Su Augusta Majestad:
Lord Bayaz, el Primero de los Magos, ha transmitido al Mariscal Kroy su deseo urgente de que la campaña concluya de manera rápida. El mariscal ha concebido un plan para que Dow el Negro encare una batalla decisiva sin más dilación, por lo que el ejército entero se encuentra sumido en una actividad frenética.
La división del General Jalenhorm encabeza la marcha, que se inicia al alba y termina al atardecer, y la división del General Mitterick la cierra en la retaguardia a sólo unas horas por detrás. Casi se podría decir que hay una rivalidad amistosa entre ambos para ver quién es el primero en trabar combate con el enemigo. El Lord Gobernador Meed, mientras tanto, ha recibido la orden de retirarse de Ollensand. Las tres divisiones convergerán cerca de una ciudad llamada Osrung y, a continuación, se dirigirán hacia el norte, hacia la propia Carleon, hacia la victoria.
Yo, por mi parte, acompaño al estado mayor del General Jalenhorm en la misma punta de lanza del ejército. No obstante, el mal estado de los caminos y el tiempo inestable, con tremendos aguaceros y periodos de sol sin solución de continuidad, están demorando nuestro avance. Sin embargo, el general no deja que lo detengan ni los obstáculos que le plantea el firmamento ni el enemigo. Si logramos contactar con los hombres del Norte, informaré inmediatamente a su Majestad del resultado del encuentro, por supuesto.
Atentamente se despide, el siervo más leal y humilde de Su Majestad,
Bremer dan Gorst, Observador Real de la Guerra del Norte.
Eso no podía considerarse un auténtico amanecer. La fúnebre luz gris que precedía al ascenso del sol por el cielo carecía de todo color. Había pocos rostros que ver y los que había pertenecían a espectros. Aquel paisaje vacío se había transformado en la tierra de los muertos. Ése era el momento del día favorito de Gorst. Casi se podría creer que nadie va a volver a hablar jamás.
Llevaba ya corriendo casi una hora, pisando con fuerza aquel barro repleto de surcos. En los largos y estrechos charcos que habían dejado las ruedas de las carretas se reflejaban las ramas negras de los árboles y el cielo descolorido. Dichosos mundos especulares en donde él tenía todo cuanto se merecía, pero que se desvanecían aplastados bajo sus botas, cuyas gotas salpicaban con agua sucia sus pantorrillas forradas de acero.
Como correr con toda la armadura puesta habría sido una locura, Gorst únicamente llevaba puesto lo más básico. El peto y el espaldar, la escarcela en la cadera y grebas en las espinillas. En la mano derecha un avambrazo y un guante de esgrima para poder manejar con cierta libertad la espada. En la izquierda una pieza de acero totalmente articulada de gran grosor, que le cubría el brazo con el que se defendía de los golpes del enemigo desde la punta de los dedos hasta la pesada hombrera. Llevaba una chaqueta acolchada debajo, así como unos gruesos pantalones de cuero reforzados con tiras de metal. La estrecha ranura del visor de su celada era su bamboleante ventana al mundo.
Durante un rato, un perro moteado le ladró mientras corría pegado a sus talones; tenía la tripa hinchada de un modo grotesco y, al final, lo abandonó para rebuscar entre un gran montón de basura que había junto al camino. ¿Será nuestra basura la única marca perdurable que dejaremos en este país? ¿Nuestra basura y nuestras tumbas? En ese momento, atravesaba, mientras corría pesadamente, el campamento de la división de Jalenhorm, un extenso laberinto de lonas sumidas en un dichoso silencio aletargado. La niebla se aferraba a la hierba aplastada, formaba espirales en las tiendas más cercanas y transformaba las más lejanas en espectros. Una hilera de caballos lo observó con cierto pesar por encima de sus morrales. Un centinela solitario, que se encontraba con las manos extendidas para calentarse junto a un brasero —una mancha carmesí que daba una pincelada de color a la penumbra mientras unas chispas naranjas revoloteaban a su alrededor—, miró boquiabierto a Gorst mientras éste se esforzaba por seguir avanzando y lo dejaba atrás.
Sus siervos lo estaban esperando en el claro que había frente a su tienda. Rurgen le trajo un cubo del que bebió con ganas, el agua fría recorrió su ardiente gaznate. Younger trajo un estuche, haciendo un gran esfuerzo pues pesaba mucho, del que Gorst sacó unas espadas que utilizaba para practicar. Se trataba de unos objetos de metal llenos de abolladuras, romos y largos, cuyas empuñaduras eran tan grandes como ladrillos para dar cierta sensación de equilibrio al conjunto, y pesaban el triple que las espadas que utilizaban en batalla, que ya eran pesadas de por sí.
