El signo de los tiempos

—Soy demasiado viejo para esta mierda —masculló Craw, quien, a cada paso que daba, esbozaba un gesto de dolor por culpa de la rodilla que tenía fastidiada.

Tendría que haberse retirado hace tiempo. Hace mucho tiempo. Ahora, debería estar sentado en el porche de la parte trasera de su casa fumando en pipa, sonriendo ante el mar mientras el sol se hundía en él, tras haber dejado atrás un duro día de trabajo honrado. Pero no poseía casa alguna. Aunque, cuando la tuviera, seguro que sería una casa estupenda.

Logró abrirse camino a través de un agujero en un muro derruido. El corazón le latía desbocado como un caballo salvaje por culpa de esa pendiente tan pronunciada y larga que había tenido que subir, de la maleza que se le enredaba en las botas y del viento que amenazaba con arrollarlo. Aunque, en realidad, si era sincero consigo mismo, era porque temía que lo mataran allá arriba. Nunca había alardeado de ser un tipo valiente y, con el paso del tiempo, se había vuelto aún más cobarde. Lo cual resultaba bastante extraño: cuanto más joven se es, menos miedo se tiene a morir. Tal vez un hombre recibe una cierta cantidad de valor cuando nace y éste se va agotando con cada lío en que acaba metido.

Craw había estado metido en un montón de líos. Y daba la impresión de que estaba a punto de meterse en uno nuevo.

Se tomó un respiro en cuanto llegó por fin a un terreno llano, se agachó y se frotó los ojos, que le lloraban a causa del fuerte viento. Si bien intentó amortiguar su tos, sólo consiguió que sonara más fuerte. Entonces, frente a él, en medio de la oscuridad, emergieron los Héroes de manera imponente; su tamaño cuadriplicaba o más la altura de un hombre y conformaban unos enormes vacíos en el cielo nocturno donde no brillaba ninguna estrella. Gigantes olvidados, abandonados en la cima de su colina sometidos a los azotes del intenso viento. Vigilando la nada de manera obstinada.

Craw se preguntó cuánto podrían pesar esas enormes losas de piedra. Únicamente los muertos sabían cómo habían sido capaces de arrastrar esas malditas piedras hasta ahí. O quién las había arrastrado. O por qué. Pero los muertos no se lo iban a contar y Craw no tenía previsto engrosar sus filas para poder descubrirlo.

En ese instante, divisó el leve fulgor de un fuego entre los duros contornos de las piedras. Escuchó el murmullo de unas voces que se imponía al gruñido grave del viento. Eso le hizo recordar el riesgo que estaba corriendo y, al instante, una nueva oleada de miedo lo invadió. Sin embargo, el miedo es algo sano, siempre que a uno le haga pensar, como le había dicho Rudd Tresárboles hace mucho tiempo. Lo había pensado detenidamente y sabía que eso era lo correcto. O, al menos, la opción menos mala. A veces, eso es lo único a lo que uno puede aspirar.

Respiró hondo e intentó recordar cómo se sentía cuando era más joven y no le dolían las articulaciones y le importaba todo una mierda; entonces, escogió un agujero que se abría entre dos de aquellas enormes y antiguas rocas y lo atravesó.

Quizá ese sitio hubiera sido un lugar sagrado en tiempos inmemoriales, quizá esas rocas atesoraran una potente magia, quizá fuera un delito gravísimo adentrarse en ese círculo sin haber sido invitado a hacerlo. Pero si alguno de los antiguos dioses se ofendía ante ese comportamiento, no tenía manera alguna de mostrar su enfado. El viento amainó y se transformó en un suspiro lúgubre, y eso fue todo. La magia era un bien escaso y ya no quedaban muchas cosas sagradas. Éste era el signo de los tiempos.

Una luz danzaba en la parte interior de los rostros de los Héroes, su débil fulgor naranja brillaba sobre la piedra agujereada, cubierta aquí y allá de musgo, así como de una maraña de zarzas viejas, ortigas y hierbas. Uno de ellos estaba roto por la mitad, otros dos se habían venido abajo con el paso de los siglos, dejando así unos huecos vacíos que se asemejaban a unos dientes que faltasen en la sonrisa de una calavera.

