Dow el Negro

Las puertas del establo se cerraron tan estruendosamente como el hacha del verdugo al caer y Calder, sobresaltado, tuvo que recurrir a su famosa arrogancia para no dar un salto. Las conferencias de guerra nunca habían sido su tipo de reuniones favoritas y, aún menos, las que estaban repletas de enemigos. Tres de los cinco jefes guerreros de Dow iban a acudir y, como cabía esperar con la suerte cada vez peor de Calder, eran los tres que menos le apreciaban.

Glama Dorado tenía aspecto de héroe de la cabeza a los pies, era musculoso y tenía unos nudillos enormes, era apuesto y poseía una mandíbula cuadrada y firme; por otro lado, su pelo largo, su bigote encrespado e incluso hasta las puntas de sus pestañas eran del color del oro pálido. Llevaba más oro encima que una princesa en el día de su boda; un collar alrededor de su grueso cuello, brazaletes en sus anchas muñecas y un montón de anillos en sus voluminosos dedos, todo él brillaba con un bonito resplandor que reflejaba su bravuconería y narcisismo.

Cairm Cabeza de Hierro era totalmente distinto. Una gran cicatriz cruzaba su rostro, que era una fortaleza ceñuda en la que uno podría haber mellado un hacha, y sus ojos parecían clavos bajo una frente que recordaba a un yunque; además, llevaba el pelo muy corto y poseía una barba negra como el tizón. Era más bajo que Dorado, pero aún más ancho que éste, y parecía tan sólido como una roca. Su cota de malla refulgía bajo una capa de piel de oso negro. Se rumoreaba que había estrangulado a ese oso. Con casi toda seguridad, por haberlo mirado mal. Tanto Cabeza de Hierro como Dorado despreciaban a Calder, pero, por fortuna, ambos siempre se habían aborrecido tanto como la noche odia al día y tan grande era su enemistad que no dejaba espacio para odiar a nadie más.

Aunque cuando se trataba de odiar, Brodd Tenways parecía tener un pozo sin fondo de inquina. Era uno de esos cabrones que ni siquiera es capaz de respirar sin hacer ruido y tan feo como un incesto, lo cual le encantaba restregártelo por la cara, siempre miraba con lascivia desde las sombras como el pervertido de la aldea miraría a una lechera que pasara por ahí. Era malhablado, tenía unos dientes nauseabundos y hedía espantosamente; además, sufría de un extraño y espantoso sarpullido que cubría su retorcido rostro del que parecía sentirse tremendamente orgulloso. Había sido un gran enemigo del padre de Calder, quien lo había derrotado en combate un par de veces y lo había obligado a arrodillarse ante él y a entregarle todo cuanto tenía. El haber recuperado lo que en su día había perdido parecía que únicamente había logrado amargarle aún más el carácter, y ahora pagaba con sus hijos, y con Calder en particular, todos esos años en que tanto rencor había guardado a Bethod.

Por último, allí estaba el cabecilla de esa familia de villanos tan distintos, el autoproclamado Protector del Norte, el mismísimo Dow el Negro. Se hallaba sentado cómodamente en la Silla de Skarling y tenía una pierna colocada debajo de sus posaderas mientras con la otra pateaba ligeramente el suelo. En su faz surcada por hondas arrugas y repleta de cicatrices, había dibujado algo similar a una sonrisa, pero mantenía los ojos entornados; era tan astuto como un gato hambriento que acabara de divisar una paloma. Le había cogido el gusto a vestir con buena ropa y portaba la reluciente cadena que el padre de Calder había llevado en su día alrededor de los hombros. No obstante, no podía ocultar lo que era, aunque tampoco deseaba hacerlo. Era un asesino hasta la punta de sus orejas. O más bien oreja, ya que la izquierda no era más que un trozo de cartílago.

Como si el hecho de llamarse Dow el Negro y su amplia sonrisa no le confirieran un aura bastante amenazadora de por sí, se había cerciorado de que se hallaran rodeados de acero por doquier. Una larga espada gris se encontraba apoyada a un lado de la Silla de Skarling; al otro lado, había un hacha, mellada por el uso, al alcance de sus dedos. De sus dedos de asesino; marcados, hinchados y cubiertos de cicatrices en los nudillos tras una vida entera consagrada a una tenebrosa misión que sólo los muertos conocían.

