Primeras observaciones

—Levanta.

Beck apartó el pie de un empujón, con gesto iracundo. No le gustaba demasiado recibir una patada en las costillas, pero menos aún de Reft, y menos aún cuando le daba la sensación de que se acababa de dormir. Había permanecido despierto en la oscuridad por mucho tiempo, pensando en cómo Escalofríos había atravesado a aquel hombre, dándole vueltas y más vueltas a esa imagen mientras se revolvía bajo su manta. Incapaz de sentirse a gusto. Ni con su manta ni pensando en cómo aquel pequeño cuchillo entraba y salía.

—¿Qué?

—¿Cómo que qué? La Unión se acerca.

Beck se quitó la manta de encima, cruzó la buhardilla y se agachó para evitar una viga bastante baja, olvidándose de inmediato de la ira y el sueño. Cerró de una patada la chirriante puerta de un gran armario que había ahí, apartó a empujones de su camino a Brait y Stodder y se plantó delante de una de las estrechas ventanas para observar lo que pasaba.

Casi esperaba ver a unos hombres masacrándose unos a otros en las afueras de los senderos de Osrung, así como sangre volando y banderas ondeando, mientras se cantaban canciones justo debajo de su ventana. No obstante, a primera vista, la ciudad estaba muy tranquila. Hacía poco que había amanecido y la lluvia conformaba una grasienta neblina sobre los apiñados edificios.

Al otro lado de una plaza empedrada, a quizá unas cuarenta zancadas, fluía un río marrón, cargado de la lluvia que procedía de los cerros. El puente no parecía ser gran cosa para todo el follón que se estaba montando por él; no era más que un arco de piedra desgastada por el que apenas podían cruzar dos jinetes a la vez de lo estrecho que era. A su derecha, había un molino; a su izquierda, una hilera de casas bajas, con los postigos abiertos, por cuyas ventanas se asomaban unos pocos rostros de gente nerviosa, la mayoría de ellos oteando hacia el sur, al igual que Beck. Más allá de aquel puente, un camino repleto de surcos serpenteaba entre casuchas de adobe y ascendía hasta la empalizada situada al sur de la ciudad. Entonces, creyó ver a unos cuantos hombres desplazándose por unas pasarelas, aunque no pudo estar seguro a causa de la llovizna. Quizá un par de ellos portaban unas ballestas con las que ya debían de estar disparando.

Mientras observaba todo aquello, unos hombres salieron corriendo de un callejón y se adentraron en la plaza situada más abajo, conformando un muro de escudos en el extremo norte del puente al mismo tiempo que un hombre ataviado con una lujosa capa les gritaba. Los Carls se encontraban al frente de la formación, dispuestos a unir sus escudos pintados. Los Siervos se encontraban detrás de ellos, con las lanzas en ristre.

Sí, se iba a desatar una batalla.

—Deberías haberme avisado antes —le espetó, mientras se apresuraba a volver, arrastrando los pies, al lugar donde se hallaba su manta.

—Te he avisado en cuanto me he enterado —replicó Reft.

—Toma —Colving le ofreció a Beck un trozo de pan negro, sus ojos eran unos círculos teñidos de miedo dibujados sobre su cara regordeta.

El mero hecho de pensar en comer hizo que a Beck se le revolvieran las tripas. Cogió su espada y, entonces, se dio cuenta de que no tenía adonde ir con ella. No tenía un sitio reservado para combatir en la valla, ni en el muro de escudos, ni en ningún otro sitio en particular. Miró en dirección a las escaleras, luego hacia la ventana, mientras abría y cerraba la mano que le quedaba libre.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Esperaremos —contestó Flood, quien subió las escaleras hasta llegar al ático arrastrando su pierna mala. Llevaba puesta su cota de malla, cuyos hombros brillaban a causa de la llovizna—. Reachey nos ha ordenado que defendamos dos casas, ésta y la que está al otro lado de la calle. De ésa me ocuparé yo.

