Sombras

Su Augusta Imbecilidad:

¿Quiere oír la verdad? A causa de la deliberada torpeza de esos viejos villanos que conforman el Consejo Cerrado, su ejército se está descomponiendo. Desmenuzándose con el arrogante descuido propio de un perdulario empeñado en derrochar la fortuna de su padre. Si fuesen los consejeros del enemigo, difícilmente podrían hacer más para frustrar los intereses de Su Imbecilidad en el Norte. Incluso usted podría hacerlo mejor, lo cual ciertamente es la acusación más cruel de la que soy capaz. Habría sido más honorable subir a bordo de una flota a nuestros hombres en Adua y despedirles con lágrimas en los ojos para luego, simplemente, prender fuego a esos barcos y enviarlos al fondo de la bahía.

¿Quiere oír la verdad? El Mariscal Kroy es competente y se preocupa por sus soldados (además, deseo ardientemente follarme a su hija), pero un hombre solo no puede hacerlo todo. Sus subordinados, Jalenhorm, Mitterick y Meed, luchan denodadamente entre sí por alzarse como el peor general de la historia. Me cuesta decidir cuál de los tres merece un mayor desprecio: el zote amable pero incompetente, el arribista traicionero y temerario o el pedante indeciso y belicoso. Al menos, este último ya ha pagado por su estulticia con su vida. Con algo de suerte, los demás le seguiremos pronto.

¿Quiere oír la verdad? ¿Acaso le importa? Entre viejos amigos como nosotros no vamos a disimular. Sé mejor que la mayoría que usted no es más que una asustadiza figura decorativa, un mascarón de proa sin agallas, un crío egoísta e inseguro atrapado en un cuerpo de hombre, rey de nada salvo de su propia vanidad. Aquí gobierna realmente Bayaz, el cual carece de conciencia, escrúpulos y piedad. Es un monstruo. El peor que he visto en mi vida, de hecho, desde la última vez que me miré en el espejo.

¿Quiere oír la verdad? Yo también me estoy descomponiendo. Estoy enterrado vivo y he empezado a pudrirme. Si no fuera tan cobarde, me daría muerte por mi propia mano. Pero lo soy, de modo que debo contentarme con matar a otros con la esperanza de que algún día, si consigo bañarme en suficiente sangre, acabaré por recibir mi merecido. Mientras tanto, espero expectante una rehabilitación que nunca llegará, me mostraré por supuesto encantado de poder comerme cualquier mierda que se digne usted a plantar en mi rostro con sus reales nalgas.

Atentamente se despide el chivo expiatorio más traicionado y vilipendiado de Su Augusta Imbecilidad,

Bremer dan Gorst, Observador Real del Fiasco del Norte

Gorst dejó a un lado la pluma y contempló malhumorado un pequeño corte, que se había hecho en la punta del dedo índice, que convertía hasta la tarea más nimia en una molestia. Sopló suavemente sobre la misiva hasta que el último destello de tinta húmeda se secó y después la dobló, pasando lentamente la única uña que no se le había roto sobre el doblez para marcarlo al máximo. A continuación, cogió el lacre, mientras presionaba la lengua contra el paladar. Sus ojos encontraron la llama de la vela, que centelleaba de manera atrayente entre las sombras. Observó aquella chispa brillante igual que un hombre que teme las alturas observa el parapeto de una gran torre. Le estaba llamando. Atrayéndole. Mareándole con la deliciosa perspectiva de la autodestrucción. Bastaría con esta carta para que toda esta vergonzosa y desagradable incomodidad que burlonamente llamo vida acabara de inmediato. Sólo tenía que sellarla, enviarla y esperar a que estallara la tormenta.

Entonces, profirió un suspiro y acercó la carta a la llama, luego vio como se ennegrecía y se iba arrugando lentamente y, por último, dejó caer ardiendo la última esquina al suelo de su tienda y la pisoteó con su bota. Escribía al menos una misiva como ésa cada noche, repleta de furibundos signos de puntuación que plantaba entre divagaciones mientras intentaba conciliar el sueño. A veces, después de redactarlas, se sentía mejor incluso. Por poco tiempo.

