Su Augusta Majestad:
Ya nos hemos recuperado totalmente del serio revés que sufrimos en Vado Sereno y la campaña prosigue. A pesar de la astucia de Dow el Negro, el Lord Mariscal Kroy lo está empujando sin cesar hacia el Norte, hacia su capital en Carleon. Ahora nos encontramos a no más de dos semanas de marcha de esa ciudad. No puede estar replegándose eternamente. Lo derrotaremos, Su Majestad puede contar con ello.
La división del General Jalenhorm ganó ayer una escaramuza en una cadena de montañas al nordeste. El Lord Gobernador Meed avanza con su división por el sur hacia Ollensand con la esperanza de obligar a los Hombres del Norte a dividir sus fuerzas y plantar batalla en desventaja. Yo viajo con la división del General Mitterick, junto al cuartel general del Mariscal Kroy. Ayer, cerca de una aldea llamada Barden, los Hombres del Norte emboscaron a nuestra columna de suministros, que se encontraba muy disgregada por culpa de estos pésimos caminos. No obstante, gracias a la diligencia y coraje de nuestra retaguardia, logramos derrotarlos y sufrieron muchas bajas. Debo destacar a Su Majestad que un tal teniente Kerns luchó con gran valor y perdió la vida en el combate, dejando, por lo que tengo entendido, esposa y un niño de corta edad.
Las columnas avanzan en orden. El tiempo acompaña. El ejército progresa con total libertad y la moral de los hombres está muy alta.
El más leal e indigno siervo de Su Majestad,
Bremer dan Gorst, Observador Real de la Guerra del Norte
La columna se hallaba sumida en el caos. Llovía a cántaros. El ejército se encontraba atascado en la mugre del camino y entre los hombres cundía el desánimo más absoluto. Y mi ánimo es el que más hundido de todos está en este enjambre putrefacto.
Bremer dan Gorst se abrió camino como pudo a través de un grupo de soldados cubiertos de barro, que se retorcían como gusanos y cuyas armaduras estaban empapadas, mientras las picas que portaban al hombro apuntaban letalmente en todas direcciones. No avanzaban, eran como la leche cuando se agria y espesa en una botella; sin embargo, los hombres de atrás seguían avanzando por el barro, añadiendo así su irritación a aquella masa que se zarandeaba a empujones, ahogándose en un montón de mugre que hacía las veces de camino y que obligaba a los hombres a adentrarse en la zona arbolada lanzando juramentos. Gorst llegaba tarde y tuvo que hacer valer su autoridad, a medida que la masa se compactaba más y más, para que los hombres se apartaran a un lado. A veces, éstos se volvían para protestar mientras progresaban a trompicones por aquel barrizal, pero enseguida se callaban en cuanto veían de quién se trataba. Lo reconocían al instante.
El adversario que estaba desconcertando tanto al ejército de Su Majestad resultó ser uno de sus propios carromatos, que se había deslizado por el barro del camino, que les llegaba hasta los tobillos, hasta ir a parar a un lodazal mucho más profundo. Siguiendo el principio universal de que lo peor siempre acaba pasando, por muy improbable que parezca, de algún modo se había volcado prácticamente quedando con las ruedas traseras atascadas hasta la altura de los ejes. El conductor gruñía y fustigaba a los dos caballos, que se revolvían aterrorizados y nerviosos de manera inútil, mientras, en la parte de atrás, media docena de soldados desaliñados luchaban por ponerlo derecho con muy poca fortuna. A ambos lados del camino, los hombres reptaban entre la empapada maleza, maldiciendo mientras su uniforme quedaba rasgado por las zarzas, las alabardas se enredaban en las ramas y las ramitas les golpeaban en los ojos.
Tres jóvenes oficiales se encontraban cerca del carro; las hombreras de sus uniformes escarlatas se habían tornado de color granate, pues el aguacero les había empapado. Dos de ellos discutían y señalaban enérgicamente al carromato mientras el otro observaba impertérrito, con una mano apoyada despreocupadamente en la empuñadura dorada de su espada, tan inmóvil como un maniquí en una sastrería militar.
El enemigo no habría podido levantar un bloqueo más efectivo ni con un millar de hombres escogidos a tal efecto.
—¿Qué sucede? —exigió saber Gorst, quien se esforzó por usar un tono de voz autoritario, aunque fracasó miserablemente.
—¡Señor, los carromatos de provisiones no deberían ocupar el camino!
—¡Eso son bobadas, señor! La infantería debería detenerse mientras…
Está claro que aquí lo que importa es quién tiene la culpa y no dar con una solución, cómo no. Gorst apartó a los oficiales de un empujón y se adentró chapoteando en el lodazal; después, se abrió paso entre los soldados cubiertos de barro y se metió de lleno en la mugre que cubría el eje trasero del carromato, al mismo tiempo que intentaba hallar suelo firme entre el cieno. Respiró hondo varias veces brevemente y se preparó para empujar.
—¡Dale! —le chilló al conductor, olvidándose por una vez de intentar impostar la voz con un tono más grave.
El látigo restalló. Los hombres gimieron. Los caballos resoplaron. El barro los absorbió. Gorst se estremeció, desde la punta de los dedos de los pies hasta la coronilla, todos sus músculos se tensaron y estremecieron debido al tremendo esfuerzo. El mundo se desvaneció a su alrededor, sólo existían él y su objetivo. Resopló, gruñó y siseó, mientras la ira se acumulaba en él como si tuviera una reserva sin fondo de furia en vez de un corazón y sólo tuviera que abrir la espita para partir en dos el carromato.
Las ruedas emitieron un chillido en señal de protesta, dieron una sacudida y avanzaron entre el cieno. Gorst, de repente, se encontró con que no estaba empujando nada y se tambaleó desesperadamente hasta que cayó de cara en la mugre, seguido por un soldado que se desplomó junto a él. Se levantó haciendo un gran esfuerzo mientras el carromato se alejaba traqueteando y el conductor luchaba por mantener bajo control a sus caballos desbocados.
