Su Augusta Majestad:
Durante la mañana del segundo día de batalla, los hombres del Norte se han hecho fuertes y mantienen posiciones en la parte norte del río. Mantienen el Puente Viejo, mantienen Osrung y mantienen los Héroes. También mantienen los cruces de caminos y nos invitan a intentar apoderarnos de ellos. Cuentan con la ventaja del terreno, pero le han dado la iniciativa al Lord Mariscal Kroy y, ahora que todas nuestras fuerzas han llegado al campo de batalla, en breve el mariscal recuperará el terreno perdido.
En el flanco este, el Lord Gobernador Meed ya ha comenzado a atacar con una fuerza abrumadora la ciudad de Osrung. Yo me encuentro en la parte oeste, observando el asalto del General Mitterick sobre el Puente Viejo.
Esta mañana, en cuanto la primera luz del alba ha asomado por el horizonte, el general ha pronunciado un discurso muy inspirador. Y en cuanto ha pedido voluntarios para liderar el ataque, todos los hombres han levantado la mano sin titubeos. Su Majestad debe estar orgullosa del coraje, honor y dedicación de sus soldados. En verdad, todos ellos son héroes.
Atentamente se despide, el siervo más leal y humilde de Su Majestad,
Bremer dan Gorst, Observador Real de la Guerra del Norte.
Gorst secó la carta, la dobló y se la dio a Younger, quien la selló con una masa informe de cera roja y la introdujo en una cartera de mensajero, que llevaba el sol dorado de la Unión dibujado sobre el cuero de manera muy elaborada.
—El mensaje irá de camino al sur en una hora —dijo el sirviente, mientras se volvía para marcharse.
—Excelente —replicó Gorst.
¿Realmente lo es? ¿De verdad importa que llegue antes o después, o si Younger la tira a las letrinas junto al resto de los excrementos del campamento? ¿Acaso importa que el rey lea alguna vez mis pomposas perogrulladas sobre las pomposas perogrulladas que suelta el general Mitterick en cuanto la primera luz del alba ha asomado por el horizonte? ¿Cuándo fue la última vez que recibí una carta de respuesta? ¿Hace un mes? ¿O dos? ¿Acaso es demasiado pedir que me envíen una mísera nota en la que diga: gracias por toda esta mierda patriotera que me escribe, espero que siga bien en su ignominioso exilio?
Se arrancó distraídamente las postillas que tenía en el dorso de la mano derecha, ya que quería comprobar si podía sentir así dolor. Esbozó una mueca de agonía al hacerse más daño del que había pretendido. Siempre es una línea muy fina. Estaba cubierto de rozaduras, cortes y moratones, cuya causa era incapaz de recordar; no obstante, lo que más le hacía sufrir era el hecho de haber perdido su espada corta, que había sido forjada por Calvez, ya que se le había hundido en algún lugar de los bajíos. Una de las pocas reliquias que todavía le quedaban de la época en que había sido el eminente Primer Guardia del Rey en vez de redactor de unas fantasías deleznables. Soy como un amante al que han abandonado y que es incapaz de seguir adelante por pura cobardía, que se aferra, con labios temblorosos, a los últimos y frágiles recuerdos que alberga sobre esa canalla que lo abandonó. Pero yo soy aún más patético, más horrendo y tengo una voz mucho más aguda. Y además, mato a gente como pasatiempo.
