Al alba

Cuando Craw consiguió arrastrarse fuera de su lecho, que estaba frío y húmedo como la tumba de un ahogado, el sol no era más que una mancha tan marrón como el barro en medio de la oscuridad del cielo. Después, se pasó torpemente la espada por la hebilla del cinturón y, acto seguido, se estiró, le crujieron los huesos y gruñó mientras llevaba a cabo su rutina de todas las mañanas que consistía en precisar exactamente cuánto le dolía todo. Podía echarle la culpa del dolor que sentía en la mandíbula a Hardbread y sus muchachos, el de las piernas a haber tenido que atravesar unos cuantos campos corriendo y a haber ascendido una colina, donde había pasado la noche acurrucado para protegerse del viento, pero de aquel jodido dolor de cabeza el único culpable era él. Se había tomado un par de tragos o quizá unos cuantos más la noche anterior, para sobrellevar mejor la pérdida de los caídos y brindar por la suerte de los vivos.

La mayoría de la docena se encontraba ya reunida alrededor de un montón de madera mojada que en un día mejor habría permitido hacer un fuego. Drofd se hallaba agachado sobre la leña y juraba en voz baja al fracasar una y otra vez sus intentos por encenderla. Tendrían que desayunar algo frío.

—Oh, lo que daría por un techo —susurró Craw mientras se acercaba cojeando.

—Estoy partiendo el pan en rebanadas muy finas, ¿lo ves? —Whirrun sostenía al Padre de las Espadas entre ambas rodillas, mientras frotaba una barra de pan contra la hoja con un cuidado ridículo, como cuando un carpintero cincela una junta muy importante.

—¿Rebanadas de pan? —Wonderful dejó de observar aquel valle negro para contemplarlo a él—. No veo que ese fuego prenda, ¿eh?

Yon escupió hacia atrás.

—Eso da igual, ¿puedes seguir con eso, joder? Tengo hambre.

Whirrun los ignoró.

—En cuanto tenga cortadas las dos rebanadas —entonces, dejó caer una pálida loncha de queso en una de las rebanadas y colocó bruscamente la otra encima como si estuviera atrapando así a una mosca—, coloco el queso entre ambas, ¡y ya está!

—Pan con queso —en ese momento, Yon sopesó la media barra que tenía en una mano con el queso que sostenía en la otra—. Es lo mismo que tengo yo.

Dio un mordisco al queso y se lo lanzó a Scorry.

Whirrun suspiró.

—¿Ninguno de vosotros es capaz de ver más allá? —sostuvo en alto su obra maestra para que la iluminara la poca luz que había, que era prácticamente inexistente—. Esto no es sólo pan con queso, al igual que una buena hacha no es sólo madera y hierro, ni una persona viva es sólo carne y pelo.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó Drofd, quien se apartó de la madera mojada a la vez que tiraba disgustado el pedernal.

—Algo totalmente nuevo. Una fusión de dos humildes elementos, el pan y el queso, para formar un todo mejor. Yo lo llamo… la trampa de queso —Whirrun le dio un delicado mordisquito en una esquina—. Oh, sí, amigos míos. Esto sabe a… progreso. También sabe bien con jamón. Bueno, con cualquier cosa.

—Deberías probarlo con un zurullo —le espetó Wonderful.

Drofd se sorbió un moco al echarse a reír, pero Whirrun apenas le prestó atención.

—Esto es lo que tiene la guerra. Obliga a los hombres a hacer cosas nuevas con lo que tiene. Los obliga a pensar de otra manera. Sin guerra, no hay progreso —se recostó sobre un codo—. Mirad, la guerra es como el arado que mantiene la tierra fértil, como el fuego que despeja los campos, como…

—¿Como la mierda que hace que las flores crezcan? —inquirió Wonderful.

—¡Exacto! —Whirrun la señaló bruscamente con esa cosa nueva que sostenía en la mano y el queso se cayó a la hoguera sin encender. Wonderful estuvo a punto de caerse al suelo del ataque de risa. Yon resopló tan fuerte que se le salió el pan por la nariz. Incluso Scorry dejó de canturrear para carcajearse con ganas. Craw también se rió y eso le sentó muy bien. Tuvo la sensación de que había pasado mucho tiempo desde la última vez. Whirrun observó contrariado las dos rebanadas de pan.

—Me parece que no lo atrapé con suficiente fuerza.

