Ambición

—¿Fin?

—¿Mmmm?

Él se apoyó sobre el codo, mostrándole una amplia sonrisa.

—Te quiero.

—Mmmm.

Una larga pausa. Ella había dejado hace tiempo de esperar que el amor le cayera encima como un relámpago. Alguna gente es propensa a vivir amores de ese tipo, pero otros son más duros de mollera.

—¿Fin?

—¿Mmmm?

—Te quiero. De veras.

Sí, lo amaba, pese a que, de algún modo, le costaba pronunciar esas palabras. Sentía algo muy parecido al amor. Él tenía un aspecto magnífico con el uniforme, y mucho mejor sin él; a veces, la sorprendía, pues lograba hacerla reír y, sin duda alguna, cuando se besaban saltaban chispas. Era un hombre honorable, generoso, diligente, respetuoso y olía bien… aunque no poseía un intelecto descomunal, la verdad sea dicha, pero probablemente eso también era positivo. Rara vez hay espacio para dos grandes intelectos en un matrimonio.

—Buen chico —murmuró ella, dándole unas palmaditas en la mejilla. Le tenía un gran afecto y sólo sentía cierto desprecio por él de vez en cuando, lo cual era mucho más de lo que podía decir sobre la mayoría de los hombres. Además, hacían una buena pareja. Optimista y pesimista, idealista y pragmática, soñador y cínica. Por no hablar de que él era de sangre noble y ella tenía una ambición insaciable.

Él dio un suspiro teñido de decepción.

—Juro que no hay hombre en todo el puñetero ejército que no te ame.

—¿Tu comandante en jefe, el Lord Gobernador Meed, también?

—Bueno… no, casi seguro que él no, pero incluso él caería rendido ante tus encantos si te abstuvieras de dejarlo constantemente como un estúpido.

—Si me abstuviera, él solito acabaría demostrando también lo que es realmente.

—Es probable, pero los hombres toleran eso mucho mejor.

—De todos modos, sólo hay un oficial cuya opinión me importe algo.

Él sonrió mientras recorría las costillas de su amada con la punta de uno de sus dedos.

—¿De veras?

—Sí, el capitán Hardrick —afirmó, chasqueando la lengua—. Debe de ser por esos pantalones de caballería que lleva tan sumamente prietos. Me gusta dejar caer cosas delante de él para que se incline a recogerlas. Huuuuy —se llevó un dedo a los labios, a la vez que le hacía ojitos—. ¡Qué torpe soy, se me ha caído otra vez el abanico! ¿Me hace el favor de recogerlo, por favor, capitán? Ya casi lo tiene. Sólo tiene que agacharse un poco más, capitán. Sólo… un poco… más.

—Pero qué desvergonzada eres. Aunque no creo que Hardrick hiciera una buena pareja contigo. Ese hombre es más aburrido que una ostra. Con él, te morirías de aburrimiento en unos minutos.

Finree hinchó los carrillos y resopló.

—Es probable que tengas razón. Un buen culo da para lo que da. Eso es algo que la mayoría de los hombres nunca llegan a comprender. Tal vez… —entonces, repasó mentalmente a todos sus conocidos en busca del amante más ridículo y sonrió al dar con el candidato perfecto—. ¿Qué te parece Bremer dan Gorst? No se puede decir que sea un tipo apuesto… ni ingenioso… ni tiene una buena posición social, pero intuyo que unas hondas emociones se ocultan tras esa fachada tan vulgar. Costaría acostumbrarse a su voz, por supuesto, aunque también es cierto que resulta muy difícil arrancarle más de un par de palabras seguidas, pero si te gustan los tipos fuertes y callados, creo que en ambos aspectos se lleva la puntuación máxima… ¿Qué? —Hal ya no se reía—. Estoy bromeando. Hace años que lo conozco. Es inofensivo.

—¿Inofensivo? ¿Le has visto alguna vez luchar?

—Le he visto combatir en un duelo de esgrima.

—No es lo mismo.

Sabía que él se estaba mordiendo la lengua para no comentar nada más al respecto y eso le hizo querer saber más.

—¿Le has visto luchar?

—Sí.

—¿Y?

