Craw descendió cuidadosamente la colina, escudriñando la negrura para asegurarse de dónde ponía el pie, mientras soportaba el dolor de la rodilla a cada paso alterno que daba. Mientras soportaba el dolor en su brazo, en su mejilla y en su mandíbula. Mientras soportaba, sobre todo, el dolor de la pregunta que llevaba haciéndose la mayor parte de aquella noche desapacible, fría y desvelada. Una noche repleta de preocupaciones y remordimientos, de los débiles gimoteos de los moribundos y de los no tan débiles ronquidos del tal Whirrun de la puñetera Bligh.
¿Debía decirle a Dow el Negro lo que le había propuesto Calder o no? Craw se preguntó si Calder habría huido ya. Lo conocía desde que era niño y nunca le habría acusado de ser valiente, pero había percibido algo distinto en él cuando habían hablado esa noche. Algo que a Craw no le había resultado familiar. O más bien algo que sí, pero no como propio de Calder, sino de su padre. Y Bethod nunca había sido muy proclive a las huidas. Por eso, precisamente, había acabado muerto. Y la muerte era lo mejor que Calder podía esperar si Dow averiguaba lo que había dicho. Lo mejor que el propio Craw podía esperar si Dow se enteraba por boca de algún otro de lo que le había propuesto. Miró de refilón el rostro malhumorado de Dow, surcado por cicatrices, resaltadas en negro y naranja por la antorcha de Escalofríos.
¿Debía decírselo o no?
—Joder —susurró.
—Ya —dijo Escalofríos.
Craw estuvo a punto de dar un salto sobre la húmeda hierba. Hasta que recordó que había muchos motivos para que un hombre dijera «joder». Eso es lo bonito de esa palabra: que puede significar prácticamente cualquier cosa, dependiendo de la situación. Horror, sorpresa, dolor, temor, preocupación. Y ninguno de sus significados estaba fuera de lugar. Estaban en plena batalla.
Una pequeña casa desvencijada emergió de la oscuridad. En sus paredes desmoronadas crecían las ortigas. Una parte de su tejado se había hundido y las vigas podridas asomaban como las costillas de un esqueleto. Dow le quitó la antorcha a Escalofríos.
—Tú espera aquí.
Escalofríos permaneció quieto un instante, después agachó la cabeza y se quedó junto a la puerta, mientras la luz de la luna se reflejaba débilmente en su ojo de metal.
Craw se agachó para poder pasar por debajo de la pequeña puerta e intentó no dar la impresión de hallarse preocupado. Cuando se quedaba a solas con Dow el Negro, una parte de él —y no era una parte precisamente pequeña— siempre esperaba recibir una puñalada por la espalda. O a lo mejor un espadazo por delante. Una hoja, en cualquier caso. Después, siempre se sentía un poco sorprendido cuando lograba salir del encuentro con vida. Nunca se había sentido de aquel modo con Tresárboles, ni siquiera con Bethod. No parecía una característica digna de un hombre al que uno quisiera seguir… Entonces, se dio cuenta de que estaba mordiéndose una uña, si es que se le podía llamar uña a lo poco que le quedaba de ella y se obligó a dejar de hacerlo.
Dow se fue con su antorcha hasta el extremo más alejado de la estancia y las sombras se arrastraron entre las rudimentarias vigas siguiendo su movimiento.
—No he vuelto a saber nada de la muchacha, ni tampoco de su padre.
A Craw le pareció mejor guardar silencio. Últimamente, daba la impresión de que cada vez que pronunciaba una palabra acababa ocurriendo algún desastre.
—Parece que me he endeudado con el puñetero gigante por nada —más silencio—. Mujeres, ¿eh?
Craw se encogió de hombros.
—En ese tema, no creo que pueda aportarte ningún conocimiento útil.
—Pero tenías una mujer como segundo al mando, ¿no? ¿Cómo conseguiste que eso funcionase?