Al instante, se las llevó a la boca y se puso a rebuscar el queso entre esas ramitas mojadas.

—¿Alguna señal de que la Unión pretenda actuar? —preguntó Craw.

—Yo no he visto nada —respondió Yon, entornando los ojos para observar las zonas iluminadas que empezaban a divisarse en el este—. Aunque despunta el alba. Supongo que en breve podremos ver más.

—Será mejor que despertemos a Brack —sugirió Craw—. Se pasará todo el día cabreado si se pierde el desayuno.

—Sí, jefe —respondió Drofd, y fue corriendo hacia donde el montañés estaba durmiendo.

Craw señaló al Padre de las Espadas, a la parte de su hoja que estaba desenvainada.

—¿Ahora no deberías saciar su sed de sangre?

—Quizá se conforme con unas migas —contestó Wonderful.

—Ay, no —Whirrun acarició su filo con la palma de la mano y luego lo limpió con el último trozo de pan que le quedaba. Después volvió a meter la espada en su vaina con suma delicadeza—. El progreso puede ser muy doloroso —masculló, chupándose el corte.

—¿Jefe? —por lo que pudo distinguir Craw en la penumbra, a pesar de que el viento mecía el pelo de Drofd de tal modo que le tapaba la cara, éste parecía preocupado—. No creo que Brack quiera levantarse.

—Eso ya lo veremos —Craw se dirigió hacia él dando grandes zancadas, su enorme silueta estaba vuelta de costado y las sombras se acumulaban en los pliegues de su manta—. Brack —le dijo, dándole un golpecito con la punta de su bota—. ¿Brack?

El lado tatuado de la cara de Brack se encontraba cubierto por gotas de rocío. Craw le puso una mano encima. Estaba frío. Ya no parecía una persona. Sólo era carne y pelo, tal y como Whirrun había dicho.

—Levanta, Brack, gordo puerco —le espetó Wonderful—. Antes de que Yon se coma todo tu…

—Brack está muerto —afirmó Craw.

Finree no habría podido precisar cuánto tiempo llevaba despierta, estaba sentada sobre su arcón de viaje, junto a la ventana, con los brazos apoyados sobre el frío alféizar y la barbilla apoyada sobre las muñecas. Lo bastante como para poder observar cómo el horizonte desigual que conformaban los cerros al norte se iba distinguiendo del cielo, como para que ese río que discurría tan rápido emergiera reluciente de la niebla, como para que los bosques al este adquirieran una tenue textura. Ahora, si entornaba los ojos, era capaz de distinguir la mellada parte superior de la valla que rodeaba Osrung, donde una luz brillaba en la ventana de una torre solitaria. Entre los pocos centenares de zancadas de negras tierras de labranza que separaban a Finree de la ciudad, podía verse una curva desigual de antorchas titilantes que indicaba dónde se encontraban las posiciones de la Unión.

En cuanto el cielo se hallara un poco más iluminado, en cuanto el mundo se llenara de unos cuantos detalles más, los hombres del Lord Gobernador Meed abandonarían raudos y veloces esas trincheras y se dirigirían a la ciudad. Eran el fuerte puño derecho del ejército de su padre. Entonces, se mordió la punta de la lengua con tanta fuerza que le dolió. Se encontraba emocionada y asustada al mismo tiempo.

Se estiró y miró hacia atrás, para observar la estancia, pequeña y repleta de telarañas. Si bien había intentando limpiarla con cierta desgana, tenía que admitir que como ama de casa era patética. Se preguntó qué habría sido de los dueños de aquella posada. Se preguntó incluso cuál era el nombre de aquel lugar. Creyó haber visto un listón por encima de la puerta, pero de él no pendía ningún letrero. Eso es lo que hace la guerra. Priva de su identidad a la gente y a los lugares y los transforma en enemigos que forman una línea, en posiciones que deben ser tomadas, en recursos a acaparar. En cosas anónimas que pueden ser aplastadas y robadas despreocupadamente y quemadas sin remordimientos. Sí, la guerra es un infierno y todo eso. Pero también presenta muchas oportunidades.

Se dirigió a la cama, o, más bien, al colchón relleno de paja que estaban compartiendo, y se inclinó sobre Hal, para estudiar detenidamente su rostro. Parecía tan joven, con los ojos cerrados y la boca abierta, con la mejilla apretada contra la sábana, mientras respiraba lanzando silbidos por la nariz. Parecía tan joven e inocente, e incluso un poco estúpido.

