El otoño se echó encima: parecía mentira que tres días antes sobrara el capote, a causa de los calores veraniegos, y ahora se fuera tan a gusto con él. Por el limpio pinar volaba, libre, el viento otoñal, y una lluvia menuda goteaba de cuando en cuando desde el cielo, donde los claros alternaban con las nubes. Menos mal que las tropas no habían tenido que arrastrarse por los pantanos con semejante tiempo.
Vorotíntsev y Svechin, levantados los cuellos de los capotes, las manos en los bolsillos, marchaban despreocupados, sin sables, entre los pinos de troncos desnudos hasta gran altura y agitados por el viento tan sólo en las cimas.
—¡De veras que sí! —sacudía la cabeza Vorotíntsev, incapaz de serenarse en todo el día transcurrido—. Expresar una vez todo cuanto uno piensa es una verdadera delicia. Y un deber sagrado. Después de explayarte una vez a tus anchas, ya puedes morirte.
La cabeza de Svechin resultaba grande en todos sus detalles: las orejas, la nariz, la boca, los ardientes y apasionados ojos… Por naturaleza, aquel hombre era agrio, imperturbable y difícil de convencer:
—¿Cuándo has visto tú que aquí, en Rusia, algún inferior haya convencido a un superior mediante un discurso inflamado? En el plan particular puede salir airoso un argumento de peso o un documento fehaciente, pero en el terreno general… ¿sacudirlo todo de un golpe y persuadir a todo el mundo? Vivimos en un sumidero, pero no de agua, sino de brea, donde ni siquiera se forman círculos al tirar una piedra. Y si te tiras tú, te hundes.
—¿Qué importo yo? El que sufre hasta el fin será salvo. Por debajo de un regimiento no me pondrán. Y hasta ahora no he mandado mal un regimiento.
Aunque Svechin tenía dos años menos, su modo de hablar no lo denotaba:
—Sí. Eso sería cierto si no tropezaras a cada paso con un «estorbo-en-jefe». Te mandarán órdenes estúpidas, y tú tendrás que cumplirlas, pagando con soldados, y enviarás al coronel Svechin un telegrama suplicando: «¡Ayúdame, hermano, sácame de este apuro!». No, Egori. Las cosas las hacen los prácticos, no los rebeldes. Las hacen imperceptiblemente, calladamente, pero las hacen. Supongamos que yo enmiendo en un día dos órdenes estúpidas; aquí justifico la conducta de un valeroso jefe de regimiento; allí libro a un batallón de zapadores de una muerte inútil; quiere decirse que no he pasado el día en vano. Tú estás a mi flanco, corriges otras dos órdenes, y ya son cuatro. No tiene sentido enfrentarse con los jefes; lo procedente es encauzarlos con cuidado. En ninguna parte puedes reportarle a Rusia más utilidad que aquí. Si te echan, traerán a otro peor. ¿Qué se ganaría con ello?
En la sección de operaciones, y en todo el Estado Mayor, Svechin era para Vorotíntsev la única persona de confianza, igual que Vorotíntsev para Svechin. Una confianza a medias no es tal confianza; si se confía en alguien, hay que hacerlo sin reservas, y ellos no las tenían el uno con el otro. La tarde anterior, después de su entrevista con el Jefe Supremo, Vorotíntsev presentó a Yanushkévich y a Danílov un informe de lo más superficial. Bien es cierto que tampoco ellos lo necesitaban muy detallado y hasta hubieran preferido no oír ninguno. Vorotíntsev estuvo con Svechin hasta la noche, haciéndole partícipe de sus inquietudes. Por su parte, el amigo también le comunicó algo de lo que había observado en el Estado Mayor. Y aquella mañana, minutos antes de la reunión, conversaban acerca del mismo tema.
—Puede que lleves razón, Andréich —accedió Vorotíntsev con una sonrisa de disentimiento en su rostro enflaquecido, pero lleno de vivacidad y de animación—. Sólo que si todo esto te ocurriese a ti… aún con toda tu discreción y con la mía juntas… Mira, esos casos se dan en la vida, probablemente, una vez o dos. No deseo más que reafirmar la verdad. Si el Gran Duque hubiera observado ayer otra actitud…
—El Gran Duque, entiéndelo de una vez, espera un telegrama anunciando la toma de Lvov. Todos esperan el mismo mensaje —insistió, machacón, Svechin, sin un asomo de sonrisa y con argumentación incontestable, que comunicaba a sus relumbrantes ojos un aire algo siniestro—. Con ese telegrama echarán tierra encima al asunto de Samsónov. Y repicarán en toda Rusia las campanas celebrando nuestra estupidez: teníamos al ejército austríaco metido en unas tenazas y lo dejamos salir, tomando una ciudad desierta.
Pero ¡qué diantre!, Vorotíntsev no se imaginaba, ni su mente admitía, ningún frente austríaco. Sólo pensaba en el cerco de Neidenburg. Su ardor iba acrecentándose:
—Me convencerías, y yo me callaría, si se tratase de un problema puramente militar. En efecto, podría haberse mejorado algo la situación en otros sectores y en otros asuntos. Pero ese ya no es un problema militar, ¿me entiendes? Eso entra en la esfera de lo moral. Conducir un pueblo sin preparación al matadero excede ya los límites de la estrategia. El que sufre hasta el fin… Pero lo que esos están dispuestos a aguantar hasta el fin son todos nuestros sufrimientos, incluso sin asomarse ni siquiera a las líneas de vanguardia. Están dispuestos a sufrir tres o cuatro cercos por el estilo, y entonces el Señor los salvará.
—De todas maneras, tú no harás de redentor —siseó entre dientes el irreductible Svechin—. Todo quedará igual, y tú te romperás la cabeza. En Rusia deben gobernar necesariamente los necios; otra cosa es imposible. Te estoy diciendo la pura verdad. El que mucho abarca, poco aprieta.