Entonces, dejó atrás el toldo empapado de la entrada de su tienda y salió de ella. La lluvia había amainado; sólo chispeaba y se entreveían algunos fragmentos de cielo azul que desgarraban el velo de nubes que cubría asfixiantemente el valle. Seguramente, debería haber sentido un destello de optimismo ante el mero placer de sentir el sol sobre su rostro. Pero lo único que sentía, en esos momentos, era la insoportable losa de su desgracia. De la cantidad de tareas necias que debía hacer una tras otra de una manera descorazonadoramente tediosa. Corre. Entrénate. Caga un zurullo. Escribe una carta. Come. Observa. Escribe un buen zurullo. Caga una carta. Come. Acuéstate. Finge que duermes mientras realmente permaneces despierto toda la noche intentando hacerte una paja. Levántate. Corre. Escribe una carta…
Mitterick ya había comandado un intento fallido de tomar el puente: un intento audaz y precipitado realizado por el Décimo de Infantería que hasta entonces había avanzado sin hallar mucha resistencia entre gritos de victoria. Entonces, mientras intentaban organizarse en un extremo del puente, los hombres del Norte los recibieron con una salva de flechas lanzadas desde el otro; a continuación, aparecieron súbitamente más norteños que emergieron de unas trincheras ocultas entre la cebada y cargaron lanzando unos aullidos que le helaban a uno la sangre. Quienquiera que estuviera al mando de esos hombres sabía lo que hacía. Los soldados de la Unión lucharon con fiereza pero se vieron rodeados por tres flancos y aislados, con suma rapidez, del resto de fuerzas de la Unión; después, los obligaron a retroceder hacia el río, donde intentaron mantenerse a flote en vano, o se vieron atrapados y aplastados en medio de la infernal confusión que reinaba en el mismo puente, donde se mezclaron con aquéllos que todavía intentaban absurdamente cruzarlo.
Una gran línea de ballesteros de Mitterick surgió entonces desde detrás de un seto situado en la ribera sur y acribillaron a los hombres del Norte con una salva despiadada de flechas, lo que los obligó a retirarse a sus trincheras desorganizadamente, dejando numerosos muertos desperdigados por las cosechas pisoteadas situadas en su lado del puente. El Décimo había recibido tal castigo que no pudo aprovecharse del vuelco de la situación. Ahora, los arqueros de ambos bandos se hallaban demasiado ocupados intercambiándose flechazos caóticamente de un lado a otro del río mientras Mitterick y sus oficiales organizaban el próximo asalto. Y, es de suponer, que también la próxima remesa de ataúdes.
Gorst observó las inquietas nubes de mosquitos que asolaban la ribera y los cadáveres que flotaban por el río. Qué valientes son. Y que arrastraba la corriente. Qué honorables. Con la cara metida en el agua o mirando al cielo. Qué dedicación la de estos soldados. Entonces, un empapado héroe de la Unión se detuvo en unos juncos y, por un momento, flotó bamboleándose de lado. Un hombre del Norte que flotaba a la deriva se le acercó, se chocó delicadamente con él y lo alejó de la ribera para llevarlo a una zona donde había una espuma asquerosamente amarilla, enredados en un torpe abrazo. Ah, el amor de juventud. A lo mejor alguien me abrazará a mí también después de que haya muerto. Aunque lo cierto es que no he recibido muchos abrazos en vida. Gorst resopló al intentar reprimir unas carcajadas tremendamente inapropiadas.
—¡Eh, coronel Gorst! —exclamó el Primero de los Magos, quien se le acercó con un cayado en una mano y una taza de té en la otra. A continuación, se metió en el río, que fluía con su macabro cargamento flotante, inhaló hondo por la nariz y exhaló con suma satisfacción—. Bueno, no se puede decir que no lo estén intentando. El éxito está muy bien, pero hay algo grandioso también en los gloriosos fracasos, ¿verdad?
Pues yo no lo tengo tan claro y de fracasos sé un rato.
—Lord Bayaz —dijo el sirviente de pelo rizado del mago, abriendo una silla plegable, para luego limpiar una mota de polvo de la lona del asiento y hacer una reverencia.
Bayaz lanzó su cayado a la húmeda hierba y, sin más preámbulos, se sentó, con los ojos cerrados y volvió su sonriente semblante hacia el revitalizador sol.
—La guerra es algo maravilloso. Siempre que se haga bien, por supuesto, y por las razones correctas. Separa la paja del grano. Lo limpia todo —entonces, chasqueó los dedos a un volumen increíblemente alto—. Sin ella, las sociedades tienden a volverse blandas. Fofas. Como alguien que sólo come pasteles —extendió el brazo y dio un golpecito a Gorst en el brazo de manera juguetona; acto seguido, agitó los dedos fingiendo dolor—. ¡Ay! Seguro que tú no comes sólo pasteles, ¿verdad?
—No.
Como le solía pasar a Gorst con prácticamente todo el mundo con el que hablaba, Bayaz no parecía hacerle mucho caso.
—Para cambiar las cosas, no basta con pedir que se cambien, sino que hay que dar a todo un buen meneo. No sé quién fue el que dijo que la guerra nunca cambia nada, pero, bueno… eso lo diría porque no había luchado en suficientes guerras, ¿verdad? Me alegra ver que ha dejado de llover. Tanta agua estaba jorobándome el experimento.