—Hal —susurró y, a continuación, le lamió con dulzura el labio superior. Él abrió los ojos y se estiró. Acto seguido, con los brazos aún por encima de la cabeza, elevó el cuello para besarla. Después, vio la ventana y la trémula luz que iluminaba el cielo.

—¡Maldita sea! —se quitó las mantas de encima y salió de la cama a todo correr—. Deberías haberme despertado antes.

Se acercó a un cuenco agrietado y se echó agua a la cara; a continuación, se secó con un trapo y se puso los pantalones que había llevado el día anterior.

—Vas a llegar pronto —le dijo, apoyándose sobre los codos mientras observaba cómo se vestía.

—Tengo que llegar más pronto que nadie. Ya lo sabes.

—Parecías tan tranquilo que no me he atrevido a despertarte.

—Se supone que tengo que ayudar a coordinar el ataque.

—Sí, supongo que alguien tiene que hacerlo.

Se quedó paralizado por un momento, con la camisa por encima de la cabeza, hasta que, de repente, tiró de ella hacia abajo.

—Quizá… deberías quedarte hoy en el cuartel general de tu padre, arriba, en el cerro. La mayoría de las esposas de los demás han regresado ya a Uffrith.

—Si hubiéramos podido lograr que Meed se largara con el resto de esas viejas obsesionadas con todo lo relacionado con la ropa, quizá aún tendríamos alguna oportunidad de obtener la victoria.

Hal insistió.

—Ya sólo quedáis Aliz dan Brint y tú, y estoy preocupado por ti…

Hal era tremenda y dolorosamente transparente.

—Quieres decir que te preocupa que le monte una escena al incompetente de tu comandante en jefe.

—Eso también. ¿Dónde está mi…?

Finree dio una patada a la espada, que rodó estruendosamente por los tablones del suelo, y Hal tuvo que agacharse para cogerla.

—Es una vergüenza que un hombre como tú tenga que aceptar órdenes de un hombre como Meed.

—El mundo está repleto de cosas realmente vergonzantes. Hay cosas mucho peores.

—Hay que hacer algo con él, lo digo en serio.

Hal aún seguía muy ocupado forcejeando con el cinturón en el que llevaba la espada.

—No se puede hacer nada al respecto, salvo intentar sobrellevarlo con dignidad.

—Bueno… alguien podría comentarle al rey lo mal que lo está haciendo.

—Quizá aún no lo sepas, pero mi padre y el rey tuvieron ciertas desavenencias sin importancia en su día. Ahora mismo no cuento con el favor del rey precisamente.

—Pero tu buen amigo, el coronel Brint, sí.

Hal alzó la mirada bruscamente.

—Fin. Eso sería un golpe muy bajo.

—¿Y eso a quién le importa si al final puedes lograr lo que te mereces?

—A mí me importa —le espetó, a la vez que se conseguía abrochar el cinturón—. Uno progresa haciendo lo correcto. Esforzándose, actuando de manera leal y obedeciendo las órdenes. Uno no asciende de esa… de esa…

—¿De esa qué?

—De esa manera que sugieres, sea cual sea.

Finree sintió la repentina e irrefrenable necesidad de hacerle daño. Quería decirle que podría haberse casado fácilmente con un hombre cuyo padre no fuera el traidor más infame de su generación. Quería señalar que el cargo que ahora ostentaba lo tenía únicamente gracias al mecenazgo de su padre y de las constantes maniobras arteras de ella, que si lo hubiera abandonado a su suerte, habría tenido que acabar demostrando su valía y su lealtad como un mero teniente de un regimiento provincial. Quería decirle que era un buen hombre, pero que el mundo no era como las buenas personas creían que era. Por suerte, él habló primero.

—Fin, lo siento. Sé que quieres lo mejor para ambos. Sé que ya has hecho mucho por mí. No te merezco. Pero… déjame que haga las cosas a mi manera. Por favor. Prométeme que no harás nada… sin pensar.

—Lo prometo.

De ese modo, se estaba limitando a prometerle que hiciera lo que hiciese estaría bien pensado. O, llegado el caso, simplemente rompería su promesa, pues no se las tomaba demasiado en serio.