Pezuña Hendida se encontraba sumido en la penumbra junto a Dow. Era su segundo al mando; es decir, su guardaespaldas principal y lameculos preferido, quien seguía a su amo, como si fuera su sombra, con los pulgares siempre metidos en su cinturón, con hebillas de plata, del que pendía su espada. Merodeando al fondo se hallaban dos de sus Carls, cuyas armaduras, así como los bordes de sus escudos y sus espadas desenfundadas, relucían en la oscuridad; otros Carls rondaban cerca de las paredes, flanqueando la puerta. Olía a heno viejo y a caballos también viejos, pero aún era más intenso el hedor a violencia a punto de desatarse, tan espeso como la pestilencia de un pantano.

Y por si todo esto no fuera bastante para hacer que Calder se cagara en sus elegantes pantalones, Escalofríos se hallaba junto a él, tan amenazador como siempre, lo cual añadía un nuevo elemento amenazador al conjunto.

—Pero si es el audaz príncipe Calder —Dow lo miró de arriba abajo como un gato miraría el arbusto sobre el que estaba a punto de mear—. Bienvenido a la guerra una vez más, muchacho. En esta ocasión, ¿vas a hacer lo que se te diga de una vez?

Calder hizo una amplia reverencia.

—Soy su siervo más obediente —esbozó una sonrisita para disimular que el mero hecho de pronunciar esas palabras era como si le quemaran la lengua—. Dorado. Cabeza de Hierro —a ambos saludó respetuosamente, con una inclinación de cabeza—. Mi padre siempre afirmaba que no hay dos hombres más tenaces en todo el Norte —en realidad, su padre siempre había dicho que no había dos mayores alcornoques en todo el Norte, aunque, de todos modos, sus mentiras eran tan inútiles como tirar dinero a un pozo. Cabeza de Hierro y Dorado se limitaban a lanzarse miradas de odio. En ese instante, Calder sintió la necesidad de estar con alguien al que cayera bien. O que al menos no quisiera matarlo—. ¿Dónde está Scale?

—Tu hermano está en el oeste —respondió Dow—. Luchando.

—Sabes qué es eso, ¿verdad, chico? —Tenways giró la cabeza y escupió por el agujero que tenía entre sus dientes marrones.

—¿Por qué hay aquí… tantas espadas? —Calder echó un vistazo esperanzado al establo entero, pero pronto comprobó que no había hecho acto de presencia ningún aliado, así que acabó posando su mirada en el ceño destrozado de Escalofríos, lo cual era aún peor que contemplar la sonrisa de Dow. Por muchas veces que hubiera visto aquella cicatriz, siempre le parecía más espantosa de lo que recordaba—. ¿Qué se sabe de Reachey?

—El papá de tu esposa se encuentra a un día o algo así al este —contestó Dow—. Ha ido a reclutar gente.

Dorado resopló.

—Me sorprendería que aún quedara sin reclutar un solo muchacho capaz de sostener una espada en sus manos.

—Bueno, Reachey intenta sacar de donde no hay. Supongo que vamos a necesitar todos los hombres que haya disponibles para la batalla. Quizá incluso a ti.

—¡Oh, tendréis que contenerme! —exclamó Calder mientras le daba un golpecito a la empuñadura de su espada—. ¡Me muero de ganas de empezar a luchar!

—¿Alguna vez has llegado siquiera a desenvainar ese chisme? —inquirió burlonamente Tenways, a la vez que estiraba el cuello para volver a escupir.

—Sólo una vez. Para abrirme paso cuando me follé a tu hija.

Dow estalló en carcajadas. Dorado se rió entre dientes. Cabeza de Hierro esbozó una tenue sonrisa. Tenways se ahogó con su propia saliva y un hilillo de babas relucientes le cayó por la barbilla, pero eso a Calder no le importó. Prefería congraciarse con aquéllos que no eran aún una causa perdida. De algún modo, se tenía que ganar la confianza de alguno de aquellos cabrones tan poco prometedores, cuando menos.

—Nunca creí que fuera a decir esto —suspiró Dow, quien, a continuación, se frotó un ojo con un dedo—, pero te hemos echado de menos, Calder.

—Lo mismo digo. Prefiero estar removiendo estiércol en un establo que seguir en Carleon besando a mi esposa. Bueno, ¿qué hay que hacer?

