Por la espalda

Calder estaba sentado observando las vacilantes llamas.

Le daba la impresión de que había agotado toda su astucia a cambio de obtener únicamente unas cuantas horas más de vida. Unas cuantas horas más de frío, hambre, picores y terror creciente, que estaba pasando sentado, mientras observaba a Escalofríos frente a él, con las muñecas irritadas por las ligaduras, las piernas doloridas de tanto tenerlas cruzadas y el culo congelado de la humedad.

Pero cuando lo único que uno puede ambicionar es vivir unas horas más, uno hace cualquier cosa por obtenerlas. Probablemente habría hecho cualquier cosa a cambio de otras cuantas más. Si alguien se las hubiera ofrecido. Cosa que no iba a suceder. Igual que sus deslumbrantes ambiciones, las diamantinas estrellas se habían desdibujado lentamente hasta desvanecerse, aniquiladas por los primeros destellos del día que comenzaban a asomar por el este, por detrás de los Héroes. Anunciando su último día.

—¿Cuánto queda para que amanezca?

—Amanecerá cuanto toque —contestó Escalofríos.

Calder estiró el cuello y retorció los hombros, los tenía doloridos tras pasar tanto tiempo medio dormido, encorvado e inmovilizado por sus ataduras, dominado por unas pesadillas por las que sintió añoranza tras despertarse violentamente.

—Supongo que no podrás desatarme las manos al menos, ¿eh?

—Lo haré cuando toque.

Qué decepcionante había resultado toda su vida. Con las grandes esperanzas que había depositado su padre en los dos. «Todo esto será vuestro», solía decir su padre, poniendo una mano sobre el hombro de Calder y otra sobre el de Scale. «Gobernaréis el Norte». Qué final, para un hombre que había soñado con ser rey. Sería recordado, eso desde luego. Pero por sufrir la muerte más horrible de toda la sangrienta historia del Norte.

Calder profirió un suspiro entrecortadamente.

—Las cosas no suelen salir como uno imagina, ¿verdad?

Escalofríos golpeó su ojo metálico con un anillo y sonó un leve, levísimo tintineo.

—A menudo no.

—La vida es, básicamente, una puta mierda.

—Lo mejor es no tener demasiadas expectativas. Así uno puede llegar a verse agradablemente sorprendido.

Las expectativas de Calder se habían hundido en un abismo, pero, aun así, no parecía probable que fuese a verse agradablemente sorprendido. Se estremeció ante el recuerdo de los duelos en los que Nueve el Sanguinario había participado en nombre de su padre. Recordó los gritos sedientos de sangre de la muchedumbre. El anillo de escudos que marcaba el límite del círculo. El anillo de siniestros Grandes Guerreros que los sostenían. Para cerciorarse de que nadie pudiese salir de él hasta que se hubiese derramado suficiente sangre. Jamás se hubiera imaginado que acabaría luchando en uno. Muriendo en uno.

—¿Quién va a sostener los escudos en mi nombre? —murmuró, más para llenar el silencio que por otra cosa.

—He oído que Pálido como la Nieve se ha ofrecido a hacerlo, así como el viejo Ojo Blanco Hansul. Y Caul Reachey también.

—Difícilmente podría negarse, ¿verdad? Teniendo en cuenta que estoy casado con su hija.

—Sí, difícilmente podría negarse.

—Probablemente, sólo hayan pedido sostener el escudo para que no les salpiquen demasiado mis tripas.

—Probablemente.

—Las tripas son algo curioso. Una verdadera molestia para aquéllos a quienes salpican y una triste pérdida para aquéllos de cuyo interior salen. ¿Qué tiene eso de bueno, eh? Explícamelo.

Escalofríos se encogió de hombros. Calder se frotó las muñecas contra la cuerda, intentando que la sangre fluyese hacia los dedos. Sería agradable si al menos pudiera sostener la espada el tiempo suficiente como para morir con ella en la mano, al menos.

—¿Tienes algún consejo que darme?

—¿Consejo?

—Sí, tú eres un guerrero.

—Si tienes una oportunidad, no la desaproveches —Escalofríos contempló con el ceño fruncido el rubí que llevaba en su dedo meñique—. Piedad y cobardía son lo mismo.

—Mi padre siempre decía que la piedad es la mejor forma de demostrar el poder que uno posee.

—No en el círculo —replicó Escalofríos levantándose.

Calder alzó las muñecas.

—¿Es la hora?

El cuchillo resplandeció bajo la luz rosada del amanecer al cortar limpiamente la cuerda.

—Es la hora.

—¿No podemos hacer nada aparte de esperar? —gruñó Beck.

Wonderful lo miró con cara de pocos amigos.

—A menos que quieras echarte a bailar un rato por ahí afuera para ir entonando al personal.

Pero Beck no estaba dispuesto a hacer algo así. El círculo de barro pisoteado situado en el mismo centro de los Héroes se le antojaba un lugar muy solitario. Muy desnudo y vacío. Mientras tanto, más allá del contorno de las piedras que lo delimitaban, los guerreros se apelotonaban a la espera. En un círculo como aquél, su padre había luchado contra Nueve el Sanguinario. En un círculo como aquél, había luchado y perdido. De manera cruel.