Hal sonrió, un tanto aliviado, y se agachó para besarla. Ella le devolvió el beso con muy poco entusiasmo, pero, entonces, cuando notó que los hombros de él se hundían, se acordó de que hoy correría peligro, así que le pellizcó en la mejilla y se la agitó.

—Te quiero.

Por eso había ido hasta aquí, ¿no? Por eso se había arrastrado por el barro junto a los soldados, ¿eh? Para estar con él. Para apoyarlo. Para dirigirlo por el camino adecuado. Los Hados sabían que necesitaba su guía.

—Yo te quiero aún más —replicó.

—Esto no es una competición.

—¿No?

Acto seguido, salió de la habitación mientras se ponía la chaqueta. Amaba a Hal. De verdad. Pero si tenía que esperar a que lograra lo que tanto se merecía a través de su honradez y bondad natural, más le valdría esperar a que el cielo se cayera.

Y no pensaba malgastar su vida siendo la esposa de un vulgar coronel.

Hacía mucho tiempo que el cabo Tunny se había labrado una reputación como el mayor dormilón de todo el ejército de su Majestad. Era capaz de dormirse en cualquier sitio, en cualquier situación, y despertarse, al instante, preparado para entrar en acción o, aún mejor, dispuesto a evitarla. Fue capaz de permanecer dormido durante todo el asalto a Ulrioch en la trinchera más cercana a la zona donde lograron quebrar las defensas de la ciudad, a sólo cincuenta zancadas; después, cuando la lucha ya menguaba, se despertó justo a tiempo para poder avanzar a saltos entre los cadáveres y hacerse con un buen botín al igual que cualquiera que hubiera desenvainado la espada ese día.

Por eso, una zona boscosa anegada en medio de una llovizna, donde sólo contaba con un apestoso impermeable para protegerse de la lluvia, era un lugar tan bueno para dormir para él como una cama de plumas. Pero sus reclutas tenían bastantes más problemas para conciliar el sueño. Tunny se despertó súbitamente bajo la gélida penumbra cuando despuntaba el alba, estaba apoyado contra un árbol y sostenía el estandarte del regimiento en un puño, mientras levantaba la capucha del impermeable con un dedo para comprobar si seguían ahí los dos hombres a los que había dejado encorvados sobre el terreno empapado.

—¿Así? —preguntó Yema con su aguda voz.

—No —susurró Worth—. Pon la madera ahí debajo y luego frótala como…

Tunny se levantó como un rayo y pisoteó con firmeza aquel montón de palos viscosos, aplastándolo por completo.

—¡No hagan un fuego, idiotas, si el enemigo no divisa las llamas, seguro que podrá ver el humo!

No obstante, Yema no habría sido capaz de encender aquella madera podrida y empapada ni aunque lo hubiera estado intentando diez años. Ni siquiera sostenía el pedernal como era debido.

—¿Cómo vamos a freír el beicon si no, cabo? —preguntó Worth, levantando una sartén, en cuyo interior yacía una blanquecina loncha muy poco apetecible.

—No lo van a freír.

—¿Nos lo vamos a comer crudo?

—Yo no se lo aconsejaría —contestó Tunny—. Y menos a usted, Worth, que tiene los intestinos muy sensibles.

—¿Mis qué?

—Me refiero a sus jodidas tripas.

Worth se hundió de hombros.

—Entonces, ¿qué vamos a comer?

—¿Qué tienen?

—Nada.

—Pues eso es lo que van a comer. A menos que den con algo mejor.

Si bien era cierto que lo habían despertado antes del alba, Tunny estaba más malhumorado de lo normal. Tenía la sensación de que tenía que estar muy enfadado por algo, pero no sabía por qué. Hasta que se acordó de cómo el agua sucia había cubierto el rostro de Klige; al instante, dio una patada a la patética hoguera que había intentando montar Yema y las ramas se perdieron entre la empapada maleza.

—El coronel Vallimir se ha presentado aquí hace un rato —murmuró Yema, como si eso fuera justo lo que necesitaba Tunny para animarse.

—Estupendo —masculló—. A lo mejor podemos comérnoslo.

—Quizá haya venido con algo de comida.

Tunny resopló.

—Los oficiales lo único que traen siempre son problemas y nuestro amigo Vallimir es uno de los peores en ese aspecto.

—¿Es estúpido? —inquirió Worth entre susurros.