—Ya sabes —Dow agarró el puño de su espada con el índice y el pulgar, haciéndolo girar para que la marca de plata situada cerca de la empuñadura brillara—. La guerra. Una escaramuza aquí, una incursión allá. Nosotros nos cargamos a unos cuantos de sus rezagados y ellos queman algunas de nuestras aldeas. Así es la guerra. Tu hermano ha estado atacando con gran rapidez, lo cual ha dado mucho en que pensar a los sureños. Tu hermano es un tipo muy válido, tiene agallas.

—Es una pena que tu padre no tuviera más de un hijo varón —gruñó Tenways.

—Sigue hablando, viejo —replicó Calder—, puedo estar todo el día haciéndote quedar como un capullo.

Tenways se enfadó pero Dow le indicó con una seña que se calmara.

—Basta ya de ver quién la tiene más grande. Tenemos una guerra que librar.

—¿Cuántas victorias llevamos hasta ahora?

Entonces, se produjo una pausa breve e incómoda.

—Aún no ha habido ninguna batalla —se quejó Cabeza de Hierro.

—El tal Kroy —dijo de manera despectiva Dorado desde el fondo del establo—, ése que está al mando de la Unión…

—Dicen que es mariscal.

—Me da igual lo que sea, es un cabrón muy cauteloso.

—Es un cobarde que se pasa de precavido —apostilló contrariado Tenways.

Dow se encogió de hombros.

—Ser cauteloso no tiene nada de cobarde. Aunque con todas sus tropas, yo no actuaría así, pero… —entonces, se volvió sonriendo ampliamente hacia Calder—. Como tu padre solía decir: «En la guerra, sólo importa ganar. El resto sólo sirve para que los necios canten sobre ello». Kroy avanza lentamente, con la esperanza de agotar nuestra paciencia. Después de todo, los hombres del Norte no somos conocidos por ser pacientes. Ha dividido su ejército en tres partes.

—En tres puñeteras partes —añadió Cabeza de Hierro.

Dorado, por una vez, se mostró de acuerdo con él.

—Cada parte podría estar formada por diez mil combatientes, sin contar con las tropas de transporte e intendencia.

Dow se inclinó hacia delante, como si fuera un abuelo que estuviera enseñando a un niño a pescar.

—Jalenhorm está en el oeste. Es valiente, pero indolente y suele meter la pata. Mitterick se encuentra en el centro. Es el más astuto de los tres, sin lugar a dudas, pero es temerario. Tengo entendido que le encantan los caballos. Meed está en el este. No es un soldado y odia a los hombres del Norte tanto como un cerdo odia a los carniceros. Su odio podría cegarle y volverse en su contra. Además, Kroy cuenta con algunos hombres del Norte en su bando, desperdigados aquí y allá, dedicados principalmente a explorar, pero también dispone de unos cuantos guerreros y hay algunos bastante buenos entre ellos.

—Te refieres a los hombres del Sabueso —afirmó Calder.

—Maldito traidor —masculló Tenways, mientras se preparaba para escupir.

—¿Traidor? —Dow se inclinó hacia delante en la Silla de Skarling y apretó tanto los puños que los nudillos se le quedaron totalmente blancos—. ¡Viejo idiota! ¡Tú y tu sarpullido! ¡El Sabueso es el único hombre en todo el Norte que siempre ha defendido el mismo bando! —Tenways alzó la mirada, tragó lentamente la mierda que había estado a punto de escupir y retrocedió hacia las sombras. Dow se dejó caer otra vez en su asiento—. Aunque es una pena que defienda al bando equivocado.

—Bueno, vamos a tener que entrar en acción pronto —aseveró Dorado—. Meed tal vez no sea un soldado, pero ha logrado asediar Ollensand. A pesar de que la ciudad posee unas buenas murallas, no estoy seguro de cuánto tiempo podrá…

—Meed levantó el asedio ayer por la mañana —afirmó Dow—. Se dirige al norte y la mayoría de los hombres del Sabueso están con él.

—¿Ayer? —dijo Dorado frunciendo el ceño—. ¿Cómo sabes que…?

—Tengo mis medios.

—Pues yo no he oído nada sobre eso.

—Por eso yo doy las órdenes y tú las escuchas —Cabeza de Hierro sonrió al ver cómo encajaba su rival ese humillante comentario—. Meed se dirige al norte a gran velocidad. Apuesto a que se va a unir allá arriba con Mitterick.

—¿Por qué? —preguntó Calder—. Todos estos meses, han estado avanzando poco a poco, pero con paso firme. Ahora, ¿por qué han decidido correr?