Ese día, muchos de los grandes hombres de renombre del Norte sostenían los escudos. Además de los supervivientes de la docena de Craw, también estaban ahí, en la mitad del círculo que correspondía a Dow, Brodd Tenways, Cairm Cabeza de Hierro y Glama Dorado, así como muchos de sus Grandes Guerreros que estaban situados alrededor de ellos.

Caul Reachey se encontraba de pie en el lado opuesto, junto a otro par de veteranos, y ninguno de ellos tenía aspecto de sentirse muy contento de estar allí. Habrían formado un grupo patético en comparación con el de Dow de no ser porque los acompañaba un cabrón enorme. Beck no había visto a nadie tan grande en su vida, aquel tipo destacaba sobre el resto como el pico de una montaña entre unas estribaciones.

—¿Quién es ese monstruo? —murmuró.

—El Extraño que Llama —susurró a su vez Flood—. El jefe de todas las tierras al este del Crinna. Ahí son todos unos puñeteros salvajes y, por lo que tengo entendido, él es el peor.

El gigante iba acompañado por una caterva de salvajes. Por unos hombres de pelo descuidado y expresiones brutales, que portaban huesos como adornos e iban pintados y que vestían con andrajos y calaveras. Unos hombres que parecían haber salido de una canción de antaño, quizá de aquélla que contaba cómo Shubal la Rueda había secuestrado a la hija del señor del desfiladero. ¿Cómo era la letra?

—Ahí vienen —gruñó Yon.

Entonces, hubo un murmullo de desaprobación y unas cuantas palabras bruscas, pero, sobre todo, un silencio muy tenso. Los hombres del otro lado del círculo se separaron y Escalofríos entró en él, arrastrando a Calder por el brazo.

Parecía mucho menos arrogante que la primera vez que Beck lo había visto, cuando cabalgaba sobre su elegante caballo por el lugar donde Reachey estaba reclutando. Pero seguía sonriendo. Una sonrisa enmarcada en un rostro pálido de ojos enrojecidos; una sonrisa a pesar de todo. Escalofríos le soltó y recorrió despreocupadamente las siete zancadas de barro que le separaban de Wonderful, dejando tras de sí huellas en el barro. Acto seguido, tomó un escudo que le tendió un hombre situado detrás de ella.

Calder saludó con un asentimiento de cabeza a todos los hombres que se hallaban arremolinados a su alrededor, como si fueran un grupo de viejos amigos. También a Beck. Cuando éste había visto por primera vez su sonrisa irónica, le había parecido llena de orgullo, de burla, pero quizá ambos habían cambiado mucho desde entonces. Si Calder se reía ahora, daba la impresión de reírse sólo de sí mismo. Beck le devolvió el saludo, con solemnidad. Sabía lo que era enfrentarse a la muerte y reconoció que había que tener agallas para sonreír en un momento como aquél. Muchas agallas.

Calder se encontraba tan asustado que sólo alcanzó a ver los rostros del círculo como un borrón. Pero estaba decidido a reunirse con la Gran Niveladora tal y como lo había hecho su padre y también su hermano. Con algo de orgullo. Se aferró a esa idea y también a su sonrisa, y saludó en dirección a los rostros desenfocados que parecían haber acudido a su boda en vez de a su funeral.

Tenía que hablar. Matar el tiempo charlando. Cualquier cosa con tal de no pensar. Calder agarró la mano a Reachey, la que no sostenía su abollado escudo.

—¡Has venido!

El anciano apenas fue capaz de devolverle la mirada.

—Era lo mínimo que podía hacer.

—Era lo máximo que podías hacer, por lo que a mí respecta. Dile a Seff de mi parte que… bueno, dile que lo siento.

—Lo haré.

—Y anímate. Esto no es un funeral —añadió, a la vez que le propinaba un leve codazo en las costillas—. Todavía.

Las carcajadas dispersas que obtuvo su comentario consiguieron que se sintiese menos cerca de cagarse encima. Aunque también se oyó entre ellas una risa suave y grave. Una que provenía de una gran altura. Era el Extraño que Llama, quien, al parecer, apoyaba a Calder y estaba en su lado del círculo.

—¿Vas a sostener ese escudo en mi nombre?

El gigante golpeó el empequeñecido redondel de madera con un garrote del tamaño de su dedo.

—Así es.

—¿A qué se debe ese interés?

—Me interesa el entrechocar del vengativo acero y ver la sedienta tierra regada con sangre. El rugido del vencedor y los gritos del vencido. ¿Qué podría interesarme más que ver a dos hombres dándolo y tomándolo todo, mientras la vida y la muerte danzan en equilibrio sobre el filo de una espada?

Calder tragó saliva.

—Pero, ¿por qué me apoyas y estás en mi parte del círculo?

—Porque había sitio.

—Ya —eso era lo único que le quedaba por ofrecer al mundo. Un buen lugar para contemplar su muerte—. ¿Tú también estás aquí porque había sitio? —le preguntó a Pálido como la Nieve.

—He venido por ti, por Scale y por tu padre.

—Yo también —afirmó Ojo Blanco Hansul.

Si bien había sido capaz de ignorar todo el odio que despertaba, aquella pequeña muestra de lealtad casi hizo añicos su máscara sonriente.

—Esto significa mucho para mí —aseveró con voz ronca. Lo realmente patético es que era cierto. Dio un ligero puñetazo al escudo de Ojo Blanco y una palmadita en el hombro a Pálido como la Nieve—. Sí, significa mucho.