—No, es muy listo —respondió Tunny—. Y muy ambicioso. De ésos que ascienden trepando por encima de los cadáveres de los plebeyos.

—¿Nosotros somos plebeyos? —preguntó Yema.

Tunny lo miró fijamente.

—Usted encarna la definición de ese término —le espetó, aunque Yema pareció sentirse halagado incluso—. ¿Aún no se sabe nada de Ahívalavirgen?

—Lederlingen, cabo Tunny.

—Sé su nombre, Worth. He decidido hacer una broma con él porque me divierte.

El cabo hinchó los carrillos y resopló. El listón de lo que encontraba divertido o no había bajado peligrosamente desde que esa campaña había comenzado.

—No lo he visto —afirmó Yema, a la vez que contemplaba con tristeza la loncha de beicon abandonada.

—Eso es algo, al menos —entonces, ambos muchachos se le quedaron mirando con gesto inexpresivo—. Leprosingen fue a decirles dónde estamos a esos tipos a los que tanto les gusta jugar a los soldaditos. Casi seguro que será él quien nos comunique las nuevas órdenes.

—¿Qué órdenes? —inquirió Yema.

—¿Cómo voy a saber en qué consisten esas órdenes? Además, recibir órdenes siempre es algo malo —Tunny contempló ceñudo los árboles. No podía ver mucho más tras esa espesura de troncos, ramas, sombras y niebla, pero sí pudo escuchar el murmullo de un arroyo distante, que discurría caudaloso debido a que había recogido la mitad de la llovizna que había caído la noche anterior. La otra mitad parecía hallarse en su ropa interior—. Quizá nos ordenen atacar. Que crucemos ese arroyo y arremetamos contra los hombres del Norte por el flanco.

Worth dejó la sartén con sumo cuidado en el suelo mientras se agarraba el estómago.

—Cabo, creo que…

—Pues no quiero que lo haga aquí, ¿entendido?

Worth se adentró a todo correr en la maleza envuelta en sombras, al mismo tiempo que intentaba desabrocharse con torpeza el cinturón. Tunny apoyó la espalda sobre un tronco, cogió la petaca de Yema y le dio un sorbito.

Yema se relamió sus pálidos labios.

—¿Puedo…?

—No —Tunny contempló al recluta con los ojos entornados mientras daba otro trago—. A menos que tenga algo con qué pagarme —silencio—. Pues nada, entonces.

—Una tienda podría ser ese algo —susurró Yema con un tono de voz casi demasiado suave como para ser escuchado.

—Sí, podría, pero las tiendas están con los caballos y el rey ha estimado adecuado suministrar a sus leales soldados un nuevo modelo espectacularmente ineficaz que tiene goteras por todas partes —lo cual había provocado que surgiera un lucrativo mercado donde se trapicheaba con las tiendas antiguas del que Tunny había sacado un buen provecho en dos ocasiones—. Además, ¿cómo iba a traer una tienda hasta aquí?

Entonces, se retorció sobre aquel árbol de modo que la corteza le rascó los omoplatos, que le picaban.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó Yema.

—Nada en absoluto, soldado. A menos que reciba instrucciones específicas y precisas en sentido contrario, un buen soldado lo único que debe hacer siempre es no hacer nada —en un estrecho triángulo conformado por varias ramas negras, el cielo mostraba un leve y muy débil atisbo de luz. Tunny esbozó un gesto de contrariedad y cerró los ojos—. Lo que la gente que se queda en casa no sabe que la guerra es un aburrimiento.

Y, sin más, se volvió a quedar dormido.

Calder tuvo el mismo sueño de siempre.

Se encontraba en el Gran Salón de Skarling en Carleon, que se hallaba sumido en la penumbra, el murmullo del río que discurría en el exterior penetraba a través de las altas ventanas. Todo esto sucedía años atrás, cuando su padre era aún el Rey de los Hombres del Norte. Estaba observando a su yo joven, sentado en la Silla de Skarling con una sonrisa de suficiencia en los labios. Sonreía a Forley el Flojo, quien se encontraba atado de pies y manos, Malasangre estaba de pie sobre él con el hacha preparada.

Calder era consciente de que era un sueño, pero sintió el mismo gélido espanto de siempre. Intentaba gritar, pero su boca no respondía. Intentaba moverse, pero estaba tan atado como Forley. Atado por lo que había hecho y lo que no había hecho.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Malasangre.