—Gracias por la ayuda, señor —el soldado cubierto de barro le estrechó la mano torpemente y, de ese modo, logró manchar aún más de lodo el uniforme de Gorst—. Lo siento, señor. Lo siento mucho.
Esto no habría pasado si engrasarais bien los ejes, escoria, menuda panda de alelados. Si mantuvierais los carromatos en el camino, no pasaría esto, so alelados. Si hicierais vuestro puñetero trabajo, no ocurriría esto, alimañas perezosas. ¿Acaso es mucho pedir?
—Bien —masculló Gorst, a la vez que apartaba la mano de aquel hombre y hacía un fútil intento de estirarse la chaqueta—. Gracias.
Se adentró en la llovizna tras el carromato, mientras le parecía oír las risas burlonas de los soldados y sus oficiales mofándose de él a sus espaldas.
El Lord Mariscal Kroy, comandante en jefe de los ejércitos de Su Majestad en el Norte, había requisado, para utilizarlo como su cuartel general temporal, el mayor edificio que había en una docena de kilómetros a la redonda; básicamente, se trataba de una casita achaparrada, tan cubierta de musgo que parecía más bien un estercolero abandonado. Una mujer desdentada y su marido, aún más anciano, quienes presumiblemente eran los dueños de la casa, se encontraban sentados en la entrada del granero adyacente, abrigados con un mantón raído, desde donde observaron cómo Gorst avanzaba chapoteando por el barro hacia la vetusta puerta. No parecieron muy impresionados al verlo. Ni tampoco los cuatro guardias que haraganeaban por el porche con sus gabardinas mojadas. Ni tampoco el grupo de oficiales calados hasta los huesos que infestaban la sala de estar, que se volvieron con interés cuando Gorst entró, pero parecieron decepcionados en cuanto se percataron de quién se trataba.
—Es Gorst —comentó uno de ellos despectivamente, como si hubiera estado esperando a un rey y se hubiera topado inesperadamente con el mozo de una posada.
En la habitación se había concentrado la flor y nata del estamento militar. El Mariscal Kroy era la figura más destacada, presidía la mesa donde estaba sentado haciendo gala de una férrea disciplina y, como siempre, tenía un aspecto impecable con su uniforme negro recién planchado, su cuello almidonado con hojas plateadas incrustadas y todos los cabellos grises como el hierro de su cabeza en punta como si se estuvieran cuadrando. Su jefe de estado mayor, el coronel Felnigg, se encontraba sentado junto a él y muy erguido; era pequeño, astuto y poseía unos ojos brillantes que no se perdían ningún detalle; además, tenía la barbilla alzada hacia arriba de un modo que debía de resultarle muy incómodo, aunque más bien, como era un hombre que carecía de barbilla, su cuello conformaba una línea casi totalmente recta desde el cuello de su uniforme hasta las fosas nasales de su nariz picuda. Parece un altivo buitre que aguarda a que aparezca un cadáver con el que darse un festín.
El general Mitterick habría sido un manjar considerable. Era un hombre enorme con una cara igualmente enorme, con unos rasgos descomunales incrustados en el espacio que dejaba libre su cabeza. Si Felnigg tenía muy poca barbilla, Mitterick tenía demasiada; además, lucía un gran hoyuelo justo en el medio. Es como si tuviera un culo que pendiera de su magnífico mostacho. Llevaba unos guantes de gamuza bastante vulgares que le llegaban hasta el codo; probablemente, con ellos quería dar la impresión de ser un hombre de acción, pero a Gorst le recordaban más bien los guantes que lleva un granjero cuando quiere ayudar a cagar a una vaca estreñida.
Mitterick arqueó una ceja al ver que Gorst llevaba el uniforme cubierto de barro.
—¿Acaba de realizar otra heroicidad, coronel Gorst? —inquirió, entre leves risitas.
Métete las risas por ese culo que tienes en la barbilla, vanidoso amante del culo de las vacas. Esas palabras se asomaron a los labios de Gorst. Sin embargo, como tenía voz de falsete, dijera lo que dijera, siempre acabaría siendo objeto de burla. Habría preferido enfrentarse a un millar de hombres del Norte que a esa tortura de conversación. Así que, en cuanto se le iba a escapar la primera palabra, la transformó en una sonrisa desasosegada y se limitó a sonreír ante la humillación como siempre. Buscó el rincón más sombrío, cruzó los brazos sobre su mugrienta chaqueta y aplacó su furia al imaginarse las cabezas sonrientes de toda la plana mayor de Mitterick empaladas en las picas del ejército de Dow el Negro. Pese a que tal vez no fuera el pasatiempo más patriótico del mundo, sí estaba entre los más satisfactorios.
Esto es el mundo al revés, una farsa en la que hombres como éstos, si se les puede calificar como tales, pueden despreciar a un hombre como yo. Yo valgo el doble que todos vosotros. ¿Y esto es lo mejor que tiene que ofrecer la Unión? Merecemos perder.
—No se puede ganar una guerra sin ensuciarse las manos.
—¿Qué? —preguntó Gorst, mirando de soslayo a la vez que fruncía el ceño.
Entonces, comprobó que el Sabueso estaba apoyado junto a él, ataviado con una capa destrozada, y esbozaba una expresión de resignación en su hastiado y no menos maltratado rostro.
El norteño echó la cabeza hacia atrás hasta que golpeó con ella levemente la pared desconchada.
—Aunque cierta gente preferiría no manchárselas y perder, ¿eh?
Gorst no podía permitirse el lujo de mostrar cierta simpatía por el único hombre de la sala al que despreciaban aún más que a él. Así que se sumió en su acostumbrado silencio, que utilizaba como defensa, como una armadura desgastada por el uso, y centró su atención en la nerviosa cháchara de los oficiales.