El experimento consistía en tres tubos gigantes de metal de un color apagado, entre gris y negro, que se encontraban colocados sobre unos enormes apoyos de madera. Cada uno de ellos tenía un extremo cerrado y el abierto apuntaba al río, en dirección a los Héroes, más o menos. Habían sido colocados con sumo cuidado y haciendo un tremendo esfuerzo en un montículo que se hallaba a unos cien pasos de la tienda de Gorst. El incesante barullo que armaban los hombres y los caballos, así como todos los artilugios, lo habrían mantenido despierto toda la noche si no hubiera estado ya medio despierto, como siempre estaba. Perdido en el humo de la Casa del Ocio de Cardotti, buscando desesperadamente al rey. Donde veía un rostro enmascarado en la penumbra, en la escalera. Antes de que el Consejo Cerrado le desposeyera de su rango, de que el mundo se desmoronara una vez más. Enredado en un abrazo con Finree. Aguantando el humo. Tosiendo el humo, mientras avanzaba a trompicones por esos retorcidos corredores de la Casa del Ocio de…
—Es una pena, ¿no? —inquirió Bayaz.
Por un momento, Gorst se preguntó si el Mago le había leído los pensamientos. Sí, lo es, joder.
—¿Perdón?
Bayaz extendió los brazos para abarcar con ellos esa escena donde reinaba una lenta y perezosa actividad.
—Todo cuanto hace el hombre sigue a merced de los caprichos del cielo. La guerra, sobre todo —dio un sorbo a su taza, hizo una mueca y tiró los posos a la hierba—. En cuanto podamos matar gente a cualquier hora del día, en cualquier estación, haga bueno o malo, seremos por fin gente civilizada, ¿eh? —afirmó mientras se reía para sí.
Dos viejos Adeptos de la Universidad de Adua hicieron una honda reverencia como un par de sacerdotes a los que hubieran concedido una audiencia personal con Dios. El que respondía al nombre de Denka era pálido como un necrófago y temblaba. El que se llamaba Saurizin tenía cubierta de sudor su arrugada frente, más ancha de lo normal.
—Lord Bayaz —dijo, intentando agacharse y sonreír abiertamente al mismo tiempo, aunque hizo ambas cosas sin convicción alguna—. Creo que el tiempo ha mejorado lo suficiente como para que podamos probar esos artilugios.
—¡Al fin! —exclamó el Mago—. Entonces, dime, ¿a qué estás esperando? ¿A que llegue el Festival del Invierno?
Los dos ancianos se alejaron corriendo y Saurizin abroncó ferozmente a su colega. Luego, tuvieron una discusión muy acalorada con una decena de ingenieros, ataviados con mandiles, acerca del tubo más próximo; hicieron aspavientos con las manos, señalaron al cielo e hicieron referencia a ciertos instrumentos metálicos. Al final, uno de ellos sacó una antorcha bastante larga, en cuyo extremo embreado danzaban unas llamas. Los Adeptos y sus subordinados se alejaron a gran velocidad de ahí, se agacharon tras unas cajas y barriles y se taparon los oídos. El hombre que llevaba la antorcha avanzó con el mismo entusiasmo con el que un condenado se dirigiría al cadalso y, manteniéndose lo más lejos posible, tocó una marca que había en la parte superior del tubo. Saltaron algunas chispas, un hilillo de humo se curvó en el aire y se escuchó un tenue chisporroteo.
Gorst frunció el ceño.
—¿Qué es…?
Al instante, se produjo una explosión colosal, se tiró al suelo y se protegió la cabeza con las manos. No había oído nada igual desde el Asedio de Adua, cuando los gurkos incendiaron una mina e hicieron saltar por los aires una sección de cien zancadas de un muro que quedó reducida a gravilla. Los guardias observaron aterrorizados la escena desde el parapeto que les ofrecían sus escudos. Unos trabajadores exhaustos se alejaron gateando deprisa y con la boca abierta de sus hogueras. Otros intentaron controlar a sus aterrados caballos, dos de los cuales se habían soltado y se alejaban al galope con el listón al que habían estado atados repiqueteando tras ellos.