—Quizá se hayan cansado de ser tan cautelosos. O quizá alguien se lo ha ordenado. De un modo u otro, vienen hacia aquí.

—Tal vez esto nos dé la oportunidad de sorprenderlos con la guardia baja —los ojos de Cabeza de Hierro brillaban tanto como los de un hambriento que acabara de ver que traían un asado.

—Si están decididos a buscar pelea —dijo Dow—, no me gustaría privarles de ella. ¿Tenemos a alguien en los Héroes?

—Curnden Craw está ahí con su docena —respondió Pezuña Hendida.

—Estamos en buenas manos entonces —masculló Calder, quien casi habría preferido estar en los Héroes con Curnden Craw en esos momentos que allí con aquellos cabrones. Quizá ahí arriba no tuviera tanto poder, pero seguro que se reiría más.

—He recibido noticias suyas hace un par de horas —comentó Cabeza de Hierro—. Al parecer, se cruzó con algunos de los exploradores del Sabueso allá arriba y pudo ver cómo se marchaban.

Dow posó la mirada en el suelo por un momento, mientras se frotaba los labios con la yema de un dedo.

—¿Escalofríos?

—¿Jefe? —replicó éste con un tono de voz tan bajo que apenas era un susurro.

—Cabalga hasta los Héroes y dile a Craw que quiero controlar esa colina. Tal vez alguno de esos cabrones de la Unión intente cruzar ese camino. Quizá incluso intente cruzar el río en Osrung.

—Será un buen terreno para luchar —afirmó Tenways.

Escalofríos se detuvo un momento. El tiempo suficiente como para que Calder se percatara de que no le hacía ninguna gracia ser el chico de los recados. Calder lo miró sin recato alguno, pues quería recordarle lo que habían hablado en aquel pasillo de Carleon y regar las semillas del descontento que había plantado.

—Tienes razón, jefe.

Acto seguido, Escalofríos salió por la puerta.

Dorado se estremeció.

—Ese tipo me inquieta.

Dow se limitó a sonreír aún más.

—Para eso está. ¿Cabeza de Hierro?

—Sí, Jefe.

—Tú irás por el camino de Yaws. Serás nuestra punta de lanza.

—Mañana por la noche estaremos en Yaws.

—Que sea antes —esa réplica hizo que Cabeza de Hierro frunciera aún más el ceño y que Dorado esbozara una sonrisa. Era como si ambos estuvieran sentados en extremos opuestos de una balanza, donde uno no podía descender sin que se elevara el otro—. Dorado, cogerás el camino de Brottun y te unirás a Reachey. Que parta en cuanto haya acabado de reclutar gente, a veces, a ese viejo hay que espolearlo un poco.

—Sí, jefe.

—Tenways, ordena a los forrajeadores que vuelvan y que tus hombres se preparen para partir, tú encabezarás la retaguardia conmigo.

—Hecho.

—Y todos vosotros marchad con vuestros muchachos a toda velocidad, pero mantened los ojos bien abiertos. Procurad dar a los sureños una sorpresa y que no sea al revés —en ese instante, Dow mostró sus dientes aún más—. Si vuestras espadas aún no están afiladas, supongo que ya es hora de que lo estén.

—Sí —vociferaron los tres, rivalizando entre ellos por dar la impresión de tener más sed de sangre que los otros dos.

—Oh, sí —agregó Calder, al final, esbozando la mejor de sus sonrisas. Quizá no fuera muy diestro con la espada, pero había muy pocos hombres en el Norte capaces de sonreír mejor que él. Aunque en esta ocasión no le sirvió de nada, pues Pezuña Hendida ya se había inclinado sobre Dow para susurrarle algo al oído.

El Protector del Norte se arrellanó en la silla con el ceño fruncido.

—¡Dile que pase!

Las puertas se abrieron y el viento susurró a través de ellas, esparciendo rápidamente briznas de paja por el suelo del establo. Calder entornó los ojos e intentó discernir algo bajo la luz crepuscular del exterior. Como la figura que se hallaba en la puerta parecía ocuparla por entero y casi alcanzaba la viga superior, supuso que debía de tratarse de una ilusión óptica provocada por la luz menguante del día. Entonces, la silueta avanzó y, acto seguido, se enderezó. Había hecho una entrada tan espectacular que la sala entera permaneció callada mientras se dirigía lentamente hacia el centro, a excepción del suelo, que gemía a cada paso que daba. Pero es muy fácil hacer una entrada espectacular cuando uno tiene el tamaño de un acantilado, pues le basta con entrar y permanecer quieto.