—¡Pero es que yo no puedo por menos de abarcar! Estoy aquí como sobre ascuas. Si te han clavado una flecha en el pecho, y te quema y te duele, ¿cómo no vas a arrancártela? ¿Cómo se puede trabajar así?
—Temo por ti. Durante la reunión, procura no perderme de vista.
Regresaban ya. Salieron a la linde del bosque y se encaminaron hacia los trenes. Eran ya las diez menos cinco, y otros oficiales iban congregándose en la casita del jefe de operaciones.
Por un sendero apartado, eludiendo el encuentro con los altos jefes, venía un escribiente, un ganso inquieto, y tras él, con una marcialidad no militar ni aprendida, sino innata, dando un solo paso por cada dos del escribiente, avanzaba Arseni Blagodariov. Se diría que se había quitado un gran fardo de encima: el pecho nuevamente hacia adelante, braceaba con desenvoltura al andar y se tornaba, desenfadado, a derecha e izquierda, sin cohibirse por la vecindad del Alto Mando y de los grandes duques.
El nerviosismo y la excitación de Vorotíntsev desaparecieron como por ensalmo. Con un ademán detuvo al escribiente. Este, inquieto y cazurro, haciéndole un desaliñado saludo en el que no se llevó la mano hasta la sien ni puso totalmente horizontal el antebrazo (allí, en el Estado Mayor, se sabía el valor de cada cual), no esperó a ser preguntado para mascullar:
—Voy a escribir unos papeles, mi coronel: un mensaje, una petición de vituallas…
—¡Hum! —le cedió el paso Vorotíntsev y contempló afectuosamente a Arseni.
Blagodariov saludó a los dos coroneles, al suyo y al otro, con el codo rígido y la cabeza erguida, aunque sin comérselos con los ojos, sin servilismo alguno.
—¿De modo que te mandan a «artillería», Arseni?
—A artillería, sí, señor —sonrió, condescendiente, el interpelado.
—¿No te parece un estupendo granadero? —preguntó Vorotíntsev a Svechin, dando un fuerte manotazo a Arseni en el pecho. Irás a una brigada de artillería. Ya lo he arreglado todo.
—Bueno, qué se le va a hacer —ronroneó Blagodariov inflando los carrillos, pero se reportó al darse cuenta de que su proceder no era el que convenía—. Se lo agradezco mucho —tomó a saludar militarmente y a sonreír, colgante su desmesurado labio inferior.
No fue el cerco el que le convirtió en el hombre que era. Así le conoció Vorotíntsev en Usdau: sabía tratar debidamente no sólo a su coronel, sino a cualquier oficial, empleando sin la menor equivocación todos los términos militares. Se notaba, sin lugar a dudas, que nunca se extralimitaría en la expresión; pero en el tono rebasaba a veces los cánones del servicio para rozar la socarronería. Aunque nada había estudiado, Arseni se portaba como si supiera de ciencias militares más que nadie.
—Si no te gusta la artillería, ¿te vienes conmigo al regimiento que yo mande?
—¿De infantería? —bajó el labio.
—De infantería, sí.
Blagodariov fingió pensarlo.
—Pues no me agradaría mucho… —salmodió, pero rectificó acto seguido—: En fin, se hará lo que su señoría mande.
Vorotíntsev se echó a reír como quien oye a un chiquillo. Colocando ambas manos sobre los hombros de Arseni, nada bajos, por cierto, con las hombreras planchadas y tiesas ya, le dijo:
—Yo no volveré a mandarte nada, Arseni. ¿No estás enfadado conmigo porque te saqué del regimiento de Viborg y luego te metí en aquella bolsa?
—No, de ninguna manera —respondió Arseni en voz baja, con la simpleza de quien se dirige a un mozo de su pueblo, y hasta dio un sorbetón.
Con la de aventuras que habían corrido juntos, nunca habían podido charlar un rato: primero tuvieron que romper el cerco; luego tuvieron que dispersarse; y ahora cada uno tenía que atender sus asuntos. Además, los galones que llevaban eran muy distintos para sostener una conversación.
A Vorotíntsev se le hizo un nudo en la garganta, y tuvo que tragárselo.
Y Arseni, con su nariz de patata chafada, le daba vueltas a la lengua dentro de la boca, ni más ni menos que si no le cupiera en ella.
—En fin, ya sabes… las que no se encuentran son las montañas… Puede que alguna vez… Que te portes bien… Llegarás a coronel…
Los dos rompieron a reír.
—… Y que vuelvas a casa sano y salvo.
—Lo mismo le deseo.
Vorotíntsev se quitó la gorra, y Arseni se creyó en la obligación de hacer lo mismo. Un viento frío les azotó. Estaba helando levemente.
Se besaron al despedirse.
Arseni tenía unas garras muy robustas.
Vorotíntsev apretó el paso en seguimiento de Svechin.
Y Blagodariov siguió las huellas del insatisfecho escribiente con figura de ánade.
* * *
En la casita del jefe de operaciones no había aposentos espaciosos; el mayor de ellos podría dar cabida a unos veinte hombres sentados muy cerca el uno del otro. Bien es verdad que el cogollo del Alto Mando no llegaba a las veinte personas. Sin embargo, los reunidos eran más, y la opinión de todos ellos revestía importancia evidente. Habían dispuesto dos pequeñas mesas formando ángulo. A un lado estaba el Jefe Supremo, que aventajaba en estatura a todos, incluso sentado. Junto a él, su inseparable hermano, el Gran Duque Piotr Nikoláievich, muy atento a lo que se decía, aunque nadie ignoraba que su ocupación no era la guerra, sino las construcciones eclesiásticas, a las que llevaba dedicado varios años. Les seguían en la misma fila su primo, el príncipe Pedro de Oldenburg, bellísima persona; el Serenísimo príncipe Dmitri Golitsin, general-ayudante de campo y director de las monterías reales en los últimos años; el general-asistente Petrov Solovovo, hombre amabilísimo y mariscal de la nobleza de Riazán; el jefe del Estado Mayor Central, teniente general Yanushkévich; el jefe de operaciones, teniente general Danílov, y el general de servicio del Alto Mando. Frente por frente del Jefe Supremo, en el lado opuesto, y en el ángulo que formaban las mesas, habían tomado asiento el comandante en jefe del Frente Noroeste, general de caballería Zhilinski; el jefe de la sección diplomática del Estado Mayor, el de la sección naval y el de la de transportes militares.
