—Levántate, viejo.
Craw todavía seguía medio dormido. En casa, allá donde ésta estuviera. De joven, o ya retirado. ¿No era Colwen ésa que le sonreía en una esquina? Estaba girando la madera en el torno, cuyas virutas rizadas se esparcían y crujían bajo sus pies. Gruñó, se dio la vuelta y sintió un tremendo dolor en el costado, que hizo que lo invadiera el pánico. Al instante, intentó quitarse la manta de encima.
—Pero ¿qué…?
—No pasa nada —Wonderful tenía apoyada una mano sobre su hombro—. Pensé que sería mejor dejarte dormir —entonces, se dio cuenta de que ahora ella tenía una larga postilla al otro lado de la cabeza y de que su pelo corto estaba cubierto de sangre seca—. Pensé que te vendría bien.
—Me vendría bien dormir unas cuantas horas más —Craw apretó los dientes con fuerza por culpa de los diez dolores distintos que sintió al intentar incorporarse; primero lo intentó muy rápido, luego muy lentamente—. Me cago en todo, la guerra es cosa de jóvenes, está claro.
—¿Y ahora qué hay que hacer?
—No mucho —Wonderful le entregó una petaca y se enjuagó la boca, que le sabía a rayos, y escupió—. No hay ni rastro de Hardbread y hemos enterrado a Athroc.
Craw se detuvo, con la petaca a medio camino de la boca; lentamente, la fue bajando. Había un montón de tierra recientemente revuelta al pie de una de las piedras en el extremo más alejado de los Héroes. Brack y Scorry se encontraban delante de él, con unas palas en las manos. Agrick se encontraba entre ambos, con la cabeza gacha.
—¿Ya le habéis despedido? —preguntó Craw, quien sabía que aún no lo habían hecho, aunque habría deseado que sí.
—Te estábamos esperando.
—Bien —replicó, mintiendo.
Se puso en pie, agarrándose al antebrazo de ella. Era una mañana gris en la que soplaba un poco de viento, unas nubes bajas rozaban las cimas escarpadas de los cerros, la niebla todavía se aferraba a los surcos de sus laderas y envolvía las ciénagas del fondo del valle.
Craw se acercó cojeando hasta la tumba, moviendo bastante la cadera, para intentar así librarse del dolor de las articulaciones. Habría preferido estar en cualquier otro sitio, pero hay cosas de las que uno no se puede librar. Todos se acercaron y se reunieron formando un semicírculo. Todos estaban muy tristes y callados. Drofd trató de engullir un mendrugo de pan entero de una sola vez y se limpió las manos con la camisa. Whirrun, que llevaba la capucha puesta, abrazaba al Padre de las Espadas como un hombre abrazaría a su hijo enfermo. Yon mostraba un semblante más adusto de lo normal, lo cual era mucho decir. Craw ocupó el sitio que le correspondía al pie de la tumba, entre Agrick y Brack. El rostro del montañés había perdido su habitual tonalidad rubicunda y el vendaje que llevaba en la pierna mostraba una mancha de sangre fresca.
—¿Tienes bien esa pierna? —le interrogó.
—Es sólo un rasguño —contestó Brack.
—Estás sangrando mucho por un rasguño, ¿eh?
Brack le sonrió, de modo que los tatuajes de su rostro cambiaron de posición.
—¿A esto llamas tú mucho?
—Supongo que no.
No si se lo comparaba con todo lo que había sangrado el sobrino de Hardbread cuando Whirrun lo había partido por la mitad.
Craw echó un vistazo hacia atrás, hacia el lugar donde habían apilado los cadáveres, al socaire de ese muro desmoronado. Quizá no estuvieran a la vista, pero no podían olvidarse de ellos. De los muertos. Nunca podía olvidar a los muertos. Craw clavó la mirada sobre la tierra negra y se preguntó qué iba a decir. Contemplaba esa tierra negra como si ésta tuviera las respuestas. Pero no hay nada en la tierra salvo oscuridad.
—Qué raro —dijo con voz ronca, por lo que tuvo que aclararse la garganta—. El otro día, Drofd me preguntó si llamaban a estas piedras los Héroes porque aquí hay enterrados algunos héroes. Yo le contesté que no. Aunque quizá ahora sí haya uno enterrado aquí.
Craw hizo una mueca de dolor al decir esas palabras, no porque lo dominara la tristeza, sino porque sabía que estaba diciendo una sarta de estupideces. Unas estupideces que no habrían engañado ni a un niño. Pero toda la docena asintió, mientras una lágrima recorría la mejilla de Agrick.
—Sí —dijo Yon.
Uno puede decir ciertas cosas ante una tumba que provocarían la risa si las dijera en una taberna, pero que aquí lograban que a uno lo trataran como si rebosara sabiduría. Craw tuvo la sensación de que cada palabra era como un cuchillo que se clavaba a sí mismo, pero no podía parar.