—Soy el Extraño que Llama.

A Calder le sonaba ese nombre. El Extraño que Llama afirmaba ser el Jefe de un Centenar de Tribus, afirmaba que todas las tierras situadas al este del Crinna eran suyas y que toda la gente que vivía ahí era de su propiedad. A Calder le habían llegado rumores de que era un gigante pero no se había tomado esas habladurías en serio. El Norte estaba repleto de engreídos que tenían una alta opinión de sí mismos y una reputación aún más exagerada. Casi siempre, cuando uno los llegaba a conocer de verdad, se daba cuenta de que no estaban a la altura de su reputación. Así que le impactó que éste sí lo estuviera.

Cuando uno pronuncia la palabra gigante, está pensando en alguien como el Extraño que Llama; parecía que lo hubieran arrancado directamente de la era de los héroes y arrojado a esta patética época posterior. Superaba con mucho en altura a Dow y sus poderosos Jefes Guerreros, su cabeza se encontraba entre las vigas del techo y su pelo negro, salpicado aquí y allá con mechones grises, pendía alrededor de su barbuda cara de facciones muy marcadas. A su lado, Glama Dorado parecía un enano de color chillón y Pezuña Hendida y sus Carls soldados de juguete.

—Por los muertos —susurró en voz muy baja Calder—. Es enorme.

Dow el Negro, sin embargo, no se mostró sobrecogido. Se repanchingó en la Silla de Skarling con la misma facilidad de siempre, mientras seguía dando pataditas al heno con uno de sus pies, sus manos de asesino seguían pendiendo inertes y una sonrisa lupina todavía continuaba dibujada en su cara.

—Me preguntaba cuándo… llamarías a mi puerta. Aunque no pensaba que vendrías hasta aquí en persona.

—Una alianza debe ser sellada cara a cara, hombre a hombre, hierro a hierro y sangre a sangre.

Calder esperaba que el gigante rugiera cada palabra, como los monstruos de los cuentos para niños, pero tenía una voz suave. Hablaba lentamente, como si tuviera que desentrañar el significado de cada palabra.

—Quieres darle un toque personal —dijo Dow—. Y me parece perfecto. ¿Tenemos un trato entonces?

—Así es.

El Extraño que Llama abrió una de sus enormes manos y se mordió esa zona carnosa que separa el pulgar y el índice; después, la sostuvo en alto y la sangre empezó a manar de la herida.

Acto seguido, Dow acarició su espada con la palma de la mano, dejando así su filo de un color rojo reluciente. Sin más dilación, en un santiamén, se levantó de la Silla de Skarling y cogió la mano al gigante. Ambos hombres permanecieron allí de pie mientras su sangre teñía sus antebrazos e incluso llegaba a gotear por sus codos. Calder sintió un poco de miedo y bastante desdén ante el nivel de virilidad del que hacían gala.

—Sí —Dow soltó la mano del gigante y lentamente volvió a sentarse en la Silla de Skarling, dejando una huella ensangrentada en uno de sus reposabrazos—. Supongo que podrás atravesar el Crinna con tus hombres.

—Ya lo he hecho.

Dorado y Cabeza de Hierro se miraron mutuamente, no les hacía mucha gracia que un montón de salvajes hubieran cruzado el Crinna y, presumiblemente, también sus tierras. Dow entornó los ojos.

—¿De veras?

—En este lado del río podrán luchar contra los sureños —el Extraño que Llama recorrió lentamente con la mirada el establo y fue clavando sucesivamente sus ojos negros en cada uno de aquellos hombres—. ¡He venido a luchar!

Esta última palabra no la pronunció, sino que la rugió, y el eco se extendió por todo el techo. Una oleada de furia lo atravesó desde los pies a la cabeza, provocando que apretara los puños con fuerza, que se le hinchara el pecho y que sus monstruosos hombros se alzaran; en ese instante, pareció más descomunal que nunca.

Calder se preguntó qué clase de pelea quería librar aquel cabrón. ¿Cómo demonios se podía detener a un tipo como él cuando estaba en movimiento? Sólo por su peso era imparable. ¿Qué clase de arma sería necesaria para acabar con él? Supuso que, en aquella sala, todo el mundo estaba pensando lo mismo y no estaban disfrutando mucho con esas reflexiones.

Salvo Dow el Negro.