Quienes no tenían asiento junto a las mesas —algunos oficiales de la Sección de Operaciones, el ayudante de servicio del Jefe Supremo, un príncipe calmuco, el ayudante de Yanushkévich y el de Zhilinski— ocupaban sillas cerca de la ventana o la estufa y, si tenían algo que escribir, lo hacían sobre las rodillas.
Como la estufa había sido encendida por la mañana, no calentaba demasiado. Una lluvia fría perlaba los cristales con creciente insistencia. Afuera reinaba una oscuridad completa, que pedía luz a gritos.
Dada la estrechez de la pieza, que dificultaba el levantarse, los reunidos acordaron hablar sentados. Así parecía hasta más práctico: se intercambiaban observaciones, y no había motivo para pronunciar discursos.
Invitado por el Gran Duque, inició su intervención Zhilinski. Como no necesitaba ver a todos los presentes, sino sólo a algunos, y eso de refilón, ni siquiera alzaba los grises párpados. Miraba tan sólo a sus papeles o al Jefe Supremo, ampliando muy rara vez su zona visual. Hablaba como siempre, sin añadir a las palabras la fuerza del sentimiento exteriorizado. No le pasaba por la imaginación que alguien le considerase culpable. Con edificante tono de voz, parecía equipararse al Jefe Supremo y sentirse llamado a examinar, de igual a igual, un acontecimiento desagradable, pero no de extraordinarias proporciones.
El lamentable contratiempo sufrido por el Segundo Ejército era culpa exclusiva del difunto general Samsónov. Empezó por incumplir la orden del mando del Frente respecto a la dirección de la ofensiva. (A esto se refirió en detalle). Apartándose, por su cuenta y riesgo, de la línea que se le fijara, amplió imperdonablemente el sector cubierto por su Ejército y aumentó el recorrido de las grandes unidades, distendiendo en demasía las vías de abastecimiento. Hizo algo peor aún: creó un hueco entre el Primero y el Segundo Ejércitos que trastrocó la colaboración entre ambos. A diferencia del meticuloso general Rennenkampf, Samsónov interpretó a su antojo otras muchas órdenes. (Y las enumeró prolijamente). La orden dictada por Samsónov a sus Cuerpos centrales, en el sentido de continuar la ofensiva el 14 y el 15 de agosto, cuando ya se sabía que las unidades de los flancos se habían retirado, era inconcebible para un cerebro sano. El craso error de esta orden se vio agravado por la imprudente disposición de Samsónov de retirar el aparato telegráfico de Neidenburg, con lo que inhabilitó al Estado Mayor del Frente para impedir la derrota del Ejército. Apenas el Estado Mayor, con cierto retraso, se hizo cargo de la situación, envió a todos los Cuerpos telegramas ordenándoles la retirada a la línea de partida, pero los Cuerpos centrales, por culpa del general Samsónov, no pudieron recibirlos.
El comandante en jefe del Frente ni siquiera se preocupaba de elevar el tono de su cascada voz en los pasajes acusatorios de su discurso, con lo cual resaltaba ante los reunidos la sencillez de los acontecimientos, es decir, la culpabilidad directa y tajante del difunto general, con lo que se mitigaba la inquietud de los presentes.
Nadie protestó, ni cuchicheó, ni tosió. Sólo se oía el zumbido de las moscas, que, reavivadas por el calor, llenaban la habitación y negreaban en la enjalbegada chimenea de la estufa y en el techo.
Vorotíntsev ardía por dentro. La cabeza le daba vueltas. No había en toda Rusia ni en toda la Europa en armas nadie que le fuese tan odioso entonces como aquel cadáver viviente. Odiaba su voz, su cara terrosa, desfigurada por un artificioso bigote de guías largas y retorcidas para acentuar su prestancia. No odiaba a aquel sepulturero tan sólo por lo que estaba ocurriendo en aquel momento, sino por todas las vilezas cometidas ya cuando era Jefe del Estado Mayor Central, que, una tras otra, formaron una cadena capaz de estrangular al ejército ruso, enroscándose a su cuello. Zhilinski lo explicó todo minuciosamente, sin miedo a refutaciones, ni a criterios distintos, ni a castigos, ni a una destitución: de producirse esta, le prepararían al instante otro puesto más grato aún. Al fin y al cabo, había cumplido con su deber ante la aijada Francia, ante el general Joffre. En último extremo le mandarían a París, donde las damas se desvivirían por ofrendarle flores y el Presidente le invitaría a almorzar.
No obstante, el general Zhilinski no destruyó todas las esperanzas de sus oyentes. Pese a la cobardía de Samsónov, él abrigaba audaces proyectos. Uno de ellos era el de repetir inmediatamente las operaciones combinadas del Primero y el Segundo Ejércitos alrededor de los lagos Masurianos. A tal efecto, Rennenkampf estaba ya perfectamente situado en el interior de Prusia, y sólo se requería completar el Segundo Ejército, terminar de formar algunos Cuerpos y lanzar a Scheideman en la dirección prevista ya antes de iniciarse las hostilidades.
Aunque, a simple vista, todo lo importante estaba dicho ya, se esperaba como cosa natural que interviniese el general Danílov: no era posible que guardara silencio el hombre reputado por todos los presentes como principal estratega del ejército ruso. Además, habida cuenta su situación, no bastaba con que interviniese a secas; debía exponer alguna idea profunda, demostrando que el raudal de inquietos pensamientos no había cesado de fluir en su cerebro (¡un cerebro obtuso, un raudal estancado, pensamientos caducos!).
Y precisamente por eso, el general jefe de operaciones habló con particular desenvoltura, haciendo gala del inconsciente aplomo de las mentes hueras.