—Athroc no ha estado mucho tiempo con nosotros, pero nos ha dejado un imborrable recuerdo. No lo olvidaremos —Craw pensó entonces en todos los demás hombres que había enterrado, cuyas caras y nombres se perdían en la bruma de los años, ya ni siquiera recordaba cuántos habían sido—. Apoyó a su grupo. Luchó bien —y murió muy mal, a hachazos, por defender un terreno que no valía nada—. Hizo lo correcto. Que es todo lo que se le puede pedir a un hombre, supongo. Si hay algún…
—¡Craw! —exclamó Escalofríos, quien se encontraba a quizá unas treinta zancadas al sur del círculo.
—¡Ahora no! —replicó entre susurros.
—Sí —dijo Escalofríos—. Ahora sí.
Craw se le acercó corriendo y el valle gris se abrió entre dos de las piedras.
—¿Qué quieres que mire…? Oh.
Más allá del río, a los pies del Cerro Negro, se encontraban unos jinetes que cabalgaban sobre la tierra marrón del camino de Uffrith. Cabalgaban a gran velocidad hacia Osrung, levantando nubes de polvo a su paso. Podrían ser unos cuarenta. Podrían ser más incluso.
—Y ahí también.
—Mierda —otros cuarenta se acercaban hacia el Puente Viejo por el sentido contrario. Se estaban haciendo con los cruces. Intentaban rodear los Héroes por ambos lados. Una honda preocupación, que prácticamente llegó a ser un leve dolor en el pecho, se apoderó de Craw—. ¿Dónde está Scorry? —miró a su alrededor como si hubiera dejado algo en algún sitio y no recordara dónde. Scorry estaba justo detrás de él, con un dedo levantado. Craw espiró lentamente y le dio una palmadita en el hombro—. Ah, aquí estás. Sí, aquí estás.
—Jefe —masculló Drofd.
Craw miró en la dirección hacia la que éste señalaba con el dedo. En el camino situado al sur de Adwein, que bajaba hacia el valle desde el pliegue que existía entre dos cerros, había mucho movimiento. Abrió su catalejo súbitamente y miró a través de él.
—Es la Unión.
—¿Cuántos crees que son?
El viento se llevó parte de la niebla y, sólo por un instante, Craw pudo divisar esa columna que se estiraba entre las colinas, compuesta de hombres y metal, donde las lanzas destacaban y las banderas ondeaban. Se alargaba hasta más allá de donde alcanzaba la vista.
—Me parece que son muchos —susurró Wonderful.
Brack se inclinó sobre Craw.
—Dime que esta vez no vamos a luchar.
Craw miró hacia abajo con su catalejo.
—A veces lo más correcto que uno puede hacer es salir corriendo cagando leches. ¡Recoged vuestras cosas! —vociferó—. ¡Ahora mismo! ¡Nos largamos!
Como su grupo siempre tenía casi todo su equipo guardado, se centraron en recoger el resto raudos y veloces; Scorry lo hizo tarareando una alegre melodía que se solía cantar en las marchas. El Jovial Yon pisoteó el pequeño fuego con una de sus botas mientras Whirrun se limitaba a observar, pues ya había recogido; su única posesión era el Padre de las Espadas, que sostenía en su mano.
—¿Por qué lo apagas? —preguntó Whirrun.
—No voy a dejar que esos cabrones se aprovechen de mi fuego —rezongó Yon.
—No se te ha ocurrido pensar que podrán vivir sin ello, ¿verdad?
—Aun así.
—Nosotros también podemos vivir sin ello.
—Aun así.
—¿Quién sabe? Si lo dejas encendido, quizá uno de esos tipos de la Unión se queme solo y todos se asusten y se vayan a casa.
Yon alzó la vista por un momento y, a continuación, apagó a pisotones los últimos rescoldos.
—No pienso dejarles mi fuego a esos cabrones.
—¿Ya está? —inquirió Agrick. A Craw le resultó muy difícil mirarle a la cara, pues había cierta desesperación en su mirada—. ¿Ésa es toda la despedida que vamos a darle?
—Ya lo despediremos mejor más tarde, quizá, pero ahora hay que pensar en los vivos.
—Vamos a abandonar la colina —Agrick cerró los puños y lanzó una mirada teñida de odio a Escalofríos, como si él hubiera asesinado a su hermano—. Ha muerto en vano. ¡Por una colina que ni siquiera pensamos defender ya! ¡Si no hubiéramos luchado, todavía seguiría vivo! ¡¿Me oyes?!
Dio un paso al frente y quizá se hubiera acabado encarando con Escalofríos si Brack no lo hubiera agarrado por detrás y Craw por delante, impidiéndole así avanzar hacia él.
—Te he oído —replicó Escalofríos, encogiéndose de hombros, aburrido—. Y no es la primera vez que pasa algo así. Si yo no hubiera ido a Estiria aún tendría dos ojos. Pero fui y me quedé tuerto. Hemos luchado y él ha muerto. La vida sólo escoge un camino y no siempre es el que más nos gusta. Así son las cosas.