—Y… me alegro de que esté de nuestro lado.

Ella le acarició con un dedo la punta de la nariz.

—Oh, mi pobre nene. ¿Le tienes miedo?

Se apartó de ella y se dio la vuelta para quedarse mirando al techo.

—Un poco. Todo el mundo debería tenerle un poco de miedo a Bremer dan Gorst.

Esa afirmación la sorprendió. Nunca se le había ocurrido pensar que Hal tuviera miedo a algo. Se quedaron ahí quietos, por un momento, mientras la lona por encima de ellos se agitaba suavemente mecida por el viento que soplaba fuera.

Ahora se sentía culpable. Amaba a Hal. El día en que le pidió la mano, había evaluado la situación detenidamente. Había sopesado todos los pros y contras, se había demostrado categóricamente a sí misma que Hal le convenía. Era un buen hombre. De los mejores que existían. Además, tenía una dentadura excelente. Era sincero, valiente y leal, quizá en demasía. Pero esas cosas no son siempre suficientes. Por eso él necesitaba a alguien más pragmático a su lado que lo ayudara a navegar entre procelosas aguas. Por eso la necesitaba.

—Hal.

—¿Sí?

Ella se giró hacia él y se apretó contra su cálido costado, para susurrarle al oído.

—Te quiero.

Tenía que admitir que disfrutaba del poder que ejercía sobre él. Con sólo eso bastaba para que estuviera radiante de alegría.

—Buena chica —susurró y la besó. Ella le devolvió el beso, a la vez que enredaba el pelo de su amado en sus dedos. ¿Qué es el amor, sino dar con alguien que encaja contigo? ¿Alguien que compensa tus defectos?

Alguien con quien puedes colaborar. Al que puedes moldear.

Aliz dan Brint era bastante guapa, bastante lista y de una familia lo bastante acomodada como para que no fuera una vergüenza tenerla como amiga, pero no lo bastante guapa, ni lo bastante lista, ni de una familia lo bastante acomodada como para que supusiera una amenaza. Cumplía todos los estrictos requisitos que Finree exigía para cultivar una amistad sin correr ningún peligro de ser eclipsada. Nunca le había gustado que alguien la eclipsara.

—Me está costando un poco adaptarme —murmuró Aliz, posando sus ojos de rubias pestañas sobre la columna de soldados que marchaba junto a ellas—. Lleva cierto tiempo acostumbrarse a estar rodeada de hombres…

—No sé qué decirte. El ejército siempre ha sido mi hogar. Mi madre murió cuando yo era muy joven y me crió mi padre.

—Lo… lo siento.

—¿Por qué? Creo que mi padre la añora, pero yo no puedo. Nunca llegué a conocerla de verdad.

A continuación, reinó un incómodo silencio, lo cual no era muy sorprendente ya que Finree se percató de que aquella respuesta había sido el equivalente conversacional de un mazazo en la cabeza.

—¿Y tus padres?

—Han muerto.

—Oh.

Esa contestación hizo que Finree se sintiera peor. Daba la impresión de que la mayoría de las conversaciones en las que participaba siempre se movía entre dos extremos, entre la impaciencia y la culpa. Había decidido mostrarse más tolerante, aunque se había marcado ese propósito muchas veces y nunca lo había logrado. Quizá debería haber mantenido la boca cerrada, pero ése era un objetivo que también se había marcado muchas veces, con unos resultados aún más desastrosos. Mientras tanto, los cascos de los caballos repiqueteaban por el camino y las botas de los soldados resonaban al unísono, acompañados por los ocasionales gritos de los oficiales irritados porque alguien había roto el ritmo.

—¿Nos dirigimos al… Norte? —preguntó Aliz.

—Sí, hacia la ciudad de Osrung para encontrarnos con otras dos divisiones, mandadas por los generales Jalenhorm y Mitterick. Ahora mismo podrían estar ya a sólo quince kilómetros de nosotros, al otro lado de esas colinas —contestó, señalando con su fusta los sombríos cerros situados a su izquierda.

—¿Qué clase de hombres son?