Se le acercaron sumidos en un prodigioso silencio, Rurgen armado con un escudo y un palo y Younger, con una garrocha; Gorst intentó defenderse con su enorme espada. No le dieron tiempo ni la oportunidad de prepararse, ni mostraron tampoco misericordia alguna ni respeto. Tampoco él quería nada de eso. Antes de Sipani, se le habían dado muchas oportunidades y se había vuelto demasiado blando, flojo. Cuando llegó el momento de la verdad, le faltó preparación para afrontar la adversidad. Pero eso nunca volvería a suceder. Si llegaba otro momento de la verdad, se encontrarían con que se había vuelto tan duro como el acero, como un acero con un filo inmisericorde y letal. Por eso, todas las mañanas de los últimos cuatro años, todas las mañanas después de lo sucedido en Sipani, todas las mañanas sin falta, ya podía llover o hacer calor o nevar… se entrenaba.
Se escuchó el ruido hueco de la madera al rozar el metal. Se escucharon varios golpes sordos y algún gruñido ocasional mientras el palo y la garrocha rebotaban en la armadura o acertaban en los espacios desprotegidos que dejaba ésta. La cadencia de la respiración de Gorst se aceleró demasiado y se le desbocó el corazón por el descomunal esfuerzo. El sudor empapó su chaqueta, le cubrió la cabeza y salía despedido de su visor en gruesas gotas. Le dolían todos los músculos, el sufrimiento era cada vez peor, aunque, al mismo tiempo, cada vez mejor, como si así fuera capaz de borrar la desgracia que había sufrido y volver a vivir.
Al cabo de un rato, se quedó allí quieto, con la boca abierta y los ojos cerrados, mientras le desabrochaban la armadura. En cuanto le quitaron la coraza, se sintió como si estuviera flotando. Como si ascendiera al cielo para nunca volver a bajar, ¿Qué es eso que flota ahí arriba por encima del ejército? ¡Oh, pero si es el famoso cabeza de turco de Bremer dan Gorst, que por fin se ha liberado de las garras de la tierra!
Se quitó la ropa, que estaba empapada de sudor y apestaba. Tenía los brazos tan hinchados que apenas era capaz de doblarlos. Permaneció desnudo, pese al frío de la mañana, cubierto de moratones y rozaduras, mientras desprendía vaho como un pudín recién sacado del horno. Sobresaltado, profirió un grito ahogado cuando le arrojaron agua helada encima, recién sacada del arroyo. Younger le lanzó un paño con el que se secó, Rurgen trajo ropa limpia y, acto seguido, se vistió mientras sus sirvientes limpiaban su armadura para que recobrara su tenue y eficiente lustre habitual.
El sol ascendía arrastrándose por el irregular horizonte y, entonces, a través de un hueco que había entre los árboles, Gorst pudo ver cómo los soldados del Primer Regimiento del Rey salían de sus tiendas y desprendían vaho por la boca en aquel gélido amanecer. Observó cómo se colocaban sus armaduras, cómo atizaban esperanzados las ascuas de fuegos ya apagados y cómo se preparaban para la marcha de aquella mañana. Un grupo de ellos, bostezando aún, había sido llevado a rastras a presenciar cómo azotaban a uno de sus compañeros por alguna indisciplina. El látigo dejó unas tenues líneas rojas sobre su espalda desnuda y su restallido seco y agudo llegó a oídos de Gorst acompañado unos instantes después por el gemido del soldado. No se da cuenta de la suerte que tiene. Ojalá mi castigo hubiera sido tan breve, tan intenso, tan merecido.
Las espadas de combate de Gorst habían sido forjadas por Calvez, el mejor forjador de Estiria. Era un regalo del rey por haberle salvado la vida en la Batalla de Adua. Rurgen sacó la larga espada de su vaina y mostró sus dos lados, cuyo metal inmaculadamente lustroso centelleó bajo la luz del alba. Gorst asintió. Su sirviente le mostró su espada corta a continuación, cuyo filo brillaba gélido. Gorst asintió, cogió la armadura y se la colocó. Después, apoyó una mano sobre el hombro de Younger y la otra sobre el de Rurgen y, sonriendo, les dio un cariñoso apretón.
Rurgen habló en voz baja, para respetar aquel hondo silencio.
—El general Jalenhorm ha pedido que se una a él en la cabeza de la columna, señor, en cuanto la división inicie la marcha.
Younger observó con los ojos entrecerrados un cielo que cada vez era más brillante.
—Estamos a sólo diez kilómetros de Osrung, señor. ¿Cree que hoy entraremos en combate?
—Espero que no —pero, por los Hados, espero que sí. Oh, por favor, por favor, por favor, sólo os imploro una cosa: que pueda luchar pronto.