Se dio la vuelta y caminó hacia el norte, con el hacha sobre el hombro.
—Olvídate de él —susurró Craw a Agrick al oído. Sabía qué se sentía al perder un hermano. En su día, él había enterrado a tres en una misma mañana—. Si necesitas echarle la culpa a alguien, échamela a mí. Fui yo quien decidió luchar.
—No tuviste elección —aseveró Brack—. Era lo correcto.
—¿Dónde se ha metido Drofd? —preguntó Wonderful, mientras se colocaba el arco sobre el hombro al pasar junto a ellos—. ¿Y Drofd?
—¡Estoy aquí! ¡Recogiendo! —se encontraba cerca del muro, donde habían dejado los cuerpos de los hombres de Hardbread. Craw se acercó hasta ahí y comprobó que Drofd estaba arrodillado junto a uno de ellos, revisándole los bolsillos. Su hombre giró la cabeza y sonrió al mostrarle un puñado de monedas—. Jefe, éste tenía algo de… —bajó el tono de voz en cuanto vio el ceño fruncido de Craw—. Iba a compartirlo con los demás…
—Deja eso donde estaba.
Drofd parpadeó.
—Pero si ya no le sirve de nada…
—No es tuyo, ¿verdad? Déjalo ahí, con el muchacho de Hardbread. Cuando éste regrese por aquí, ya verá a quién se lo da.
—Lo más probable es que Hardbread se lo quede —masculló Yon, quien se aproximó por detrás con su cota de malla sobre el hombro.
—Quizá sí. Pero no nos lo quedaremos ninguno de nosotros. Porque ésa es la forma correcta de hacer las cosas.
Eso provocó como respuesta un par de suspiros y algo cercano a un quejido.
—Hoy en día, nadie piensa de esa manera, jefe —afirmó Scorry, apoyado sobre su lanza.
—Mira lo rico que ha llegado a ser un impresentable como Sutt Brittle —añadió Brack.
—Mientras nosotros tenemos que conformarnos con un bacín cutre y unas moneditas de vez en cuando —se quejó Yon.
—En eso consiste vuestro deber; además, yo me ocuparé de que obtengáis un dinero por lo que hicisteis ayer. Pero dejad esos cuerpos en paz. Si queréis ser como Sutt Brittle, podéis implorar que os hagan un hueco en el grupo de Glama Dorado para que así podáis robar a la gente todo el día —Craw no estaba seguro de por qué se sentía tan molesto con ello. En otras ocasiones, lo había dejado pasar. Cuando era joven, él mismo había robado algo a algún que otro cadáver. Incluso Tresárboles solía mirar para otro lado cuando sus chicos saqueaban algún cadáver. Pero estaba molesto y, como había tomado esa decisión, ya no podía echarse atrás—. ¿Qué somos? —les espetó—. ¿Grandes Guerreros o campesinos y ladrones?
—En realidad, somos pobres, jefe —respondió Yon—, y nos empezamos a…
—Pero ¿qué dices? —Wonderful propinó un golpe a Drofd en la mano y las monedas acabaron esparcidas por la hierba—. Escúchame, Jovial Yon Cumber, cuando seas jefe, podrás hacer lo que te venga en gana. Hasta entonces, haremos las cosas como quiere Craw. Somos Grandes Guerreros. O yo lo soy al menos… aunque no tengo nada claro que el resto de vosotros lo seáis. Y ahora moved vuestros gordos culos si no queréis acabar quejándoos amargamente de lo pobres que sois ante los hombres de la Unión.
—No hacemos esto por dinero —señaló Whirrun, quien pasó junto a ellos, caminando lentamente, con el Padre de las Espadas sobre el hombro.
Yon le lanzó una mirada sombría.
—Quizá tú no, tarado. Pero a algunos de nosotros no nos importaría ganar un poco de vez en cuando.
Una vez dicho esto, se alejó negando con la cabeza al mismo tiempo que su cota de malla tintineaba. Brack y Scorry se limitaron a encogerse de hombros mientras se miraban mutuamente y, acto seguido, lo siguieron.
Wonderful se acercó e inclinó sobre Craw.
—A veces creo que cuanto más piensan los demás que todo importa una mierda, más convencido estás de que tú debes preocuparte.
—¿Qué quieres decir?
—Que uno no puede hacer que el mundo sea de una determinada forma él solo.
—Hay una forma correcta de hacer las cosas —le espetó.
—¿Estás seguro de que esa forma correcta de hacer las cosas no está impidiendo que todo el mundo sea feliz y siga vivo?
Lo peor de todo era que tenía razón en cierto modo.
—¿A este punto hemos llegado?
—Creo que siempre hemos estado en este punto.
Craw arqueó una ceja.
—¿Sabes qué? Tu marido debería enseñarte a mostrar un poco de respeto.
—¿Ese desgraciado? Pero si casi me tiene tanto miedo como vosotros. ¡Vámonos!