—¿Cuándo llegarán aquí?
—Pronto.
—¿Cuántos son?
—Tengo entendido que tres.
—Sólo vendrá uno. Sólo hace falta un miembro del Consejo Cerrado.
—¿El Consejo Cerrado? —chilló Gorst, presa de los nervios, y su voz alcanzó un tono tan agudo que casi superó el rango de sonidos audibles por el oído humano. Una nauseabunda secuela del horror que había experimentado el día en que esos horribles viejos le habían arrebatado su posición social. Destrozaron mis sueños con la misma despreocupación con la que un niño aplastaría a un escarabajo. Luego, fue conducido por un pasillo cuyas puertas negras se cerraban a su paso como las tapas de unos ataúdes. Ya no era el comandante de los guardias del rey. Ya no era Caballero de la Escolta Regia. Ya no era nada, salvo un ridículo chillón; mi nombre, sinónimo de fracaso y desgracia. Aún podía ver aquel tribunal conformado por sonrisas burlonas, ajadas y arrugadas. Lo había presidido el rey, con el rostro lívido y cargado de tensión, que había sido incapaz de mirar a la cara a Gorst. Como si la caída en desgracia de su siervo más leal no fuera más que una mera tarea desagradable que llevar a cabo…
—¿De cuál de ellos se trata? —estaba preguntando Felnigg—. ¿Lo conocemos?
—Eso no importa —contestó Kroy, que estaba mirando hacia la ventana. Tras las contraventanas medio abiertas, la lluvia caía cada vez con más intensidad—. Ya sabemos qué va a decir: que el rey nos exige que obtengamos una gran victoria, con el doble de rapidez y a la mitad de coste de lo normal.
—¡Como siempre! —exclamó Mitterick jactancioso, cual pavo real—. ¡Malditos políticos, siempre están metiendo las narices donde nadie les llama! Os juro que esos estafadores del Consejo Cerrado nos cuestan más vidas que el puñetero enemigo…
Súbitamente, el pomo de la puerta se giró con un agudo traqueteo y, a continuación, un corpulento anciano entró en la habitación; estaba completamente calvo y tenía una barba gris bastante corta. A primera vista, no transmitía la sensación de poseer un poder supremo. Su ropa sólo estaba un poco menos mojada por la lluvia y menos manchada de barro que la de Gorst. Su cayado estaba hecho de madera forrada con acero, parecía más un bastón para andar que un bastón de mando. Aun así, a pesar de que él y su único y humilde sirviente, que entró en la estancia tras su amo, se veían superados en diez a uno por algunos de los mejores pavos reales del ejército, fueron los oficiales los que contuvieron la respiración. El anciano transmitía una sensación de confianza inquebrantable, de desdeñoso dominio y de control total de la situación. Como un matarife que echa un vistazo a los puercos de esa mañana.
—Lord Bayaz —dijo Kroy, que había palidecido ligeramente.
Ésa podría haber sido la primera vez que veía al mariscal sorprendido, y no era el único. La gente que abarrotaba esa habitación no se habría quedado más estupefacta si el cadáver de Harod el Grande hubiera entrado montado en un carro para dirigirse a ellos.
—Caballeros —replicó Bayaz, quien, acto seguido, golpeó despreocupadamente con su cayado a su sirviente de pelo rizado, se secó las gotas de lluvia de la calva mientras decía algo entre dientes y luego sacudió la mano para desprenderse de ellas. Para tratarse de una figura legendaria, no era excesivamente ceremonioso—. Menudo tiempo hace, ¿eh? A veces, adoro el Norte, pero otras veces… no tanto.
—No esperábamos…
—¿Por qué iban a esperarme? —le espetó, soltando una risita ahogada y mostrando así su buen humor, aunque, al mismo tiempo, consiguió sonar amenazador—. ¡Si estoy retirado! He dejado vacía mi silla en el Consejo Cerrado una vez más y estaba intentando sobrellevar lo mejor posible mi proceso de decrepitud estudiando en mi biblioteca, alejado de la escena política. Pero como esta guerra se está librando justo en mi puerta, he pensado que cometería una negligencia si no me pasara por aquí. He traído dinero… Tengo entendido que van bastante atrasados con los pagos.
—Un poco —admitió Kroy.
—Y si se retrasan un poco más, el fino barniz del honor y la obediencia que cubre a los soldados quizá desaparezca rápidamente, ¿verdad, caballeros? Sin este lubricante dorado, la gran máquina del ejército de Su Majestad pronto traqueteará y se detendrá, como pasa con tantas cosas en la vida, ¿verdad?
—El bienestar de nuestros hombres siempre es una prioridad para nosotros —aseveró el mariscal, titubeando.
—¡Para mí también! —replicó Bayaz—. He venido para ayudar. O para mantener las ruedas bien engrasadas, si lo prefieren. Para observar y tal vez, si la ocasión lo exige, ofrecer mi humilde guía. Pues usted está al mando, Lord Mariscal, por supuesto.
—Por supuesto —repitió Kroy, pero nadie estaba muy convencido de que eso fuera a ser así. Al fin y al cabo, se trataba del Primero de los Magos, un hombre que tenía cientos de años, poseía poderes mágicos y había forjado la Unión, había llevado al rey al trono, expulsado a los gurkos y arrasado a buena parte de Adua en el proceso. Supuestamente. No es un hombre que se haya distinguido por su renuencia a inmiscuirse en ciertos asuntos—. Esto… Permítame que le presente al general Mitterick, comandante de la segunda división de Su Majestad.
—General Mitterick, a pesar de haber estado recluido con mis libros, he oído muchas historias que ensalzan su valor. Es todo un honor.
El general se hinchó de felicidad.