—¿Tú? —Beck se dio cuenta de que había hablado con un tono de voz teñido de miedo, como si se tratara de un niño que preguntara a su mamá si lo iba a dejar abandonado en la oscuridad—. A algunos de estos muchachos les vendría bien tener un líder al que…

—Ese papel os toca desempeñarlo a Reft y a ti. Aunque no os lo creáis, los chicos de la otra casa están aún más verdes que vosotros.

—Sí, claro —Beck se había pasado toda la semana pasada enfadado con Flood porque siempre estaba en medio, manteniéndolo a raya. Sin embargo, ahora, con sólo pensar que el viejo los iba a dejar solos, tenía los nervios a flor de piel.

—En esta casa, os quedáis vosotros cinco y otros cinco más. Son muchachos que reclutamos con vosotros. Por el momento, limitaos a afianzar la posición. Tapad las ventanas del piso de abajo lo mejor que podáis. ¿Alguno de vosotros tiene un arco?

—Yo —contestó Beck.

—Y yo —respondió Reft, alzando el suyo.

—Yo tengo una honda —afirmó Colving, ilusionado.

—¿Eres bueno con eso? —preguntó Reft.

El muchacho negó con la cabeza, con suma tristeza.

—De todos modos, tampoco podría disparar con ella por una ventana.

—Entonces, ¿para qué has mencionado que tienes una honda? —le espetó Beck, a la vez que tocaba su arco. Tenía las palmas de las manos muy sudorosas.

Flood se acercó a las dos estrechas ventanas y señaló al río.

—Quizá logremos contener su avance en la empalizada, pero, por si acaso, estamos formando un muro de escudos en el puente. Si no logramos detenerlos ahí, entonces, bueno, todo el mundo que tenga un arco deberá disparar. Aunque tened cuidado, ¿eh?, no queremos que acertéis a ninguno de los nuestros en la espalda. Es mejor que no disparéis a que os arriesguéis a matar a uno de los nuestros, cuando la locura de la batalla se desata, puede resultar muy difícil distinguir a amigos de enemigos. El resto bajaréis a la planta baja, para impedir que entren en la casa en caso de que logren cruzar el puente —Stodder se mordisqueó su enorme labio inferior—. No os preocupéis. No pasarán, y, aunque lo consigan, estarán perdidos. Para entonces, Reachey se estará preparando para contraatacar, podéis estar seguros de ello. Así que, si intentan entrar, evitadlo hasta que llegue la ayuda.

—Evitaremos que entren —afirmó Brait con voz aguda, haciendo como que clavaba a la nada la rama que tenía por lanza. Daba la impresión de que con esa arma sería incapaz de impedir que un gato entrase en un gallinero.

—¿Alguna pregunta? —Beck no tenía ni idea de qué iba a hacer, pero, como pensó que con hacer una pregunta no iba a solucionar nada, prefirió permanecer callado—. Muy bien. Si puedo, volveré para ver cómo va todo.

Flood cojeó hasta la escalera y se marchó. Los había abandonado a su suerte. Beck se volvió a acercar a la ventana, pensando que eso era mejor que no hacer nada, pero, por lo que pudo ver, todo seguía igual.

—¿Ya están cerca de la empalizada? —preguntó Brait, quien estaba de puntillas, intentando ver algo por encima del hombro de Beck. Parecía hallarse muy emocionado y le brillaban los ojos como a un niño en su cumpleaños, a la espera de ver cuál será su regalo. En cierto modo, estaba reaccionando como Beck siempre había pensado que él mismo reaccionaría al encarar una batalla. Pero no se sentía así, sino que se sentía enfermo y agobiado de calor, a pesar de que una brisa húmeda acariciaba su semblante.

—No. Además, ¿no se supone que tú deberías estar en la planta baja?

—No hasta que llegue el enemigo. Esto no es algo que uno vea todos los días, ¿verdad?

Beck se lo quitó de encima con un codazo.

—¡Aparta! ¡Tu hedor me está poniendo enfermo!