Wonderful cogió a Drofd del codo y lo obligó a levantarse y, acto seguido, la docena atravesó presurosa el agujero que había en el muro. O más bien tan rápido como las rodillas le permitían avanzar a Craw. Se dirigieron al norte por el irregular sendero por el que habían venido y dejaron a los Héroes para la Unión.
Craw se abrió paso a través de los árboles, mientras se mordía las uñas de la mano con que manejaba la espada. Ya se había mordisqueado las uñas de la mano con la que solía sostener el escudo hasta llegar a los nudillos, más o menos. Esas puñeteras cosas nunca volvían a crecer lo bastante rápido. Se había sentido menos asustado cuando había tenido que ascender a los Héroes de noche que ahora que tenía que contarle a Dow el Negro que había perdido la colina. Algo falla cuando uno teme menos al enemigo que a su propio jefe, ¿no? En esos momentos, deseó poder contar con la compañía de algún amigo, pero, si iba a asumir las culpas, prefería hacerlo solo. Debía afrontar las consecuencias de sus decisiones.
El bosque se encontraba repleto de hombres que, a esa distancia, recordaban a unas hormigas arrastrándose por la hierba. Se trataba de los Carls de Dow el Negro; unos veteranos de mente fría y corazón aún más gélido, con frío acero para dar y tomar. Algunos portaban armaduras como los soldados de la Unión, otros llevaban unas armas muy extrañas, con picos, púas y ganchos, con las que se podía atravesar el acero, así como toda clase de brutales inventos que el mundo nunca había visto, aunque el mundo probablemente habría estado mejor sin ellos. Dudaba mucho que alguno de esos hombres se lo fuera a pensar dos veces a la hora de robarle un puñado de monedas a un muerto, o a un vivo.
Si bien Craw había sido casi toda su vida un guerrero, seguía poniéndose nervioso cuando veía a tantos reunidos, y cuanto mayor se hacía, más tenía la sensación de que no valía para ello. Cualquier día, se percatarían de que era un fraude como guerrero. Se daba cuenta de que, cada mañana, le costaba más reunir el coraje necesario para seguir adelante. Hizo un gesto de dolor en cuanto se clavó los dientes en la parte más sensible de sus dedos para arrancarse las uñas.
—No puede ser —se dijo a sí mismo en voz baja— que un Gran Guerrero esté asustado todo el tiempo.
—¿Qué?
Craw prácticamente se había olvidado de que Escalofríos se encontraba ahí, ya que aquel hombre se movía de un modo muy silencioso.
—¿Tú tienes miedo, Escalofríos?
Reinó el silencio y su ojo relució al atravesar el sol las ramas.
—Solía tenerlo. Todo el tiempo.
—¿Y qué cambió?
—Que me quemaron y arrancaron un ojo.
Con esa charla no iba a calmarse precisamente.
—Sí, supongo que eso puede cambiar tu visión de las cosas.
—Más bien, la reduce a la mitad.
Algunas ovejas, que se encontraban hacinadas en un redil demasiado pequeño, balaban junto al camino. Sin duda alguna, habían sido requisadas; es decir, robadas. El medio de vida de algún desafortunado pastor se iba a desvanecer por el gaznate del ejército de Dow el Negro e iba a salir despedido por sus culos. Tras una cortina conformada por varias pieles colgadas, a no más de dos zancadas del rebaño, una mujer las estaba matando y tres más se dedicaban a despellejar, destripar y colgar los cuerpos; todas ellas estaban cubiertas de sangre hasta la altura de los sobacos, aunque eso no parecía importarles demasiado.
Dos muchachos, que probablemente habían cumplido hacía poco la edad necesaria para ser reclutados, las observaban. Se reían de lo estúpidas que eran las ovejas, ya que eran incapaces de adivinar qué ocurría tras aquellas pieles. Sin embargo, ellos eran incapaces de ver que estaban también en un redil y que, tras una cortina de canciones, historias y sueños de juventud, la guerra aguardaba, empapada de sangre hasta los sobacos sin que eso le importara demasiado. Craw era capaz de verlo con suma claridad. Pero, entonces, ¿por qué él seguía encerrado mansamente en su redil? Quizá porque las ovejas viejas tampoco son capaces de saltar nuevas vallas.
El estandarte negro del Protector del Norte se encontraba clavado en la tierra frente a unas ruinas cubiertas de hiedra, que hacía mucho tiempo habían sido conquistadas por el bosque. Había más hombres atareados en el claro que se encontraba delante de ellas que atendían a los caballos atados en largas hileras. Alguien daba a los pedales que accionaban una piedra de afilar, de modo que el metal chillaba y las chispas volaban por doquier. Una mujer daba martillazos a la rueda de una carreta. Un herrero, que tenía un montón de anillas de malla en la boca y sostenía unas tenazas, trabajaba en una cota de malla. Los niños corrían de acá para allá, llevando en sus brazos montones de madera, cubos en yugos cuyo contenido se derramaba y sacos que sólo los muertos sabían qué contenían. La guerra es un asunto muy complicado cuando alcanza una escala bastante grande.