Craw contó ocho hombres; estaban apiñados alrededor de una hoguera azotada por el viento, vestidos con capas remendadas, abrigos raídos y mantas hechas jirones con los que combatían el frío. La luz de la hoguera parpadeaba sobre sus rostros demacrados, cubiertos de cicatrices y barbas de pocos días o espesas según el caso, y relucía en los filos de sus escudos, en las hojas de sus armas. Muchas armas. Aunque la mayoría era un poco más joven, no tenían un aspecto muy diferente del que podía tener el grupo de Craw una noche cualquiera. Probablemente, no eran muy distintos. Incluso llegó a pensar por un momento que uno de esos hombres, que se encontraba de perfil, era Jutlan. Se sobresaltó al creer reconocerlo e incluso estuvo a punto de saludarlo. Entonces, recordó que Jutlan llevaba doce años enterrado y que se había despedido de él ante su tumba.

Quizá hubiera un número limitado de rostros en el mundo. Y cuando uno llega a viejo, se da cuenta de que se repiten una y otra vez.

Craw alzó las manos, mostrando las palmas abiertas, e intentó hacer todo lo posible para que le dejaran de temblar.

—¡Buenas noches!

Todos giraron la cabeza bruscamente hacia él y cogieron sus armas al instante. Uno de ellos alzó un arco y a Craw se le encogieron las entrañas, pero antes de que tensara la cuerda para disparar, el hombre que se hallaba junto al arquero estiró un brazo y lo obligó a apuntar hacia abajo.

—Tranquilo, Cuervorojo.

El hombre que había hablado era un anciano robusto, de barba gris enmarañada y espesa, cuya reluciente espada se encontraba desenvainada entre sus rodillas dispuesta a ser utilizada. Craw sonrió ampliamente, algo raro en él, ya que ese rostro le resultaba familiar, y era consciente de que su funesto horizonte se despejaba.

Se llamaba Hardbread, y era un Gran Guerrero al que conocía desde hacía mucho tiempo. Craw había combatido en el mismo bando que él en unas cuantas batallas a lo largo de los años y en el bando contrario en otras cuantas más. Era un hombre de gran reputación. Un astuto guerrero muy experimentado que solía pensar las cosas y no matar primero y luego hacer preguntas, que era la forma de actuar por la que optaba cada vez más gente. Al parecer, también era el jefe de ese grupo, ya que el tipo llamado Cuervorojo bajó el arco de mala gana, para gran alivio de Craw. No quería que esa noche muriera nadie, y mucho menos él; no le avergonzaba admitirlo.

No obstante, todavía quedaban unas cuantas horas de oscuridad por delante y lo rodeaban demasiadas armas de afilado acero.

—Por los muertos —juró Hardbread, quien se encontraba sentado tan inmóvil como los Héroes, aunque, sin duda alguna, su mente iba a gran velocidad—. A menos que me equivoque, Curnden Craw acaba de surgir de la oscuridad.

—No te equivocas —replicó Craw, quien dio unos cuantos pasos hacia delante muy despacio, con las manos aún en alto, intentando en la medida de lo posible parecer tranquilo y despreocupado mientras ocho pares de ojos enemigos lo examinaban.

—Tu pelo se ha vuelto más gris, Craw.

—El tuyo también, Hardbread.

—Bueno, ya sabes. Hay una guerra en marcha —el viejo guerrero se dio unas palmaditas en el estómago—. Lo cual es muy malo para mis nervios.

—Si he de ser sincero, a mí me pasa lo mismo.

—¿Quién querría ser un soldado en estos tiempos?

—Es un trabajo de mierda. Pero dicen que los viejos caballos no son capaces de saltar nuevas vallas.

—Hoy en día, ni siquiera intento saltar —replicó Hardbread—. Tenía entendido que luchabas a favor de Dow el Negro. Tú y tu docena.

—Procuro combatir lo mínimo posible, pero en cuanto a favor de quién lucho, tienes razón. Dow es quien me paga las gachas.

—Me encantan las gachas —Hardbread posó la mirada sobre el fuego y lo atizó pensativo con una ramita—. La Unión es quien me paga a mí las mías —sus compañeros estaban nerviosos; se relamían los labios mientras acariciaban con los dedos sus armas y les brillaban los ojos bajo la luz del fuego. Eran como los espectadores de un duelo que observaban los primeros movimientos, mientras intentaban dilucidar quién tenía las de ganar. Hardbread volvió a alzar la mirada—. Lo cual nos coloca en bandos opuestos.