—¡Bien! Para eso quiero contar contigo.

—Quiero luchar contra la Unión.

—Podrás luchar contra muchos sureños.

—Quiero luchar contra Whirrun de Bligh.

—Eso no te lo puedo prometer, está en nuestro bando y tiene unas ideas muy extrañas. Pero puedo preguntarle si quiere batirse en duelo contigo.

—Quiero luchar contra Nueve el Sanguinario.

A Calder se le erizaron los pelos de la nuca. Resultaba muy extraño cómo ese nombre aún lo atemorizaba, a pesar de hallarse en compañía de esos hombres, a pesar de que ese tipo llevara ocho años muerto. A Dow se le borró la sonrisa de la cara.

—Perdiste la oportunidad. Nuevededos ha vuelto al barro del que surgió.

—He oído que sigue vivo y apoya a la Unión.

—Has oído mal.

—He oído que sigue vivo y lo voy a matar.

—¿Ah, sí?

—Soy el mejor guerrero que hay en el Círculo del Mundo.

El Extraño que Llama no alardeaba, no se daba importancia ni hacía mohines como habría hecho Glama Dorado. No era una amenaza, no había dicho esa frase con los puños cerrados y una mirada iracunda como quizá lo habría hecho Cairm Cabeza de Hierro. Simplemente, constataba un hecho.

Dow se rascó distraídamente la cicatriz que tenía ahí donde en su día estuvo su oreja.

—Esto es el Norte. Aquí hay muchos hombres muy duros. Ahora mismo, un par de ellos se encuentran en esta estancia. Así que estás haciendo una afirmación muy osada.

El Extraño que Llama se desabrochó su gran capa de piel y se la quitó con un leve movimiento de hombros; de este modo, permaneció en pie, desnudo hasta la cintura, como un luchador preparado para participar en un combate. Las cicatrices siempre habían sido tan populares en el Norte como las espadas. Todo aquél que quisiera considerarse un hombre de verdad debía tener un par de ellas. Pero el cuerpo colosal del Extraño que Llama, que era robusto como un árbol antiguo, poseía más cicatrices que piel. Tenía heridas por todas partes (marcas, cicatrices y agujeros), tantas como para enorgullecer a una veintena de campeones.

—En Yeweald luché contra la tribu del Sabueso y me atravesaron siete flechas —aseveró, al mismo tiempo que señalaba, con su dedo índice que parecía un garrote, varias manchas rosáceas esparcidas a lo largo de sus costillas—. Pero seguí luchando y llegué a levantar toda una colina con sus muertos, y convertí su tierra en mi tierra y a sus mujeres y niños en mi pueblo.

Dow suspiró, como si le aburriera la presencia de ese gigante medio desnudo, como si éste soliera acudir a la mayoría de sus reuniones de guerra.

—Quizá haya llegado el momento de pensar en un escudo.

—Los escudos sólo sirven para que los cobardes se escondan tras ellos. Mis heridas cuentan la historia de mis hazañas —el gigante apuntó con su pulgar a una masa con forma de estrella que le cubría todo un hombro, así como la espalda y la mitad de su brazo izquierdo, donde su carne mostraba numerosos bultos y manchas como la madera de un roble—. Esa espantosa bruja de Vanian me roció con fuego líquido, pero la arrastré hasta el lago y la ahogué mientras yo aún me quemaba.

Dow se mordió una uña.

—Supongo que yo, antes que eso, habría intentado dejar de quemarme.

El gigante se encogió de hombros y, al instante, la quemadura rosa que le cubría el hombro se alzó como el surco de un campo arado.

—Se apagó solo en cuanto la bruja murió —entonces, señalo una marca rosa y desigual que había dejado una zona sin vello en la mata de pelo negro que le cubría el pecho y que, al parecer, le había arrebatado también un pezón—. Los hermanos Smirtu y Weorc me desafiaron a un combate singular. Según ellos, como habían crecido en el mismo útero, eran un solo hombre.

Dow resopló.

—¿Y les hiciste caso?

—Nunca busco una razón que me impida luchar. Partí en dos a Smirtu con un hacha y después aplasté el cráneo de su hermano con una sola de mis manos.

El gigante cerró lentamente un puño colosal y apretó con tanta fuerza que se le quedaron blancos los dedos, los músculos de su brazo se retorcieron como si éste fuera una salchicha gigante que estuviera siendo rellenada.

—Brutal —afirmó Dow.