Frunció el ceño al escuchar un repiqueteo que procedía del exterior, después se sobresaltó al oír un estruendo y una algarabía de muchas voces. Había algo en su tono que le impelió a ponerse las botas. Sí, muchas voces, aunque luego escuchó también algunos ruidos de caballos. Agarró su espada y salió de la tienda.

Younger, que había estado sentado afuera, enderezando las abolladuras de la armadura de Gorst a la luz de una lámpara, se hallaba ahora de pie, esforzándose por ver algo, con una greba en la mano y un pequeño martillo en la otra.

—¿Qué pasa? —preguntó Gorst con un tono de voz muy agudo.

—No tengo ni… ¡Eh! —de repente, tuvo que retroceder al pasar un caballo al galope junto a ellos, que los salpicó de barro.

—Quédate aquí —le aconsejó Gorst, quien le colocó gentilmente una mano sobre un hombro—. Lejos del peligro.

Se alejó a grandes zancadas de su tienda en dirección al Puente Viejo, mientras se metía la camisa por dentro de los pantalones con una mano mientras agarraba con firmeza su espada envainada en la otra. Frente a él, resonaban gritos en la oscuridad, a la vez que veía unos haces intermitentes de luz y divisaba fugazmente unas siluetas y unos rostros que se mezclaban con la imagen residual de la llama de la vela que seguía chisporroteando en los ojos de Gorst.

Un mensajero llegó corriendo en la oscuridad, respirando con dificultad. Tenía una mejilla y todo un costado del uniforme cubierto de fango.

—¿Qué sucede? —le interrogó Gorst.

—¡Los hombres del Norte han atacado en masa! —contestó resollando sin dejar de correr—. ¡Nos han barrido! ¡Ya vienen! —ser testigo de su terror fue todo un placer para Gorst. La emoción lo embargó con tanta intensidad que se le hizo un nudo en la garganta que casi le resultó doloroso. Las pequeñas agonías que sufría por culpa de los moratones y sus doloridos músculos desaparecieron de inmediato mientras se dirigía hacia el río. ¿Tendré que abrirme paso luchando a través de ese puente por segunda vez en doce horas? Casi se estaba riendo ante lo ridícula que resultaba esa idea. No puedo esperar.

Algunos oficiales rogaban calma a los demás mientras otros corrían para salvar el pellejo. Algunos hombres buscaban armas febrilmente mientras otros las arrojaban. Cada sombra parecía ser el primer miembro de una horda de hombres del Norte que merodeaba por los alrededores. Gorst sintió un cosquilleo en la palma de la mano, pues se hallaba deseoso de desenvainar su espada, hasta que se percató de que esas sombras tan engañosas eran en realidad unos cuantos soldados desconcertados, sirvientes a medio vestir y legañosos mozos de cuadra.

—¿Coronel Gorst? ¿Es usted?

Continuó avanzando, con la cabeza en otra parte. Su mente había regresado a Sipani. Volvía a hallarse entre el humo y la locura de la Casa del Ocio de Cardotti. Mientras buscaba al rey en medio de la asfixiante penumbra. Pero esta vez no fallaré.

Un sirviente con un cuchillo ensangrentado miraba boquiabierto una silueta que se encontraba hecha un ovillo en el suelo. Lo ha tomado por un enemigo. Un hombre salió atolondrado de su tienda, con el pelo alborotado, e intentó asegurarse un espadín al cinto como pudo. Le ruego me disculpe. Gorst se lo quitó de en medio golpeándolo con el dorso de una mano y lo lanzó boquiabierto al barro. Un rollizo capitán permanecía sentado, con la sorpresa dibujada en su rostro surcado por riachuelos de sangre, mientras se apretaba un paño sobre la cabeza. «¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando?». Pánico. Pánico es lo que está pasando. Resulta sorprendente lo rápidamente que puede disolverse un ejército decidido. Lo rápidamente que los héroes diurnos se convierten en cobardes nocturnos. Y pasan a ser un rebaño que actúa siguiendo sus instintos animales.