Había un hombre repantigado sobre una losa, que parecía sentirse extrañamente cómodo en medio de todo el ajetreo sin hacer nada, estaba apoyado sobre los codos y tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Todo él se hallaba cubierto por las sombras salvo su sonrisa, que estaba iluminada por un haz de luz que se colaba entre las ramas.
—Por los muertos —Craw se acercó a él y agachó la cabeza para contemplarlo—. Pero si es el príncipe de la nada. ¿Por qué llevas esas botas de mujer?
—Porque son de cuero estirio —Calder abrió los párpados levemente, mientras torcía ligeramente los labios, como siempre había hecho desde niño—. Curnden Craw. Sigues vivo, ¿eh, vejestorio?
—Bueno, tengo un poco de catarro, la verdad —carraspeó y escupió un gargajo sobre la vieja piedra situada entre las lujosas botas de cuero de Calder—. Pero supongo que sobreviviré. ¿Quién ha cometido el error de dejarte volver arrastrándote del exilio?
Calder apartó sus piernas de la losa.
—Pues ni más ni menos que el gran Protector. Supongo que pensó que no podía derrotar a la Unión sin contar con la ayuda de mi poderoso brazo y mi poderosa espada.
—¿Cuál es su plan? ¿Cortarte el brazo y lanzárselo al enemigo?
Al instante, Calder extendió ambos brazos de lado a lado.
—Si eso ocurriera, ¿cómo iba a poder abrazarte? —acto seguido, se dieron un fuerte abrazo—. Me alegro de verte, viejo necio.
—Lo mismo dijo, cabrón mentiroso.
Mientras tanto, Escalofríos los observaba con el ceño fruncido desde las sombras.
—Parecéis muy amigos —masculló.
—¡Pues claro! ¡Prácticamente, yo crié a este cabroncete! —exclamó, frotándole el pelo a Calder con sus nudillos—. Recuerdo que lo amamanté estrujando un trapo empapado de leche.
—Es lo más parecido a una madre que he tenido —afirmó Calder.
Escalofríos asintió lentamente.
—Eso explica muchas cosas.
—Deberíamos hablar —le dijo Calder a Craw mientras le daba un apretón en el brazo—. He echado mucho de menos nuestras charlas.
—Y yo —Craw retrocedió por cautela al encabritarse un caballo cerca de él, volcando así la carreta de la que tiraba, de tal modo que un montón de lanzas enredadas acabaron cayendo estruendosamente al suelo—. Casi tanto como echo de menos una cama decente. Aunque me parece que hoy no será el día en que disfrute de un buen lecho.
—Quizá no. Tengo entendido que está a punto de librarse una batalla, ¿no? —Calder se apartó y alzó ambas manos al cielo—. ¡Eso me va a llevar toda la tarde!
A continuación, pasó al lado de una jaula, dentro de la cual un par de sucios hombres del Norte se encontraban desnudos y de cuclillas, uno de ellos había sacado un brazo por los barrotes con la esperanza de que le dieran agua, o se apiadaran de él, o, simplemente, para sentir que una parte de él aún era libre. Como los desertores ya habían sido ahorcados, esos hombres debían de ser ladrones o asesinos. Los reservaban para que Dow el Negro se deleitara con ellos; probablemente también los iba a ahorcar y casi seguro quemar. Resultaba extraño que encerraran a hombres por robar cuando todo el ejército sobrevivía gracias al pillaje. Que colgaran a hombres por asesinar cuando todos ellos se dedicaban a matar. En una época en la que la gente podía quitarle lo que quisiera a quien quisiera, ¿cómo se podía saber si se estaba cometiendo un delito o no?
—Dow quiere verte —le dijo Pezuña Hendida, quien se hallaba en el arco de la entrada de las ruinas con cara muy seria. Siempre había sido un cabrón bastante taciturno, pero hoy parecía especialmente enfadado—. Ahí dentro.
—¿Quieres que te dé mi espada? —le preguntó Craw, quien ya la estaba desenvainando.
—No hace falta.
—¿Ah, no? ¿Desde cuándo Dow el Negro confía en los demás?
—No confía en los demás. Sólo en ti.
Craw no sabía si eso era algo bueno o malo.
—Pues vale.
Escalofríos hizo ademán de seguirlo pero Pezuña Hendida le ordenó parar, alzando una mano.
—A ti Dow no te ha pedido que vengas.