—¿Vamos a dejar que una tontería como a qué bando pertenecemos nos estropee una conversación tan cordial? —preguntó Craw.

Cuervorojo reaccionó como si la palabra cordial fuese un insulto y volvió a enrojecer de ira.

—¡Matemos a este cabrón!

Hardbread se volvió lentamente hacia él, con un gesto de desdén dibujado en su semblante.

—Si sucede lo imposible y necesito que me ayudes, ya te lo diré. Hasta entonces, mantén la boca cerrada. Un hombre de la experiencia de Curnden Craw no sube hasta aquí arriba sólo para que lo asesine alguien como tú —su mirada vagó por entre las piedras y, acto seguido, volvió a posarse en Craw—. ¿Por qué has venido solo? ¿Acaso no quieres luchar más por ese cabrón de Dow el Negro y has venido a unirte al Sabueso?

—No puedo negar que me lo he planteado, pero luchar por la Unión no va conmigo, aunque respeto a quienes luchan en su bando. Todos tenemos nuestras razones para hacer lo que hacemos.

—Procuro no juzgar a un hombre sólo por los amigos que escoge.

—Siempre hay buenos hombres a ambos lados de una buena pregunta —afirmó Craw—. La cuestión es que Dow el Negro me pidió que me acercara a los Héroes, vigilara el lugar un rato y comprobara si la Unión se aproximaba por este camino. Pero tal vez podrías ahorrarme tantas molestias. ¿La Unión viene hacia aquí?

—No lo sé.

—Pero aquí estás.

—Yo no prestaría mucha atención a ese detalle —Hardbread lanzó una mirada, teñida de desánimo, a sus compañeros, que se encontraban alrededor del fuego—. Como puedes ver, a mí también me han enviado solo, más o menos. El Sabueso me pidió que me acercara hasta los Héroes y vigilara para ver si Dow el Negro o alguno de su bando aparecía por aquí —entonces, arqueó las cejas—. ¿Crees que alguno de ellos aparecerá por aquí?

Craw esbozó una amplia sonrisa.

—No lo sé.

—Pero aquí estás.

—Yo no prestaría mucha atención a ese detalle. Sólo hemos venido aquí yo y mi docena. Menos Brydian Flood, que se rompió la pierna hace unos meses y lo tuvimos que dejar atrás para que se recuperase.

Hardbread sonrió pesarosamente y removió el fuego con la ramita, levantando así una nube de chispas.

—Siempre habéis sido un grupo muy bien avenido. Me atrevería a decir que ahora mismo tus hombres están repartidos alrededor de los Héroes, con los arcos preparados.

—Algo así —los hombres de Hardbread se apartaron a un lado nerviosos y boquiabiertos. Una voz que parecía surgir de ninguna parte los sobresaltó, aunque lo que más les pasmó fue que se tratara de una voz de mujer. Wonderful, que se encontraba con los brazos cruzados, la espada envainada y un arco sobre el hombro, estaba apoyada contra uno de los Héroes con la misma despreocupación con la que se habría apoyado en la pared de una taberna—. Hola, Hardbread.

El viejo guerrero esbozó una mueca de disgusto.

—Al menos, podrías tener una flecha preparada para disparar para que diera la impresión de que nos tomas en serio.

Wonderful movió bruscamente la cabeza en la oscuridad.

—Por ahí atrás hay unos chicos dispuestos a clavarte una flecha en la cara si uno solo de vosotros nos mira mal. ¿Así te sientes mejor?

Hardbread volvió a hacer una mueca de contrariedad.

—Sí y no —respondió, mientras sus muchachos miraban fijamente los huecos que había entre esas piedras, pues la noche de repente parecía hallarse repleta de amenazas—. Aún sigues siendo la segunda al mando de este grupito, ¿verdad?

Wonderful se rascó una larga cicatriz que se le veía claramente entre el pelo ralo de la cabeza.

—No he tenido ninguna oferta mejor. Somos como un matrimonio de viejos que no ha follado desde hace años, y ya sólo discute.

—Yo y mi esposa éramos así hasta que murió —afirmó Hardbread a la vez que daba unos golpecitos con un dedo a su espada desenvainada—. Ahora la echo de menos. En cuanto te vi, pensé que venías acompañado, Craw. Pero, como seguís parloteando y yo sigo respirando, supongo que estáis dispuestos a darnos una oportunidad de solucionar esto dialogando.