—¡Por aquí! —gritó alguien a sus espaldas—. ¡El sabe qué hay que hacer!

Entonces, oyó unos pasos resonar tras él en el barro. Un pequeño rebaño que me sigue. Ni siquiera se volvió a mirar. Pero deberíais saber que me dirijo allá donde se esté produciendo la masacre.

Súbitamente, un caballo surgió de la nada con los ojos desorbitados. Alguien había sido pisoteado y chillaba, hundido en el estiércol. Gorst pasó por encima de él, mientras seguía un inexplicable rastro de vestidos de mujer, prendas de encaje y coloridas sedas que se hallaban aplastados en el barro. Cada vez había menos espacio. Unos rostros pálidos se asomaron en la oscuridad y unos ojos desquiciados brillaron al reflejar las llamas mientras el agua centelleaba bajo la luz de las antorchas. El Puente Viejo se encontraba tan atestado y fuera de control como durante el día, cuando habían obligado a retroceder a los hombres del Norte. Más incluso. Entretanto, una serie de voces rivalizaban para imponerse sobre las demás.

—¿Ha visto mi…?

—¿Ése es Gorst?

—¡Nos atacan!

—¡Apártense de mi camino! ¡Apártense de mi…!

—¡Ya se han marchado!

—¡Es él! ¡El sabrá qué hacer!

—¡Retrocedan! ¡Todos atrás!

—Coronel Gorst, ¿puedo…?

—¡Necesitamos un poco de orden! ¡Orden! ¡Se lo suplico!

Aquí suplicar no servirá de nada. La multitud se extendía, se agitaba, se abría y se volvía a apretar, el pánico estallaba cada vez que una espada desenvainada o una antorcha encendida danzaban frente al rostro de alguien. Gorst recibió un codazo y contestó lanzando un puñetazo, de modo que acabó raspándose los nudillos contra una armadura. Algo lo agarró de la pierna y le asestó una patada para soltarse y seguir avanzando. Se oyó un chillido en el momento en que alguien fue empujado por encima del parapeto. Gorst vislumbró cómo pataleaba mientras desaparecía en la oscuridad; después, oyó un chapoteo en cuanto impactó contra la rápida corriente.

Siguió abriéndose camino hasta el extremo más alejado del puente. Tenía la camisa rota y el viento helado se colaba a través del desgarrón. Un sargento de cara rubicunda sostenía en alto una antorcha y bramaba con una voz quebrada pidiendo tranquilidad. Más adelante, se oían más gritos, cascos de caballos y el silbido de las armas al hendir el aire. Pero Gorst no consiguió oír la dulce nota del acero al chocar. Apretó fuertemente su espada y siguió avanzando de un modo siniestro.

—¡No! —el general Mitterick se encontraba en medio de un grupo de oficiales; quizá era el mejor ejemplo que Gorst había visto jamás de un hombre consumido por la ira—. ¡Quiero que la Segunda y la Tercera se preparen para cargar de inmediato!

—Pero, señor —trataba de convencerle uno de sus ayudantes—, aún faltan horas para el amanecer, los hombres se han dispersado, no podemos…

Mitterick blandió su espada frente a la cara de aquel joven.

—¡Aquí las órdenes las doy yo! —aunque, evidentemente, está demasiado oscuro como para montar a caballo y no sea muy recomendable enviar a varios centenares de jinetes al galope a atacar a un enemigo invisible—. ¡Pongan guardias en el puente! ¡Quiero que a cualquier hombre que intente cruzarlo lo ahorquen por desertor! ¡Que lo ahorquen!

El coronel Opker, el segundo al mando de Mitterick, aguardaba a una distancia prudencial para que la culpabilidad no le salpicara, mientras observaba esa pantomima con tenebrosa resignación. En ese instante, Gorst le puso una mano en un hombro.

—¿Dónde están los hombres del Norte?