—¡No, no! ¡El honor es mío!
—Ya —replicó Bayaz, con brusquedad.
Kroy rompió audazmente el silencio que reinó a continuación.
—Éste es el jefe del estado mayor, el coronel Felnigg, y éste es el Sabueso, el líder de los Hombres del Norte que se oponen a Dow el Negro y que luchan a nuestro lado.
—¡Ah, sí! —exclamó Bayaz, arqueando las cejas—. Creo que teníamos un amigo común, Logen Nuevededos.
El Sabueso le devolvió la mirada con firmeza; era el único hombre en aquella habitación que no se sentía sobrecogido ante su presencia.
—No tengo nada claro que esté muerto.
—Si alguien es capaz de engañar a la Gran Niveladora ése era… o es… él. De un modo u otro, el Norte lo ha perdido. Y el mundo entero. Era un gran hombre al que se le echa mucho de menos.
El Sabueso se encogió de hombros.
—Era un hombre, ni más ni menos. Con sus cosas buenas y malas, como la mayoría. Y respecto a que se le echa mucho de menos, bueno, eso dependerá de a quién se lo pregunte, ¿no?
—Cierto —contestó Bayaz, esbozando una sonrisa compungida, y, a continuación, pronunció unas pocas palabras en norteño fluido—. Uno tiene que ser muy realista con estas cosas.
—Como usted —replicó el Sabueso.
Gorst dudaba mucho que nadie más en aquella habitación hubiera entendido ese breve diálogo. Ni siquiera estaba seguro de que él mismo lo hubiera entendido del todo, a pesar de que conocía el idioma.
Kroy intentó seguir con las presentaciones.
—Y éste es…
—¡Bremer dan Gorst, por supuesto! —exclamó Bayaz, quien zarandeó a Gorst de la cabeza a los pies al estrecharle la mano afectuosamente. Para ser un hombre de tan avanzada edad, tenía mucha fuerza en las manos—. Le vi combatir con el rey en un duelo de esgrima. ¿Cuánto hace ya de eso? ¿Cinco años? ¿Seis?
Gorst podría haber contado las horas que habían transcurrido desde entonces. Dice mucho sobre mi miserable vida que mi momento de mayor orgullo haya consistido en ser humillado en un duelo de esgrima.
—Nueve.
—¡Nueve, fíjese! Las décadas revolotean ante mí como las hojas de los árboles en el viento. ¡Qué barbaridad! Ningún hombre se merecía más ese título.
—Fui derrotado con justicia.
Bayaz se inclinó hacia él.
—Bueno, fue derrotado, que es lo que realmente cuenta, ¿eh? —le espetó a Gorst, a la vez que le daba un golpecito en el brazo, como si acabaran de compartir una broma privada, aunque en este caso fuera una broma que sólo comprendía Bayaz—. Creía que formaba parte de los Caballeros de la Escolta Regia. ¿No estaba protegiendo al rey en la batalla de Adua?
Gorst notó que se ruborizaba. Claro que sí, como todo el mundo que está aquí bien sabe, pero ahora no soy más que un desgraciado cabeza de turco del que se han deshecho tras haberlo utilizado, como el hijo más joven y desvergonzado de mi señor se habría deshecho de una sirvienta tartamuda. Ahora sólo soy…
—El coronel Gorst se encuentra aquí en calidad de observador del rey —se atrevió a decir Kroy, al ver que el coronel se hallaba muy azorado.
—¡Por supuesto! —exclamó Bayaz, chasqueando los dedos—. Es lógico después de lo que sucedió en Sipani.
La cara de Gorst se tornó roja como si hubiera recibido una bofetada al escuchar el mero nombre de esa ciudad. Sipani. Su mente viajó a aquel lugar donde había pasado tanto tiempo: retrocedió cuatro años, a la locura de la Casa del Ocio de Cardotti. Se vio de nuevo avanzando a trompicones entre el humo, mientras buscaba desesperadamente al rey, se imaginó alcanzando la escalera, contemplando la cara enmascarada… y entonces, revivió aquella larga caída rebotando por las escaleras hacia una injusta desgracia. Entonces, comprobó que la habitación se había convertido de repente en un conjunto de caras radiantes en las que asomaban unas sonrisillas despectivas. Pese a que abrió la boca, que tenía seca, para hablar, no brotó nada útil de ella, como era habitual.
—Oh, bueno —dijo el Mago, dándole a Gorst una palmadita de consuelo en el hombro, como la que uno le daría a un perro guardián que se ha quedado ciego hace mucho y al que, ocasionalmente, le lanzara un hueso porque le tenía cariño—. Quizá pueda volver a ganarse el favor del rey.
Cuenta con ello, arcano cabrón. Lo lograré, aunque deba derramar hasta la última gota de sangre del Norte.
—Tal vez —acertó a susurrar Gorst.
Entretanto, Bayaz ya había cogido una silla y había juntado ambas manos, formando un triángulo con ellas.
—¡Bueno! ¿Cuál es la situación, Lord Mariscal?
Kroy tiró de la parte delantera de su chaqueta, para quitarle así las arrugas, mientras avanzaba hacia un enorme mapa; tan descomunal que habían tenido que doblarlo por los bordes para que encajara en la pared más grande de aquella diminuta construcción.
—La división del general Jalenhorm se encuentra aquí, al oeste —el papel crujió al pasar Kroy su bastón por encima de él—. Avanza hacia el norte, prende fuego a cosechas y aldeas, con la esperanza de arrastrar a los hombres del Norte a la batalla.
Bayaz parecía aburrido.
—Mmmm.