Pero el tiempo para los abrazos y los ojos llorosos se estaba agotando rápidamente. Un clamor se fue alzando entre la multitud situada al otro lado del círculo y, después, se pudo percibir cierto movimiento. Acto seguido, los portadores de los escudos se hicieron a un lado. El Protector del Norte entró por el hueco abierto con la misma tranquilidad que un jugador que supiera que ya ha ganado una gran apuesta. Su estandarte negro acechaba tras él como la mismísima sombra de la muerte. Se había despojado de toda vestimenta, salvo de un chaleco de cuero que dejaba al descubierto sus fibrosos y musculosos brazos. La cadena que solía llevar antaño el padre de Calder pendía de su cuello, reflejando la luz con su diamante.

Se oyeron unos aplausos, un traqueteo de armas y el entrechocar del metal, mientras todo el mundo se esforzaba por recibir una mirada de aprobación de aquel hombre que había rechazado el avance de la Unión. Todo el mundo lo jaleaba, incluso desde el lado del círculo que correspondía a Calder. Difícilmente podía tenérselo en cuenta, pues deberían seguir ganándose la vida después de que Dow le hubiese hecho pedazos.

—Así que has venido —comentó Dow, a la vez que señalaba con la cabeza hacia Escalofríos—. Temía que mi perro te hubiera devorado durante la noche —la broma fue recibida con muchas más risas de las que merecía, pero Escalofríos no movió ni un solo músculo. Su rostro cubierto de cicatrices era una máscara de indiferencia. Dow sonrió hacia los Héroes, cuyas cabezas cubiertas de líquenes asomaban por encima de la multitud, y extendió los brazos, abriendo los dedos—. Parece que tenemos un círculo hecho a propósito para la ocasión, ¿verdad? ¡Un entorno incomparable!

—Ya —replicó Calder. Fue la mayor bravata que fue capaz de improvisar.

—Normalmente, hay que seguir un procedimiento concreto —señaló Dow, dibujando un círculo en el aire con un dedo—. Hay que explicar el asunto a dirimir, hay que enumerar los logros y hazañas de los campeones y todo lo demás, pero todo eso podemos saltárnoslo. Todos conocemos el asunto que aquí se dirime. Y todos sabemos que no has hecho nada en la vida —se oyeron más risotadas y Dow volvió a extender los brazos—. ¡Además, si empiezo a nombrar a todos los hombres que he devuelto al barro, nunca comenzaremos!

Aquel comentario fue recibido con una oleada de varoniles palmadas en los muslos. Parecía que Dow estaba empeñado en demostrar que era no sólo el mejor luchador, sino también el más ingenioso de los dos, y la competición era igual de injusta. Los ganadores siempre obtienen más risas y, por una vez, Calder se había quedado sin chistes ni chanzas. Quizá porque los muertos no tienen mucho sentido del humor. Así que aguardó en silencio a que la multitud se callara, hasta que sólo se oyó el susurro del viento sobre la cima, el aleteo del estandarte negro y el canto de un pájaro en lo alto de una de las piedras. Entonces, Dow profirió un suspiro.

—Lamento decir que he tenido que ordenar que traigan a tu mujer de Carleon. Se ofreció a sustituirte como rehén, ¿verdad?

—¡Déjala en paz, cabrón! —exclamó Calder, casi ahogándose en un arrebato de cólera—. ¡Ella no tiene nada que ver en esto!

—¡No estás en posición de exigirme nada, gusano! —Dow volvió la cabeza sin apartar los ojos de Calder y escupió sobre el barro—. Me entran ganas de quemarla. De aplicarle la cruz sangrienta, sólo para dar una lección. ¿No era así como le gustaba hacer las cosas a tu padre en los viejos tiempos? —Dow alzó una palma abierta—. Pero puedo permitirme ser generoso. Creo que lo dejaré estar. Por respeto a Caul Reachey, ya que se trata del único hombre del Norte que todavía hace lo que dice que va a hacer.

—Y me siento agradecido por ello —gruñó Reachey, quien seguía sin devolverle la mirada a Calder.

—A pesar de mi reputación, no siento demasiada predilección por ahorcar a mujeres. ¡Como me ablande un poco más, empezarán a llamarme Dow el Blanco! —estalló una nueva salva de risas y Dow lanzó una serie de puñetazos al aire, con tanta celeridad que Calder ni siquiera fue capaz de contarlos—. Imagino que tendré que matarte con mayor crueldad para compensarlo.

De repente, algo golpeó a Calder en las costillas. Era el pomo de su espada. Pálido como la Nieve se la estaba tendiendo con una expresión de disculpa dibujada en su semblante, con el cinturón enrollado alrededor de la vaina.

—Oh, claro. ¿Tienes algún consejo? —preguntó Calder, esperando que el viejo guerrero entornase los ojos e hiciera algunas observaciones prácticas acerca de que Dow tenía cierta tendencia a quedarse corto en la estocada y bajar demasiado los hombros o de que su parte más vulnerable era el estómago. Pero lo único que hizo fue hinchar los carrillos y resoplar.

—Es Dow el Negro —masculló.

—Ya —Calder se tragó la bilis—. Gracias.

