El fin del camino

—¿Está ahí dentro?

Escalofríos asintió lentamente.

—Sí, está ahí.

—¿Solo? —preguntó Craw, poniendo la mano sobre el pomo podrido.

—Ha entrado solo.

Lo que quería decir, con toda probabilidad, que debía de estar con la bruja. A Craw no le hacía demasiada gracia volver a encontrarse con ella, sobre todo, tras haber visto su sorpresita del día anterior, pero el amanecer ya estaba siguiendo su camino y hacía tiempo que él también debería haberlo seguido. Hacía diez años, más o menos. Pero tenía que decírselo primero a su jefe. Eso era lo correcto. Hinchó las mejillas y resopló, esbozando una mueca de dolor al notar los puntos que le habían dado en el rostro; después, giró el pomo y entró.

Ishri se encontraba de pie sobre el suelo de tierra, con las manos en las caderas y la cabeza ladeada. Su largo abrigo estaba chamuscado por el borde y una manga, parte del cuello de la prenda había ardido también y los vendajes que llevaba por debajo estaban ennegrecidos. Pero su piel seguía siendo tan perfecta que, prácticamente, las llamas de la antorcha se reflejaban en su mejilla, como si fuera un espejo negro.

—¿Por qué vas a pelear con ese necio? —le estaba diciendo, mientras señalaba con un largo dedo hacia los Héroes—. No obtendrás ningún beneficio con eso. Si entras en el círculo, no podré protegerte.

—¿Protegerme? —Dow se encontraba encorvado junto a la oscura ventana, con su pétreo rostro envuelto en sombras, mientras sostenía su hacha relajadamente justo por debajo de la hoja—. He estado en el círculo con hombres diez veces más duros que el puñetero Príncipe Calder.

Acto seguido, pasó el chirriante filo de su hacha por una piedra de afilar.

—Calder —dijo Ishri, resoplando—. Hay otras fuerzas en juego también en esto. Fuerzas que se hallan más allá de tu entendimiento…

—En realidad, no están más allá de mi entendimiento. Mantienes una disputa con el Primero de los Magos y ambos os estáis aprovechando de mi disputa con la Unión para pelear entre vosotros. ¿A que no me equivoco? Las disputas son algo que entiendo perfectamente, créeme. Las brujas y demás os creéis que vivís en un mundo aparte, pero, por lo que he visto, tenéis ambos pies en éste.

Ishri alzó la barbilla.

—Allí donde hay metal afilado, hay riesgo.

—Por supuesto, qué interés tendría si no —entonces, la piedra de afilar volvió a acariciar la hoja.

Ishri entornó los ojos y curvó los labios.

—Pero ¿qué os pasa a los malditos hombres rosáceos con vuestras malditas peleas y vuestro maldito orgullo?

Dow se limitó a sonreír y sus dientes brillaron al abandonar su rostro el cobijo de las sombras.

—Oh, eres una mujer muy astuta, de eso no cabe duda, y sabes muchas cosas realmente útiles —dio otro repaso con la piedra de afilar al hacha y, acto seguido, la alzó y su filo resplandeció ante la luz—. Pero no sabes nada sobre el Norte. Hace años que renuncié a toda clase de orgullo. Era un atributo inútil que no hacía más que irritarme. Lo único que me importa es mantener mi buen nombre —probó el filo, deslizando la punta de su pulgar suavemente por encima, como por el cuello de una amante; luego, se encogió de hombros—. Soy Dow el Negro. No puedo darle la espalda a este desafío como tampoco podría volar a la luna.

Ishri negó con la cabeza, sumamente disgustada.

—Después de todos los esfuerzos que he hecho para…

—Si muero, los vanos esfuerzos que has hecho por mí serán mi mayor pesar, ¿qué te parece?

Ishri miró malhumorada a Craw y, después, a Dow mientras dejaba su hacha apoyada contra la pared. A continuación, profirió un airado siseo.

—No echaré de menos vuestro clima —afirmó, al mismo tiempo que se agarraba los faldones de su chamuscado abrigo y los agitaba salvajemente frente a su propia cara. Entonces, se oyó un crujido de telas e Ishri desapareció, dejando sólo un jirón de una venda ennegrecida aleteando en el lugar donde había estado hasta hace unos instantes.

Dow lo cogió entre el índice y el pulgar.

—Supongo que también podría usar la puerta, pero, entonces, su marcha no tendría el mismo… dramatismo —sopló sobre el trozo de tela y observó cómo se retorcía en el aire—. ¿Alguna vez has deseado ser capaz de desaparecer, Craw?