—Vale, vale —replicó Brait, quien se apartó, arrastrando los pies, con cara de sentirse dolido, pero Beck era incapaz de mostrarse cordial en esos momentos. Era lo mejor que podía hacer si no quería vomitar el desayuno que no había tomado.

Reft se encontraba de pie junto a la otra ventana, con el arco sobre el hombro.

—Creía que esto te alegraría. Me parece que vas a tener la oportunidad de convertirte en un héroe.

—Sí, me alegro —le espetó Beck, que no estaba aterrorizado, qué va.

Meed había establecido su cuartel general en la sala principal de la posada, que para los estándares del Norte era una estancia palaciega, ya que contaba con una doble altura y una galería en el primer piso. De la noche a la mañana, también había sido decorada como un palacio con tapices de colores chillones, armarios con incrustaciones, candelabros dorados y toda la demás parafernalia pomposa que uno podría esperar hallar en la residencia de un lord gobernador; probablemente, habían traído todo eso en carreta a través de medio Norte incurriendo para ello en unos gastos monstruosos. Un par de violinistas se habían colocado en una esquina y se sonreían mutuamente con aire de suficiencia mientras tocaban una alegre música de cámara. Los diligentes sirvientes de Meed habían colgado tres enormes cuadros al óleo: dos recreaciones de grandes batallas de la historia de la Unión y, aunque pareciera increíble, un retrato del propio Meed, quien miraba ceñudo desde lo alto, ataviado con una vetusta armadura. Finree se quedó contemplándolo boquiabierta un instante, no sabía si reír o llorar.

Las enormes ventanas del sur daban al patio de la posada que se encontraba invadido por la hierba; las del este, a unos campos salpicados de árboles que iban a parar a un melancólico bosque; las del norte, a la ciudad de Osrung. Como tenían las contraventanas abiertas de par en par, una brisa gélida se estaba colando en la sala, despeinándoles y haciendo volar papeles aquí y allá. Los oficiales estaban arremolinados en torno a las ventanas que daban al norte, ansiosos por captar un leve atisbo del asalto, Meed se encontraba en medio de todos ellos, vestido con un uniforme carmesí que hacía daño a la vista. El Lord Gobernador la miró de soslayo en cuanto Finree logró situarse como pudo a su lado y esbozó un leve gesto de desprecio, como si se tratara de un comensal quisquilloso que acabara de ver que había un insecto en su ensalada. Ella respondió a ese gesto con una sonrisa radiante.

—¿Me permite que utilice su catalejo, excelencia?

Meed titubeó por un momento y esbozó un gesto de contrariedad, pero, como era rehén de los buenos modales, se lo entregó con gran envaramiento.

—Por supuesto.

El camino se curvaba hacia el norte, era una franja de tierra embarrada que atravesaba campos embarrados donde se asentaba el extenso campamento, con las tiendas desperdigadas caprichosamente, como unos hongos monstruosos que hubiesen brotado durante la noche. Más allá, se encontraban los terraplenes que los hombres de Meed habían levantado en la oscuridad. Más allá, a través del velo de la niebla y la llovizna, pudo distinguir la empalizada que rodeaba Osrung, e incluso llegó a atisbar lo que parecían ser unas escaleras de asalto apoyadas sobre ella.

Finree rellenaba los huecos con su imaginación. Filas y más filas de soldados marchaban hacia la empalizada siguiendo órdenes, con gesto sombrío y dispuestos a todo mientras las flechas arreciaban sobre ellos. Los heridos eran arrastrados hasta la retaguardia o se les dejaba chillando allá donde habían caído. Caían piedras, las escaleras eran apartadas a empujones, los hombres eran masacrados en cuanto intentaban encaramarse y adentrarse en las pasarelas, caían gritando y se estrellaban contra el suelo.

Se preguntó si Hal se hallaría en medio de esa batalla, jugando a ser un héroe. Por primera vez, sintió cierta preocupación por él y un escalofrío le atravesó los hombros. Aquello no era ningún juego. Bajó el catalejo de Meed y se mordió el labio.