—En mi país, las muertes brutales son las que más impresionan a los hombres.

—Sinceramente, aquí sucede lo mismo. ¿Sabes qué…? Puedes matar cuando te plazca a cualquiera que considere mi enemigo. Aunque, si se trata de alguien a quien considero un amigo… avísame antes de matarlo de un modo brutal. No me gustaría que masacrases al príncipe Calder de un modo accidental.

El Extraño que Llama miró a su alrededor.

—¿Tú eres Calder?

El príncipe estuvo, durante un momento muy incómodo, debatiéndose entre negarlo o no.

—Sí.

—¿El segundo hijo de Bethod?

—El mismo.

El gigante asintió lentamente con su monstruosa cabeza y su largo pelo se agitó.

—Bethod era un gran hombre.

—Un gran hombre a la hora de lograr que otros lucharan por él —Tenways chasqueó la lengua, mostró sus podridos dientes y escupió una vez más—. No era un gran guerrero.

El tono de voz del gigante se suavizó de nuevo súbitamente.

—¿Por qué todo el mundo a este lado del Crinna está tan sediento de sangre? Hay muchas más cosas en la vida que pelear —se agachó y cogió su capa con dos dedos—. Estaré en el lugar acordado, Dow el Negro. A menos que… algunos de estos hombrecillos quieran pelear conmigo ahora.

Dorado, Cabeza de Hierro y Tenways posaron por turnos la mirada en los rincones más lejanos del establo.

Como Calder estaba más que acostumbrado a hallarse sumamente asustado, respondió a la mirada del gigante con una sonrisa.

—Yo pelearía contigo, pero tengo por costumbre no desnudarme a menos que haya una mujer presente. Lo cual es una pena, la verdad, porque tengo un agujero donde la espalda pierde su nombre que creo que dejaría impresionado a todo el mundo.

—Oh, contigo no puedo luchar, hijo de Bethod —replicó el gigante, quien tal vez esbozó un sonrisa de complicidad mientras se giraba—. Tú has nacido para otras cosas.

Entonces, se colocó la capa sobre su hombro cubierto de cicatrices y se agachó para sortear el alto dintel, los Carls cerraron las puertas ante la ráfaga de viento que sopló después de salir el gigante.

—Parece un buen tipo —comentó Calder muy animado—. Ha sido todo un detalle que no nos haya enseñado las cicatrices que tiene en la polla.

—¡Malditos salvajes! —exclamó Tenways, lo cual resultaba un tanto irónico viniendo de él.

—El mejor guerrero del mundo —apostilló burlonamente Dorado, pese a que no había hecho ningún comentario jocoso mientras el gigante se encontraba en la estancia.

Dow se acarició la barbilla, pensativo.

—Los muertos bien saben que no soy diplomático, pero estoy más que dispuesto a aceptar a todos los aliados que pueda hallar. Y un hombre de ese tamaño detendrá muchas flechas —Tenways y Dorado soltaron una risita, cuyo único fin era lamerle el culo a su líder, pero Calder se percató de lo que realmente se escondía tras aquella chanza. Si Nueve el Sanguinario seguía vivo, quizá un hombre de ese tamaño también podría detenerlo—. Ya sabéis todos lo que debéis hacer, ¿no? Pues manos a la obra.

Cabeza de Hierro y Dorado se lanzaron mutuamente una mirada iracunda de camino a la salida. Pese a que Tenways escupió a los pies de Calder, éste se limitó a sonreír y se prometió a sí mismo que sería el último en reír mientras aquel hijo puta tan feo se perdía en la noche arrastrando los pies.

Dow se puso en pie, la sangre aún manaba de la punta de su dedo anular y seguía manchando el suelo, mientras observaba cómo las puertas se cerraban. Entonces, profirió un suspiro.

—Discutiendo, discutiendo, siempre discutiendo, joder. ¿Por qué no se podrán llevar bien, eh, Calder?

—Mi padre solía decir: «Si les das el mismo rango a tres Hombres del Norte, se estarán matando entre ellos antes de que puedas ordenar que carguen».