Gorst se puso en pie lentamente y con cierta suspicacia. Una nube de humo brotaba del extremo de uno de los tubos, mientras los ingenieros se arremolinaban en torno a él. Denka y Saurizin discutían entre ellos encolerizados. Gorst no tenía ni la más remota idea de qué había hecho ese artefacto aparte de ruido.
—Bueno —dijo Bayaz, metiéndose un dedo en una oreja, al que luego dio vueltas—. Lo cierto es que arman mucho ruido.
Un estruendo distante resonó por todo el valle. Parecía un trueno, aunque a Craw le había dado la impresión de que el cielo se estaba despejando.
—¿Has oído eso? —preguntó Pezuña Hendida.
Craw se limitó a mirar el firmamento y encogerse de hombros. Todavía había muchas nubes, a pesar de que ya se empezaban a divisar zonas despejadas.
—Quizá vaya a llover más.
Pero Dow tenía otras cosas en mente.
—¿Cómo nos va en el Puente Viejo?
—El enemigo apareció en cuanto amaneció, pero Scale contuvo su avance —contestó Pezuña Hendida—. Los obligó a retroceder.
—Volverán a intentarlo en breve.
—Sin duda. ¿Crees que aguantará?
—Si no lo hace, tendremos un problema.
Dow resopló.
—Es justo el hombre que me gustaría tener cubriéndome las espaldas si luchara por mi vida.
Pezuña Hendida y un par de hombres más se rieron entre dientes.
Para Craw, había una manera correcta de hacer las cosas y en ella no cabía dejar que alguien se riera de un amigo a su espalda, por muy risible que éste fuera.
—Ese muchacho quizá os sorprenda —afirmó.
Una sonrisa aún más amplia se dibujó en Pezuña Hendida.
—Oh, me olvidé de que sois uña y carne.
—Prácticamente yo críe a ese chaval —replicó Craw, quien se cuadró y lo fulminó con la mirada.
—Eso explica muchas cosas.
—¿Cómo qué?
Dow alzó la voz, con cierto tono de reproche:
—Por mí, como si le hacéis una paja a Calder cuando oscurezca. No sé si os habéis dado cuenta, pero tenemos cosas mucho más importantes de qué preocuparnos. ¿Qué pasa en Osrung?
Pezuña Hendida fulminó con la mirada a Craw y, a continuación, se volvió hacia su jefe.
—La Unión ha atravesado la empalizada, están luchando en la parte sur de la ciudad. Aunque Reachey los ha frenado.
—Más le vale —rezongó Dow—. ¿Y qué pasa con la zona central? ¿Hay algún indicio de que pretendan cruzar los bajíos?
—Siguen marchando por ahí, pero no…
De repente, la cabeza de Pezuña Hendida se desvaneció y algo le entró a Craw en el ojo.
Se oyó un terrible crujido y, después, lo único que pudo escuchar fue un largo aullido muy agudo.
Recibió un fuerte golpe en la espalda, cayó y rodó. Entonces, intentó ponerse en pie y se agachó como un borracho mientras la tierra temblaba.
Dow sacó su hacha, la blandió ante algo y gritó, pero Craw no pudo escucharlo. Sólo oía un zumbido enloquecedor. Había polvo por todas partes. Unas nubes asfixiantes, que parecían niebla.
Estuvo a punto de tropezarse con el cadáver decapitado de Pezuña Hendida, del que manaba sangre a raudales. Supo que se trataba de él por el cuello de su cota de malla. También le faltaba un brazo. A Pezuña Hendida, no a Craw. Él aún conservaba ambos brazos. Aunque lo comprobó por si acaso. No obstante, tenía sangre en las manos, pero no estaba seguro de quién era.
Probablemente, debería haber desenvainado ya su espada. Intentó agarrar su empuñadura, pero no acertó a cogerla. La gente que corría a su alrededor eran meras sombras en la penumbra.
Craw se frotó las orejas. Pero siguió sin oír nada, salvo ese aullido.
Un Carl, que estaba sentado en el suelo, gritaba en silencio a la vez que desgarraba su cota de malla ensangrentada. Algo sobresalía de ella. Algo demasiado grueso para ser una flecha. Era un fragmento de piedra.
