No!

—¡Sí, señor! —el joven obligó a su caballo a dar la vuelta.

—¡Espere! Sí, que los saquen de sus domicilios. Que ocupe las casas. ¡Espere! No. No. Debemos ganarnos la confianza de los lugareños, ¿no, coronel Gorst? Debemos ganarnos su confianza, ¿no cree? ¿Usted qué cree?

Creo que el hecho de que sea amigo íntimo del rey lo ha llevado a ascender hasta un rango que está muy por encima de su capacidad. Creo que habría sido un teniente excelente, un capitán pasable, un mayor mediocre y un coronel deprimente, pero como general es un verdadero lastre. Creo que usted es consciente de ello y por eso carece de confianza en sí mismo, lo cual hace que se comporte, paradójicamente, como si confiara totalmente en sí mismo. Creo que toma decisiones sin pensarlas demasiado, que deja de apoyar algunas sin razón alguna y se aferra furiosamente a otras por mucho que se las critiquen, ya que cree que si cambia de opinión dará muestras de debilidad. Cree que se pierde en detalles de los que deberían ocuparse sus subordinados porque teme enfrentarse a los problemas más importantes, lo cual provoca que sus subordinados lo abrumen con peticiones para que decida sobre nimiedades y meta la pata hasta el fondo. Creo que es un hombre decente, honesto y valiente. Y también que es un necio.

—Sí, hay que ganarse su confianza —respondió Gorst.

Jalenhorm sonrió enormemente satisfecho. El mensajero partió, supuestamente, con la intención de ganarse a la gente de Osrung para la causa de la Unión al permitirles quedarse en sus propias casas. El resto de los oficiales abandonaron el abrigo de la sombra de los manzanos y se adentraron en la pendiente cubierta de hierba e iluminada por el sol que se extendía por encima de ellos.

—¡Vengan conmigo, muchachos! —Jalenhorm espoleó su corcel colina arriba, manteniendo sin apenas esfuerzo el equilibrio sobre la silla de montar mientras sus criados intentaban con gran esfuerzo mantener su ritmo; un capitán, que se estaba quedando calvo, estuvo a punto de caerse de su silla al golpearse con una rama baja en la cabeza.

Un viejo muro de piedra seca rodeaba la colina no muy lejos de su cima, en cuya cara exterior abundaba una hierba rala. Uno de los jóvenes alféreces más impetuosos intentó saltarlo con el único fin de alardear, pero su caballo se acobardó y poco faltó para que lo tirara al suelo. Una metáfora adecuada que explica la actuación de la Unión en el Norte hasta ahora; mucho alardear pero al final todo acaba de manera vergonzosa.

Jalenhorm y sus oficiales pasaron en fila por el estrecho hueco y, a cada paso de sus monturas, las antiguas piedras de la cima se alzaban cada vez más grandes y más amenazadoras, luego se elevaron aún más imponentes sobre Gorst y el resto mientras coronaban la plana cima de la colina.

Ya era casi mediodía, el sol estaba en lo alto proporcionando mucho calor, las nieblas de la mañana ya se habían disipado y, aparte de algunas torres de nubes blancas que proyectaban unas extensas sombras sobre los bosques al norte, el valle se hallaba bañado por una luz dorada. El viento acariciaba las cosechas formando olas en ellas, los bajíos brillaban y una bandera de la Unión ondeaba orgullosa sobre la más alta torre de la ciudad de Osrung. Al sur del río, los caminos se encontraban oscurecidos por el polvo levantado por miles de hombres al marchar, donde, ocasionalmente, se veía un destello de metal allá donde las diversas formaciones de soldados se movían: tanto infantería como caballería y suministros avanzaban perezosamente procedentes del sur. Jalenhorm había obligado a su caballo a detenerse para poder disfrutar de las vistas, pero se llevó una honda decepción.

—No avanzamos con bastante rapidez, maldita sea. ¡Mayor!

—¿Señor?

—¡Quiero que baje hasta Adwein y mire a ver si puede lograr que aceleren el paso! Necesitamos más hombres en esta colina. Y también en Osrung. ¡Necesitamos que avancen más rápido!

—¡Señor!

—Una cosa más, mayor.

—¿Señor?

Por un momento, Jalenhorm permaneció con la boca abierta a lomos de su caballo.

—Da igual. ¡Váyase!