—Fue ella quien hizo que todo funcionara. No podría haber pedido un segundo mejor que Wonderful. Los muertos saben que he tomado malas decisiones, pero ésa es una que nunca he lamentado. Jamás. Es dura como un cardo, tan dura como cualquier hombre que haya conocido. Tiene más huevos que yo y también más ingenio. Siempre es la primera en ver los problemas. Y es una mujer de honor. Le confiaría cualquier cosa. No hay nadie en quien confíe más.
Dow arqueó las cejas.
—Que doblen las putas campanas. A lo mejor debería haberle ofrecido el puesto que ahora ocupas.
—Probablemente —murmuró Craw.
—Uno debe tener a alguien de quien se fíe como segundo al mando —Dow se aproximó a la ventana para observar la ventosa noche—. Tiene que haber confianza.
Craw intentó cambiar de tema.
—¿Estamos esperando a tu amiga de piel oscura?
—No estoy seguro de que deba llamarla amiga. Pero sí, así es.
—¿Quién es?
—Una de esas moradoras del desierto. ¿No lo deja claro su color de piel?
—Lo que quiero saber es qué intereses tiene en el Norte.
—No sabría decírtelo con seguridad, pero por lo que he podido averiguar está luchando su propia guerra. Una vieja guerra. Y, por ahora, tenemos un campo de batalla en común.
Craw frunció el ceño.
—¿Una guerra entre brujos? ¿Acaso eso es algo de lo que queremos formar parte?
—Ya estamos metidos en ella.
—¿Dónde la encontraste?
—Me encontró ella a mí.
Aquello distaba mucho de bastar para atemperar sus temores.
—Magia. No sé yo…
—Estabas ayer en los Héroes, ¿no? Ya viste lo que le pasó a Pezuña Hendida.
Ése era un recuerdo que no iba a levantar el ánimo a nadie, precisamente.
—Así es.
—La Unión tiene magia, eso es un hecho. Y la utilizan sin pensar demasiado. Debemos combatir el fuego con fuego.
—¿Y si nos quemamos todos?
—Me atrevería a decir que eso es precisamente lo que sucederá —Dow se encogió de hombros—. Así es la guerra.
—Pero ¿puedes fiarte de ella?
—No.
Ishri estaba apoyada contra la pared, junto a la puerta, con un pie cruzado sobre el otro. Parecía saber lo que Craw estaba pensando y eso no le impresionaba demasiado. Éste se preguntó si sabría que había estado pensando en Calder e intentó no hacerlo, lo cual sólo sirvió para tenerlo aún más presente. Dow, mientras tanto, ni siquiera se dio la vuelta. Se limitó a colocar la antorcha en una oxidada argolla de la pared y a contemplar cómo crepitaba la llama.
—Parece que nuestro pequeño gesto de paz ha caído en saco roto —afirmó, mirando hacia atrás. Ishri asintió. Dow hizo un gesto de disgusto—. Nadie quiere ser mi amigo.
Ishri arqueó una fina ceja que alcanzó una altura imposible.
—Bueno, ¿quién querría estrechar la mano de un hombre que las tiene tan ensangrentadas como yo?
Ishri se encogió de hombros.
Dow bajó la mirada hacia su mano, la cerró en un puño y suspiró.
—Supongo que ya sólo me queda la opción de manchármelas más aún. ¿Tienes alguna idea de por dónde atacarán hoy?
—Por todas partes.
—Sabía que dirías eso.
—¿Por qué preguntas, entonces?
—Al menos he conseguido que hables —entonces, reinó un largo silencio, hasta que Dow se volvió al fin y apoyó los codos sobre el estrecho alféizar—. Vamos, di algo más.
Ishri se apartó de la pared, echó la cabeza hacia atrás y la giró trazando un lento círculo. Por algún motivo, con cada movimiento que hacía, lograba que Craw se sintiese un tanto asqueado, como si viera a una serpiente arrastrarse.