—Mientras tanto, la división del Lord Gobernador Meed, acompañada de la mayoría de los unionistas del Sabueso, ha marchado hacia el sudeste para iniciar el asedio de Ollensand. La división del general Mitterick se encuentra entre ambas —dio dos golpecitos al mapa con su bastón, con precisión inmisericorde—. Están preparados para prestarse apoyo mutuamente. La ruta de suministros recorre el sur en dirección hacia Uffrith por unos caminos pésimos, no son más que senderos de tierra y lodo, la verdad, pero estamos…
—Por supuesto —le interrumpió Bayaz, quien, con un mero gesto de su carnosa mano, dio a entender que consideraba todo aquello irrelevante—. No he venido aquí para inmiscuirme ni perderme en esos detalles.
El bastón de Kroy siguió flotando inútilmente por encima del mapa.
—Entonces…
—Imagínese que es un maestro albañil, Lord Mariscal, que trabaja en el torreón de un gran palacio. Un artesano con cuya dedicación, habilidad y atención al detalle nadie puede rivalizar.
—¿Un albañil? —Mitterick parecía desconcertado.
—Entonces, imagínese que el Consejo Cerrado son los arquitectos. Nuestra responsabilidad no consiste en lograr que una piedra encaje con otra, sino en diseñar el edificio en su conjunto. Lo nuestro es la política y no las tácticas. Un ejército es un instrumento al servicio del gobierno. Por tanto, debe ser usado de tal manera que responda a los intereses de éste. Si no, ¿para qué sirve? Únicamente sería una máquina muy costosa de… acuñar medallas.
El ambiente se enrareció en la habitación. Ese tipo de observaciones no les hacen nada de gracia a estos soldaditos.
—Las políticas del gobierno pueden sufrir cambios repentinos —rezongó Felnigg.
Bayaz alzó la mirada hacia él, como si fuera un maestro de escuela que mirara al zopenco de la clase, al que echaba por tierra el nivel del conjunto.
—El mundo fluye y cambia. Y nosotros también debemos fluir y cambiar. Y desde que las últimas hostilidades se iniciaron, las circunstancias no han cambiado para bien, han fluido en la dirección errónea. En casa, los campesinos vuelven a hallarse inquietos. Por los impuestos de guerra y demás. Sí, siempre están inquietos, muy, pero que muy inquietos —caviló, al mismo tiempo que tamborileaba, presa de la inquietud, con sus gruesos dedos sobre la mesa—. Como la nueva Rotonda de los Lores por fin está acabada, el Consejo Abierto ha iniciado sus sesiones y los nobles ya tienen un lugar donde quejarse. Y lo están haciendo. Mucho. Al parecer, se impacientan por la falta de avances.
—Malditos charlatanes —refunfuñó Mitterick. Confirmando así la teoría de que los hombres siempre odian en los demás lo que es más odioso en sí mismos.
Bayaz profirió un suspiro.
—A veces me siento como si levantara castillos de arena mientras sube la marea. Los gurkos nunca permanecen ociosos y sus intrigas no conocen fin. En su día, eran la única amenaza exterior real. Ahora también está la Serpiente de Talins. Murcatto —frunció el ceño como si al pronunciarlo ese nombre supiera horrible, de modo que las arrugas de su semblante se volvieron más profundas—. Mientras nuestros ejércitos se encuentran atrapados aquí, esa maldita mujer continúa acrecentando su dominio sobre Estiria; como sabe que la Unión ahora apenas puede hacer nada para oponerse a ella, se ha envalentonado —chasqueó la lengua en señal de desaprobación, lo cual inquietó a los ahí reunidos—. Dicho de un modo sencillo, caballeros, el coste de esta guerra en términos financieros, de prestigio y de oportunidades perdidas se está volviendo demasiado alto. El Consejo Cerrado requiere que la lucha concluya con celeridad. Naturalmente, como soldados que son, tienden a sentir cierto apego por la guerra. No obstante, la lucha es útil únicamente cuando es una opción más barata que las demás alternativas —entonces, se quitó con suma calma una pelusa de la manga, que soltó tras contemplarla contrariado—. Después de todo… esto es el Norte. Es decir… ¿cuánto vale?
Un gran silencio reinó en la estancia hasta que el Mariscal Kroy se aclaró la garganta.
—El Consejo Cerrado quiere que la lucha concluya con celeridad… ¿se refieren a que tenemos de plazo hasta el final de la campaña?
—¿Hasta el final de la campaña? No, no —contestó y los oficiales suspiraron de alivio, pero ese alivio les duró muy poco tiempo—. Bastante antes.
El murmullo fue poco a poco en aumento. Se oyeron gritos ahogados de consternación; después, balbuceos horrorizados; luego, juramentos susurrados al oído y murmullos de incredulidad; por un breve instante, la dignidad profesional de los oficiales obtuvo una rara victoria sobre su servilismo.
—Pero ¡eso es imposible…! —le espetó Mitterick, a la vez que golpeaba la mesa con un puño enguantado, aunque enseguida se acordó de con quién estaba hablando—. Quería decir, le ruego me disculpe, que es imposible…
—Caballeros, caballeros —Kroy intentó calmar aquel brote pueril de indisciplina y apeló a la razón. El Lord Mariscal es un hombre muy razonable—. Lord Bayaz… Dow el Negro continúa esquivándonos. Maniobra y se repliega —entonces, señaló el mapa como si éste mostrara una realidad incontestable—. Cuenta con unos líderes guerreros de lealtad inquebrantable. Sus hombres conocen esas tierras y su pueblo los abastece. Es un maestro a la hora de realizar rápidos movimientos y retirarse, a la hora de concentrar rápidamente sus fuerzas y atacar por sorpresa. Ya nos ha pillado con el paso cambiado una vez. Si nos precipitamos al entrar en batalla, es muy probable que…
Pero, si hubiera intentado razonar con un muro, le habría dado lo mismo. El Primero de los Magos no estaba interesado en lo que decía.