—El general Jalenhorm es… —ten tacto, ten tacto— un hombre valiente y honrado, un viejo amigo del rey —por lo que ha ascendido mucho más de lo que le correspondería según sus limitadas habilidades—. Mitterick es un soldado competente y muy experimentado —así como un fanfarrón desobediente que tenía puestas sus miras en el puesto de su padre.

—¿Cada uno de ellos manda tantos hombres como nuestro Lord Gobernador Meed?

—Cada uno manda siete regimientos, dos de caballería y cinco de infantería.

Finree podría haber recitado de un tirón cuántos eran, qué títulos poseían y quiénes eran los oficiales de alto rango, pero daba la sensación de que se estaba acercando a los límites de la comprensión de Aliz. No obstante, los límites de su comprensión nunca habían parecido muy extensos, pero, aun así, Finree estaba decidida a convertirla en su amiga. Se comentaba que su marido, el coronel Brint, era íntimo del rey, lo cual la convertía en alguien muy útil. Por eso se reía siempre de los tediosos chistes del general.

—Cuánta gente —dijo Aliz—. No cabe duda de que tu padre asume una gran responsabilidad.

—Así es.

La última vez que Finree había visto a su padre se había quedado impactada por su aspecto fatigado. Siempre había creído que estaba hecho de puro hierro, por lo que se había sentido muy desconcertada al darse cuenta de que también podía ser vulnerable. Quizá ése era el momento en que uno madura, cuando uno se da cuenta de que sus padres son tan falibles como cualquier persona.

—¿Con cuántos soldados cuenta el otro bando?

—La línea que separa a un soldado de un ciudadano normal no es tan clara en el Norte. Cuenta con unos cuantos miles de Carls, tal vez… de guerreros profesionales con sus propias cotas de malla y armas, adiestrados para la guerra, que forman la punta de lanza en las formaciones al cargar y la vanguardia en los muros de escudos. Pero por cada Carl habrá varios Siervos; granjeros o mercaderes reclutados a la fuerza o a los que pagan por luchar y trabajar, normalmente no van fuertemente armados, sólo con una lanza o un arco, pero, aun así, son unos guerreros muy curtidos. Luego están los Grandes Guerreros, unos veteranos que se han ganado un lugar de honor gracias a sus hazañas en el campo de batalla y que sirven como oficiales, guardaespaldas o exploradores en pequeños grupos llamados docenas. Como ellos —señaló a un grupo de desharrapados hombres del Sabueso, que seguían de cerca la columna por la elevación situada a su derecha—. No estoy segura de que nadie sepa con cuántos hombres cuenta Dow el Negro en total. Probablemente, ni siquiera Dow el Negro lo sepa.

Aliz parpadeó.

—Sabes tantas cosas…

Finree deseaba contestar «sí, así es», pero al final optó por encogerse de hombros de modo despreocupado. No había nada mágico en ello. Simplemente, se limitaba a escuchar, observar y cerciorarse de que nunca hablaba sin saber de qué estaba hablando. Al fin y al cabo, la base de poder es el conocimiento.

Aliz suspiró.

—La guerra es terrible, ¿verdad?

—Arruina el paisaje, estrangula el comercio y la industria, mata a los inocentes y recompensa a los culpables, sume a los honrados en la pobreza y llena los bolsillos de los especuladores y, al final, sólo acaba alumbrando cadáveres, monumentos y relatos exagerados.

Sin embargo, Finree omitió mencionar que también ofrecía un sinfín de oportunidades.

—Tantos hombres resultan heridos —afirmó Aliz—. Tantos acaban muertos.

—Es algo horroroso.

Aunque los muertos dejan huecos que los avispados pueden ocupar con celeridad. O a los que las esposas avispadas pueden dirigir con presteza a sus maridos…

—Toda esta gente ha perdido sus hogares. Lo ha perdido todo —aseveró Aliz, quien observaba con ojos llorosos la miserable procesión que se acercaba en el otro sentido, a la que los soldados obligaban a apartarse del camino y a avanzar con dificultad a través del polvo asfixiante que éstos levantaban.