Qué decepción. Desenvainó su espada, sostuvo la funda dubitativo durante un momento y, después, la devolvió. De todos modos no iba a volver a necesitarla. No había manera de escapar de aquello hablando. En ocasiones, uno ha de combatir. Respiró hondo y dio un paso hacia delante; al instante, su gastada bota estiria se hundió en el barro. Sólo era un pequeño paso sobre un anillo de guijarros, pero, aun así, era el más difícil que había dado en su vida.

Dow estiró la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro, después desenvainó su hoja, tomándose su tiempo. El metal siseó suavemente.

—Ésta era la espada de Nueve el Sanguinario. Lo derroté, luchando cuerpo a cuerpo. Pero eso ya lo sabes. Porque estuviste allí. Así que ¿crees que tienes alguna oportunidad contra mí? —viendo aquella larga hoja gris, Calder no creía tener demasiadas—. ¿Acaso no te lo había advertido? Te dije que, si intentabas jugármela, las cosas se pondrían feas —Dow recorrió con la mirada y el ceño fruncido las caras arremolinadas junto al círculo. Era cierto, había muy pocos rostros hermosos entre ellos—. Pero tenías que predicar la paz. Tenías que andar por ahí contando mentiras. Tenías que…

—¡Cierra la boca y empecemos de una vez! —gritó Calder—. ¡Vieja pelmaza!

Se alzó un murmullo y después algunas risas; por último, se oyó otro entrechocar de metales capaz de aflojar a cualquiera los intestinos. Dow se encogió de hombros y se adelantó hasta entrar en el círculo.

Los portadores de los escudos cerraron la formación, juntando unos con otros con un sonido metálico, y ambos quedaron encerrados en su interior. Un muro redondo de madera pintada con colores brillantes, con árboles, cabezas de dragón, ríos y águilas en pleno vuelo, formado por escudos golpeados y rayados tras los combates de los últimos días. Un anillo de rostros ansiosos, donde mostraron sus dientes, gruñeron y sonrieron, con los ojos brillantes por la expectación. Sólo Calder y Dow el Negro, y ninguna salida salvo la sangre.

Calder, probablemente, debería haber estado pensando en cómo podría aprovechar sus muy escasas probabilidades de salir de aquello con vida. En su gambito de apertura, en las estocadas que iba a dar o qué finta iba a utilizar, en cómo iba a colocar los pies y todo lo demás. Porque tenía una oportunidad de ganar, ¿o no? Cuando dos hombres pelean, ambos tienen posibilidades de ganar. Pero sólo podía pensar en el rostro de Seff y en lo hermoso que era. Deseó haber podido verla una última vez. Deseó haber podido decirle que la amaba y que no se preocupase, que lo olvidase y viviera su vida o algún otro comentario inútil. Su padre siempre le había dicho: «Averiguarás cómo es realmente un hombre cuando lo veas enfrentarse a la muerte». Parecía que, después de todo, él había resultado ser un capullo sentimental. Quizá todo el mundo lo fuese al final.

Calder alzó su espada y extendió la otra mano para equilibrarse, tal como le parecía recordar que le habían enseñado. Debía atacar. Eso es lo que habría dicho Scale. Si no estás atacando, ya estás perdiendo. Entonces se dio cuenta, demasiado tarde, de que le temblaba la mano.

Dow le miró de arriba abajo, sin molestarse siquiera en levantar la espada, y soltó una risilla desprovista de toda alegría.

—Supongo que no todos los duelos merecen una canción.

Entonces, saltó hacia delante y lanzó un golpe bajo con un movimiento de muñeca.

A Calder no debería haberle sorprendido ver cómo una espada se acercaba hacia él. Al fin y al cabo, en eso consistía un duelo. Pero, aun así, estaba lamentablemente muy poco preparado para aquello. Retrocedió torpemente y la espada de Dow cayó sobre la suya con una fuerza abrumadora y estuvo a punto de arrancársela de la mano. La hoja de Calder se desplazó hacia un lado y éste trastabilló, agitando el brazo libre en el aire en un vano intento por recuperar el equilibrio. La idea de atacar desapareció, barrida por la abrumadora necesidad de sobrevivir aunque sólo fuera un momento más.

Afortunadamente, el escudo de Ojo Blanco Hansul detuvo su caída, ahorrándole la indignidad de caer despatarrado en el barro, y lo impulsó hasta enderezarlo justo a tiempo para echarse a un lado ante un nuevo ataque de Dow, cuya espada barrió la de Calder con un estruendo metálico, retorciéndole la muñeca en el sentido contrario. Un alegre vítor recorrió a la multitud. Calder retrocedió aterrorizado, intentando abrir tanta distancia entre ambos como fuese posible, pero el círculo de escudos tenía un tamaño limitado. Para eso estaba ahí precisamente.