En efecto, cabía adherirse plenamente a lo expresado por el comandante en jefe del Frente. Danílov enumeró los puntos en que coincidía con él. Sin embargo, convenía añadir consideraciones importantes: si los Cuerpos del Segundo Ejército hubieran cruzado la frontera alemana el 6 de agosto, según se ordenó a Samsónov, quien retrasó el cumplimiento de esta directriz, y si Samsónov hubiera asestado un golpe de flanco al enemigo en los lagos Masurianos, tal como se le indicó, sin esperar a que los alemanes desplegaran sus efectivos en todo el frente, se habría obtenido, indudablemente, un éxito sobre el enemigo desconcertado, y ahora podríamos celebrar una gran victoria. En el desdichado lance desempeñó, asimismo, un gran papel el cansancio de las unidades del Segundo Ejército, y se podía reprochar al general Samsónov el haber infringido el ritmo normal de marcha previsto en el reglamento de la infantería. También cabía imputarle otros errores de menor cuantía.
Más importante aún que lo dicho por el jefe de operaciones fue el estúpido continente con que guardó silencio al final de su perorata. ¡Qué provincialismo oficinesco! ¡Qué cara tan inexpresiva, tan rectangular, tan exenta de vivacidad! ¡Qué ojos más cohibidos, qué orejas más aplastadas y más deformes! ¿Qué hacían aquellos bigotes tiesos como un huso? ¿Los tendría pegados con cola a la cara? Porque allí estaban de sobra… ¡Y qué figura! El jefe de operaciones pareció detenerse ante un profundo secreto que no podía desvelar allí, en una reunión tan numerosa. Su actitud era la de un sacrificado: cargaba sobre sus hombros aquel secreto y toda la compleja ciencia de la guerra, para, después, como perito en la materia, esclarecerlo hasta el último punto. Al fin y al cabo, él era el candado y la llave de toda la estrategia: los oficiales inferiores carecían de su información y de sus facultades; y por encima de él no estaban sino el impotente e inoperante Yanushkévich y el ardoroso Gran Duque, hombre sin capacidad de trabajo.
Como era natural, le llegó su turno al jefe del Estado Mayor. ¡Oh, de qué buena gana hubiera callado el ojinegro y bigotudo Yanushkévich, de grandes bigotazos, modales corteses y gran afición a los papeles y a las carpetas! Designado para su cargo por el bondadoso monarca en un momento de indulgencia, el amable Yanushkévich, se sentía en el terreno de la estrategia y del arte operativo como Caperucita Roja en el tenebroso bosque. Pero resultaba placentero ocupar tan prominente puesto. Pensando en él se le oprimía también el corazón, esta vez de contento; y, por añadidura, ¿cómo iba a causarle a aquel soberano de ojos azules, tímido como él, la amargura de confesarle su incompetencia en el arte militar? Ya fuese Yanushkévich en carroza, ya caminase sobre el espacioso parquet de los palacios de Petersburgo, siempre se imaginaba contemplarse a sí mismo, y repetía con horror y júbilo a la vez: «Es el teniente general Yanushkévich, jefe del Estado Mayor Central del ejército ruso». Cuando el Ministro de la Guerra le elevó a tan alto cargo, Yanushkévich expuso ciertas dudas (que jamás comunicó a nadie), pero Sujomlínov, con su sempiterno y alegre optimismo, le alentó: «¡Saldrá usted adelante, amigo, ya lo verá!». Desde el primer día se sintió Yanushkévich prisionero de Danílov, única persona que allí sabía algo y que, con cierto retintín en la voz, parecía reprocharle constantemente por qué no era él, Danílov, el jefe del Estado Mayor. Una cosa captó certeramente Yanushkévich: en el ejército ruso había mejores estrategas que Danflov. Pero como este era el elegido de Sujomlínov, dedujo que, tras reconocer, a solas con él, su autoridad y prometerle interesarse por conseguir para ambos los mismos honores y condecoraciones, acaso fuera lo más ventajoso quedarse con Danílov. Igual que dos barcas atadas la una a la otra, ellos dos sólo podían cruzar la riada de la guerra navegando juntos: Yanushkévich dirigiría la parte dispositiva, y Danílov la estratégica.
Pero ¡qué lata tener que hablar de estrategia todas las mañanas poniendo cara de entendido! ¡Qué esfuerzo le costaba ahora mantener una actitud imponente para que nadie advirtiese cuán resbaladizo era el terreno que pisaba, cuán profunda su angustia y cuán incomprensible el tema de que se disponía a hablar! «¿Qué vas a decir frente al general de cuatro estrellas Zhilinski, formalmente subordinado tuyo, pero, en realidad, tu predecesor como jefe del Estado Mayor, cuando tú mismo, como teniente general, eres un advenedizo, que se ha saltado los plazos y el escalafón?».
Pulida la frase, amable el tono, Yanushkévich se limitó a repetir todo cuanto allí se había dicho, sin añadir ni omitir nada, sólo que invirtiendo los términos.
Y la reunión fue comprobando, con claridad cada vez más meridiana, cuán culpable era el difunto comandante en jefe, que llevó al desastre a su Segundo Ejército. Menos mal que él mismo se había puesto al margen. Los restantes generales jamás hubieran cometido tales yerros. Al llegar a estas conclusiones, la reunión perdía virulencia. Todo estaba enteramente discutido y aclarado.
Vorotíntsev llevaba un buen rato anotando en un papel, sobre el portaplanos y con mano temblona, todas aquellas patrañas y meditando el modo de refutarlas. En la parte superior del pliego había escrito la noche anterior sus tesis principales, con la tinta negra de su estilográfica japonesa. No tomó apuntes del discurso de Yanushkévich, a quien apenas oía; entornados los párpados, para no ver a todos los reunidos, se imaginó el rostro franco e indefenso de Samsónov, no ahora, en la ignota espesura del bosque en que yacía, ni tampoco en Orlau, donde se despidió de sus tropas, sino en Ostroleka, cuando todavía estaba investido de sus facultades y de su autoridad, y cuando aún no había perdido la batalla: la indefensión cubría, ya entonces, su semblante. Y recordó Vorotíntsev la fiera embestida de jabalí entre la maleza, el frenético rechinar de los dientes de Kachkin con Ofrosímov a cuestas y el desplome de Blagodariov, exhausto como quien acaba de arar diez desiatinas, hundiendo, en su último impulso, la hoja del puñal en el suelo.