Craw clavó su mirada en el ojo entornado de Escalofríos por un momento y, a continuación, se encogió de hombros y se agachó para atravesar el arco cubierto de hiedra; se sintió como si se adentrara en la boca del lobo mientras se preguntaba cuándo oiría el chasquido de sus fauces al cerrarse. Se internó en un túnel plagado de telarañas, en el que reverberaba el sonido de las gotas al caer. Acabó en un amplio lugar cubierto de zarzas, alrededor del cual yacían desperdigadas algunas columnas rotas, algunas de las cuales todavía sostenían parte de una bóveda desmoronada; no obstante, el techo había desaparecido hacía mucho y las nubes del cielo comenzaban a mostrar un espacio azul brillante entre ellas. Dow estaba sentado en la Silla de Skarling en el extremo más lejano de aquella sala en ruinas, jugueteando con la empuñadura de su espada. Caul Reachey se encontraba sentado cerca de él, rascándose su barba blanca.
—En cuanto dé la orden —le estaba diciendo Dow— liderarás la carga tú solo. Ataca Osrung con todo lo que tengas. El enemigo es débil ahí.
—¿Y eso cómo lo sabes?
Dow le guiñó un ojo.
—Tengo mis medios de información. Cuentan con muchos hombres pero el camino no es lo bastante amplio para ellos. Han llegado hasta aquí apretando el paso, así que se han visto obligados a estirar sus filas demasiado. De momento, sólo han llegado unos cuantos jinetes a la ciudad y unos cuantos hombres del Sabueso. Quizá cuente con más tropas para cuando lleguemos ahí, pero no serán suficientes para detenerte si atacas de la manera adecuada.
—Oh, los atacaré como debo —replicó Reachey—. No te preocupes por eso.
—No lo hago. Por eso serás tú quien lidere el asalto. Quiero que tus muchachos porten mi estandarte en la vanguardia y que se vea claramente. Así como el de Dorado, Cabeza de Hierro y el tuyo. Quiero que todo el mundo pueda verlos.
—Debemos esforzarnos sobre todo en hacerles pensar.
—Con suerte, retirarán parte de sus hombres de los Héroes, dejando así esas piedras más desprotegidas. En cuanto se encuentren en campo abierto, entre la colina y la ciudad, daré orden a los muchachos de Dorado de que arremetan contra ellos y les rompan el culo. Entretanto yo, Cabeza de Hierro y Tenways asaltaremos el objetivo real: los Héroes.
—¿Cómo planeas hacerlo?
Dow esbozó amplia y fugazmente su peculiar y ávida sonrisa.
—Subiremos esa colina a todo correr y mataremos a todo ser vivo que halle ahí.
—Tendrá tiempo para prepararse y, además, es un terreno muy difícil para cargar. Ahí es donde podrán hacerse más fuertes. Podríamos rodearlos…
—Lo más fuerte está aquí —aseveró Dow, clavando su espada en la tierra justo enfrente de la silla de Skarling—. Y lo más débil aquí —se dio unos golpecitos en el pecho con un dedo—. Llevamos meses atacándolos por los flancos, no se esperarán un asalto frontal. Los destrozaremos en los Héroes, los destrozaremos aquí —volvió a golpearse el pecho— y el resto se desmoronará. Después, Dorado podrá perseguirlos por los vados si es preciso. Hasta Adwein. Para entonces, Scale ya debería estar preparado a la derecha, para tomar el Puente Viejo. Tú tendrás controlada ya Osrung, de modo que cuando el resto de la Unión aparezca mañana, contaremos con la ventaja de dominar la mejor parte del terreno.
Reachey se puso en pie lentamente.
—Tienes razón, jefe. Será un día para festejar. Un día del que se hablará en las canciones.
—Me cago en las canciones —replicó Dow, levantándose a su vez—. A mí sólo me vale la victoria.
Chocaron las manos por un momento y, a continuación, Reachey se dirigió a la entrada, vio a Craw y le obsequió con una sonrisa en la que había un enorme hueco porque le faltaba algún diente.
—Pero si es el viejo Caul Reachey —dijo Craw, extendiendo la mano.
—Pero ¿qué ven mis ojos? Pero si es Curnden Craw —Reachey le cogió de la mano y luego con la otra le dio una palmadita—. Ya quedamos pocos hombres buenos.
—Es el signo de los tiempos.
—¿Qué tal la rodilla?
—Ya sabes. Está como está.
—La mía igual. ¿Cómo está Yon Cumber?
—Está con un chiste preparado, como siempre. ¿Cómo le va a Flood?
Reachey sonrió de oreja a oreja.
—Lo he enviado a buscar nuevos reclutas. La mayoría no valen para maldita sea la cosa.
—A lo mejor mejoran con el tiempo.
—Más les vale y que sea rápido. Tengo entendido que en breve habrá una batalla —Reachey le propinó una palmadita en el brazo en cuanto pasó junto a él—. ¡Estaré a la espera de tus órdenes, jefe!
Acto seguido, dejó a solas a Craw y Dow el Negro, quienes se observaron mutuamente, separados por unos pocos pasos de escombros desperdigados, hierbajos y barro donde sobresalían las ortigas. Los pájaros trinaban, las hojas crujían y el sonido distante del metal les sirvió como recordatorio de que tenían ciertos asuntos muy desagradables que tratar.
—Jefe.