—¿Dónde diablos están el Sabueso y su chusma? —inquirió el lord gobernador al capitán Hardrick, de manera apremiante.

—Creo que iba detrás de nosotros por el camino, excelencia. Sus exploradores se toparon con una aldea quemada y el lord mariscal les dio permiso para abandonar la formación e ir a investigar. Deberían llegar aquí en un par de horas…

—Qué típico. Siempre puedes confiar en que esté ahí para encogerse de hombros de manera cómplice, pero, en cuanto la batalla comienza, no hay manera de dar con él.

—Los hombres del Norte son traicioneros por naturaleza —aseveró alguien súbitamente.

—Y unos cobardes.

—Si estuvieran aquí, sólo nos retrasarían, excelencia.

—Eso es cierto —dijo Meed, resoplando—. Ordene a todas las unidades que ataquen. Quiero que el enemigo se vea abrumado. Quiero que esa ciudad quede reducida a polvo y que todo hombre del Norte que more en ella acabe muerto o tenga que salir huyendo.

Finree no pudo contener su lengua.

—¿No cree que sería más acertado dejar al menos un regimiento en la retaguardia? Por lo que tengo entendido, el bosque del este no ha sido registrado del…

—¿En serio cree que va a hacerme caer en una trampa para que meta la pata y su marido me sustituya?

Reinó un silencio que pareció hacerse eterno, mientras Finree se preguntaba si estaba soñando.

—Le ruego que me…

—Sí, es un hombre muy agradable, por supuesto. Valiente, honrado y todas esas cosas sobre las que tanto les gusta cotillear a las esposas entre susurros. Pero es un necio y, lo que es aún peor, el hijo de un famoso traidor y, para colmo de males, el marido de una arpía taimada. Su único amigo importante es su suegro y a éste no le quedan muchos días en este mundo —afirmó Meed en voz baja, pero lo suficientemente alto como para que los demás pudieran escucharle con facilidad. Un joven capitán se quedó boquiabierto. Al parecer, la etiqueta no ataba a Meed con tanta fuerza como ella había creído.

—En su día, frustré un plan del Consejo Cerrado, por el que intentaban impedir que ocupara el lugar de mi hermano como lord gobernador, ¿lo sabía? El Consejo Cerrado. ¿Acaso cree que la hija de un soldado va a tener éxito donde el Consejo fracasó? Como vuelva a dirigirse a mí sin el debido respeto, les aplastaré, tanto a usted como a su marido, como los piojos hermosos, ambiciosos e insignificantes que realmente son.

Entonces, le quitó, con una tremenda calma, el catalejo a Finree de su mano inerte y miró a través de él en dirección a Osrung, como si no hubiera dicho nada y como si ella no existiera.

Finree debería haber respondido de inmediato con una réplica sarcástica, pero en lo único en que pensaba en esos momentos era en satisfacer esa imperiosa necesidad que sentía de destrozar la parte frontal del catalejo de Meed de un puñetazo para que el otro extremo se le clavara en el cráneo. La habitación parecía hallarse demasiado iluminada. Los violines le destrozaban los tímpanos. Tenía el rostro tan rojo que parecía que la habían abofeteado. Pero se limitó a pestañear y retirarse dócilmente. Fue como si hubiera ido flotando hasta la otra punta de la sala sin haber movido siquiera los pies. Un par de oficiales observaron cómo se alejaba, murmuraron algo entre ellos; evidentemente, se alegraban de que la hubiera humillado y se estaban regodeando en ello.

—¿Estás bien? —le preguntó Aliz—. Te veo pálida.

—Estoy perfectamente bien.

O, más bien, estaba hecha una furia. Una cosa era insultarla, lo cual, sin lugar a dudas, se había ganado a pulso. Pero insultar a su marido y a su padre era algo muy distinto. Juró que ese viejo cabrón iba a pagar muy cara la afrenta.

Aliz se inclinó para acercarse a ella.