Y Calder respondió:

—Mátalo.

En cuanto descendió el hacha, se despertó sobresaltado, enredado con las mantas. La habitación se hallaba sumida en una oscuridad absoluta. No sintió esa sensación cálida de alivio que a uno le invade cuando se despierta de una pesadilla. No, en absoluto. Calder se levantó de la cama y se frotó las sudorosas sienes. Había dejado de intentar ser un buen hombre hacía mucho, ¿verdad?

Entonces, ¿por qué seguía soñando como si lo fuera?

—¿Soñabas con la paz? —Calder alzó la vista sobresaltado, con el corazón a punto de salírsele del pecho. Una gran silueta se encontraba sentada en una silla, en un rincón. Una silueta más oscura que la oscuridad—. Recuerda que fuiste desterrado por defender la paz.

Calder respiró aliviado.

—Buenos días a ti también, hermano.

Scale iba ataviado con su armadura, pero eso no le sorprendió. Calder empezaba a sospechar que dormía con ella puesta.

—Creía que tú eras el hermano listo. A este paso, acabarás volviendo al barro gracias a tu inteligencia y me arrastrarás contigo, y adiós al legado de nuestro padre. ¿Cómo se te ocurre hablar de paz en un día victorioso?

—¿Viste sus rostros? Muchos de los que acudieron a esa reunión están dispuestos a dejar de luchar, y les da igual que éste sea un día victorioso o no. Vendrán días mucho más duros y, cuando eso ocurra, muchos más verán las cosas como nosotros…

—Como —le espetó Scale—. Yo tengo una batalla que luchar. Un hombre no llega a ser considerado un héroe por sólo hablar.

Calder apenas puedo disimular en su tono de voz el desprecio que sentía por él.

—Quizá lo que el Norte necesita sea menos héroes y más gente con cabeza. Más gente que construya y no destruya. Quizá nuestro padre sea recordado por sus batallas, pero su legado son los caminos que levantó, los campos que despejó, las ciudades, las forjas, los muelles y…

—Construyó esos caminos para que sus ejércitos los recorrieran. Despejó esos campos para alimentarlos. Las ciudades engendraron soldados, las forjas fabricaron espadas y a los muelles llegaron armas.

—Nuestro padre luchó porque no le quedó más remedio, no porque…

—¡Esto es el Norte! —exclamó Scale, cuya voz hizo temblar esa pequeña habitación—. ¡Aquí todo el mundo tiene que luchar! —Calder tragó saliva; de repente, ya no se sentía tan seguro de sí mismo e incluso estaba un poco asustado—. Lo quieran o no. Tarde o temprano, todos tienen que luchar.

Calder se relamió los labios, no estaba dispuesto a admitir una derrota.

—Nuestro padre prefería obtener lo que quería mediante palabras. Los hombres le escuchaban…

—¡Los hombres le escuchaban porque sabían que tenía agallas! —Scale propinó un fuerte puñetazo al brazo de la silla y la madera se quebró, lo volvió a golpear hasta romperlo, hasta que acabó rodando con estrépito por los tablones del suelo—. ¿Sabes qué es lo que recuerdo que solía decirme? «Consigue lo que puedas mediante la palabra, porque hablar es gratis, aunque las palabras de un hombre armado siempre suenan mucho mejor. Siempre que vayas a hablar, lleva tu espada contigo» —entonces, se puso en pie y lanzó algo al otro lado de la habitación. Calder chilló y la agarró cuando le golpeó en el pecho de manera dolorosa. Era dura y pesada, estaba hecha de un metal que brillaba tenuemente. Era su espada envainada—. Sal de ahí —Scale se puso en pie de manera amenazante—. Y trae tu espada.

Fuera de la destartalada granja apenas había un poco más de luz. El primer destello del alba podía divisarse en el plomizo cielo al este, resaltando a los Héroes en la cima de aquella colina con un negro solemne. El viento, que levantaba olas en la cebada, iba cobrando fuerza y azotaba los ojos de Calder, que se abrigó tiritando. Un espantapájaros, cuyos guantes desgarrados no cesaban de indicar a algún compañero que se acercara, danzaba un baile enloquecido sobre un poste situado cerca de la casa. El Muro del Clail era un montón de musgo que le llegaba a uno a la altura del pecho y que recorría esos campos desde más allá de una elevación situada a su derecha hasta alzarse un buen trecho por el empinado flanco de los Héroes. Los hombres de Scale se hallaban acurrucados a su socaire, la mayoría todavía envueltos en sus mantas, exactamente donde a Calder le hubiera gustado estar. No recordaba la última vez que había visto el mundo a una hora tan temprana y parecía un lugar mucho más feo de lo habitual.