—Joder, me parece que supones muy bien —aseveró Craw—. Sí, ése es el plan.

—¿Mis centinelas siguen vivos?

Wonderful giró la cabeza y dio uno de sus característicos silbidos. Al instante, Scorry Sigiloso salió de detrás de una de esas piedras. Rodeaba con un brazo a un hombre que tenía una gran marca de nacimiento rosa en una mejilla. Casi daba la sensación de que fueran viejos amigos, hasta que uno reparaba en que Scorry llevaba un cuchillo en la mano, con cuyo filo acariciaba la garganta de Antojo.

—Lo siento, jefe —le dijo el prisionero a Hardbread—. Me pillo con la guardia baja.

—Son cosas que pasan.

Entonces, un tipo flacucho se adentró dando tumbos en la zona iluminada por el fuego como si hubiera recibido un fuerte empujón, se tropezó con sus propios pies y cayó, cuan largo era, sobre la alta hierba soltando un chillido. Tras él, el Jovial Yon emergió con paso impetuoso de la oscuridad, con un hacha en la mano, cuyo pesado filo relucía a la altura de una de sus botas, mientras en su barbuda cara se dibujaba un ceño fruncido.

—Doy gracias a los muertos porque sigue vivo —Hardbread señaló al muchacho, que se estaba poniendo en pie, con la ramita que tenía en la mano—. Es el hijo de mi hermana. Le prometí que cuidaría de él. Si lo hubieras matado, siempre me lo habría recriminado.

—Estaba dormido —gruñó Yon—. Me parece que no estabas cuidando muy bien de él, ¿verdad?

Hardbread se encogió de hombros.

—No esperábamos encontrarnos aquí con nadie. Si hay dos cosas que estamos aburridos de ver en el Norte, son colinas y piedras. No supuse que una colina repleta de piedras fuera a ser una gran atracción.

—Para mí no lo es —afirmó Craw—, pero Dow el Negro nos ha ordenado que viniéramos aquí…

—Y cuando Dow el Negro ordena una cosa… —Brack-i-Dayn pronunció esas palabras casi cantando, como suelen hacer los montañeses.

A continuación, se adentró en el amplio círculo de hierba, con la parte tatuada de su enorme cara girada hacia la zona iluminada por el fuego, mientras las sombras se acumulaban en los huecos del otro lado de su rostro.

Cuervorojo hizo ademán de saltar pero Hardbread se lo impidió, dándole una palmadita en el hombro.

—Vaya, vaya. No dejan de aparecer más miembros de tu banda —la mirada de Hardbread fue del hacha del Jovial Yon a la amplia sonrisa de Wonderful, al estómago de Brack y se detuvo sobre el cuchillo de Scorry, que seguía posado sobre la garganta de su hombre. Sopesaba las posibilidades, sin duda alguna, al igual que habría hecho Craw—. ¿Whirrun de Bligh está contigo?

Craw asintió lentamente.

—No sé por qué, pero insiste en seguirme allá donde vaya.

En ese mismo instante, como si le hubieran dado una señal, la voz de Whirrun, con su extraño acento del valle, rasgó la oscuridad.

—Shoglig me dijo… que mi destino sería revelado… por un hombre que se ahogaría con un hueso —su voz resonó entre las piedras, de tal modo que parecía provenir de todas partes a la vez. A Whirrun le gustaba ser melodramático. Todo héroe de verdad que se precie tiene esa tendencia—. Y Shoglig es tan vieja como estas piedras. Algunos dicen que el infierno nunca se la llevará. Que el filo de ningún arma puede cortarla. Algunos dicen que vio nacer al mundo y lo verá morir. Ésa es una mujer a la que un hombre debe escuchar, ¿verdad? O eso dicen algunos.

Whirrun atravesó el agujero que había dejado uno de los Héroes que faltaban y se adentró en la zona iluminada por el fuego; era alto y esbelto, su rostro estaba cubierto por una capucha y era paciente como el invierno. Llevaba al Padre de las Espadas sobre los hombros, como el yugo de una lechera, el gris apagado del metal de la empuñadura refulgía intensamente, sus brazos pendían inertes junto a la hoja envainada y sus largas manos colgaban ociosas.