—Al este, un hombre llamado Brock ha tomado el mando y se prepara para atacar el puente en Osrung.
—¿Y qué clase de hombre es? ¿Alguien como Meed?
—Al contrario. Es joven, apuesto y valiente.
—¡Me encantan los hombres jóvenes, apuestos y valientes! —exclamó Dow, lanzándole una mirada a Craw—. Por eso elegí a uno así como segundo.
—No cumplo ninguno de los tres requisitos, bien por mí —Craw se dio cuenta de que volvía a morderse la uña y apartó la mano.
—En el centro —le informó Ishri—, Jalenhorm tiene numerosa infantería preparada para cruzar los bajíos.
En ese instante, Dow mostró una sonrisa ansiosa.
—Sí, ya tengo algo de entretenimiento para hoy. No sabéis cuánto disfruto viendo cómo otros hombres intentan subir unas colinas en cuya cima estoy sentado.
Craw no podía decir que fuera a disfrutar al igual que él, por mucho que contaran con la ventaja del terreno.
—Al oeste, Mitterick se contiene como puede, está ansioso por sacar sus hermosos caballos. También tiene hombres al otro lado del arroyo, en el bosque, frente a tu flanco occidental.
Dow alzó las cejas.
—Mira por dónde. Calder tenía razón.
—Calder ha estado trabajando duramente toda la noche.
—Maldita sea, debe de ser la primera vez que ese cabrón trabaja duro en toda su vida.
—Ha robado dos estandartes de la Unión en plena noche. Y ahora se mofa del enemigo.
Dow el Negro se rió para sí.
—No encontrarás a nadie más capacitado para algo así. Siempre me ha caído bien ese muchacho.
Craw le miró frunciendo el ceño.
—¿Ah, sí?
—¿Por qué iba a haberle dado tantas oportunidades, si no? No me faltan hombres capaces de tirar una puerta abajo. Pero me vendrían bien un par a los que se les ocurra probar a girar el pomo de vez en cuando.
—Pues sí —dijo Craw, mientras se preguntaba qué diría Dow si supiera que Calder tenía pensado asesinarle. O mejor dicho, cuando lo supiera. Pues en algún momento se iba a acabar enterando.
—Esa nueva arma con la que cuentan —Dow entornó los ojos hasta convertirlos en dos hendiduras letales—. ¿Qué es exactamente?
—Es cosa de Bayaz —Ishri también entornó los ojos de manera asesina. Craw se preguntó si habría alguna otra persona en el mundo, aparte de ellos dos, capaz de resultar más amenazadora al entornar los ojos—. El Primero de los Magos. Está con ellos. Y cuenta con alguna invención nueva.
—¿Eso es todo lo que me puedes decir?
Ishri echó la cabeza hacia atrás y lo miró por encima de la nariz.
—Bayaz no es el único capaz de preparar sorpresas. Yo también tengo una preparada para él, para hoy mismo, más tarde.
—Sabía que tenía que haber una razón para acogerte bajo mi ala —afirmó Dow.
—Tu ala cobija a todo el Norte, oh poderoso Protector —los ojos de Ishri se volvieron lentamente hacia el techo—. Y el Profeta se cobija bajo el ala de Dios. Y yo me protejo bajo el ala del Profeta. Que me protege como esa cosa que impide que llueva sobre tu cabeza, ¿eh? —aseveró a la vez que alzaba el brazo y retorcía sus largos dedos, que parecían carecer de huesos, como los gusanos que se usan de cebo. En su rostro se dibujó una sonrisa demasiado blanca y demasiado ancha—. Ya sea grande o pequeño, todos debemos encontrar algún cobijo.
La antorcha de Dow se cayó de la argolla, su luz parpadeó un momento e Ishri dejó de estar ahí.
—Piensa en ello —susurró su voz al oído de Craw.