Todos los días durante los últimos veinte años.

—Puede que no le falte razón —gruñó—. Ya sabes. En lo del círculo.

—¿Tú también?

—No tienes nada que ganar. Bethod solía decir que no hay nada que demuestre más poder que la…

—Guárdate la piedad —rugió Dow, quien desenvainó su espada con tanta rapidez que el acero siseó. Craw tragó saliva y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no retroceder—. Le he dado a ese chico todo tipo de oportunidades y me ha hecho quedar como un auténtico capullo. Sabes que tengo que matarlo —Dow se dispuso a limpiar la hoja gris de su arma con un trapo, mientras se le tensaban los músculos de un lado de su rostro—. Tengo que matarlo de la peor forma posible. Tengo que matarle de un modo tan cruel y humillante que a nadie se le ocurra hacerme quedar como un capullo en los próximos cien años. Tengo que dar una lección. Así es como funciona esto —alzó la mirada y Craw se dio cuenta de que era incapaz de devolvérsela. Se dio cuenta de que tenía la mirada clavada en ese suelo de tierra y que no sabía qué decir—. ¿Has venido para decirme que no vas a seguir sosteniendo tu escudo en mi nombre?

—Te dije que me quedaría hasta que la batalla hubiera terminado.

—Eso es cierto.

—La batalla ya ha terminado.

—La batalla nunca termina, Craw, y tú lo sabes —Dow lo observó detenidamente. Tenía medio rostro iluminado, y de la otra mitad sólo se atisbaba un ojo reluciente en la oscuridad. Entonces, Craw comenzó a enumerar los motivos por los que debía marcharse, a pesar de que nadie le había preguntado.

—Hay hombres más apropiados para este puesto. Mucho más jóvenes. Con las rodillas más firmes, los brazos más fuertes y mejor reputación —Dow continuó observándolo—. He perdido a muchos de mis amigos en este último par de días. Demasiados. Whirrun ha muerto. Brack también —intentaba desesperadamente reprimir las ganas que tenía de decirle que le faltaba estómago para ver cómo Dow despedazaba a Calder en el círculo, que no podría soportarlo por cuestión de lealtad—. Los tiempos han cambiado. Gente como Dorado y Cabeza de Hierro ya no me tienen el más mínimo respeto y yo los respeto aún menos a ellos. Por todo eso y por… y por…

—Sí, ya has tenido suficiente —le interrumpió Dow.

A Craw se le hundieron los hombros. Pese a que le dolía reconocerlo, esa frase resumía todo lo que quería decir bastante bien.

—He tenido suficiente.

Tuvo que apretar los dientes y echar los labios hacia atrás para poder contener las lágrimas. Era como si el mero hecho de expresar ese sentimiento con palabras hubiese logrado que todo se le viniera encima de golpe. Se acordó de Whirrun y Drofd, de Brack y Athroc, de Agrick y de todos los demás. Conformaban una hilera acusadora de difuntos que se perdía en las penumbras de la memoria. Una hilera de batallas peleadas, ganadas y perdidas. De cosas que ya no se pueden cambiar, de decisiones correctas y equivocadas, cuyas consecuencias eran un peso que acarrear.

Dow se limitó a asentir mientras introducía cuidadosamente su espada de nuevo en la vaina.

—Todos tenemos un límite. Un hombre de tu experiencia jamás debería sentirse avergonzado. Jamás.

Craw se limitó a apretar los dientes y se tragó las lágrimas mientras buscaba algunas palabras que decir.

—Supongo que no tendrás ningún problema para encontrar a otro que ocupe mi puesto.

—Ya lo he hecho —replicó Dow, señalando con la cabeza hacia la puerta—. Está esperando ahí afuera.

—Bien —Craw suponía que Escalofríos podría ser su sustituto; probablemente, podría desempeñar ese cargo mejor de lo que lo había hecho él, pues suponía que no estaba tan alejado de la redención como decía la gente.

—Toma —Dow le lanzó algo a través del cuarto y Craw lo cogió al vuelo; al instante, notó cómo unas monedas entrechocaban en el interior de esa cosa—. Dos de oro y unas cuantas más. Para que puedas empezar una nueva vida.

—Gracias, jefe —dijo Craw con suma sinceridad, pues esperaba recibir una puñalada en la espalda y no una bolsa en la mano. Dow apoyó la espada en el suelo.

—¿Qué vas a hacer?