Casi todos sus integrantes eran mujeres, aunque no era fácil saberlo a ciencia cierta, ya que vestían sayones harapientos. Algunos ancianos y niños las acompañaban. Eran norteños, ciertamente. Y pobres, sin duda. Más que pobres, en realidad, pues no poseían prácticamente nada, sus rostros estaban contorsionados por el hambre y andaban boquiabiertos por puro agotamiento, aferrándose a unas posesiones descorazonadoramente exiguas. No miraban con odio, ni siquiera con miedo a los soldados de la Unión que marchaban pesadamente en dirección contraria. Parecían demasiado desesperados como para dejarse llevar por alguna otra emoción.

Finree ignoraba de quién huían exactamente, o adónde iban. Ignoraba qué horror les había obligado a ponerse en marcha o qué otros más tendrían que afrontar aún. Los seísmos ciegos de la guerra los habían expulsado de sus casas. Al verlos, Finree se sintió vergonzosamente a salvo, asquerosamente afortunada. Resulta muy fácil olvidar lo mucho que uno tiene, cuando su mirada siempre está centrada en lo que no tiene.

—Habría que hacer algo al respecto —murmuró Aliz, melancólicamente.

Finree apretó los dientes con fuerza.

—Tienes razón.

Espoleó a su caballo, lo cual posiblemente provocó que unas pocas motas de barro salpicaran el vestido blanco de Aliz, y recorrió la distancia que la separaba de su objetivo en un visto y no visto. Después, se adentró con su montura en el conjunto de oficiales que conformaba el cerebro de la división, ése que tan frecuentemente erraba.

Aquí arriba se hablaba el lenguaje de la guerra. De la coordinación y el abastecimiento. Del tiempo y el ánimo de las tropas. De los ritmos a los que había que marchar y las órdenes de batalla. Ésa no era una lengua extraña para Finree, quien incluso mientras avanzaba con su caballo entre ellos, se percató de varios errores, descuidos y deficiencias. Ella había crecido en barracones, comedores militares y cuarteles generales, llevaba más tiempo en el ejército que la mayoría de los oficiales que se encontraban aquí y sabía tanto sobre estrategia, táctica y logística como cualquiera de ellos. Ciertamente, sabía bastante más que el Lord Gobernador Meed, que hasta el año pasado no había presidido nada más peligroso que un banquete formal.

Meed cabalgaba en el mismo centro de ese compacto grupo, bajo un estandarte en el que podían verse los martillos cruzados de Angland, vestido con un magnífico uniforme azul celeste con galones dorados, más propio de un actor que actuaba en una representación vulgar que de un general en campaña. A pesar de todo el dinero que se había gastado en sastres, sus espléndidos cuellos nunca parecían quedarle del todo bien y su cuello nervudo siempre sobresalía de ellos como el de una tortuga de su caparazón.

Había perdido a tres sobrinos hace años en la Batalla de Pozo Negro y a su hermano, el lord gobernador anterior, poco después. Desde entonces, había acumulado un odio insuperable por los hombres del Norte y había defendido con tanta firmeza la necesidad de una guerra que él mismo había equipado a la mitad de su división poniendo dinero de su propio bolsillo. Sin embargo, el odio al enemigo no otorgaba a nadie una cualificación especial para llevar el mando. Sino más bien al contrario.

—Lady Brock, me alegro de que se haya unido a nosotros —dijo, con cierto desdén.

—Simplemente, formaba parte de esta marcha y ustedes se han interpuesto en mi camino —los oficiales se rieron entre dientes y Hal profirió un suspiro teñido de desesperación, mientras le lanzaba una mirada de reproche de soslayo, que ella le devolvió—. Tanto yo como algunas de las otras damas no hemos podido evitar fijarnos en los refugiados que circulan por la izquierda del camino. Esperábamos poder convencerlos de que les dieran un poco de comida.

Meed posó sus ojos llorosos sobre aquella deprimente procesión con el mismo desprecio con el que uno observaría una hilera de hormigas.

—Me temo que el bienestar de mis soldados es prioritario.

—Estoy segura de que esos muchachos tan fornidos se pueden permitir el lujo de saltarse una comida por una buena causa, ¿verdad? —replicó, golpeando el peto del coronel Brint, quien se rió de manera nerviosa.

—Le he asegurado al Mariscal Kroy que estaremos en posición en las afueras de Osrung a medianoche. No podemos detenernos.