Dieron lentamente una vuelta completa, Dow caminó con elegancia, con la espada pendiendo relajadamente a su lado, mostrándose tan cómodo y seguro de sí mismo en ese duelo a muerte como lo podría haber estado Calder en su dormitorio. Calder andaba dando pasos inciertos y titubeantes, como los de un niño que aprende a caminar, con la boca abierta, respirando dificultosamente, mientras se estremecía y tropezaba ante el más mínimo ademán de Dow. El ruido era ensordecedor y el aliento se alzaba como una humareda de las bocas de los espectadores que rugían y murmuraban y ululaban su apoyo y su odio y su…

Calder parpadeó, cegado por un momento. Dow le había hecho desplazarse de tal manera que el sol del amanecer apareció por detrás del borde irregular de su estandarte para caer directamente sobre sus ojos. Vio un destello metálico y blandió su espada indefenso, entonces, notó un golpe en el hombro izquierdo que lo obligó a girarse de lado, mientras lanzaba un chillido ahogado a la espera de una tremenda agonía. Resbaló, se enderezó y le sorprendió ver que no se estaba desangrando. Dow sólo le había golpeado con la parte roma de su hoja. Estaba jugando con él. Dando un buen espectáculo.

Una risotada sacudió a la multitud, suficiente como para avivar las llamas de la rabia en el interior de Calder. Apretó los dientes y alzó su espada. Si uno no estaba atacando, ya estaba perdiendo. Se arrojó sobre Dow, pero el suelo estaba tan resbaladizo que apenas pudo tomar impulso. Dow se limitó a volverse de costado y atrapó la bamboleante espada de Calder con su hoja, de tal manera que sus empuñaduras acabaron chocando.

—Eres tan débil —susurró Dow, quien apartó a Calder de un empujón igual que un hombre podría espantar a una mosca, obligándole a patalear inútilmente sobre el barro.

Los hombres del lado de Dow se mostraron mucho menos caritativos que Hansul. Un escudo golpeó a Calder en la nuca y lo envió de bruces al suelo. Por un momento, no pudo ver, no pudo respirar y sintió un hormigueo por toda la piel. Después, intentó ponerse de pie, a pesar de que se sentía como si las extremidades le pesasen una tonelada. El círculo de barro daba vueltas a su alrededor y las voces burlonas le parecieron atronadoras e inconexas.

Ya no sostenía su espada. Estiró el brazo para recogerla. Un pie enfundado en una bota descendió con suma rapidez y le aplastó la mano contra el frío barro, salpicándole la cara. Calder jadeó, más de la sorpresa que del dolor. A continuación, volvió a jadear, esta vez decididamente de dolor, en cuanto Dow retorció el tacón, aplastando más aún los dedos de Calder.

—¿Príncipe del Norte? —la punta de la espada de Dow pinchó el cuello de Calder, obligándolo a volver la cara hacia el despejado cielo y a arrastrarse indefenso a cuatro patas—. Eres una vergüenza, muchacho —Calder jadeó mientras le forzaba a echar la cabeza hacia atrás con la punta de su acero y le dejaba un corte doloroso en mitad de la barbilla.

Dow se alejó trotando y alzó los brazos, con la clara intención de prolongar el espectáculo. Tras él, medio círculo de caras burlonas, lascivas y feroces, asomaban tras los escudos, todas ellas gritando: «Dow… el Negro… Dow… el Negro…». Tenways coreaba alegremente ese cántico, y Dorado y Escalofríos se limitaban a fruncir el ceño mientras a sus espaldas las armas se alzaban al mismo compás.

Calder sacó su mano temblorosa del barro. Por lo que pudo ver, mientras las gotas de sangre de su barbilla caían sobre ella, no todas las articulaciones de sus dedos se encontraban donde debían.

—¡Levanta! —oyó decir a alguien de modo apremiante a sus espaldas. Tal vez fuera Pálido como la Nieve—. ¡Levanta!

—¿Para qué? —susurró hacia el suelo. Qué vergüenza sentía. Un viejo matón iba a matarlo para regocijo de esos imbéciles que aullaban y lo acorralaban. No podía decir que no se lo mereciera, pero eso no lo convertía en algo más apetecible ni tampoco menos doloroso. Sus ojos recorrieron el círculo, buscando desesperadamente una salida. Pero no había modo de escapar de aquella espesura de botas, puños, bocas torcidas y escudos. Ninguna salida salvo matar o morir.

Respiró hondo unas cuantas veces hasta que el mundo dejó de darle vueltas y, a continuación, sacó su espada de entre el barro con la mano izquierda mientras se ponía muy lentamente en pie. Probablemente, debería haber fingido que se hallaba extremadamente débil, pero no sabía cómo podía parecer más débil de lo que ya se sentía. Agitó la cabeza para intentar librarse del aturdimiento. Tenía una oportunidad, ¿verdad? Debía atacar. Pero, por los muertos, ya estaba agotado. Por los muertos, cómo le dolía la mano rota y qué frialdad sentía en todo el brazo hasta el hombro.

Con una floritura, Dow lanzó su espada hacia arriba y la hoja giró en el aire, quedándose momentáneamente desprotegido en un alarde de arrogancia. Era el momento adecuado para que Calder atacara, para que se salvara y se ganara un lugar en las canciones. Tensó sus abotargadas piernas para saltar, pero, para entonces, Dow ya había cogido su espada al vuelo con la izquierda y volvía a estar preparado. Sin lugar a dudas, podía permitirse el lujo de alardear de su arrogancia. Se colocaron frente a frente mientras la multitud se iba quedando en silencio y la sangre goteaba de la barbilla de Calder para caerle serpenteando por el cuello.