Scale señaló hacia el sur, a través de un agujero que había en el muro, por el que se divisaba un basto sendero salpicado de charcos.

—La mitad de nuestros hombres se esconden cerca del Puente Viejo. Cuando la Unión intente cruzarlo, detendremos a esos cabrones.

Calder no quería llevarle la contraria, por supuesto, pero tenía que preguntárselo.

—¿Cuántas tropas de la Unión hay ahora al otro lado del río?

—Muchas —Scale lo miró como si lo estuviera retando a decir algo, pero Calder se limitó a rascarse la cabeza—. Te quedarás aquí, en la retaguardia, con Pálido como la Nieve y el resto, tras el Muro de Clail —Calder asintió. Quedarse tras un muro le parecía perfecto—. Aunque lo más probable es que necesitemos tu ayuda tarde o temprano. Cuando te la pida, acude a mi llamada. Lucharemos juntos —Calder hizo una mueca de contrariedad bajo aquel viento. Eso no ya le parecía tan perfecto—. Puedo confiar en que lo harás, ¿verdad?

Calder miró ceñudo de soslayo.

—Por supuesto —el príncipe Calder, siempre digno de confianza—. No te decepcionaré —añadió el valiente, audaz y buen príncipe Calder.

—Pese a que hemos perdido mucho, aún nos tenemos el uno al otro —Scale colocó su enorme mano sobre el hombro de Calder—. Ser hijo de un gran hombre no es fácil, ¿verdad? La gente tiende a pensar que eso acarrea toda clase de ventajas… que uno se aprovecha de la admiración y respeto que se ganó su padre. Pero, en realidad, nos sucede lo mismo que a las semillas de un gran árbol que intentan crecer bajo su asfixiante sombra, muy pocas logran alcanzar la luz del sol.

—Ya.

Calder no mencionó que ser el hijo menor de un gran hombre era el doble de duro, pues uno tiene dos árboles que talar antes de poder extender sus hojas bajo la luz del sol.

Scale asintió en dirección hacia el Dedo de Skarling. Unos pocos fuegos todavía centelleaban en los flancos de la colina donde los hombres de Tenways habían instalado sus campamentos.

—Si no podemos detenerlos, Brodd Tenways nos ayudará.

Calder arqueó las cejas.

—El mismísimo Skarling cabalgaría en mi ayuda antes que ese viejo cabrón.

—Entonces, tendremos que depender el uno del otro. Quizá no siempre estemos de acuerdo, pero somos familia —Scale le ofreció la mano y Calder se la estrechó.

—Sí, familia.

A medias, en realidad.

—Buena suerte, hermano.

—Lo mismo digo. —Medio hermano. Calder observó cómo Scale se subía a su caballo y se alejaba presuroso por el camino que llevaba al Puente Viejo.

—Tengo la sensación de que hoy necesitará algo más que suerte, alteza —comentó Foss Deep, quien se hallaba bajo un porche medio derruido, por el que se colaba la lluvia; acto seguido, se desvaneció tras el desgastado muro situado detrás con su desgastada ropa y su desgastado rostro.

—No sé qué decirte —Shallow se encontraba sentado, envuelto en una manta gris, de tal modo que sólo su cabeza sonriente, que parecía carecer de cuerpo, era visible—. Quizá le baste con una enorme montaña de buena suerte.

Calder se alejó de ellos, sumido en un silencio mohíno, y observó con el ceño fruncido esos campos en dirección sur. Tenía la sensación de que podían estar diciendo una gran verdad.

No fueron los únicos que tuvieron que revolver la tierra. Unos cuantos heridos más debían de haber muerto esa noche. Uno podía ver los pequeños grupos de gente, encorvada por la pena bajo la llovizna, o más bien por la autocompasión, que te deja el mismo aspecto y sirve de igual modo en un funeral. Se podía escuchar cómo los jefes soltaban sus vacuos balbuceos, cómo todos ellos intentaban hablar con el mismo tono de pena. Pezuña Hendida era uno de ellos, se encontraba sobre la tumba de uno de los Grandes Guerreros de Dow, a no más de veinte pasos de distancia, despidiéndolo con ojos llorosos. Aunque no había ni rastro de Dow. A él sí que no le pegaba tener los ojos llorosos.