—Vuelve a perderse en los detalles, Lord Mariscal. ¿Acaso no he hablado ya sobre los albañiles, los arquitectos y demás? El rey les ha enviado aquí a luchar, no a desfilar de acá para allá. No me cabe duda de que encontrarán la manera de arrastrar a los Hombres del Norte a una batalla decisiva, pero, de no ser así, bueno… toda guerra es sólo un preludio de las posteriores conferencias de paz, ¿no?
Bayaz se puso en pie y los oficiales lo imitaron al instante, las sillas chirriaron y las espadas repiquetearon estruendosamente conformando un desastroso caos.
—Estamos… encantados de su visita —acertó a decir Kroy, a pesar de que lo que pensaba todo el ejército era justamente lo contrario.
No obstante, Bayaz parecía inmune a la ironía.
—Bien, porque voy a quedarme a observar. Ciertos caballeros de la Universidad de Adua me han acompañado hasta aquí. Traen consigo una invención que tengo curiosidad por ver cómo funciona.
—Haremos todo cuanto esté en nuestra mano para ayudar.
—Excelente —Bayaz sonrió ampliamente. La única sonrisa que hay ahora en toda la habitación—. Dejaré que den forma a esas piedras con… —arqueó una ceja al fijarse en los absurdos guantes de Mitterick— con sus más que capaces manos. Caballeros.
Mientras las gastadas botas del Primero de los Magos y su único sirviente se alejaban por el pasillo, los oficiales mantuvieron un nervioso silencio, como unos niños a los que hubieran mandado pronto a la cama, pero que estaban dispuestos a quitarse las mantas de encima en cuanto sus padres se hallaran a una buena distancia.
En cuanto escucharon que se cerraba la puerta de la entrada, estallaron una serie de balbuceos iracundos.
—Pero ¿qué demonios…?
—¿Cómo se atreve?
—¿Antes de que acabe la campaña? —se preguntó Mitterick, quien parecía que iba a echar espumarajos por la boca—. ¡Está loco!
—¡Es ridículo! —exclamó Felnigg—. ¡Ridículo!
—¡Malditos políticos!
Gorst, sin embargo, sonreía, y no sólo le divertía la consternación de Mitterick y el resto. No, se reía porque ahora tendrían que entrar en combate. No sé para qué han venido ellos aquí, pero yo he venido a luchar.
Kroy llamó al orden a sus díscolos oficiales al golpear la mesa con su bastón.
—¡Caballeros, por favor! El Consejo Cerrado ha hablado, así como el rey; por tanto, no nos queda más remedio que obedecer. Al fin y al cabo, sólo somos unos albañiles —entonces, se volvió hacia el mapa, mientras la habitación se sumía en el silencio, y recorrió con la mirada los caminos, las colinas y los ríos del norte—. Me temo que tendremos que prescindir de la cautela y concentrar a todo el ejército para realizar un avance al unísono hacia el norte. ¿Sabueso?
El norteño se acercó a la mesa y saludó de manera enérgica.
—¡Mariscal Kroy! —lo decía en broma, por supuesto, ya que era un aliado y no un subalterno.
—Si marchamos hacia Carleon con todas nuestras fuerzas, ¿cree probable que Dow el Negro nos plante por fin cara en batalla?
El Sabueso se frotó la mandíbula, cubierta por una barba de tres días.
—Tal vez. No es muy paciente. Esto tiene mala pinta para él, pues ha dejado que ustedes campen a sus anchas por su retaguardia estos últimos meses. Pero Dow el Negro siempre ha sido un malnacido muy impredecible —durante un instante, su expresión se tiñó de amargura, como si estuviera recordando algo muy doloroso—. Aunque puedo asegurarle una cosa, si decide luchar, ya no habrá vuelta atrás. Intentará darles por culo. Aun así, merece la pena intentarlo —afirmó el Sabueso, sonriendo abiertamente a todos los oficiales—. Sobre todo, si les gusta que les den por culo.
—No es lo que yo elegiría, pero, como se suele decir, un general debe estar preparado para cualquier cosa —Kroy siguió un camino hasta llegar a un cruce y, acto seguido, propinó unos golpecitos al mapa—. Esta ciudad… ¿cuál es?
El Sabueso se inclinó sobre la mesa para observar el mapa y escudriñó el mapa, lo que incomodó bastante a un par de oficiales del estado mayor que no estaban precisamente muy contentos, aunque no dio la impresión de que eso le importara lo más mínimo.
—Esto es Osrung. Una antigua ciudad, en medio del campo, con un puente y un molino, quizá vivan ahí, no sé… ¿unas trescientas o cuatrocientas personas en tiempos de paz? Algunos edificios son de piedra, pero la mayoría son de madera. Está rodeada de una valla bastante alta. En su día, tenía una buena taberna, pero, ya saben, ya nada es como antes.
—¿Y cómo se llama esta colina situada cerca de donde se cruzan los caminos de Ollensand y Uffrith?
—Los Héroes.
—Un nombre raro para una colina —refunfuñó Mitterick.
—Recibe ese nombre por un círculo de antiguas piedras que hay en su cima. Algunos guerreros de antaño están enterrados bajo ellas, o, al menos, eso se rumorea. Desde ahí arriba, la vista es excepcional. El otro día envíe allí a una docena, a echar un vistazo, bueno, de hecho, los envíe a comprobar si los muchachos de Dow habían asomado sus jetas por ahí o no.
—¿Y?
—Aún no tengo noticias, pero tampoco tendría por qué haberlas. Si tienen algún problema, hay refuerzos muy cerca.
—Entonces, ése será el lugar —Kroy estiró el cuello para acercarse más al mapa y apretó la punta de su bastón sobre la colina, como si así pudiera hacer que su ejército apareciera de inmediato en aquel lugar—. Los Héroes. ¿Felnigg?
—¿Señor?
—Informe al Lord Gobernador Meed de que debe abandonar el asedio de Ollensand y partir con premura para encontrarse con nosotros cerca de Osrung.