Craw se relamió los labios, ya que no tenía ni idea de cómo iba a discurrir ese encuentro.
Dow respiró hondo y gritó a pleno pulmón.
—¡¿No te dije que defendieras esa colina?!
Craw se quedó de piedra mientras los ecos de esas palabras resonaban en esas paredes desmoronadas. Daba la impresión de que esa reunión no iba a ir muy bien. Se preguntó si no acabaría desnudo en una jaula antes del atardecer.
—Bueno, la estaba defendiendo perfectamente… hasta que la Unión apareció…
Dow se le acercó, con la espada todavía envainada en su puño. Craw tuvo que hacer un gran esfuerzo para no retroceder. Dow se inclinó hacia delante y Craw hizo todo lo posible por no estremecerse. Dow alzó una mano y la colocó delicadamente sobre el hombro dolorido de Craw, quien hizo todo lo posible por no temblar.
—Lo lamento —le dijo Dow en voz baja—, pero tengo una reputación que mantener.
Al instante, lo invadió una vertiginosa oleada de alivio.
—Por supuesto, jefe. Déjese llevar —replicó, mientras entornaba los ojos y Dow tomaba aire otra vez.
—¡Eres un malnacido viejo, cojo e inútil! —le espetó, cubriendo a Craw de escupitajos, al que luego dio una palmadita en el lado magullado de su rostro, con muy poca delicadeza—. Así que hubo pelea, ¿no?
—Sí. Con Hardbread y algunos de sus muchachos.
—Recuerdo a ese viejo cabrón. ¿Cuántos hombres tenía?
—Veintidós.
Dow le mostró sus dientes, a la vez que esbozaba algo que se encontraba entre una sonrisa y un ceño fruncido.
—¿Y tú? ¿Diez?
—Sí, contando a Escalofríos.
—¿Y los echaste de allí?
—Bueno…
—¡Ojalá hubiera estado yo allí, joder! —Dow se retorció de manera violenta, con la mirada clavada en la nada, como si pudiera ver a Hardbread y sus muchachos subiendo por esa pendiente y no fueran capaces de subir con suficiente rapidez hacia él—. ¡Ojalá hubiera estado allí! —De repente, propinó un fuerte golpe con la empuñadura de su espada envainada a la columna más cercana y saltaron varias astillas, lo que obligó a Craw a dar un paso hacia atrás por precaución—. En vez de estar aquí hablando, joder. ¡Hablando, hablando y hablando sin parar, joder! —Dow escupió y tomó aire, después pareció acordarse de que Craw estaba ahí y dirigió su mirada hacia él—. ¿Has visto a la Unión acercarse hacia aquí?
—Sí, hay, al menos, un millar de hombres en el camino a Adwein y tengo la sensación de que vendrán más por detrás.
—Es la división de Jalenhorm —afirmó Dow.
—¿Y eso cómo lo sabes?
—Porque tiene su propia forma de actuar.
—Por los…
Craw se sobresaltó al tropezarse, se le habían enredado los pies en las zarzas y estuvo a punto de caerse. Entonces, se dio cuenta de que había una mujer tumbada encima de uno de los muros más altos. Estaba tendida sobre él como un paño mojado, con un brazo y una pierna colgando, con la cabeza hacia un lado como si estuviera descansando en el banco de un jardín en vez de en un tambaleante montón de mampostería, a seis pasos por encima del suelo.
—Es amiga mía —Dow ni se molestó en mirar hacia arriba—. Bueno… cuando digo amiga…
—El enemigo de mi enemigo… —dijo la mujer, mientras se dejaba caer del muro. Craw la miró fijamente, a la espera de escuchar el impacto cuando se estrellara contra al suelo—. Soy Ishri —le susurró al oído.
Esta vez sí que se acabó cayendo al suelo de culo. Esa mujer se encontraba ahora ante él, tenía la piel negra, muy suave y perfecta, como el barnizado de una buena marmita. Iba vestida con un abrigo largo, que terminaba en varias colas que arrastraba por el suelo y que llevaba abierto, por lo que podía verse que llevaba el cuerpo envuelto por entero en vendas blancas. Era la viva imagen de una bruja. Aunque no hacían falta muchas más evidencias para llegar a esa conclusión tras haber visto cómo se desvanecía en un sitio y aparecía en otro.
Dow estalló en carcajadas.
—Nunca se sabe dónde puede aparecer. Siempre me preocupa que pueda aparecer de la nada justo cuando… ya sabes.
Hizo con el puño el gesto de hacerse una paja.
—Qué más quisieras —le espetó Ishri, quien miraba a Craw con unos ojos más negros que la negrura, que no pestañeaban, como una grajilla contemplando a un gusano.
—¿Tú de dónde has salido? —masculló Craw mientras se ponía en pie con dificultad, por culpa de su rodilla mala.
—Del sur —contestó, aunque eso estaba más que claro por el color de su piel—. O acaso quería preguntar qué hago aquí.
—Me quedo con la última opción.