¿Los estaban atacando? ¿Desde dónde? El polvo se fue asentando. Los hombres deambulaban arrastrando los pies, se chocaban unos con otros, algunos se arrodillaban para atender a los heridos, otros señalaban en todas direcciones, otros se tapaban la cara.
La parte superior de uno de los Héroes había desaparecido, la vieja piedra poseía ahora un nuevo contorno brillante e irregular recién esculpido. Varios muertos se encontraban desperdigados alrededor de su base. Más que muertos, estaban destrozados. Retorcidos y doblados. Hechos trizas y reventados. Craw nunca había visto algo así. Ni siquiera cuando Nueve el Sanguinario cometió una terrible masacre en las Altas Cumbres.
Entre los cuerpos y los fragmentos de roca se encontraba sentado un muchacho aún vivo, estaba cubierto de sangre y pestañeaba incrédulo mientras clavaba la mirada en una espada desenvainada que tenía sobre las rodillas y sostenía, inmóvil, una piedra de afilar en una mano. Era imposible saber cómo se había salvado, si es que realmente se había salvado.
Entonces, vio el rostro de Whirrun, quien se alzaba sobre él y movía la boca como si hablara, pero Craw sólo podía escuchar un continuo crepitar.
—¿Qué? ¿Qué?
Ni siquiera era capaz de escuchar lo que él mismo decía. Unos pulgares le palparon la mejilla. Le dolió. Mucho. Craw se tocó la cara y se dio cuenta de que tenía los dedos manchados de sangre. Pero también tenía las manos ensangrentadas. Estaba cubierto de sangre por entero.
Intentó quitarse a Whirrun de encima de un empujón, pero se tropezó con algo y acabó cayendo sobre la hierba.
Quizá fuera mejor que se quedara ahí sentado un rato.
—¡Hemos acertado! —gritó Saurizin, entre risas socarronas, agitando hacia el cielo un desconcertante conjunto de tornillos, barras y lentes, como si se tratara de un anciano guerrero que blandiera una espada victorioso.
—¡Con la segunda descarga hemos acertado de pleno, Lord Bayaz! —exclamó Denka, quien apenas podía contener la emoción—. ¡Hemos dado directamente a una de las piedras de la colina y la hemos destruido!
El Primero de los Magos arqueó una ceja.
—Hablas como si destruir unas piedras fuera la finalidad de este ejercicio.
—¡Estoy seguro de que los hombres del Norte de la cima también han sufrido heridas considerables y se encuentran sumidos en la confusión!
—¡Sí, están heridos y confusos! —insistió Saurizin.
—Es lo que se merece el enemigo —afirmó Bayaz—. Proseguid.
A los dos viejos Adeptos se les cayó el alma a los pies. Denka se pasó la lengua por los labios.
—Sería prudente comprobar el estado de estos artilugios por si han sufrido daños. Nadie sabe cuáles pueden ser las consecuencias de dispararlos con cierta frecuencia…
—Entonces, será mejor que las descubramos —replicó Bayaz—. Proseguid.
No cabía duda de que ambos ancianos temían continuar con el experimento. Pero temían aún más al Primero de los Magos. Hicieron una reverencia y volvieron hacia los tubos donde intimidaron a los desamparados ingenieros tal y como ellos acababan de ser intimidados. Después, los ingenieros presionarán a los trabajadores a su vez, sin duda alguna, y los trabajadores fustigarán a las mulas, y las mulas darán patadas a los perros, y los perros lo pagarán todo con las avispas, y, con suerte, una de esas avispas le picará a Bayaz en su gordo culo y, entonces, la recta y justa rueda de la vida estará lista para girar una vez más…
Mientras, lejos, al oeste, el segundo intento de tomar el Puente Viejo se iba diluyendo, sin conseguir mucho más que la primera vez. Esta vez, habían intentado cruzar el río en unas balsas, pero había resultado un esfuerzo en vano. Un par de ellas se habían roto no mucho después de ser empujadas al agua, de tal modo que sus pasajeros habían acabado luchando por mantenerse a flote en los bajíos o arrastrados hasta aguas profundas a causa de sus armaduras. Otras habían sido arrastradas río abajo mientras los hombres que aún quedaban a bordo agitaban alocada e inútilmente los remos o las manos, al mismo tiempo que unas flechas chapoteaban a su alrededor.