Vorotíntsev, sentado como sobre ascuas, sentía el impulso incontenible de levantarse y de hablar sin pedir siquiera la palabra; pero Svechin, a su lado, le retenía, cauto, apretándole el codo; y el Jefe Supremo ni siquiera le miraba.
Si el Gran Duque, cruzadas las finas piernas de jinete, siempre recto, inaccesible, con las guías del bigote ligeramente retorcidas, miraba a alguien, por encima de la larga mesa, ese alguien era Zhilinski, con su cara amarillo grisácea, de cejas estúpidamente enarcadas. Poco tiempo antes, atendiendo unas quejas de Zhilinski, le había autorizado para destituir a Samsónov en caso de necesidad. Pero ayer y hoy le parecía cada vez más claro que Zhilinski era el causante principal de la catástrofe y que la mejor manifestación de su autoridad como Jefe Supremo consistiría en destituirle inmediatamente, dando con ello una magnífica lección a los generales. Sin embargo, este acto habría sido contraproducente: a Zhilinski se le figuraba poco importante su puesto, y lo habría abandonado de buen grado; acto seguido se habría marchado a Petersburgo a presentar sus quejas y sus cuitas a la emperatriz madre y a la emperatriz joven, a cotorrear con Sujomlínov y a sonreír servilmente a Rasputín. En el hervidero y en el pulular de las camarillas palatinas, Nikolai Nikoláievich siempre llevaría las de perder: si la guerra iba mal, se le tacharía de inepto e incapaz de mantenerse en su puesto de Jefe Supremo; y si la guerra iba bien, se diría que él, ambicioso, representaba una amenaza para la familia real, un «Nicolás III».
Bien sabía Dios cuánta compasión le inspiraban la flor y nata de la oficialidad y los infelices soldados que tanto habían sufrido en el cerco. Pero los setenta mil cercados no eran toda Rusia. Rusia eran ciento setenta millones de habitantes; para salvarla por entero había que ganar no una ni dos batallas en el frente, sino, ante todo, la magna batalla de Palacio en la que se disputaba el corazón del amado soberano: eliminar al sórdido Sujomlínov; arrojar de la Corte (aunque ahorcarlo sería mejor) al sucio Rasputín, y, para mayor seguridad, recluir en un convento a la emperatriz. (Esto era imposible; el zar no lo permitiría, y contra la voluntad del soberano jamás actuaría él; pero como sueño… para bien de Rusia…). Ante tales circunstancias, no era aconsejable reforzar el partido contrario, haciendo que se le incorporara el indignado Zhilinski. Por amor a la gran Rusia, debía hoy el Gran Duque sofocar en su alma el amor a la Rusia menuda, al ejército de Samsónov, que, de todas maneras, ya había perecido.
Pero valía la pena sacudir a Zhilinski, atemorizarle, lanzar sobre él a Vorotíntsev. Nikolai Nikoláievich tenía presente siempre al coronel y, sin quitarle los ojos de encima, observaba su inquietud.
Había oscurecido fuera. La lluvia batía los cristales; las sombras iban apoderándose del aposento, y hubo que encender las luces eléctricas. Como las paredes estaban encaladas, se hizo una claridad perfecta, con la que se distinguían todos los detalles de cada cual.
Ahora tomaba la palabra el jefe de la sección diplomática del Estado Mayor. Comenzó rogando a los señores generales que no perdiesen de vista las altas relaciones, las altas consideraciones y los altos compromisos del Estado. La opinión pública francesa estaba segura de que Rusia podría aportar una contribución mayor. «El gobierno de Francia ha dicho que no hemos puesto en acción todas las fuerzas posibles, que nuestra ofensiva en Prusia Oriental ha constituido un acto insignificante; que, según los datos de que dispone el servicio de información francés (los cuales, ciertamente, se contradicen con los nuestros), los alemanes no han retirado dos Cuerpos de Ejército del Frente Occidental para trasladarlos al nuestro, sino del nuestro para llevarlos al Occidental, y nuestra aliada Francia tiene derecho a recordarnos la enérgica ofensiva que hemos prometido desencadenar contra… Berlín».
Ni los grandes duques ni los generales captaron la última palabra, de igual manera que, en sociedad, la etiqueta prescribe pasar por alto cualquier inconveniencia que se diga. Los unos miraban a la ventana, los otros a la pared y los terceros a sus papeles.
Por lo demás, aquella palabra no sonaba ahora. Pero las razones de la sección diplomática y la voluntad del soberano eran patentes: ¡había que salvar a toda costa y cuanto antes al aliado francés! Evidentemente, el corazón se angustiaba ante las bajas que sufríamos, mas lo que importaba era no defraudar a los aliados.
El jefe de transportes militares anunció que el frente iba reforzándose a toda marcha, para lo cual no se cesaba de enviar tropas de las zonas asiáticas: estaban a punto de llegar, si no habían llegado ya, dos Cuerpos de Ejército caucasianos, uno del Turquestán y dos de Siberia, a los que no tardarían en unirse otros tres Cuerpos siberianos. Así, pues, nuestra nueva e inmediata ofensiva, moralmente necesaria, estaba materialmente preparada.
De ahí que Zhilinski pidiera a los señores allí presentes su anuencia para repetir la operación en torno a los lagos Masurianos.