—Shoglig predijo el momento, el lugar y la forma en que moriré. Me lo susurró y me obligó a guardar el secreto, ya que la magia, si se comparte, deja de ser magia. Así que no puedo deciros dónde ni cuándo moriré, pero no será aquí ni ahora —entonces, se detuvo a unos pocos pasos del fuego—. Pero, por otro lado, tus muchachos… —Whirrun ladeó hacia un lado su encapuchada cabeza, de modo que sólo se podía atisbar la punta de su nariz afilada, el contorno de su marcada mandíbula y su fina boca—. Shoglig no me dijo cuándo moriréis.

No se movió. No tenía por qué. Wonderful miró a Craw y alzó la mirada hacia el cielo estrellado. Pero los hombres de Hardbread no habían oído esas palabras cien veces como ellos.

—¿Whirrun? —masculló uno de ellos al compañero que tenía al lado—. ¿Whirrun el Tarado? ¿Es él?

Su compañero no dijo nada; simplemente, se limitó a tragar saliva, lo cual provocó que su nuez se desplazara de arriba abajo notablemente.

—Bueno, estoy demasiado viejo como para poder salir de este lío combatiendo —dijo Hardbread, con vivacidad—. ¿Cabe la posibilidad de que nos dejéis marchar sin más?

—En mi opinión, sí —contestó Craw.

—¿Podemos llevarnos nuestras cosas?

—No pretendo dejaros en mal lugar. Sólo quiero esta colina.

—O, más bien, la quiere Dow el Negro.

—Lo mismo da.

—Entonces, adelante, es toda vuestra —Hardbread se puso lentamente en pie, hizo un gesto de dolor al estirar las piernas, seguramente también tenía las articulaciones agarrotadas—. Hace un viento terrible aquí arriba. Prefiero estar abajo, en Osrung, con los pies cerca de un fuego —Craw tenía que admitir que en eso tenía razón, lo cual le llevó a preguntarse quién sacaba más provecho del acuerdo. Hardbread envainó su espada, pensativo, mientras sus hombres recogían sus cosas—. Actúas de un modo muy decente, Craw. Eres un hombre de honor, como se suele decir. Es bueno que los partidarios de diferentes bandos aún puedan hablar las cosas, en medio de todo este caos. La gente… ya no actúa decentemente.

—Es el signo de los tiempos —aseveró Craw, quien hizo un gesto con la cabeza dirigido a Scorry, el cual apartó el cuchillo de la garganta de Antojo, hizo una leve reverencia y alzó una mano en dirección hacia el fuego.

Antojo se echó hacia atrás, frotándose la zona recién afeitada que ahora tenía en su velludo cuello, y se dispuso a enrollar una manta. Craw metió ambos pulgares en el cinturón del que llevaba colgada la espada y no apartó la mirada de los hombres de Hardbread mientras se preparaban para marcharse, por si a alguno le daba por hacerse el héroe.

Cuervorojo era el que más probabilidades tenía. Se había colocado el arco sobre el hombro y ahora permanecía de pie, con gesto sombrío, mientras agarraba un hacha en una mano con tanta fuerza que los nudillos se le habían vuelto blancos y sostenía un escudo, en el que había un pájaro rojo pintado, con el otro brazo. Si antes había tenido intención de asesinar a Craw, no parecía que los últimos minutos le hubieran hecho cambiar de opinión.

—Sólo son un puñado de viejos y una puta —rezongó—. ¿Nos vamos a retirar ante gente como ésta sin pelear?

—No, no —contestó Hardbread, al mismo tiempo que se colgaba su abollado escudo a la espalda—. Yo me retiro, y el resto de tus compañeros. Pero tú te vas a quedar y vas a luchar solo contra Whirrun de Bligh.

—¿Que qué? —Cuervorojo miró extrañado y nervioso a Whirrun y éste le devolvió la mirada; por lo que se podía atisbar de su cara, ésta era tan pétrea como los propios Héroes.

—Pues eso —respondió Hardbread—, como deseas tanto un buen combate, ahí tienes. Después, me llevaré en un carro tu cadáver despedazado para dárselo a tu madre y decirle que no se preocupe, que moriste haciendo lo que querías. Le diré que querías tanto esta maldita colina que tenías que morir aquí.

Cuervorojo jugueteó nervioso con el mango de su hacha.

—¿Eh?

—O quizá prefieras bajar con los demás, mientras bendices el nombre de Curnden Craw por habernos advertido con buenas maneras de que debíamos irnos y dejarnos marchar sin una flecha clavada en el culo.