—Hace mil puñeteros años, fui carpintero. Había pensado en volver a trabajar la madera. Quizá un carpintero tenga que hacer un par de ataúdes de vez en cuando, pero no es un oficio en el que uno entierre a muchos amigos.

—Ya —Dow acarició suavemente el pomo de su espada entre el índice del pulgar y la hizo girar sobre la punta—. Yo ya he enterrado a todos los míos. Salvo a los que he convertido en enemigos. Quizá ése sea el destino al que conduce el camino de todo guerrero, ¿eh?

—Sí, sí lo sigues durante el tiempo suficiente —Craw permaneció allí un momento más, pero Dow no respondió, así que se volvió para marcharse.

—Yo me dedicaba a hacer cazuelas.

Craw se detuvo con la mano ya sobre el pomo de la puerta, con los pelos de la nuca erizados. Pero Dow el Negro seguía sin moverse del sitio, mientras se contemplaba la mano. Una mano cubierta de cicatrices, costras y callos.

—Era aprendiz de alfarero —afirmó Dow, resoplando—. Hace mil puñeteros años. Después, llegaron las guerras y tomé el camino de la espada. Siempre pensé que volvería a ejercer ese oficio, pero… así son las cosas —entornó los ojos y se acarició suavemente la punta del pulgar con la punta de los demás dedos—. La arcilla… solía dejarme las manos… tan suaves. Imagínate —entonces, alzó la mirada y sonrió—. Buena suerte, Craw.

—Ya —replicó Craw y, acto seguido, salió de aquel lugar, cerró la puerta a sus espaldas y exhaló un largo suspiro de alivio. Con sólo unas palabras, todo había acabado. En ocasiones, algunas cosas parecen imposibles, hasta que finalmente las haces y te das cuenta de que lo único que hacía falta era dar un primer paso. Escalofríos seguía donde lo había dejado, con los brazos cruzados. Craw le dio una palmadita en el hombro.

—Supongo que ahora es cosa tuya.

—¿Eso crees? —alguien más apareció bajo la luz de la antorcha; alguien con una larga cicatriz bajo su corto pelo.

—Wonderful —musitó Craw.

—Hola, hola —dijo ella. A Craw le sorprendió verla allí, pero así no perdería tiempo, pues era a ella a quien debía decírselo a continuación.

—¿Cómo está la docena? —preguntó.

—Los cuatro que quedan están muy bien.

Craw esbozó una mueca de contrariedad.

—Ya. Bueno. Tengo que decirte algo —ella arqueó una ceja. Craw ya no podía echarse atrás, tenía que soltarlo—. Me retiro. Lo dejo.

—Lo sé.

—¿Ah, sí?

—¿Cómo iba a ocupar tu puesto si no?

—¿Mi puesto?

—Sí, como segundo de Dow.

Craw abrió los ojos como platos. Miró a Wonderful, después a Escalofríos y luego otra vez a ella.

—¿Tú?

—Sí, yo. ¿Por qué no?

—Bueno, es que pensé que…

—¿Que cuando abandonaras este tipo de vida el sol dejaría de brillar para los demás? Pues no. Lamento decepcionarte.

—Pero ¿qué pasa con tu marido? ¿Y con tus hijos? Creí que ibas a…

—La última vez que fui a la granja fue hace cuatro años —echó la cabeza hacia atrás y Craw vio en su mirada una dureza que no estaba acostumbrado a ver—. Se habían marchado. Sin dejar rastro.

—Pero volviste hace un mes.

—Aquel día estuve paseando por ahí, me senté junto al río y me dediqué a pescar. Después, regresé con la docena. No me vi capaz de contártelo. No quería tu lástima. Esto es todo lo que les queda a los que son como nosotros. Ya lo verás —Wonderful le estrechó la mano, pero la de Craw permaneció inerte—. Ha sido un honor pelear contigo, Craw. Cuídate.

A continuación, Wonderful abrió la puerta y la cerró a sus espaldas con estrépito, dejándolo atrás, parpadeando ante la silenciosa madera.

—Uno cree que conoce a alguien y luego… —Escalofríos chasqueó la lengua—. Nadie llega a conocer realmente a nadie. No.

Craw tragó saliva con gran esfuerzo.

—La vida está llena de sorpresas, desde luego —afirmó, mientras daba la espalda a la vieja cabaña y se perdía en la penumbra.