—¿Y ahora qué hacemos?

—¿Ahora? Nos quedaremos aquí sentadas como buenas chicas y aplaudiremos mientras esos idiotas acumulan un ataúd sobre otro.

—Oh.

—No te preocupes. Más tarde, quizá te dejen sollozar sobre algún herido, si te encuentras aún con ánimo para llorar, y podrás parpadear con tus bonitas pestañas y poner ojitos ante la horrible futilidad de todo esto.

Aliz tragó saliva y miró para otro lado.

—Oh.

—Sí, eso es. Oh.

Así que esto era una batalla. Beck y Reft nunca habían tenido muchas cosas que decirse, pero, desde que la Unión había logrado atravesar la empalizada, no habían cruzado ni una palabra. Simplemente, miraban por las ventanas en silencio. Beck deseó tener algún amigo a su lado en esos momentos, o haberse esforzado más en hacerse amigo de los muchachos que ahora tenía a su lado. Sin embargo, ya era demasiado tarde para eso.

Tenía su arco en la mano, una flecha preparada y la cuerda lista para disparar. Llevaba con la flecha lista casi una hora, pero no había nadie a quien pudiera disparar. No podía hacer nada, salvo observar, sudar, relamerse los labios y observar otra vez. En un principio, había deseado poder ver más de lo que estaba ocurriendo, pero ahora que la lluvia había amainado y estaba saliendo el sol, Beck se había dado cuenta de que podía ver mucho más de lo que realmente quería.

La Unión había sobrepasado la empalizada en tres o cuatro sitios y habían logrado entrar en la ciudad en gran número. Se habían desatado combates por todas partes, la batalla se había transformado en pequeñas escaramuzas aisladas que tenían lugar por doquier. No había líneas de combate, sólo una tremenda confusión y un ruido enloquecedor. Los gritos y los alaridos se mezclaban con el fragor del choque del metal contra el metal y de la madera al quebrarse.

Beck no era ningún experto en estas lides. Aunque no sabía cómo alguien podía llegar a serlo en algo así. No obstante, podía ver que la batalla se decantaba por un bando en la parte sur del río. Cada vez, más y más hombres del Norte retrocedían a toda prisa y desordenadamente por el puente, algunos iban cojeando o se cubrían las heridas, otros gritaban y señalaban hacia el sur, abriéndose paso a través del muro de escudos situado al extremo norte del arco del puente hasta adentrarse en la plaza a la que daba la ventana de Beck. Donde esperaba estar a salvo. Pero no se sentía nada seguro. En toda su vida, Beck jamás se había sentido tan poco seguro.

—¡Quiero ver! —exclamó Brait, quien tiraba a Beck de la camisa, para intentar atisbar algo por la ventana—. ¿Qué está pasando?

Beck no sabía qué decir. No sabía si sería capaz siquiera de hablar. Justo debajo de ellos, un herido estaba gritando. Profería gritos mientras gorgoteaba y sufría arcadas. Beck deseó que parara cuanto antes. Sintió un mareo.

La empalizada estaba prácticamente perdida. Pudo ver cómo un hombre bastante alto de la Unión, que se encontraba en la pasarela, señalaba hacia el puente con su espada y daba palmaditas a sus hombres en la espalda mientras ascendían en tropel por las escaleras que se encontraban a ambos lados de él. Todavía quedaban unas pocas docenas de Carls en la puerta, arremolinados alrededor de un estandarte hecho jirones, con sus escudos pintados conformando un semicírculo, pero estaban rodeados y los sobrepasaban en número; además, ahora, una lluvia de flechas arreciaba sobre ellos desde las pasarelas.