—Vale —dijo Cuervorojo, y, acto seguido, se volvió, cariacontecido.

Hardbread hinchó los carrillos y resopló ante Craw.

—Cómo son los jóvenes hoy en día, ¿eh? ¿Acaso éramos nosotros tan estúpidos?

Craw se encogió de hombros.

—Es muy probable que sí.

—Aunque yo no diría que tenía la misma sed de sangre que ellos.

Craw volvió a encogerse de hombros.

—Es el signo de los tiempos.

—Cierto, cierto y tres veces cierto. Os dejamos el fuego, ¿de acuerdo? Bueno, vámonos, muchachos.

Se dirigieron a la ladera sur de la colina, mientras todavía guardaban sus últimas cosas, y, a continuación, uno a uno se fueron desvaneciendo entre las piedras para perderse en la noche.

El sobrino de Hardbread se volvió cuando estaba en el hueco que quedaba entre las piedras y le enseñó el dedo anular a Craw.

—¡Volveremos, cabrones de mierda! —entonces, su tío le propinó un buen golpe en la parte superior de su desaliñada cabeza—. ¡Ay! ¿Qué pasa?

—Muestra un poco de respeto.

—¿No estamos librando una guerra?

Hardbread volvió a golpearlo de nuevo, lo cual le hizo chillar.

—Eso no es una razón para ser maleducado, idiota.

Craw permaneció inmóvil mientras las quejas del muchacho se esfumaban, arrastradas por el viento, más allá de las piedras; después, tragó saliva, con cierta amargura, y apartó los pulgares del cinturón. Fingió que tenía frío y se frotó las manos, para disimular que le estaban temblando. No obstante, el peligro había pasado y todos seguían respirando, así que supuso que las cosas habían salido lo mejor posible. Pero el Jovial Yon no estaba de acuerdo. Se acercó a Craw y se colocó junto a él, con el ceño muy fruncido y escupió al fuego.

—Puede que en algún momento nos arrepintamos de no haber matado a esos tipos.

—Prefiero cargar con el ligero peso sobre mi conciencia de no haberlos matado que con la pesada losa de haberlo hecho.

Desde el lado contrario, Brack chasqueó la lengua en señal de desaprobación a Craw.

—Un guerrero no debería cargar con mucho peso sobre su conciencia.

—Un guerrero tampoco debería cargar con una pesada barriga —le espetó Whirrun, quien se había quitado al Padre de las Espadas del hombro y la había clavado en el suelo, la empuñadura le llegaba a la altura del cuello, mientras observaba cómo se reflejaba la luz en la cruceta mientras le daba vueltas y vueltas—. Todos tenemos nuestras pesadas cargas que soportar.

—Sólo tengo un poco de barriga, cabrón fibroso —replicó el montañés, a la vez que se daba una palmadita orgulloso en su enorme tripa, como la que un padre le daría a su hijo en la cabecita.

—Jefe —dijo Agrick al acercarse a la zona iluminada por el fuego, con un arco en una mano y una flecha entre dos de sus dedos.

—¿Están ya lejos? —inquirió Craw.

—He visto que dejaban atrás los Niños. Ahora están cruzando el río, se dirigen a Osrung. Aunque Athroc sigue vigilándolos. Si deciden regresar, lo sabremos.

—¿Crees que se darán la vuelta? —preguntó Wonderful—. Hardbread es de la vieja guardia. Puede haberse ido sonriendo, pero esto no le habrá gustado ni un pelo. ¿Confías en ese viejo cabrón?

Craw frunció el ceño mientras tenía la mirada perdida en la noche.

—Tanto como confío en cualquier otro hoy en día.

—¿Tan poco? Entonces, será mejor que apostemos unos guardias.

—Sí —dijo Brack—. Y asegúrate de que los nuestros permanecen despiertos.

Craw le dio un golpe en el brazo.

—Gracias por presentarte voluntario para el primer turno.

—Tu tripa podrá hacerte compañía —apostilló Yon.

A continuación, Craw también dio un golpe en el brazo a este último.

—Me alegro de que estés a favor de la idea, tú harás el segundo turno.

—¡Mierda!

—¡Drofd!

Se veía claramente que el muchacho de pelo rizado era el nuevo de ese grupo, ya que se dio prisa por responder con energía.

—¿Sí, jefe?