—Según recuerdo, tu padre sufrió una muerte muy cruel —le espetó Dow—. Acabó con la cabeza destrozada en el círculo —Calder guardó silencio, pues estaba reservando su aliento para otro envite, mientras intentaba calcular la distancia que les separaba—. Apenas tenía ya cara cuando Nueve el Sanguinario acabó con él —sólo tenía que dar una buena zancada y lanzar un mandoble. Ahora, mientras Dow estaba distraído jactándose. Cuando dos hombres pelean, ambos tienen posibilidades de ganar. Dow sonrió—. Una muerte muy cruel. Pero no te preocupes…

Calder saltó. Los dientes le castañeteaban. Clavó la bota izquierda en el suelo, salpicando todo de barro a su alrededor, y trazó con su espada un potente arco ascendente hacia el cráneo de Dow. Se oyó un ruido similar al de una bofetada cuando Dow cogió con su mano derecha a Calder de la izquierda, aplastándole el puño alrededor de la empuñadura de su espada, mientras la hoja oscilaba inofensivamente hacia el cielo.

—… la tuya será peor —dijo Dow para terminar la frase.

Calder golpeó torpemente a Dow en el hombro con su mano rota, tratando inútilmente de agarrar la cadena de su padre. Sin embargo, todavía tenía entero el pulgar, cuya uña hundió en la marcada mejilla de Dow, gruñendo mientras intentaba clavársela en el agujero donde antaño había estado la oreja, y empujó con toda la decepción que había acumulado, con toda su desesperación y su ira, hasta hallar con la punta del dedo la cicatriz. Entonces, mostró los dientes mientras…

El pomo de la espada de Dow se hundió entre sus costillas con un ruido hueco y el dolor le recorrió por entero hasta llegar a las mismas raíces de su pelo. Probablemente, habría gritado si le hubiera quedado una pizca de aliento, pero lo había perdido en un único y violento resuello. Se tambaleó, encogido sobre sí mismo, mientras sentía cómo la bilis le inundaba la boca y colgaba en un hilillo de su labio ensangrentado.

—Te creías que eras un tipo muy listo —Dow lo levantó de un tirón con la mano izquierda para poder susurrarle directamente a la cara—. ¿Acaso creías que podrías vencerme? ¿En el círculo? Ahora ya no pareces tan inteligente, ¿verdad? —el pomo volvió a golpear las costillas de Calder justo mientras tomaba temblorosamente aliento, dejándole nuevamente resollando y tan flácido como un pellejo de oveja mojado—. ¿Verdad? —preguntó Dow hacia la multitud, que se rio, carcajeó y escupió, agitando los escudos y exigiendo sangre—. Sostenme esto —dijo Dow lanzándole su espada a Escalofríos, el cual la cogió al vuelo por la empuñadura.

—Levanta, cabrón —la mano de Dow se cerró en torno a la garganta de Calder, rápida y letalmente como un cepo para osos—. Por una vez en tu vida, levántate.

Dow enderezó a Calder, que ya era incapaz de sostenerse por sí solo, que ya era incapaz de mover la mano ilesa o la espada que aún sostenía inútilmente en ella, que ya era incapaz siquiera de respirar. Que te aplasten la tráquea es una experiencia singularmente desagradable. Calder se revolvió inútilmente. Tenía un regusto a vómito en la boca. Tenía la cara ardiendo, sí, ardiendo. El momento de la muerte siempre toma a todos por sorpresa, incluso cuando deberían haberlo visto venir. Siempre piensan que son especiales y, de algún modo, esperan recibir un indulto. Pero no hay nadie especial. Dow apretó aún con más fuerza, haciendo crujir los huesos del cuello de Calder. Éste sintió como si los ojos le fueran a saltar de sus órbitas. Todo parecía adquirir una luminosidad peculiar.

—¿Crees que esto es el fin? —sonrió Dow mientras levantaba a Calder más aún y alzaba prácticamente sus pies del barro—. Sólo acabo de empezar, cabr…

De repente, se oyó un golpe seco y la negra sangre salió volando a chorros hacia el cielo. Calder cayó hacia atrás torpemente y jadeó en cuanto sintió que su garganta y la mano en la que llevaba la espada habían quedado libres. Estuvo a punto de resbalar cuando Dow cayó sobre él antes de hundirse de bruces en el barro.

La sangre manaba de su cráneo partido, salpicando las destrozadas botas de Calder.

El tiempo se detuvo.

Todo el mundo dejó de hablar súbitamente, y el círculo quedó sumido en un repentino y tenso silencio. Todos los ojos se encontraban clavados en la herida del cráneo de Dow el Negro de la que manaba abundante sangre. Escalofríos se cernía sobre él en mitad de aquel mar de caras. En su puño llevaba la que en su día había sido la espada de Nueve el Sanguinario, cuya hoja gris se hallaba empapada y salpicada con la sangre de Dow el Negro.

—No soy un perro —afirmó.

Los ojos de Calder volaron hacia Tenways, igual que los de éste volaron hacia Calder. Los dos abrieron la boca para decir algo, mientras hacían sus cálculos. Tenways era un hombre de Dow el Negro. Pero Dow el Negro estaba muerto y todo había cambiado. El ojo izquierdo de Tenways se contrajo, sólo por una fracción de segundo.