El hombre partió en la dirección equivocada, se percató de su error y descendió la colina por el mismo camino por el que había venido.

La confusión reinaba en el amplio círculo de hierba de los Héroes. Si bien habían atado los caballos a dos de las piedras, uno de ellos había logrado soltarse y estaba provocando un alboroto ensordecedor, así como asustando a los demás, mientras daba patadas de un modo alarmante a varios palafreneros aterrorizados que intentaban desesperadamente coger su brida. Entretanto, el estandarte del Sexto Regimiento del Rey pendía inerte en el centro del círculo junto a un fuego apagado donde, empequeñecido totalmente por las lúgubres losas de piedra que lo rodeaban por todos lados, no hacía mucho por levantar la moral. Aunque, afrontemos los hechos, a mí es imposible levantarme ya la moral.

Dos pequeños carromatos que habían logrado arrastrar de alguna manera hasta la cima de la colina habían acabado volcados de lado y sus eclécticos contenidos (desde tiendas a cacerolas pasando por herramientas de herrería hasta llegar a una nueva y reluciente tabla de lavar) se encontraban esparcidos por la hierba mientras los soldados revolvían los restos como saqueadores después de una derrota aplastante.

—¿Qué coño está haciendo, sargento? —exigió saber Jalenhorm, al mismo tiempo que espoleaba a su caballo.

Aquel hombre alzó la vista con aire culpable al percatarse de que un general y una docena de oficiales del estado mayor habían centrado súbitamente en él toda su atención y tragó saliva.

—Bueno, señor, andamos un poco escasos de flechas para las ballestas, general, señor.

—¿Y?

—Al parecer, la gente que empaquetó los suministros consideraba que la munición era muy importante.

—Naturalmente.

—Así que fue lo primero que empaquetaron.

—Lo primero.

—Sí, señor. Es decir, que estaba al fondo, señor.

—¿Al fondo?

—¡Señor! —exclamó un hombre que portaba un uniforme prístino e iba con la barbilla muy alta, el cual saludó a Jalenhorm con tanta vehemencia que el choque de sus tacones tremendamente lustrosos casi resultó doloroso de oír.

El general se bajó del caballo y le estrechó la mano.

—¡Coronel Wetterlant, me alegro de verlo! ¿Cómo va todo?

—Bastante bien, señor, casi todo el Sexto Regimiento se encuentra ya aquí arriba, aunque nos falta gran parte de nuestro equipo —Wetterlant los guió a través de la hierba, al mismo tiempo que los soldados hacían todo cuanto podían para abrirles paso en medio de aquel caos—. También contamos con un batallón del Regimiento de Rostod, aunque nadie sabe qué ha sido de su comandante en jefe.

—Creo que ha sufrido un ataque de gota… —masculló alguien.

—¿Eso es una tumba? —preguntó Jalenhorm, quien señalaba un trozo de tierra revuelta recientemente, situado bajo la sombra de una de las piedras, donde podían verse multitud de huellas de botas.

El coronel lo observó con el ceño fruncido.

—Bueno, supongo que…

—¿Alguna señal de los hombres del Norte?

—Algunos de mis hombres han detectado movimiento en el bosque, al norte, pero no hay nada que indique a ciencia cierta que se trata del enemigo. Lo más probable es que sólo fueran ovejas —contestó Wetterlant, mientras los guiaba entre dos de aquellas piedras de altura imponente—. Aparte de eso, no hay ni rastro de esos hijos de perra. Bueno, aparte de lo que se dejaron aquí, claro está.

—Uf —dijo uno de los oficiales del estado mayor, quien de inmediato apartó la mirada.

Varios cuerpos ensangrentados yacían en el suelo dispuestos en fila. Uno de ellos había sido partido por la mitad y había perdido un antebrazo; además, las moscas se encontraban muy ocupadas con sus entrañas expuestas.

—¿Se ha librado hoy aquí un combate? —inquirió Jalenhorm, mientras contemplaba los cadáveres con gesto de contrariedad.

—No, ayer. Y eran de los nuestros. Según parece, eran exploradores del Sabueso —contestó el coronel, quien señaló a un pequeño grupo de hombres del Norte, que estaban muy ocupados cavando unas tumbas; entre ellos, destacaban uno muy alto que llevaba un pájaro rojo dibujado en su escudo y un viejo corpulento.

—¿Y qué le ocurrió a este caballo?