Aquello era para estallar, aunque perdiese no sólo la carrera, el ejército y las estrellas, sino hasta el cuero cabelludo, que le quemaba la cabeza a Vorotíntsev. ¡Mentira, mentira! ¿Hasta dónde podría llegar la mentira? Desprendiendo su brazo de la tenaza de los dedos de Svechin, y olvidándose de que habían acordado no levantarse, Vorotíntsev saltó de su asiento como alocado, sin imaginarse cuál sería la primera manifestación de su ira, cuando oyó la voz firme del Gran Duque:
—Voy a rogar al coronel Vorotíntsev que nos refiera sus impresiones directas, pues él estuvo en el Segundo Ejército.
Así evitó el estallido; la silbante espita de la cólera dejó salir el vapor en transparente nube. El freno de la prudencia contuvo el corazón martilleante como recordándole el refrán: «Quien domina su ira lo domina todo».
—Alteza Imperial: nuestro análisis es tanto más indispensable cuanto que el ejército de Rennenkampf corre evidente riesgo hasta este mismo instante, y puede terminar peor que el de Samsónov.
(Demasiada vehemencia. ¡Calma, calma! No malgastes tu ímpetu).
Todos, sin exceptuar al Gran Duque, se encogieron y se removieron, como si acabaran de quebrarse los cristales de las ventanas, y el viento, frío y húmedo, hubiera penetrado violentamente.
Pero Vorotíntsev, mesurando su discurso de frase en frase, lo continuó cual si lo hubiera preparado meticulosamente, pesándolo y midiéndolo todo:
—Caballeros: del Segundo Ejército no asiste nadie a esta reunión, y apenas si quedará alguien que pudiera asistir. Pero yo estuve allí estos días, y ustedes me permitirán expresar aquí lo que acaso hubieran dicho los hoy difuntos o prisioneros. Con la franqueza que se inculca a los militares y se perdona a los muertos…
(¡Cuidado con la voz, que no se empañe ni se ahogue!).
—… No voy a realzar el arrojo de los soldados y de los oficiales, que nadie ha puesto aquí en duda. Merecerían los honores de una antología los jefes de regimiento Pervushin, Alexéiev, Kabánov y Kajovskoi. Si más de quince mil hombres consiguieron salir del cerco, ello se debe a unos cuantos coroneles y capitanes, no a ninguno de los que aquí estamos presentes. Mientras no existió una doble superioridad de la artillería alemana, e incluso durante algunos momentos mientras existió, nuestras unidades ganaban los combates tácticos. Bajo un cañoneo infernal, mantuvieron sus líneas defensivas, como lo hizo el regimiento de Viborg en Usdau. Y, pese a todo, la batalla no nos acarreó un revés, como se ha dicho aquí, sino un desastre completo.
Este término resonó como una explosión en el aposento. La onda expansiva del estallido azotó los rostros de todos.
El calificativo de «desastre» tampoco agradaba al Jefe Supremo: no podía informar en tal sentido al zar, si bien estaba dispuesto «a entregar su culpable cabeza a su Majestad». Aunque no aprobaba el término, se abstuvo de intervenir. Gallardo, noble, severo, permaneció sentado con firme altanería, como quien ha nacido cerca del trono del monarca, aunque no ocupe el trono ni sea monarca.
—… He oído decir aquí que toda la culpabilidad recae sobre el general Samsónov. Esto es sumamente fácil de afirmar, pues los muertos no se defienden. Es comodísimo, ya que, así, ninguno de nosotros tendrá nada de que arrepentirse. Pero si nos atenemos a tales comodidades, perdonen mi fatua profecía: semejantes catástrofe se repetirán, y entonces perderemos toda la guerra.
Murmullos de indignación. Zhilinski elevó sus ojos mortecinos hacia el Jefe Supremo: ya era hora de cortar las alas y de atajar a aquel insolente coronel.
Pero Nikolai Nikoláievich, que a veces sabía ser muy brusco, ni siquiera movió la cabeza, inclinada hacia atrás. Se limitó a señalar que era dueño de la situación.
—… En cuanto al difunto Alexandr Vasílievich, me creo obligado a disentir de quienes aquí han intervenido. Al llegar del Turquestán a Belostok, le pareció absurdo el plan y la dirección de la ofensiva hacia el interior de los lagos Masurianos, zona evidentemente desierta. El general Samsónov expuso sus objeciones en un informe dirigido al Jefe Supremo, y el 29 de julio se lo entregó al jefe del Estado Mayor del Frente, teniente general Oranovski.
(Iba elevando el tono de voz. ¡Más bajo, más bajo!).
—… Pasaban los días, y él se asombraba de que no le llegase comentario alguno respecto a su informe. Me pidió que lo aclarase sin falta en el Alto Mando, y ayer supe que el Gran Duque no lo recibió.
El cadáver viviente mostró a Vorotíntsev sus dientes de calavera. Como el Jefe Supremo se mantenía callado, era necesario que interviniese él:
—Tampoco yo sé nada de semejante informe.
—Tanto peor, Excelencia. —Vorotíntsev pareció alegrarse de la réplica y se tomó hacia Zhilinski—. Quiere decirse que la verdad sólo se conocerá mediante una investigación. Y si la investigación se realiza, pediré a la Comisión investigadora que encuentre dicho documento.
Un estremecimiento de indignación desfiguró las caras de los generales: ya estaba todo claro; ¿a qué venía ahora aquel osado proponiendo una investigación? Todos concentraron sus miradas en el Jefe Supremo: ¡había que llamar al orden al insensato coronel!
Pero el Gran Duque, como petrificado, miraba hacia arriba, muy por encima de Zhilinski.
Este, abandonando su tono, siempre seco, se enardeció esta vez para replicar:
—Probablemente el general Samsónov retiraría su informe.
Vorotíntsev, que parecía esperar tal salida, repuso acalorado:
—¡No, no lo retiró, lo sé de fijo! —E insistió, tesonero, sin mirar a nadie más que a Zhilinski, a aquel general Zhilinski tan inaccesible en Ostroleka, en Neidenburg o en Orlau, y ahora tan al alcance de la mano: un anciano cadavérico, huesudo, encorvado, con necesidad de ir al retrete a cada momento—. La enmienda propuesta por el general Samsónov, y en parte realizada por él, era un acierto, pues tendía a envolver al enemigo más profundamente que lo que preveía el Estado Mayor del Frente, aunque no con la suficiente profundidad. La ampliación del sector cubierto por el Ejército obedeció, en escala no menor, a la incomprensible terquedad del Alto Mando del Frente, empeñado en operar en el remoto rincón de los lagos Masurianos.