Si a uno se le presenta la oportunidad, no debe dudar. Calder se abalanzó hacia delante. Prácticamente, se dejó caer con la espada por delante justo cuando Tenways agarraba la empuñadura de la suya y abría los ojos como platos. Intentó alzar su escudo, pero se le enganchó con el del hombre que tenía al lado y la hoja de Calder le abrió su cara marcada por ese sarpullido hasta la nariz, empapando de sangre al hombre que tenía al lado.

Lo que viene a demostrar que un mal luchador puede derrotar fácilmente a un guerrero excelente incluso con la mano izquierda. Siempre y cuando sea él el que tenga la espada desenvainada.

Beck miró a su alrededor en cuanto notó que Escalofríos se movía. Vio cómo alzaba su hoja y observó, con la piel de gallina, cómo Dow se derrumbaba al suelo. Hizo ademán de desenvainar su espada, pero Wonderful lo agarró de la muñeca antes de que pudiera hacerlo.

—No.

Beck parpadeó al ver que Calder se abalanzaba sobre él blandiendo su hoja. Se oyó un chasquido hueco y la sangre saltó a su alrededor, dejando una mancha en el rostro del muchacho. Éste intentó que Wonderful lo soltara para poder sacar su espada, pero la mano de Scorry lo agarró del brazo con el que sostenía el escudo y lo arrastró hacia atrás.

—Lo correcto es algo distinto para cada hombre —le susurró al oído.

Calder permaneció en pie, balanceándose, con la boca completamente abierta y el corazón latiéndole de tal manera que parecía que estaba a punto de reventarle la cabeza mientras sus ojos saltaban de rostro en rostro. Miró a los Carls salpicados con la sangre de Tenways. Miró a Dorado y a Cabeza de Hierro y a sus Grandes Guerreros. Miró a los propios guardias de Dow. Vio a Escalofríos en mitad de todos ellos, con la espada con la que había partido la cabeza de Dow todavía en la mano. En cualquier momento, el círculo estallaría en una orgía de violencia y nadie podría predecir quién saldría de allí con vida. Lo único seguro era que él no lo haría.

—¡Vamos! —exclamó con voz ronca, mientras daba un tambaleante paso hacia los hombres de Tenways. Con la única intención de acabar con eso de una vez por todas.

Pero éstos retrocedieron como si Calder fuese el mismísimo Skarling. No podía comprender por qué. Hasta que notó cómo una sombra se cernía sobre él. Acto seguido, sintió un enorme peso sobre su hombro. Tan pesado que estuvo a punto de lograr que le cedieran las rodillas.

Era la gigantesca mano del Extraño que Llama.

—El duelo ha terminado de un modo correcto —afirmó el gigante—, y también de manera justa, pues todo cuanto sirva para ganar es justo en la guerra, y la mayor victoria es aquélla que necesita de menos golpes. Bethod fue el Rey de los Hombres del Norte. Por tanto, su hijo también debería serlo. Yo, el Extraño que Llama, Jefe de un Centenar de Tribus, apoyo a Calder el Negro.

Quizá el gigante pensara que quienquiera que estuviese al cargo debía tener el apelativo de «el Negro», o tal vez pensara que Calder se lo había ganado al vencer en ese combate o a lo mejor simplemente pensara que era el apodo más apropiado. ¿Quién podría saberlo? El caso es que resultaba pegadizo.

—Y yo —Reachey dio una palmadita a Calder en el otro hombro, con una amplia sonrisa dibujada en su cara en medio de su barba canosa— apoyo a mi hijo. A Calder el Negro.

Su suegro se había convertido ahora en su orgulloso padre y le brindaba todo su apoyo. Pues Dow había muerto y todo había cambiado.

—Y yo —Pálido como la Nieve dio un paso al frente desde el otro lado y, de repente, todas aquellas palabras que Calder había creído que habían caído en saco roto, todas aquellas semillas que había juzgado muertas y olvidadas, florecieron de manera sorprendente.

—Y yo —Cabeza de Hierro fue el siguiente en hablar y saludó a Calder asintiendo levemente mientras daba un paso al frente y dejaba atrás a sus hombres.

—Y yo —dijo Dorado, desesperado por impedir que su rival le cobrase ventaja—. ¡Yo también apoyo a Calder el Negro!

—¡Calder el Negro! —gritaban todos los hombres a su alrededor, impelidos por sus jefes—. ¡Calder el Negro! —todos competían entre ellos para ver quién gritaba más fuerte, como si la lealtad a aquella nueva y repentina manera de hacer las cosas pudiese ser demostrada mediante el volumen de sus voces—. ¡Calder el Negro! —como si aquello hubiese sido lo que todos deseaban desde un primer momento. Como si fuera lo que tanto habían estado esperando.

Escalofríos se acuclilló y pasó la enredada cadena por encima de la destrozada cabeza de Dow. A continuación se la ofreció a Calder, mientras pendía de uno de sus dedos. El diamante que su padre en su día había llevado pendía suavemente de él, convertido casi en un rubí por mor de la sangre.

—Me parece que has ganado —afirmó Escalofríos.

A pesar del enorme dolor que sentía, Calder encontró fuerzas para sonreír burlonamente.

—¿A que sí?

Los supervivientes de la docena de Craw se alejaron sigilosamente sin que nadie se percatara de ella, ya que gran parte de la multitud estaba centrada en intentar ver lo que estaba sucediendo ahí delante.