El corcel yacía de lado y una flecha sobresalía de su vientre hinchado.

—No lo sé realmente.

Gorst contempló las defensas, que ya eran considerables. Unos lanceros habían ocupado el muro de piedra seca a este lado de la colina, se encontraban apiñados, hombro con hombro, en un hueco donde un sendero irregular cruzaba la ladera. Tras ellos, más arriba de la pendiente, una amplia doble curva conformada por arqueros que enredaban con sus ballestas y flechas o simplemente vagueaban, mientras mascaban desconsoladamente raciones resecas, a la vez que un par de ellos discutían sobre quién había ganado a los dados.

—Bien —dijo Jalenhorm—, bien —sin especificar exactamente a qué daba su aprobación. Frunció el ceño al observar ese mosaico de campos y pastos, así como las pocas granjas que había y el bosque que se extendía por la parte norte del valle. Era un bosque frondoso, como los que cubrían gran parte del país; ese conjunto monótono de árboles únicamente se veía interrumpido por las tenues rayas que conformaban los dos caminos que llevaban al norte entre los cerros. Uno de ellos llevaba presumiblemente a Carleon. Y a la victoria.

—Podría haber diez Hombres del Norte ahí o diez mil —masculló Jalenhorm—. Debemos tener cuidado. No debemos subestimar a Dow el Negro. Yo estuve en Cumnur, donde fue asesinado el príncipe Ladisla, ¿lo sabía, Gorst? Bueno, en realidad, estuve ahí el día anterior a la batalla, sí, pero estuve ahí. Fue un aciago día para el ejército de la Unión. No podemos permitirnos otro desastre así, ¿eh?

Le sugiero encarecidamente que renuncie a su cargo y que luego permita que alguien con mejores credenciales asuma el mando.

—No, señor.

Para cuando respondió, Jalenhorm ya se había alejado para hablar con Wetterlant. Gorst no se lo podía echar en cara, ¿Cuándo fue la última vez que dije algo que mereciera la pena ser escuchado? Me limito a decir que sí a todo de manera insulsa y a resoplar cuando no quiero comprometerme. El balido de una cabra valdría también para cumplir el mismo propósito. Entonces, dio la espalda al grupo de oficiales del estado mayor y deambuló en dirección al lugar donde los Hombres del Norte estaban cavando las tumbas. El de pelo gris, que estaba apoyado sobre su pala, lo vio llegar.

—Me llamo Gorst.

El más anciano arqueó las cejas. ¿Te sorprende que un hombre de la Unión se digne a hablar con un norteño, o te sorprende que un hombretón como yo hable como una niña?

—Y yo Hardbread. Lucho con el Sabueso —pronunció esas palabras con cierta dificultad pues tenía la boca severamente lastimada.

Gorst movió la cabeza levemente en dirección a los cadáveres.

—¿Son tus hombres?

—Sí.

—¿Luchasteis aquí arriba?

—Contra una docena liderada por un hombre llamado Curnden Craw —contestó, a la vez que se frotaba la mandíbula magullada—. Aunque éramos más, perdimos.

Gorst contempló el círculo de piedras con el ceño fruncido.

—Contaban con la ventaja del terreno.

—Con eso y con Whirrun de Bligh.

—¿Con quién?

—Con un puto héroe —comentó irónicamente el que llevaba dibujado un pájaro rojo en su escudo.

—Ese tipo proviene del norte, de los valles de allá arriba —contestó Hardbread—, donde nieva todo el día.

—Ese cabrón está loco —rezongó uno de los hombres de Hardbread, que se acariciaba un brazo vendado—. Dicen que se bebe sus propios meados.

—Yo he oído que devora niños.

—Tiene una espada que cayó del cielo —en ese instante, Hardbread se secó la frente con la parte posterior de uno de sus gruesos antebrazos—. Allá arriba, en las nieves, adoran a esa cosa.

—¿Adoran a una espada? —preguntó Gorst.

—Creen que Dios la dejó caer o algo así. ¿Quién sabe lo que piensan allá arriba? De un modo u otro, el tarado de Whirrun es un cabrón muy peligroso —Hardbread se pasó la lengua por un hueco donde debería haber estado un diente, por el gesto de dolor que hizo ese hueco era reciente—. Te lo digo por propia experiencia.

Gorst contempló el bosque contrariado, donde los árboles brillaban con un color verde oscuro bajo el sol.