Esas palabras provocaron que unos cuantos respiraran muy hondo.
—Meed se pondrá furioso —aseveró Mitterick.
—Casi siempre lo está. Es lo que hay.
—Yo voy a regresar por ese camino —comentó el Sabueso—. Me reuniré con el resto de mis muchachos y nos desplazaremos al norte. Así que puedo llevar el mensaje.
—Será mejor que el coronel Felnigg lo lleve personalmente. El Lord Gobernador Meed no… no es el mayor admirador de los Hombres del Norte.
—Al contrario que ustedes, ¿eh? —el Sabueso mostró a los mejores hombres de la Unión una boca repleta de afilados dientes muy amarillentos—. Bueno, de todos modos, iré para allá. Con suerte, nos veremos en los Héroes en… ¿tres o cuatro días?
—Cinco si el tiempo no mejora.
—Estamos en el Norte. Así que mejor lo dejamos en cinco.
Acto seguido, siguió el mismo camino que había recorrido Bayaz para salir de la estancia.
—Bueno, quizá las cosas no estén saliendo como queríamos —aseveró Mitterick golpeándose con su carnoso puño su carnosa palma de la mano—. Pero tendremos la oportunidad de demostrarles de qué estamos hechos, ¿eh? ¡Podremos sacar a campo abierto a esos cabrones que merodean y se esconden y demostrarles de qué estamos hechos! —las patas de su silla crujieron en cuanto se puso en pie—. Me pondré en marcha con mi división sin más dilación. ¡Deberíamos marchar de noche, Lord Mariscal! ¡Para acercarnos así cuanto antes al enemigo!
—No —replicó Kroy, quien ya estaba sentado a su escritorio y se encontraba introduciendo la punta de una pluma en un tintero para redactar las órdenes—. Que las tropas se detengan y descansen por la noche. En estos caminos y con este tiempo, las prisas harán más mal que bien.
—Pero Lord Mariscal, si…
—Pretendo actuar con presteza, general, pero no pienso lanzarme de cabeza hacia la derrota. No debemos presionar demasiado a los hombres. Tienen que estar listos para la batalla.
Mitterick estiró sus guantes.
—¡Malditos sean estos puñeteros caminos!
Gorst se apartó para dejar que el general y su estado mayor abandonaran la habitación, mientras deseaba en silencio que los estuviera guiando a todos hacia una fosa insondable.
Kroy alzaba las cejas mientras escribía.
—Todo hombre sensato… rehúye… las batallas —su pluma rozó nítidamente el papel—. Alguien tendrá que llevarle estas órdenes al general Jalenhorm. Deberá informarle de que marche hacia los Héroes con gran celeridad y asegurar la colina, la ciudad de Osrung, así como cualquier otro cruce del río que…
Gorst dio un paso al frente.
—Yo llevaré el mensaje.
Si iba a haber acción, la división de Jalenhorm sería la primera en participar en la batalla. Y yo estaré en primera línea de la primera línea. Nunca enterraré a los fantasmas de Sipani si me quedo en un cuartel general.
—No podría confiarle esta misión a ningún otro —replicó Kroy. A pesar de que Gorst cogió la orden, el mariscal no la soltó de inmediato. Permaneció mirándolo con suma calma, mientras el papel doblado era como un puente entre ambos—. No obstante, recuerde que es el observador del rey, no el campeón del rey.
No soy ninguna de esas cosas. Sólo soy un chico de los recados con pretensiones, que está aquí porque nadie más me quiere a su lado. Soy un secretario vestido de uniforme. Con un uniforme realmente repugnante en estos momentos. Soy un muerto que todavía se retuerce. ¡Ja, ja! ¡Mirad a ese tremendo idiota que tiene una voz tan estúpida! ¡Hacedle danzar al son que nosotros marcamos!
—Sí, señor.
—Observe entonces, por lo que más quiera. Pero nada de heroicidades, por favor. No haga como el otro día en Barden. Una guerra no es el lugar más idóneo para las heroicidades. Y ésta menos que ninguna.
—Sí, señor.
Kroy soltó la orden y se volvió para contemplar el mapa, para medir las distancias con su pulgar extendido y su índice.
—Si usted muriera, el rey nunca me lo perdonaría.
El rey me ha abandonado aquí a mi suerte y a nadie le importa una mierda si me despedazan y mis sesos acaban esparcidos por todo el Norte. En realidad, a mí es al que menos le importa.
—Sí, señor.
Acto seguido, Gorst salió de la habitación, atravesó la puerta y volvió a hallarse bajo la lluvia, donde un relámpago lo deslumbró.
Ahí estaba ella, abriéndose camino a través del cenagoso jardín en dirección hacia él. En medio de todo aquel lúgubre barro, su sonrisa era tan deslumbrante, tan incandescente como el sol. Sintió una honda alegría, lo embargó la emoción y contuvo la respiración. Los meses que había pasado lejos de ella no habían servido de nada. Seguía tan desesperada, perdida e irremediablemente enamorado de ella como siempre.
—Finree —susurró, con un tono de voz lleno de sobrecogimiento, como si se tratara de un brujo que pronunciase una palabra muy poderosa en un cuento tonto—. ¿Qué haces aquí?
Casi esperaba que ella se desvaneciera en la nada, como si fuera un mero producto de su extenuada imaginación.
—Vengo a ver a mi padre. ¿Está ahí dentro?
—Sí, redactando órdenes.
—Como siempre —en ese momento, Finree se fijó en el uniforme de Gorst y alzó una ceja, que, a causa de la lluvia, se había oscurecido y había pasado de su castaño habitual a ser casi negra—. Por lo que veo, todavía sigues jugando en el barro.