—Balsas —murmuró Bayaz, haciendo sobresalir su mentón mientras se rascaba distraídamente su corta barba.
—Balsas —murmuró Gorst, mientras observaba cómo un oficial que iba a bordo de una de ellas blandía furioso su espada ante la orilla más lejana, aunque era tan probable que la alcanzara como que llegara a la luna.
Entonces, se escuchó otra atronadora explosión, seguida inmediatamente por todo un coro de gritos ahogados, suspiros y vítores maravillados de un público cada vez más numeroso, que se había congregado en la cima del montículo formando una curiosa medialuna. Esta vez, Gorst apenas se estremeció. Es asombroso lo rápidamente que algo insoportable se convierte en banal. Más humo emergió del tubo más próximo, que ascendió delicadamente para unirse a la acre humareda que ya pendía sobre el experimento.
Aquel extraño estruendo volvió a sonar y el humo se alzó desde algún lugar situado al otro lado del río, al sur.
—¿Qué diablos estarán tramando? —masculló Calder, quien, a pesar de hallarse subido al muro, no podía ver nada.
Llevaba ahí toda la mañana, esperando. Andando de arriba abajo; primero, bajo la llovizna; después, bajo el sol. Aguardando mientras cada minuto se le hacía eterno, mientras sus pensamientos daban vueltas sin parar en su mente como una lagartija encerrada en un tarro. Miró al sur, pero fue incapaz de ver nada, aunque el fragor del combate cruzaba los campos en oleadas; a veces, sonaba distante; otras, preocupantemente cerca. Pero nadie pedía ayuda a gritos. Nadie pasó junto a ellos, salvo unos pocos heridos, lo cual no ayudó a reforzar el ánimo de Calder.
—Se acerca un mensajero —dijo Pálido como la Nieve.
Calder se estiró y se protegió los ojos del sol. Ojo Blanco Hansul se acercaba al galope desde el Puente Viejo. En cuanto éste detuvo su caballo, pudieron comprobar que había una sonrisa dibujada en la cara cubierta de arrugas, lo cual hizo albergar ciertas esperanzas a Calder. En aquellos instantes, posponer la lucha parecía algo casi tan bueno como no hacer nada de nada.
Colocó un pie sobre la puerta con la esperanza de estar adoptando así una postura varonil, intentando hablar con un tono de voz tan gélido como la nieve a pesar de que su corazón le quemaba.
—Scale se ha metido en un buen lío, ¿verdad?
—De momento, son los sureños los que están en un buen lío, esos estúpidos cabrones —Ojo Blanco se quitó el casco y se secó la frente con la parte posterior de la manga—. Scale les ha obligado a retroceder dos veces. La primera vez, intentaron cruzarlo a pie como si pensaran que les íbamos a entregar el puente sin más. Pero tu hermano enseguida los obligó a desechar esa idea.
Entonces, soltó una carcajada y Pálido como la Nieve hizo lo propio. Calder también se carcajeó, pero sus risas estaban teñidas de amargura. Como todo ese día.
—La segunda vez, intentaron tomarlo con unas balsas —Ojo Blanco giró la cabeza y escupió a la cebada—. Yo mismo les podía haber dicho que la corriente es demasiado fuerte como para intentar algo así.
—Menos mal que nunca te lo preguntaron —aseveró Pálido como la Nieve.
—Ya. Creo que podéis quedaros aquí sentados e incluso quitaros las botas. Tal y como van las cosas, seremos capaces de evitar su avance todo el día.
—Aún queda mucho día —masculló Calder.
Entonces, algo pasó a gran velocidad. Al principio, pensó que podía tratarse de un pájaro que volaba rozando la cebada, pero iba demasiado rápido y era muy grande. Rebotó una vez sobre el campo, levantando una nube de tallos y polvo, dejando una larga cicatriz a través de la cosecha. Se detuvo un par de cientos de pasos al este, al pie cubierto de hierba de los Héroes, y se estrelló contra el Muro de Clail.
De repente, una serie de piedras partidas se elevaron a gran altura en el aire, girando sobre sí mismas, conformando una gran nube de polvo y fragmentos que cayeron cual lluvia. De fragmentos de tiendas. De fragmentos de armas. De fragmentos de hombres, dedujo Calder, ya que sabía que había algunos acampados detrás del muro.