—¿Creéis que los hombres de Dow el Negro están cerca?

—Supongo que sí.

—¿Por qué?

—Porque Craw peleó a pesar de llevar todas las de perder y no es un hombre que pelee por nada. Dow el Negro quería esta colina —Hardbread se encogió de hombros mientras volvía a doblar el espinazo y retomaba su tarea—. Ahora, estamos enterrando a estos pobres desgraciados y luego bajaremos. Voy a dejar un diente ahí, en la pendiente, y un sobrino aquí, en el barro, y no tengo ninguna intención de dejar nada más en este puñetero lugar.

—Gracias.

Gorst se volvió en dirección a Jalenhorm y sus oficiales de alta graduación, quienes se encontraban ahora enzarzados en un acalorado debate sobre si la última compañía en llegar debería ser colocada detrás o delante de ese muro en ruinas.

—¡General! —exclamó—. ¡Los exploradores creen que Dow el Negro podría hallarse muy cerca!

—¡Espero que sí! —replicó Jalenhorm, aunque resultaba obvio que apenas le estaba haciendo caso—. ¡Los cruces están en nuestras manos! ¡Nuestro primer objetivo era tomar el control de los tres que hay!

—Creía que había cuatro.

Alguien pronunció esas palabras con serenidad y, de inmediato, se extendió un murmullo, aunque menguó al instante. Todo el mundo se giró hacia un joven teniente bastante pálido, que parecía un tanto sorprendido de haberse convertido en el centro de atención.

—¿Cuatro? —le espetó Jalenhorm a aquel joven—. Tenemos el Puente Viejo al oeste —afirmó estirando un brazo de tal modo que no derribó a un corpulento mayor por muy poco—. El puente de Osrung al oeste. Y los bajíos que hemos cruzado para llegar aquí. Sí, son tres cruces —el general agitó tres enormes dedos delante de la cara del teniente—. ¡Y todos están en nuestras manos!

El joven se ruborizó.

—Uno de los exploradores me ha contado que, al oeste del Puente Viejo, hay un sendero que atraviesa las ciénagas, señor.

—¿Un sendero que atraviesa las ciénagas? —Jalenhorm miró hacia el oeste con los ojos entrecerrados—. ¿Se trata de un camino secreto? Es decir, ¡los Hombres del Norte podrían utilizar ese sendero para rodearnos! ¡Buen trabajo, muchacho, sí, señor!

—Bueno, gracias, señor…

El general giró en una dirección y luego en otra, clavando los tacones en el césped, dando vueltas como si la estrategia correcta siempre se hallara justo detrás de él.

—¿Quién no ha cruzado aún el río?

Los oficiales se arremolinaron a su alrededor, pues siempre se esforzaban por estar a la vista del general.

—¿El Octavo Regimiento ya ha subido?

—Creía que el resto del Decimotercer…

—¡El Primero de Caballería del coronel Vallimir todavía se encuentra desplegado ahí!

—Creo que tienen un batallón preparado, acaban de reencontrarse con sus caballos…

—¡Excelente! Envía un mensajero al coronel Vallimir con la orden de que debe cruzar los cenagales con ese batallón.

Un par de oficiales mascullaron su aprobación y otros se miraron un tanto nerviosos unos a otros.

—¿Todo un batallón? —murmuró uno de ellos—. ¿Ese sendero es adecuado para…?

Jalenhorm zanjó el debate agitando enérgicamente la mano.

—¡Coronel Gorst! Monte en su caballo y vuelva a cruzar el río para comunicarle mis deseos al coronel Vallimir, cerciórese de que el enemigo no nos pueda dar una desagradable sorpresa.

Gorst se quedó parado un instante.

—General, preferiría quedarme aquí, donde puedo…

—Lo entiendo perfectamente. Quiere estar cerca de la acción, pero el rey me pidió específicamente en su última carta que hiciera todo lo posible para alejarle a usted del peligro. No se preocupe, la vanguardia podrá arreglárselas perfectamente sin usted. Los amigos del rey debemos apoyarnos mutuamente, ¿verdad?

¡Sí, todos los necios del rey debemos danzar alegremente con este variopinto y disparatado ejército al compás de la misma demencial música de corneta! ¡Que el de la voz estúpida saque otra rueda de un carromato del barro, ay, que me parto!

—Claro, señor.

A continuación, Gorst caminó pesadamente hacia su caballo.