Había soñado despierto a menudo con su gran despedida. Se había imaginado recorriendo un pasillo repleto de Grandes Guerreros que le deseaban un futuro brillante, con la espalda dolorida de recibir tantas palmadas afectuosas. Pasando bajo un pasillo formado por espadas desenvainadas, que centelleaban bajo la luz del sol. Cabalgando hacia la lejanía, con el puño en alto a modo de saludo mientras los Carls le jaleaban y las mujeres lloraban su marcha, aunque no tenía nada claro de dónde podrían haber salido tales mujeres.

Retirarse escabulléndose en mitad de la helada oscuridad poco antes del amanecer, hacia el anonimato y el olvido, era algo que nunca había formado parte de sus sueños. Pero como la vida real es lo que es, un hombre necesita soñar.

La mayoría de los hombres cuyos nombres merecían ser recordados se encontraban arriba, en los Héroes, esperando a ver cómo masacraban a Calder. Sólo quedaban el Jovial Yon, Scorry Sigiloso y Flood para despedirlo. Los únicos supervivientes de la docena de Craw. Y Beck, con unas grandes ojeras y el Padre de las Espadas en su pálido puño. Craw pudo ver el dolor en sus rostros, por mucho que intentasen forzar una sonrisa. Como si les estuviese decepcionando al marcharse. A lo mejor era así.

Siempre se había enorgullecido de ser una persona apreciada. De ser un hombre de honor y todo eso. A pesar de ello, hacía tiempo que sus amigos muertos superaban en número a los vivos y en aquellos últimos días habían cobrado una gran ventaja. Tres amigos que podrían haberle proporcionado una cálida despedida habían vuelto al barro en lo alto de esa colina y llevaba a otros dos más en la parte trasera de su carro.

Intentó enderezar la vieja manta, pero, por mucho que tirase de las esquinas, era inútil. Las barbillas de Whirrun y Drofd, sus narices y sus pies seguían alzando la parca y avejentada tela. Aquélla era una triste mortaja para un héroe. Pero las mantas buenas les eran más útiles a los vivos. Los muertos no necesitaban calentarse.

—No me puedo creer que te marches —dijo Scorry.

—Hace años que lo vengo diciendo.

—Exacto. Y nunca lo hacías.

Craw se encogió de hombros.

—Pues esta vez sí.

En su mente, siempre se había imaginado que despedirse de su docena sería como estrecharles las manos antes de una batalla. Que sentiría la misma intensa sensación de camaradería. Que sería incluso más intensa que nunca, pues todos sabrían que realmente ésa sería la última vez que se verían, en vez de únicamente temer que podría serlo. Pero sólo notó la sensación de estrecharles las manos. Casi parecían unos desconocidos. A lo mejor ahora él era para ellos como el cadáver de un viejo camarada. Al que sólo querían enterrar para poder proseguir con sus vidas. Craw ni siquiera tendría el gastado ritual de inclinar las cabezas frente a la tierra recién removida a modo de despedida. Sólo un adiós que a todos les parecía una traición.

—Entonces, ¿no te quedas para el espectáculo? —preguntó Flood.

—¿Te refieres al duelo? —o al asesinato, pues también podría calificarse de esa manera—. Creo que ya he visto suficiente sangre. La docena es ahora tuya, Yon.

Yon alzó una ceja en dirección a Scorry, Flood y Beck.

—¿Todos ellos?

—Encontrarás a más. Como siempre hemos hecho. En un par de días, ni siquiera echarás nada en falta —lo triste era que probablemente así sería. Así había sido siempre, cuando habían perdido a un hombre. Aunque costaba imaginar que fuese a pasar igual con uno mismo. Que uno sería olvidado al igual que un estanque olvida una piedra que ha sido arrojada a él. Tras unas cuantas ondulaciones en la superficie, uno desaparece. Olvidar forma parte de la naturaleza del hombre.

Yon observaba ceñudo la manta y lo que descansaba bajo ella.

—Si muero —murmuró—, ¿quién encontrará a mis hijos en mi nombre?

—A lo mejor deberías buscarles tú mismo, ¿nunca te has planteado esa opción? Ve a su encuentro, Yon, y diles lo que eres y lo que haces. Haz las paces con ellos, mientras aún tienes aliento para hacerlo.

Yon bajó la mirada hacia sus botas.

—Sí. Tal vez —a continuación, reinó un silencio tan incómodo como que le metan a uno un lanzazo por el culo—. Bueno. Me temo que nos toca sostener nuestros escudos, allí arriba, con Wonderful.

—Así es —replicó Craw.