—Podríamos hacerlo en…

Meed se alejó de ella de un modo grosero.

—Las damas y sus proyectos de caridad, ¿mmm? —comentó a sus oficiales, lo cual provocó una salva de risas aduladoras y serviles.

Pero Finree respondió a ese desprecio con su risita ahogada bastante estridente.

—Los hombres y sus juegos de guerra, ¿mmm? —acto seguido, le dio un guantazo al capitán Hardrick en el hombro, lo bastante fuerte como para obligarlo a hacer una mueca de dolor—. Intentar salvar un par de vidas no es más que una estupidez, un sinsentido propio de una mujer. ¡Ahora lo entiendo! Deberíamos dejar que vayan cayendo como moscas junto al camino, deberíamos extender el fuego y la pestilencia allá donde sea posible hasta dejar su país como un puñetero páramo. ¡Así aprenderán a respetar como deben a la Unión y sus costumbres, sí, seguro que sí! ¡En eso consiste ser un soldado! Miró a su alrededor, a los oficiales, con las cejas arqueadas. Al menos, ya no se reían. Meed, en particular, jamás se había mostrado de tan mal humor, lo cual era todo un logro.

—Coronel Brock —consiguió decir Meed, a pesar de tener los labios fruncidos—. Creo que su esposa estará mucho más cómoda si cabalga con el resto de las damas.

—Estaba a punto de sugerir lo mismo —dijo Hal, a la vez que detenía su caballo delante de ella, obligando así tanto a la amazona como a su montura a pararse bruscamente mientras el grupo de Meed seguía su camino—. Pero ¿qué estás haciendo? —susurró en voz muy baja.

—¡Ese hombre es un idiota insensible! ¡Un granjero que juega a los soldaditos!

—¡Tenemos que apañarnos con lo que hay, Fin! Por favor, no lo provoques. ¡Hazlo por mí! ¡Mis puñeteros nervios no lo van a poder soportar!

—Lo siento —la impaciencia volvió a dar paso a la culpa. No por causa de Meed, por supuesto, sino por Hal, quien tenía que ser el doble de bueno, el doble de valiente y el doble de trabajador que cualquier otro para poder liberarse de la sombra asfixiante de su padre—. Pero odio ver cómo se hacen mal las cosas por culpa del orgullo malentendido de un viejo necio cuando se podrían hacer bien con suma facilidad.

—¿No crees que ya es bastante malo que tengamos un general aficionado al mando como para que encima alguien lo convierta en el hazmerreír de todo el mundo? Quizá si tuviera un poco de apoyo, haría las cosas mejor.

—Quizá —murmuró, sin estar muy convencida de ello.

—¿Por qué no te quedas con las demás esposas? —le imploró—. Por favor, aunque sólo sea por ahora.

—¿Con esa panda de brujas cotorras? —replicó, adoptando un gesto de contrariedad—. De lo único que saben hablar es sobre quién no es fértil, quién es infiel y qué ropa lleva la reina. Son idiotas.

—¿No te has dado cuenta de que, desde tu punto de vista, todos son idiotas menos tú?

Ella abrió los ojos como platos.

—¿Tú también te has dado cuenta?

Hal respiró hondo.

—Te quiero. Sabes que es así. Pero piensa en a quién estás ayudando en realidad. Podrías haber dado de comer a esta gente si hubieras tenido más mano izquierda —se rascó el caballete de la nariz—. Hablaré con el oficial del servicio de intendencia, a ver si se puede hacer algo.

—Eres todo un héroe.

—Lo intento, pero, la madre que te parió, no me lo pones nada fácil. La próxima vez, opta por hablar de un tema anodino, hazlo por mí, por favor. ¡Habla sobre el tiempo, por ejemplo! —exclamó, mientras regresaba hacia la cabeza de la columna a lomos de su caballo.

—Me cago en el tiempo —masculló a su espalda—, y en Meed también.

Aunque tenía que admitir que Hal tenía cierta razón. No se estaba haciendo ningún bien a sí misma, ni a su marido, ni a la causa de la Unión, ni siquiera a los refugiados al irritar al Lord Gobernador Meed.

No, tenía que destruirlo.