—¡Ja! Bethod era un cabronazo muy listo, aparte de muchas otras cosas. Aunque no podía dejar de guerrear cuando se ponía a ello —Dow contempló con el ceño fruncido la palma de la mano que tenía cubierta de sangre y movió los dedos—. En cuanto uno tiene las manos manchadas de sangre, ya no es nada fácil limpiárselas. Eso me lo dijo el Sabueso. Toda mi vida he tenido las manos manchadas de sangre —Calder se estremeció al percatarse de que Pezuña Hendida lanzaba algo al aire; por suerte, sólo era un trapo. Dow lo cogió en el aire, en medio de la oscuridad, y con él se vendó la mano herida—. Supongo que ya es demasiado tarde para limpiármelas, ¿eh?

—Aún tendrá que derramarse más sangre —contestó Pezuña Hendida.

—Supongo que sí —Dow deambuló hasta uno de los boxes vacíos del establo, echó la cabeza hacia atrás, miró hacia el techo y esbozó una mueca de dolor. Un momento después, Calder escuchó el chapoteo del orín al salpicar el heno—. Allá… vamos.

Si el objetivo de todo aquello era hacerle sentirse todavía más insignificante, funcionó. En cierto modo, había esperado que lo asesinaran. Pero ahora le daba la impresión de que ni se habrían tomado esa molestia y eso hirió a Calder en su orgullo.

—¿No tienes ninguna orden que darme? —le espetó.

Dow miró hacia atrás.

—¿Para qué? ¿Para que la ignores o la cagues al intentar cumplirla?

Probablemente, estaba en lo cierto.

—Entonces, ¿por qué me has mandado llamar?

—Por lo que cuenta tu hermano, posees la mente más aguda de todo el Norte. Me he hartado de oírle decir que no podrá hacerlo sin ti.

—Creo que Scale está cerca de Ustred, en el norte, ¿no?

—Sí, a dos días a caballo de aquí. En cuanto supe que la Unión estaba en marcha, envié a buscarlo para que se una a nosotros.

—Entonces, no tiene mucho sentido que vaya para allá.

—Yo no diría eso —en ese instante, cesó el ruido de la meada—. Oh, sí, ¡aún hay más!

Y volvió a oírsele orinar.

A Calder le rechinaron los dientes.

—Quizá vaya a hacerle una visita a Reachey. Para ver cómo va el reclutamiento.

O igual mejor para convencerlo de que ayudara a Calder a sobrevivir un mes más.

—Eres un hombre libre, ¿no? —ambos sabían la respuesta a esa pregunta. Era tan libre como una paloma ya desplumada y metida en una cazuela—. Ahora, las cosas son como en tiempos de tu padre, la verdad. Todo el mundo puede hacer lo que le plazca, ¿verdad, Pezuña Hendida?

—Verdad, jefe.

—Siempre que hagan exactamente lo que les digo que hagan, joder —entonces, los Carls de Dow se rieron entre dientes, como si nunca hubieran oído un comentario más ingenioso—. Dale recuerdos a Reachey.

—Lo haré.

Calder se volvió hacia la puerta.

—¡Ah, Calder! —exclamó Dow, a la vez que se sacudía las últimas gotas—. No me vas a causar más problemas, ¿verdad?

—¿Problemas? No sé cómo podría causártelos, jefe.

—Porque con todos esos sureños contra los que tenemos que luchar… con esos tarados de Whirrun de Bligh y ese Bicho Raro que Alardea… y mi propia gente pisándose los callos unos a otros… ya tengo bastantes cosas que me tocan los cojones. No permitiré que nadie juegue sus propias bazas. Como alguien intente jugármela en un momento como éste, bueno, ¡te juro que las cosas se pondrán feas de cojones! —las tres últimas palabras las gritó y los ojos se le desorbitaron, las venas del cuello se le hincharon, la furia bulló súbitamente en él, provocando que todos los que estaban en esa estancia se estremecieran. Acto seguido, volvió a estar tan tranquilo como un gatito—. ¿Me has entendido?

Calder tragó saliva e intentó que no se notara que estaba asustado, pese a que se le había puesto la piel de gallina.

—Creo que he comprendido el mensaje.

—Buen chico —Dow meneó la cadera de un lado a otro mientras terminaba de abrocharse; a continuación, sonrió a todos los allí presentes como un zorro sonríe ante un gallinero que alguien se ha dejado abierto—. Lamentaría tener que lastimar a tu hermosa esposa, es tan bonita. Aunque no tanto como tú, por supuesto.

Calder disimuló su furia con otra sonrisa.

—¿Acaso alguien lo es?

A continuación, pasó entre los sonrientes Carls y se adentró en la noche, pensando en cómo iba a matar a Dow el Negro y a recuperar lo que éste le había robado a su padre.