—Por… —dijo Hansul, mientras observaba boquiabierto cómo volaban los escombros.
De improviso, se escuchó un ruido similar al restallido de un látigo pero un millar de veces más potente. El caballo de Ojo Blanco se encabritó y derribó a éste de su grupa, quien cayó rodando por la cebada, moviendo los brazos frenéticamente. A su alrededor, la gente se quedó boquiabierta o gritó, desenvainó sus armas o se lanzó al suelo.
Eso último parecía una gran idea.
—¡Mierda! —susurró Calder, quien se alejó corriendo de la puerta y se arrojó a una zanja, su deseo de mantener una actitud varonil se vio superado con creces por su deseo de seguir vivo. La tierra y las piedras resonaron en torno a él, como una granizada que cae en la estación que no le corresponde, y tintinearon al chocar con las armaduras y rebotar en el camino.
—Hay que verle el lado positivo a esto —comentó Pálido como la Nieve, sin inmutarse para nada—, esa parte del muro la protegía Tenways.
El sirviente de Bayaz bajó el catalejo con una leve mueca dibujada en su semblante que denotaba una ligera decepción.
—Impredecible —dijo.
Eso es quedarse corto. Esos artilugios habían sido disparados dos docenas de veces y su munición, que, al parecer, eran unas enormes bolas de metal o piedra, se hallaban esparcidas aquí y allá a lo largo de la pendiente de la colina que tenían delante, de los campos que tenían a cada lado, de los manzanos que tenían a sus pies, del cielo que se hallaba sobre sus cabezas y, en una ocasión, una había ido a parar directamente al río levantando un inmenso chorro de espuma.
¿Cuánto habrá costado este capricho, con el que podremos abrir unos cuantos agujeros más en el paisaje norteño? ¿Cuántos hospitales se podrían haber construido con ese dinero? ¿Cuántos hospicios? ¿Cuántas cosas más útiles y valiosas? ¿Cómo los entierros de los niños más pobres, por ejemplo? Gorst intentó sentir alguna emoción que refrendara sus pensamientos, pero le fue imposible. A lo mejor, con ese dinero, habríamos podido sobornar a los hombres del Norte para que asesinaran a Dow el Negro y podríamos estar volviendo ya a casa. Pero, entonces, qué haría para rellenar todas esas puñeteras horas entre que me levanto de la cama y…
De repente, un destello naranja lo iluminó todo y tuvo la vaga sensación de que volaban ciertas cosas por el aire. Creyó ver cómo el sirviente de Bayaz, que se hallaba al lado de su amo, golpeaba a la nada con un brazo que era un borrón imposible. Un momento después, un zumbido se adueñó de la cabeza de Gorst a causa de una explosión más colosal de lo habitual, acompañada de una nota que recordaba al tañido de una enorme campana. Sintió cómo la onda expansiva le tiraba del pelo y trastabilló al intentar mantener el equilibrio. El sirviente tenía un trozo irregular de metal curvado del tamaño de un plato llano en la mano, que lanzó al suelo, donde humeó entre la hierba.
Bayaz arqueó las cejas.
—Algo ha funcionado mal.
El sirviente se frotó las manos para quitarse la negra suciedad de los dedos.
—El sendero del progreso siempre es tortuoso.
Diversas piezas de metal habían salido volando en todas direcciones. Una particularmente grande había acertado de pleno, tras rebotar en un grupo de trabajadores, matando a varios de ellos y dejando al resto salpicados de sangre. Otros fragmentos habían abierto pequeños vacíos en el estupefacto público, o habían derribado a los guardias como si fueran bolos. Una enorme nube de humo se elevaba desde el lugar donde uno de los tubos había estado unos momentos antes. Un ingeniero cubierto de sangre y suciedad había salido de allí, con el pelo en llamas, caminando con paso vacilante y en diagonal. Le faltaban ambos brazos y, enseguida, cayó al suelo.
—Siempre —dijo Bayaz mientras se hundía presa del descontento en su silla plegable— es tortuoso.
Algunas personas permanecieron sentadas, parpadeando. Otras gritaron. Un buen número corrió de un lado para otro, para intentar ayudar a los muchos heridos. Gorst se preguntó si él debería hacer lo mismo. Pero ¿de qué serviría? ¿Acaso iba a subirles la moral contándoles unos chistes? ¿Os sabéis ése del idiota con voz estúpida cuya vida quedó arruinada en Sipani?