Ni siquiera fue capaz de sentirse avergonzado, pues se hallaba perdido en su mirada. Algunos mechones de pelo se habían pegado a su rostro mojado. Deseó ser uno de ellos. Antes pensaba que nada podría rivalizar con tu hermosura, pero te has superado a ti misma, ahora estás más guapa que nunca. No se atrevía a mirarla pero tampoco se atrevía a apartar la mirada. Eres la mujer más hermosa del mundo… no… de toda la historia… no… eres la cosa más bonita de toda la historia. Mátame ahora mismo, para que tu cara sea la última cosa que vea.
—Te veo muy bien —murmuró.
Finree posó su mirada sobre su empapado abrigo, que llevaba manchado de barro hasta la cintura.
—Sospecho que no estás siendo sincero del todo conmigo.
—Yo nunca miento.
Te quiero Te quiero Te quiero Te quiero Te quiero Te quiero Te quiero…
—¿Estás bien, Bremer? Puedo llamarte Bremer, ¿verdad?
Podrías reventarme los ojos con los tacones de tus botas si quisieras. Sólo repite mi nombre de nuevo.
—Claro que sí. Estoy… —Muy mal mental y físicamente, me he arruinado económicamente y he arruinado mi reputación, odio al mundo y todo lo que hay en él, pero nada de eso importa, mientras tú estés conmigo— bien.
A continuación, ella extendió la mano y él se inclinó para besársela. Como lo habría hecho un sacerdote de una aldea al que se le hubiera permitido tocar el dobladillo de la túnica del profeta…
En uno de sus dedos llevaba un anillo dorado en el que había engarzada una pequeña y brillante piedra azul.
A Gorst se le revolvieron las tripas con tanta fuerza que estuvo a punto de perder completamente el control de sus entrañas. Únicamente haciendo un esfuerzo supremo se pudo mantener en pie. Aunque apenas pudo susurrar las siguientes palabras.
—¿Es eso…?
—¡Sí, una alianza!
¿Acaso no era consciente de que habría preferido que le restregara por la cara una cabeza decapitada?
Se aferró a la sonrisa que esbozaba como un hombre que se ahoga en el mar al último tablón. Sintió que su boca se movía con vida propia y se escuchó hablar con su repugnante y patética voz aguda que era más propia de una mujer.
—¿Quién es el afortunado?
—El coronel Harod dan Brock —respondió con cierto tono de orgullo, de cariño en su voz.
Lo que daría yo por escucharla pronunciar mi nombre de ese modo. Lo daría todo. Aunque ahora lo único que tengo es el desprecio de los demás.
—Harod dan Brock —susurró, y al pronunciar ese nombre, se sintió como si tuviera arena en la boca. Conocía a ese hombre, por supuesto. Eran parientes lejanos, eran primos en cuarto grado o algo así. Hace años, habían hablado algunas veces, cuando Gorst había servido en la guardia de su padre, Lord Brock. Por aquel entonces, Lord Brock intentó hacerse con la corona y fracasó, así que fue exiliado por cometer la peor de las traiciones. No obstante, el rey se apiadó de su hijo mayor. Le desposeyó de sus muchas tierras y de sus títulos nobiliarios, pero le perdonó la vida. Ahora Gorst deseaba con todas sus fuerzas que el rey hubiera sido menos misericordioso.
—Es miembro del estado mayor del Lord Gobernador Meed.
—Ya.
Brock era nauseabundamente apuesto, de sonrisa fácil y de trato encantador. El muy cabrón. Era elocuente y muy querido y admirado, a pesar de que su padre había caído en desgracia. Esa víbora. Se había ganado su puesto gracias a su valor y bonhomía. El malnacido. Era todo lo que Gorst no era.
Apretó el puño derecho con tal fuerza que le tembló sobremanera; entretanto, se imaginaba que le arrancaba de un puñetazo la mandíbula y borraba así de la hermosa cara de Harod dan Brock aquella sonrisa que solía esbozar tan fácilmente.
—Claro —repitió Gorst.
—Somos muy felices —afirmó Finree.
Me alegro por ti. Quiero suicidarme. Si ella le hubiera aplastado la polla en un torno, no le habría provocado tanto dolor. ¿Cómo podía ser tan necia? ¿Cómo no podía ver cuánto sufría? Una parte de ella debía de ser consciente de ello, debía de estar disfrutando de su humillación. Oh, cuánto te amo. Oh, cuánto te odio. Oh, cuánto te deseo.
—Os felicito a ambos —murmuró.
—Se lo diré a mi marido.
—Sí. —Sí, sí, dile que se muera, que arda y que sea pronto. Gorst mantuvo el rictus de amargura en su semblante mientras sentía que el vómito se le acumulaba en la garganta—. Claro.
—Debo ir a ver a mi padre. Quizá volvamos a vernos pronto.
Oh, sí. Muy pronto. Esta noche, de hecho, cuando yazca despierto con la polla en la mano, imaginándome que es tu boca…
—Eso espero.
Finree ya lo estaba dejando atrás. Para ella, esto sólo ha sido un encuentro perfectamente olvidable con un viejo conocido. Para él, en cuanto ella se dio la vuelta, fue como si la noche cayera. Me siento como si paladeara el regusto de la tierra que echan sobre mí mientras me entierran. Entonces, observó cómo la puerta repiqueteaba al cerrarse tras ella y se quedó ahí quieto durante un largo momento, bajo la lluvia. Quería llorar y llorar y llorar por todas sus esperanzas frustradas. Quería arrodillarse en el barro y arrancarse el pelo que todavía le quedaba. Quería matar a alguien y le importaba bastante poco a quién. ¿Quizá a mí mismo?
Pero en vez de eso, respiró hondo, lo cual provocó que un ligero silbido saliera de una de sus fosas nasales; después, se alejó chapoteando por el barro, en dirección hacia el crepúsculo.
Al fin y al cabo, tenía un mensaje que entregar. Y sin hacerse el héroe.