—Coge el caballo que está ensillado y dirígete al camino de Yaws. No sé con quién te encontrarás primero… es probable que con Cabeza de Hierro, o quizá con Tenways. Hazles saber que nos hemos encontrado con una de las docenas del Sabueso en los Héroes. Diles que lo más probable es que sólo estuvieran reconociendo el terreno, pero…

—Sólo reconocían el terreno —afirmó Wonderful, mientras mordisqueaba una postilla, que tenía en un nudillo, que luego escupió desde la punta de la lengua—. La Unión está a varios kilómetros de aquí, dividida y desplegada, intentando avanzar en línea recta por un país que no tiene caminos rectos.

—Es bastante probable. Pero, de todos modos, sube al caballo y transmite el mensaje.

—¿Ahora? —la consternación se apoderó del rostro de Drofd—. ¿En plena noche?

—No, el verano que viene mejor —le espetó Wonderful—. Sí, ahora, necio. Además, lo único que tienes que hacer es seguir un camino.

Drofd profirió un suspiro.

—Es una misión para un héroe.

—Toda guerra es una misión para un héroe, muchacho —afirmó Craw, quien preferiría haber mandado a otro, pero entonces habrían estado discutiendo hasta el alba sobre por qué el nuevo no era el elegido para cumplir esa misión. Hay ciertas maneras correctas de hacer las cosas que un hombre no puede obviar sin más.

—Tienes razón, jefe. Nos vemos en unos días, supongo. Y con el culo dolorido, sin duda alguna.

—¿Por qué? —preguntó Wonderful, moviendo las caderas adelante y atrás—. ¿Acaso Tenways es amiguito tuyo?

El comentario provocó algunas carcajadas. Brack se rio atronadoramente, Scorry se rio entre dientes e incluso el ceño fruncido de Yon se suavizó un poco, lo cual quería decir que le había hecho gracia.

—Pero qué simpáticos sois, me cago en todo —replicó Drofd, quien se internó en la noche en busca del caballo para iniciar su viaje.

—¡Tengo entendido que con grasa de pollo entra mejor! —le gritó Wonderful.

Al instante, las carcajadas de Whirrun reverberaron por los Héroes y se perdieron en el vacío de la oscuridad.

Tras tantas emociones, Craw se sentía agotado. Se dejó caer junto al fuego, esbozó una mueca de dolor al doblar las rodillas y pudo sentir que la tierra seguía caliente allá donde había posado su trasero Hardbread. Scorry se había acomodado en el extremo más alejado a afilar su cuchillo y el ruido del roce del metal marcaba el ritmo de sus suaves y agudos canturreos. Era una canción sobre Skarling el Desencapuchado, el mayor héroe del Norte, quien había logrado reunir a todos los clanes hace mucho para expulsar a la Unión de aquellas tierras. Craw lo escuchó mientras seguía sentado; entretanto, se mordisqueaba la piel que rodea las uñas y pensaba que tenía que dejar de hacer eso de una vez por todas.

Whirrun dejó al Padre de las Espadas en el suelo, se puso en cuclillas y sacó la vieja bolsa en la que guardaba sus runas.

—Será mejor que lea las runas, ¿eh?

—¿Tienes que hacerlo? —masculló Yon.

—¿Por qué? ¿Tienes miedo a lo que los símbolos puedan revelarte?

—Tengo miedo a que sueltes un montón de bobadas y me pase luego media noche despierto intentando buscarles un sentido.

—Eso ya lo veremos.

Whirrun ahuecó una mano y echó las runas en ella; luego, escupió sobre ellas y las lanzó cerca del fuego. Craw no pudo resistirse a la tentación de estirar el cuello para verlas, a pesar de que habría sido incapaz de saber qué significaban aquellos puñeteros símbolos ni aunque le hubieran dado dinero por ello.

—¿Qué dicen las runas, Tarado?

—Las runas dicen… —Whirrun entornó los ojos como si intentara discernir algo a lo lejos— que se va a derramar sangre.

Wonderful resopló.

—Siempre dicen lo mismo.

—Sí —Whirrun se abrigó, colocó la empuñadura de su espada a la altura de la nariz, como si fuera su amante, y cerró los ojos—. Pero últimamente aciertan más veces de las que se equivocan.

Craw contempló con el ceño fruncido a los Héroes, gigantes olvidados, que vigilaban testarudamente la nada.

—Es el signo de los tiempos —masculló.