Wonderful seguía llevando agarrado a Beck del brazo y Scorry lo sujetaba por el hombro. Lo alejaron del círculo, hasta llevárselo lejos de un grupo de hombres de ojos enloquecidos que se afanaban en desmontar el estandarte de Dow y desgarrarlo entre todos. Yon y Flood los seguían de cerca. No eran los únicos que habían aprovechado las circunstancias para esfumarse. Mientras los Jefes Guerreros de Dow el Negro saltaban sobre su cadáver para besarle el culo a Calder el Negro, otros hombres se daban a la fuga. Hombres que podían percibir hacia dónde soplaba el viento y que pensaban que, si se quedaban, podría soplar con tanta fuerza que los llevara directamente de vuelta al barro. Esos hombres, que habían mantenido una relación muy estrecha con Dow o habían sido enemigos de Bethod, no tenían intención alguna de poner a prueba la piedad de su hijo.

Se detuvieron bajo la larga sombra de una de las piedras y Wonderful dejó su escudo apoyado contra ella para escudriñar cuidadosamente los alrededores. Sin embargo, todo el mundo parecía tener otras preocupaciones en mente y nadie les estaba prestando atención.

Metió la mano en su abrigo, extrajo algo y se lo puso a Yon en la mano dándole una palmada.

—Aquí tienes lo tuyo —Yon incluso mostró algo parecido a una sonrisa mientras cerraba su gran puño alrededor de esa cosa, en cuyo interior tintineaba algo metálico. Wonderful dejó otra de esas cosas en la mano de Scorry y una tercera se la dio a Flood. Después, le ofreció una a Beck. Era una bolsa. Y bastante llena, además, a juzgar por lo hinchada que estaba. Se la quedó mirando hasta que Wonderful se la plantó debajo de las narices.

—Te corresponde la mitad.

—No —dijo Beck.

—Eres nuevo, muchacho. La mitad es más que justo.

—No la quiero.

Ahora, todos lo miraban con el ceño fruncido.

—No la quiere —murmuró Scorry.

—Deberíamos haber hecho… —Beck no estaba seguro en absoluto de lo que deberían haber hecho—. Lo correcto —concluyó, tímidamente.

—¿Lo qué? —le espetó Yon con una mueca burlona en su semblante—. ¡Esperaba haber oído esa mierda por última vez! ¡Cuando hayas pasado veinte años ejerciendo este maldito oficio sin haber obtenido a cambio nada más que cicatrices, podrás sermonearme acerca de qué es lo correcto!

Dio un paso hacia Beck, pero Wonderful extendió un brazo y lo detuvo.

—Además, ¿cómo es posible que lo «correcto» nos lleve a sufrir aún más bajas? —hablaba con un tono de voz suave, sin el más leve atisbo de ira—. ¿Y bien? ¿Sabes cuántos amigos he perdido en estos últimos días? ¿Qué tiene eso de correcto? Dow estaba acabado. De una manera o de otra, Dow estaba acabado. ¿Crees que deberíamos haber luchado por él? ¿Por qué? Si para mí no era nadie importante. No era mejor que Calder o que cualquier otro. ¿Estás insinuando que deberíamos haber muerto por él, Beck el Rojo?

Beck se quedó momentáneamente con la boca abierta hasta que respondió:

—No lo sé. Pero no quiero el dinero. Además, ¿de quién es?

—Nuestro —contestó Wonderful mirándole directamente a los ojos.

—No me parece bien.

—Eres un hombre de honor, ¿eh? —dijo ella, mientras asentía lentamente y la fatiga se asomaba a sus ojos—. Bien. Entonces, te deseo buena suerte. La vas a necesitar.

Flood tenía aspecto de sentirse ligeramente culpable, pero no pensaba devolver nada. Scorry sonrió mientras dejaba caer su escudo sobre la hierba y se sentaba cruzando las piernas sobre él, tarareando una tonada acerca de nobles hazañas. Yon fruncía el ceño y revisaba los contenidos de su bolsa, mientras calculaba cuánto le había correspondido.

—¿Qué habría dicho Craw de todo esto? —musitó Beck.

Wonderful se encogió de hombros.

—¿A quién le importa eso ya? Craw ya no está. Tenemos que tomar nuestras propias decisiones.

—Sí —replicó Beck, posando su mirada de rostro en rostro—. Sí.

Acto seguido, se alejó de allí caminando.

—¿Adónde vas? —gritó Flood tras él.

Pero no respondió.

Pasó junto a uno de los Héroes, rozó con el hombro esa antigua roca y siguió adelante. Saltó sobre el muro de piedra y emprendió el descenso de la colina en dirección norte, se sacudió el escudo del brazo y lo dejó abandonado entre las altas hierbas. Luego, se encontró con un grupo de hombres que hablaban muy rápidamente. Discutiendo. Uno sacó un cuchillo y otro retrocedió levantando las manos. La noticia se estaba extendiendo y con ella también el pánico. El pánico y la ira, el temor y la alegría.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó alguien agarrándolo de la capa—. ¿Ha ganado Dow?

Beck se lo quitó de encima.

—No lo sé.

Siguió caminando a grandes zancadas y casi echó a correr colina abajo. Sólo sabía una cosa. Aquella vida no era para él. Puede que las canciones estuvieran llenas de héroes, pero los únicos que había allí eran de piedra.