No obstante, algunos de los edificios más grandes seguían en manos norteñas. Beck pudo ver cómo algunos hombres se asomaban fugazmente a las ventanas para disparar sus flechas y se retiraban de inmediato al interior del edificio. Pese a que las puertas habían sido atrancadas con clavos y habían montado barricadas, los hombres de la Unión se aglomeraban en torno a ellas como abejas en torno a un panal. Lograron prender fuego a un par de las casas que más resistencia ofrecían, a pesar de la humedad. Ahora, un humo marrón, iluminado por el tenue naranja de las trémulas llamas, ascendía en oleadas hacia el cielo y era arrastrado por el viento hacia el este.

Un norteño salió de un edificio ardiendo a todo correr, blandiendo un hacha por encima de su cabeza con ambas manos para cargar contra el enemigo. Beck no pudo oír qué gritaba, aunque sí podía verlo. Según las canciones, debería haberse llevado consigo a muchos adversarios y se habría unido con orgullo a los muertos. En la realidad, sólo logró que un par de hombres de la Unión se alejaran de él antes de que unos cuantos más lo obligaran a retroceder contra un muro con sus lanzas. En cuanto le clavaron una en el brazo, tuvo que soltar el hacha. Entonces, alzó la otra mano y gritó aún más. No sabía si estaba gritando que se rendía o les estaba insultando, aunque, la verdad, eso daba igual. Le atravesaron el pecho con una lanza y cayó al suelo. Después, lo atravesaron una y otra vez con sus armas, que se alzaban y descendían como las palas de hombres que cavan en el campo.

Beck lo observó todo con unos ojos llorosos que parecía que se le iban a salir de sus órbitas. Su mirada se desplazaba a gran velocidad de un edificio a otro; entonces, fue testigo de un asesinato que se produjo a menos de cien pasos de donde se hallaba, en la ribera del río. De una casucha, sacaron a rastras a alguien que se resistía y a quien obligaron a agacharse. Vio el destello de un cuchillo y, acto seguido, lo tiraron al río, donde el cadáver se alejó flotando boca abajo, mientras sus asesinos volvían al interior de la casa. Beck supuso que lo habían degollado. Le habían rajado la garganta, así, sin más.

—Se han hecho con la puerta —afirmó Reft, con un tono de voz ahogado, como si nunca antes hubiera hablado. Beck comprobó que tenía razón. Habían eliminado a los últimos hombres que defendían esa posición y estaban quitando las barras para abrir las puertas. En ese instante, la luz del día se filtró por el arco de la entrada de la plaza.

—Por los muertos —susurró Beck apenas audible.

Cientos de esos cabrones tomaron Osrung en tropel, adentrándose en el humo y en los edificios esparcidos aquí y allá, anegando el camino que llevaba al puente. La triple hilera de hombres del Norte que se encontraban en su extremo norte parecía conformar, súbitamente, una barrera muy patética. Una suerte de muro de arena que debía contener todo un océano. Beck pudo observar cómo se estremecían. Como, prácticamente, se venían abajo. Pudo sentir su tremendo deseo de unirse a los hombres que cruzaban el puente y los dejaban a ellos atrás, para intentar escapar de la masacre que estaba teniendo lugar en la orilla más lejana.

Beck también sintió esa tremenda necesidad de salir corriendo, de hacer algo, pero lo único que se le ocurría era huir. Recorrió rápidamente con la mirada los edificios ardiendo situados en la parte sur del río, las llamas habían ascendido bastante y el humo se extendía por toda la ciudad.

Beck se preguntó qué sentiría en esos momentos la gente que estaba dentro de esas casas, sin salida. Miles de cabrones de la Unión golpeaban sus puertas y sus muros, mientras lanzaban flechas a su interior. Sus pequeñas habitaciones se estaban llenando de humo. Los heridos no debían de albergar ya muchas esperanzas de que se apiadaran de ellos. Esa gente debía de estar contando sus últimas flechas y cuántos de sus amigos habían muerto. No había salida. Hubo un tiempo en que a Beck le habría hervido la sangre al pensar en estas cosas. Pero, ahora, se le había helado. Esos edificios no eran unas fortalezas construidas en el otro lado del río para defenderse del enemigo, sino unas pequeñas casuchas de madera.

Como la casa en la que se encontraba él.