Yon se volvió y encaminó sus pasos hacia la cima, meneando la cabeza de lado a lado. Scorry se despidió asintiendo por última vez con la cabeza y lo siguió.

—Adiós, jefe —dijo Flood.

—Supongo que ya no soy el jefe de nadie.

—Siempre serás el mío —replicó Flood. Después, se alejó cojeando en pos de los otros dos, dejando solos a Craw y a Beck junto al carro. Un muchacho al que dos días antes no conocía iba a ser el último en despedirle.

Craw suspiró y subió dificultosamente al asiento, a causa de todos los cardenales que había recibido en el transcurso de los últimos días. Beck permaneció en su sitio, agarrando al Padre de las Espadas con ambas manos, que se encontraba envainada y con la punta apoyada en el suelo.

—Voy a tener que sostener mi escudo en nombre de Dow el Negro —afirmó—. Yo. ¿Alguna vez has hecho algo así?

—En más de una ocasión. No tiene ningún secreto. Limítate a mantener cerrado el círculo y asegúrate de que nadie lo abandone. Sé leal a tu jefe. Haz lo correcto, como hiciste ayer.

—Ayer —musitó Beck, bajando la mirada hacia la rueda del carro, como si estuviera mirando a través del suelo y no le gustase lo que hubiera al otro lado—. Ayer no te lo conté todo. Quise hacerlo, pero…

Craw miró hacia atrás, hacia las dos siluetas que se encontraban bajo la manta. No necesitaba escuchar las confesiones de nadie, pues sus propios errores ya eran una pesada carga. Pero Beck ya había comenzado a hablar, en un tono monótono, como una abeja atrapada en una habitación donde reinaba el calor.

—Maté a un hombre en Osrung. Pero no era de la Unión, sino uno de los nuestros. A un muchacho llamado Reft. Él plantó cara al enemigo y luchó mientras yo huía y me escondía, y después lo maté —Beck seguía observando la rueda, con los ojos llorosos—. Lo atravesé con la espada de mi padre. Lo confundí con un hombre de la Unión.

A Craw le entraron ganas de sacudir las riendas y marcharse. Pero a lo mejor podía ayudar a ese muchacho y lograr que la experiencia obtenida en todos los años que había desperdiciado pudieran serle de alguna utilidad a alguien. Así que apretó los dientes, se inclinó hacia abajo y puso una mano sobre el hombro de Beck.

—Sé que te reconcome. Probablemente, siempre lo hará. Pero la triste realidad es que conozco una docena de historias similares. O quizá una veintena. Ningún hombre que haya estado en batalla alzaría siquiera una ceja al escucharla. El nuestro es un sombrío oficio. Los panaderos hacen pan y los carpinteros levantan casas, pero nosotros matamos gente. Lo único que puedes hacer es aceptar las cosas como vengan día tras día. E intentar hacerlas lo mejor posible con lo que sea que tengas a mano. No siempre harás lo correcto, pero puedes intentarlo. Además, siempre puedes intentar hacer lo correcto la próxima vez. Procura hacer eso y mantenerte con vida.

Beck negó con la cabeza.

—Asesiné a un hombre. ¿No debería pagar por ello?

—Sí, has matado a un hombre, ¿y qué? —Craw alzó los brazos y luego los dejó caer—. Así son las batallas. Algunos viven, otros mueren. Algunos pagan por sus malas acciones y otros no. Si eres de los que consiguen salir con vida, muéstrate agradecido. Intenta merecértelo.

—Soy un cobarde de mierda.

—Puede ser —Craw señaló con el pulgar por encima del hombro hacia el cadáver de Whirrun—. Ahí tienes un héroe. Y, ahora, dime ¿cuál de los dos ha salido mejor parado?

Beck sintió un escalofrío.

—Sí, supongo —levantó el Padre de las Espadas y Craw la tomó por la cruceta, alzó el gran pedazo de metal y lo depositó cuidadosamente en el carro, junto al cuerpo de Whirrun—. ¿Es tuya a partir de ahora? ¿Te la legó a ti?

—Se la legó a la tierra —contestó Craw, tapándola con la manta—. Quería que la enterrase con él.

—¿Por qué? —preguntó Beck—. ¿No es la espada de Dios, que cayó de los cielos? Creí que tenía que legarla a alguien. ¿Acaso está maldita?

Craw agarró las riendas y orientó el carro hacia el norte.

—Todas las espadas están malditas, muchacho —respondió, sacudiendo las riendas. Al instante, el carro se puso en marcha.

Y se alejó por el camino.

Se alejó de los Héroes.