—No es un rincón de lagos; era el enlace entre los ejércitos —le interrumpió Zhilinski más irritado y resuelto.
Pero Vorotíntsev notaba ya el tácito acuerdo: el Jefe Supremo no le cortaría la palabra. En cuanto a los demás, todos juntos no podrían con él. ¡No en vano había roto el cerco y realizado aquel raid! Frío, cada vez con mayor aplomo, llegó a fruncir los labios en un gesto de burla. Cada frase era un lazo que lanzaba al cuello de Zhilinski:
—No es mantener un enlace cuando a un Ejército le obligan a forzar la ofensiva y al otro lo ponen punto menos que a descansar. No es mantener tal enlace, puesto que, después de la batalla de Gumbinnen, las cinco divisiones de caballería del general Rennenkampf no fueron lanzadas a perseguir al enemigo ni se las envió a salvar al Segundo Ejército durante los días del desastre. El Estado Mayor del Frente pareció disociar adrede las operaciones, y lanzó el Primer Ejército a la ofensiva con una semana de antelación. ¿Para qué? No se me diga que el enlace entre los ejércitos consiste en retirarle a Samsónov el Cuerpo de Scheideman el 10 de agosto para ponerlo a las órdenes de Rennenkampf y mandarlo luego, el 14 de agosto, a las inmediaciones de Varsovia, quizá porque no se necesitaba en Prusia precisamente el día en que se decidía la batalla del Segundo Ejército…
¿Cómo sabía Vorotíntsev todo aquello? A no dudarlo, el pecado era del Alto Mando. Danílov miró suspicaz a Svechin, lleno de intranquilidad:
—En ese caso privaban las consideraciones estratégicas. El Noveno Ejército se preparaba para atacar en dirección a Berlín…
—¿Y al Segundo Ejército, que se lo comieran los lobos? —repuso Vorotíntsev con insolencia—. El 15 de agosto, pese a todo, enviaron a Scheideman en ayuda del Segundo Ejército, pero el Estado Mayor del Frente dio al Cuerpo una dirección equivocada. El 16 de agosto, el Cuerpo es destinado de nuevo al Frente de Varsovia. El 17, el general Rennenkampf se lo lleva hacia el norte. ¿Y eso se llama enlace entre los Ejércitos? Pero lo cierto es que el Frente Noroeste se creó precisamente para asegurar este enlace. Se ha inculpado al general Samsónov su falta de decisión, pero la indecisión mayor fue la del Comandante en Jefe del Frente cuando dejó ¡la mitad de las tropas!, por cautela, en las líneas de comunicación, para «proteger la zona», sin retirarlas de Bischofsburg ni trasladarlas de Soldau.
Vorotíntsev machacaba una y otra vez sobre el mismo punto. ¿No repercutirían sus mazazos en el bigote de Zhilinski, que temblaba y hasta parecía humear?
—¿La mitad? ¿Cómo que la mitad? —alborotaron, protestando, no sólo Danílov, sino también su estulto favorito, el coronel Vanka-Kain.
—Calculen ustedes mismos, señores: dos Cuerpos de Ejército, el de la derecha y el de la izquierda, más tres divisiones de caballería hacen exactamente la mitad. Y a Samsónov se le ordenó atacar y vencer con la otra mitad. El mando del Frente retuvo los flancos cuando lo que debió hacer fue lanzarlos en apoyo del centro. El general Samsónov habrá podido cometer errores, pero errores puramente operativos. Los errores estratégicos fueron obra del Estado Mayor del Frente. Samsónov no tenía superioridad de fuerzas sobre el enemigo, pero el Frente sí la tenía; y, sin embargo, la batalla se ha perdido. Señores, cabe hacer una conclusión, pues de lo contrario, ¿para qué celebramos esta reunión y, en general, para qué existen los Estados Mayores y el Alto Mando? La conclusión es la siguiente: ¡Somos incapaces de dirigir unidades mayores que un regimiento!
—¡Alteza, le ruego que interrumpa el insensato delirio de ese coronel! —exigió Zhilinski dando un puñetazo sobre la mesa como para significar que todavía no era un «cadáver» completo.
El Gran Duque, mirándole fríamente, con sus grandes y expresivos ojos rasgados, articuló con voz serena y firme:
—El coronel Vorotíntsev está diciendo cosas interesantes. Yo veo en su discurso mucho de aleccionador. Encuentro que el Cuartel General —y dirigió la vista hacia Danílov, quien inclinó su testuz de toro, mientras Yanushkévich, por cortesía, bajaba la cabeza también— apenas tomó parte en la dirección de estas operaciones, dejándolo todo al arbitrio del Frente Noroeste.
¡Si conocería él a Danílov! Hasta en los informes preparados por este, el Gran Duque solía encontrar el hilo mucho antes que su tedioso autor.
—… Ya tendrán ustedes ocasión de contradecir aquello en que el coronel esté equivocado.
Zhilinski, jadeante, se levantó y salió a evacuar una necesidad. Grande era la tentación que iba apoderándose del Jefe Supremo: ya existían datos y conclusiones, procedía, pues, crear una comisión investigadora. Zhilinski sería expulsado bochornosamente, y el Alto Mando quedaría limpio.
Sin embargo, el indulgente telegrama enviado el día anterior por el zar marcaba al Gran Duque otro camino: el del perdón y el de la concordia. Acababa de llegar, aunque no se había dado a conocer aún, la orden del soberano ascendiendo a Oranovski: los trámites del ascenso seguían un curso independiente de la marcha de las operaciones, y el asunto no tenía remedio.