Denka y Saurizin se acercaron sigilosamente hacia ellos, sus túnica negras estaban manchadas de hollín.
—Y aquí llegan los penitentes —murmuró el sirviente de Bayaz—. Con su permiso, debería irme. He de atender ciertos asuntos al otro lado del río. Intuyo que los discípulos del Profeta tampoco permanecen ociosos ahí.
—Entonces, nosotros tampoco podemos permanecer ociosos —el Mago hizo un gesto con la mano despreocupadamente para indicarle a su sirviente que se podía ir—. Tienes cosas más importantes que hacer que servirme el té.
—Muy pocas —apostilló el sirviente, quien sonrió levemente a Gorst mientras se alejaba—. En verdad, como dicen las escrituras kantics, los honrados no se pueden permitir el lujo del descanso…
—Lord Bayaz, esto… —Denka miró a Saurizin, quien le indicó con un gesto frenético que dijera lo que tuviera que decir ya—. Lamento informar de que… uno de los artilugios ha explotado.
El Mago no pronunció palabra durante un rato, mientras, una mujer, a la que no podían ver, chillaba como una tetera hirviendo.
—¿Acaso creéis que no me he dado cuenta?
—Otro se ha salido de su soporte con el último disparo, me temo que llevará bastante tiempo reajustarlo.
—El tercero —dijo suavemente Denka— presenta una diminuta grieta a la que habrá que prestar atención. Me… —en ese momento, contrajo la cara como si temiera que alguien fuera a clavarle una espada en ella— muestro reticente a recargarlo otra vez, pues correríamos un gran riesgo.
—¿Reticente? —replicó Bayaz, mostrando su tremendo desagrado. A pesar de hallarse junto a él de pie, Gorst sintió la urgente necesidad de arrodillarse.
—El fallo se ha producido por culpa de un defecto en la forja del metal —acertó a decir Saurizin con dificultad, a la vez que lanzaba una mirada iracunda a su colega.
—Mis aleaciones son perfectas —gimoteó Denka—, ha sido una inconsistencia en la pólvora explosiva lo que ha…
—¿Provocado el fallo? —señaló el Mago, con un tono de voz tan aterrador como lo había sido la propia explosión—. Créanme, caballeros, después de una batalla, siempre hay muchas recriminaciones. Incluso en el bando ganador —los dos ancianos se postraron ante él de forma humillante. Acto seguido, Bayaz gesticuló con una mano y todo rastro de amenaza desapareció de su voz—. Pero son cosas que pasan. En general, ha sido… una demostración muy interesante.
—Lord Bayaz, es usted muy generoso…
Sus balbuceos serviles se desvanecieron en la lejanía a medida que Gorst se aproximaba al lugar donde un guardia se había encontrado sólo unos instantes antes. Ahora, yacía entre la larga hierba, con los brazos extendidos, y tenía un trozo de metal de forma curva e irregular clavado en el casco. A través del visor retorcido, todavía podía verse uno de sus ojos, que contemplaba fijamente el cielo congelado en ese último momento de tremenda sorpresa. En verdad, todos ellos son unos héroes.
El escudo del guardia yacía cerca, donde un brillante sol refulgía mientras su contrapartida se asomaba entre las nubes. Gorst lo cogió, introdujo la mano izquierda en las correas y se dirigió, río arriba, hacia el Puente Viejo, caminando con dificultad. Cuando pasó junto a Bayaz, éste se encontraba recostado en su silla plegable con un pie sobre el otro y su cayado olvidado junto a él sobre la húmeda hierba.
—¿Cómo se podría llamar a esas cosas? Son unos artefactos que escupen fuego, así que se les podría llamar… ¿Escupefuegos? No, qué tontería. ¿Tubos de la muerte? Los nombres son tan importantes… pero nunca se me han dado bien. ¿Se os ocurre a alguno una idea?
—Me gusta los tubos de la muerte… —masculló Denka.
Pero Bayaz no le estaba escuchando.
—Me atrevo a decir que, a su debido tiempo, ya se le ocurrirá a alguien un nombre adecuado. Algo sencillo. Tengo la sensación de que acabaremos viendo un gran número de esos artilugios…