—Quiero hacer lo correcto —pronunció esas palabras con una tenue sonrisa en los labios—. Para luchar contra el mal. Para defender la rectitud y el honor con todas mis fuerzas. O… ¿acaso quería preguntar quién me envía?
—De acuerdo, ¿quién te envía?
—Dios —alzó la vista hacia el cielo, que se encontraba enmarcado por hierbas y árboles jóvenes que sobresalían—. Como no podría ser de otra forma, ¿eh? Dios nos coloca a todos donde quiere.
Craw se frotó la rodilla.
—Pues tiene un sentido del humor de mierda, ¿no?
—No lo sabes tú bien. He venido para luchar contra la Unión, ¿te basta esta contestación?
—A mí sí —contestó Dow.
Al instante, Ishri posó sus ojos negros sobre él y Craw sintió un gran alivio.
—Se están acercando a la colina en gran número —afirmó la mujer.
—¿Te refieres a los hombres de Jalenhorm?
—Eso creo —se estiró cuan larga era, retorciéndose, como si no tuviera huesos. A Craw le recordó a las anguilas que solía pescar en el lago cercano a su taller, que se escurrían entre las redes y se retorcían en las manos de los niños haciéndoles gritar—. Aunque todos los hombres gordos y rosáceos me parecéis iguales.
—¿Y qué sabes de Mitterick? —inquirió Dow.
Ishri alzó y bajó sus huesudos hombros.
—Lo sigue por detrás, muriéndose de impaciencia, furioso porque Jalenhorm se interpone en su camino.
—¿Y Meed?
—¿Qué gracia tiene saberlo todo? —pasó junto a Craw pavoneándose y caminando de puntillas, y casi se rozó con él, por lo que Craw volvió a retroceder nervioso y estuvo a punto de caerse otra vez—. Dios debe de estar tan aburrido —entonces, metió un pie en una grieta de la pared que era tan estrecha que ni siquiera un gato podría colarse por ella y retorció una pierna; de algún modo, logró meterse en la grieta hasta las caderas—. ¡Manos a la obra, mis héroes! —se retorció como un gusano partido por la mitad y se adentró en la mampostería en ruinas, mientras su abrigo arrastraba las piedras cubiertas de musgo a su paso—. ¿No tenéis una batalla que librar?
Después, logró deslizar el cráneo en el interior de aquel hueco y, más tarde, los brazos, en cuanto juntó sus manos vendadas, sólo quedó un dedo sobresaliendo de la grieta. Dow se acercó, estiró el brazo y lo rompió. No se trataba de un dedo, sino de una ramita muerta.
—Magia —masculló Craw—. Este tipo de cosas no son de mi agrado —según su experiencia, la magia hacía más mal que bien—. Me atrevería a decir que un hechicero puede llegar a ser útil y demás, pero, o sea, ¿siempre tienen que actuar de una manera tan puñeteramente rara?
Dow tiró la ramita, frunciendo los labios.
—Estamos en guerra. Utilizaré todos los medios necesarios para alcanzar mis metas. Pero será mejor no mencionar la existencia de mi amiga de piel negra a nadie más, ¿eh? La gente podría sacar conclusiones erróneas.
—¿Y cuáles son las acertadas?
—¡Las que yo digo que lo son, joder! —le espetó Dow, quien en esta ocasión no parecía estar fingiendo su enfado.
Craw alzó ambas manos.
—Tú mandas.
—¡Pues sí, maldita sea! —Dow observó con el ceño fruncido la grieta—. Yo mando.
Era como si él mismo se estuviera intentando convencer de que eso era así. Por un momento, Craw se preguntó si Dow el Negro habría sentido alguna vez que era un fraude. Si Dow el Negro también tenía que reunir el coraje necesario para seguir adelante todas las mañanas.
Aunque no le gustaba pensar en ello.
—Entonces, vamos a luchar, ¿no?
Dow lo miró de soslayo y una sonrisa letal se dibujó en su rostro, en la que no había ni el más mero atisbo de duda, ni de miedo.
—Sí, ya era hora, joder. ¿Has oído antes lo que le estaba diciendo a Reachey?
—Sí, casi todo. Intentará obligarlos a dirigirse hacia Osrung, entonces tú atacarás los Héroes.
—¡Directamente! —vociferó Dow, como si gritando fuera a hacerlo realidad—. Así lo habría hecho Tresárboles, ¿eh?
—¿Ah, sí?
Dow abrió la boca para hablar, pero entonces se detuvo.
—¿Qué más da? Tresárboles lleva ya siete inviernos en el barro.
—Cierto. ¿Dónde quieres que nos situemos mi docena y yo?
—Justo a mi lado cuando cargue contra los Héroes, por supuesto. Supongo que nada en el mundo te gustaría más que arrebatarles esa colina a esos cabrones de la Unión.
Craw profirió un largo suspiro, preguntándose qué iba a opinar su docena al respecto.
—Oh, sí. Es lo que más deseo.