Pero Vorotíntsev disponía de tiempo todavía y marchaba al galope, como la caballería que ha conseguido romper, aunque con pérdidas, la línea defensiva. ¡Solamente ahora empezaba de veras la reunión!
—… Sin embargo, yo desearía plantear el problema con mayor amplitud. ¿En qué se gastaron los esfuerzos del Segundo Ejército? ¡En cubrir a campo traviesa un espacio desierto del territorio ruso! Aún antes de llegar a la frontera, aún antes de tomar contacto con el enemigo, las tropas tuvieron que atravesar unos arenales durante cinco o seis, transportando proyectiles, pertrechos, vituallas y materiales. ¿Y cómo? ¿Por qué todas esas reservas no se concentraron ya antes de la guerra junto a la frontera?
Yanushkévich arrugó el ceño. Sencillamente, le dolía oír a aquel testarudo «joven turco» superviviente de la época de Golovín. ¿Por qué se recreaba el Gran Duque atormentándoles?
—El enemigo hubiera podido apoderarse de todo —barbotó su explicación bajo el frondoso bigote.
—¿De manera que es preferible tener veinte mil muertos y setenta mil prisioneros a perder una docena de depósitos de intendencia? —se encrespó Vorotíntsev con el rostro purpúreo.
—No se construyeron depósitos cerca de la frontera porque en aquel sector no proyectábamos defendernos, sino atacar —explicó Danílov, terco y seguro.
Así era, en efecto; pero todo se complicó a causa de la súbita mutación del plan general de operaciones, modificado por el propio Zhilinski, jefe, a la sazón, del Estado Mayor Central, y también por el ministro de la Guerra y hasta por el zar, es decir, a causa del plan impuesto el mes anterior al Gran Duque. Vorotíntsev no podía dejarse arrastrar por la pasión, aunque le quedaba por decir lo más punzante: precisamente en aquel momento regresaba a su sitio Zhilinski, que apareció en la puerta:
—… Pero la causa principal del desastre del Ejército de Samsónov fue su falta de preparación —extensiva a todo el ejército ruso— para entrar en combate tan pronto. Ninguno de los aquí presentes ignora que el plazo de preparación se calculaba en dos meses a partir del día de la movilización. O, por lo menos, se necesitaba un mes.
Zhilinski llegó hasta su sitio, pero no tomó asiento: ¡se habían dicho allí cosas demasiado fuertes! Permaneció de pie, frente a Vorotíntsev, con los puños sobre la mesa. Y el coronel, sacando el pecho, como dispuesto a la pelea, y rojo de ira, reanudó sus andanadas directamente contra él:
—… Fue una decisión funesta la frívola promesa de iniciar las operaciones al decimoquinto día de la movilización, estando únicamente preparados en un tercio, para agradar a los franceses. ¡Una promesa ignorante! ¡Lanzar nuestras fuerzas al combate por partes y sin preparación!
—¡Alteza! —exclamó Zhilinski dirigiéndose al gran duque—. ¡Aquí se está mancillando el honor de Rusia y denigrando una decisión sancionada por el soberano! Según nuestra convención con Francia…
Arrancando los últimos segundos al Jefe Supremo, Vorotíntsev volvió a disparar su odio:
—Según la convención, Rusia ofreció «una ayuda decidida», pero no un suicidio. ¡El suicidio de Rusia lo firmó usted, Excelencia!
(Yanushkévich, olvidado, bajó cobardemente la cabeza: ¡él que había exigido que el Frente Noroeste se pusiera en marcha cuatro días antes!…).
—¿Y el ministro de la Guerra? —gritó Zhilinski, pero con voz cascada, que a nadie imponía—. ¡Y fue sancionado por Su Majestad! ¡Un oficial como usted es indigno de estar en el Alto Mando! ¡Ni en el Alto Mando ni en el ejército ruso! ¡Alteza Imperial!
El esbelto Gran Duque era una escultura sedente, con las piernas cruzadas a un lado de la mesa. Tristemente, pero con voz de piedra, dijo a Vorotíntsev:
—Sí, coronel. Ha rebasado usted los límites de la prudencia. No se le concedió la palabra para eso.
Se le arrebataba la última palabra, acaso la última de su carrera militar, y le contrariaba ceder aquella postrera posición. ¿Saber una cosa y no decirla? Perdido ya todo, sin temor alguno, libre de trabas, viendo desfilar por su mente a los del regimiento de Dorogobuzh con el cadáver del coronel sobre sus hombros, al teniente herido y al capitán Semiochkin, el ágil y alegre gallo de pelea que rompió el cerco al frente de dos compañías del regimiento de Zvenígorod, Vorotíntsev respondió al Jefe Supremo con voz sonora:
—Alteza Imperial, también yo soy oficial de este ejército, como Vuestra Alteza y como el general Zhilinski. Todos nosotros, oficiales del ejército ruso, respondemos de la historia de nuestra patria. ¡Y no tenemos derecho a perder campaña tras campaña! Esos mismos franceses nos despreciarían mañana…
De repente, el Gran Duque estalló, en un rapto de ira poco frecuente en él:
—¡Coronel! ¡Abandone la reunión!
Pero ya Vorotíntsev se sentía aliviado y libre; acababa de sacarse del pecho la flecha candente.
Aunque se la arrancó con un pedazo de su carne.
Ni una palabra más. Cuadrándose militarmente, dio media vuelta, hizo chocar los tacones y se dirigió a la salida.
En este momento entraba, jubiloso, cruzándose con él, un ayudante:
—¡Alteza Imperial! ¡Un telegrama del Frente Sudoeste! ¡Ya estaba allí! ¡Era el mensaje que esperaban! El Gran Duque, desenvolviendo el papel, se alzó de su asiento, y los demás hicieron otro tanto.
—¡Caballeros! ¡La Madre de Dios no ha abandonado a Rusia! La ciudad de Lvov ha caído en nuestras manos. Es una gigantesca victoria. Hay que comunicarla a los periódicos.
* * *
LA SINRAZÓN NO COMENZÓ CON NOSOTROS NI CON NOSOTROS TERMINARÁ