Entretanto, las tareas normales del día dieron inicio sin que nadie reparara especialmente en ellas, tan invisibles como los espectrales cortejos fúnebres. Los hombres se quejaban mientras abandonaban a su pesar las mojadas camas, lanzando juramentos porque tenían la ropa empapada y secaban las armas y armaduras, mientras salían a buscar comida, orinaban, se rascaban, apuraban las últimas gotas de las botellas de la noche anterior, comparaban trofeos que le habían robado a la Unión y reían alguna chanza u otra. Se reían muy alto porque todos sabían que les esperaba un día sombrío y que había que aprovechar para reír cuando todavía se podía.

Craw miró a los demás, todos tenían la cabeza gacha. Todos salvo Whirrun, que estaba arqueado hacia atrás, al mismo tiempo que sostenía al Padre de las Espadas entre sus brazos cruzados y dejaba que la lluvia tamborileara sobre su lengua. A Craw eso le enfadaba un poco e incluso le daba cierta envidia. Le hubiera gustado que lo consideraran un loco para no tener que someterse a esas vacuas rutinas. Pero hay una forma correcta de hacer las cosas y no podía buscarse excusas.

—¿Qué hace que un hombre sea un héroe? —inquirió al aire húmedo—. ¿Sus grandes proezas? ¿Su gran reputación? ¿La gloria y las canciones? No. Supongo que consiste en apoyar a tu grupo —Whirrun asintió con un gruñido y, acto seguido, volvió a sacar la lengua—. Brack-i-Dayn bajó de las colinas hace quince años y luchó a mi lado catorce de ellos, y siempre puso los intereses del grupo por delante de los suyos propios. He perdido la cuenta de las veces que ese cabronazo me salvó la vida. Siempre tenía una palabra amable, o graciosa. Creo que incluso logró que Yon se riera una vez.

—Dos veces —dijo Yon, con una expresión más severa que nunca. Si se hubiera vuelto un poco más dura, habría podido arrancar trozos de los Héroes a golpes con ella.

—Nunca se quejó. Salvo cuando no había mucho que comer —a Craw le falló la voz por un momento y soltó una especie de gallo. Algo que quedaba estúpido en un jefe, sobre todo en un momento como ése. Se aclaró la garganta y prosiguió hablando—. Aunque Brack nunca consideraba que tuviera suficiente para comer. Murió… en paz. Supongo que le habría gustado acabar así, a pesar de que le encantaban las buenas peleas. Morir mientras duermes es mucho mejor que morir con un trozo de acero clavado en las entrañas, por mucho que digan las canciones.

—Que les den a las canciones —dijo Wonderful.

—Sí. Que les den. No sé quién está enterrado aquí debajo, la verdad. Pero si se tratara del mismísimo Skarling, estaría orgulloso de compartir la misma tierra con Brack-i-Dayn —los labios de Craw se curvaron—. Y si no, que le den también a él. Regresa al barro, Brack.

Se arrodilló y no le costó mucho fingir que sentía un hondo dolor ya que tuvo la sensación de que la rótula se le iba a salir de su sitio, después cogió un puñado de húmeda tierra negra y espolvoreó sobre el resto.

—Regresa al barro —murmuró Yon.

—Regresa al barro —repitió Wonderful.

—Aunque mirándolo por el lado bueno —dijo Whirrun—, ahí es donde vamos a acabar todos, de un modo u otro, ¿no?

Miró a su alrededor como si esperara que eso fuera a subirle los ánimos a los demás, pero, en cuanto comprobó que no era así, se encogió de hombros y se volvió.

—El viejo Brack se nos ha ido —Scorry se puso de cuclillas junto a la tumba, con una mano apoyada sobre la tierra húmeda y el ceño fruncido ante un enigma que no alcanzaba a comprender—. No me lo puedo creer. Aunque ha dicho unas grandes palabras, jefe.

—¿Tú crees? —Craw esbozó una mueca de dolor mientras se ponía en pie y, a continuación, se limpió la tierra de las manos—. No sé cuántos funerales como éstos voy a poder soportar.

—Ya —murmuró Scorry—. Es el signo de los tiempos.