—¡Se han ido! —respondió Opker, desembarazándose de su abrazo—. ¡No había más que un par de docenas! Han robado los estandartes de la Segunda y la Tercera y han desaparecido en la noche.

—¡Su Majestad no aprobará que nos hayan sustraído sus estandartes, general! —estaba gritando alguien. Era Felnigg. Mira cómo se abalanza sobre la vergüenza de Mitterick como un halcón sobre un conejo.

—¡Estoy perfectamente al tanto de lo que aprueba y no aprueba Su Majestad! —rugió Mitterick—. ¡Pienso recuperar esos estandartes y matar hasta al último de esos ladrones hijos de puta, sí, puede decírselo al Lord Mariscal! ¡No, le exijo que se lo diga!

—¡Oh, por supuesto que pienso contarle todo esto, no tema!

Pero Mitterick le había dado la espalda y vociferaba a la noche.

—¿Dónde están los exploradores? Le dije que enviara exploradores a reconocer el terreno, ¿no? ¿Dimbik? ¿Dónde está Dimbik? ¡Hábleme del terreno, hombre, del terreno!

—¿Me pregunta a mí? —balbuceó un joven oficial de rostro pálido—. Bueno, esto, sí, pero…

—¿Han regresado ya? ¡Quiero estar seguro de que el terreno nos favorece! ¡Dígame que nos favorece, maldita sea!

Por un momento, el joven desplazó su mirada velozmente de un lado a otro, aunque, después, pareció recuperar la compostura y se puso firme.

—Sí, general, los exploradores salieron y han regresado, de hecho, han regresado todos, y el terreno está… perfecto. Es tan plano como una mesa de naipes. Como una mesa de naipes… con cebada encima.

—¡Excelente! ¡No quiero más sorpresas! —Mitterick se alejó con los faldones de su camisa aleteando al viento—. ¿Dónde diablos se ha metido el mayor Hockelman? ¡Quiero a estos jinetes listos para cargar tan pronto como haya luz suficiente como para poder orinar! ¿Me habéis entendido? ¡Como para poder orinar!

Su voz se perdió en el viento, junto a las hirientes quejas de Felnigg, y las lámparas de su séquito se marcharon con él, dejando a Gorst solo en la oscuridad con el ceño fruncido, tan acongojado por la decepción como un novio abandonado en el altar.

Entonces sólo ha sido una incursión. Todo ese caos había sido causado por una gamberrada oportunista, provocada por Mitterick al exhibir mezquinamente esos estandartes. Y aquí no habrá gloria ni redención. Sólo estupidez, cobardía y vidas desperdiciadas. Gorst se preguntó ociosamente cuántos habrían muerto en el caos, ¿Diez veces más que los que hayan matado los hombres del Norte? Ciertamente, en una guerra, el enemigo es el elemento menos peligroso.

¿Por qué hemos reaccionado tan ridículamente mal a esta incursión? Porque no podíamos imaginar que tuvieran el valor de atacar. Si los hombres del Norte nos hubieran presionado más, podrían habernos obligado a cruzar de nuevo el puente y habrían capturado dos regimientos enteros de caballería en vez de sólo sus estandartes. Con sólo cinco hombres y un perro podrían haberlo conseguido. Por suerte, no podían imaginarse que estaríamos tan absurdamente mal preparados. Esto ha sido un fracaso para todos. Especialmente para mí.

Se volvió y se encontró con un pequeño grupo de soldados y criados abigarradamente equipados. Eran los hombres que le habían seguido a través del puente y más allá. Un número sorprendente. Vaya panda de borregos. ¿Y eso en qué me convierte? ¿En el perro pastor? Guau, guau, estúpidos.

—¿Qué hacemos, señor? —preguntó el que estaba más cerca.

Gorst se limitó a encogerse de hombros. Después, se dirigió lenta y pesadamente hacia el puente, igual que lo había hecho aquella tarde, apartando a la desinflada muchedumbre de su camino. Todavía no había nada que indicara la pronta llegada del amanecer, pero ya no podía tardar demasiado.

Ha llegado el momento de ponerme la armadura.