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Bajo el reinado de Alejandro III, el Gran Duque Nikolai Nikoláievich, caído en desgracia, ni siquiera figuraba en el séquito del Emperador. Nicolás II le destacó del enjambre de los grandes duques, como, en presencia y en esencia, le destacaba la propia naturaleza. Pero su situación no era muy sólida. A veces influía poderosamente en el zar, supeditándole a su voluntad. Se afirmaba que el Manifiesto del 17 de octubre y la convocatoria de la Duma le fueron arrancados precisamente por Nikolai Nikoláievich mediante la amenaza de suicidarse en el despacho del monarca. Era hombre que no desdeñaba la opinión pública y que, lejos de temer los movimientos sociales, les prestaba oído. Otras veces, en su sorda y desesperada pugna con la emperatriz, perdía sus puestos, su influencia y sus apoyos, y se sumía en la sombra. En 1908 fue disuelto el Consejo de Defensa del Estado sin otra razón que el deseo de privar a Nikolai Nikoláievich de su presidencia y, con ello, evitar la reforma del ejército ruso, emprendida por él, en compañía del general Palitsin, después de la guerra contra el Japón. A partir de entonces se le mantuvo apartado de la confección de los planes militares y de toda su labor en el ejército, reducido al simple grado de general y de jefe de la circunscripción militar de Petersburgo. Cuando la guerra se gestaba, alguien convenció al Emperador de que tomase el mando supremo del ejército ruso, y Nicolás eligió a sus colaboradores inmediatos a su imagen y semejanza, imagen y semejanza muy extrañas para un conocedor del arte militar. Designó jefe del Estado Mayor a Yanushkévich, un covachuelista que, aunque era profesor de la Academia Militar, enseñaba en ella administración castrense, conocía bien todo lo concerniente a organización, entretenimiento y contabilidad del ejército, mas no tenía la menor noción del mando de tropas. Esta laguna hubiera podido ser salvada por un buen general aposentador, pero el zar nombró para este cargo al obtuso y limitado, aunque celoso, Y. Danílov.

Sin embargo, al estallar la guerra quedó de manifiesto que algo le faltaba al Emperador: ¿energía personal, derechos ilimitados, aire de la calle? Y, pese a los convencionalismos y a la oposición palatina, tuvo que nombrar Jefe Supremo a Nikolai Nikoláievich, si bien el soberano, con su estilo tolerante, aunque práctico, no solicitó más que esta minucia: que el Estado Mayor permaneciese tal y como él lo había formado, a su gusto.

Nikolai Nikoláievich tenía por sagrada la voluntad del «ungido»: le habían inculcado la idea de que su sobrino menor era su señor; de no ser así, no existiría la monarquía como principio. Deseando, previendo e imaginándose el cuadro de su nombramiento como Jefe Supremo, Nikolai Nikoláievich, que poseía un certero golpe de vista para seleccionar a los más dignos y a los más activos, saboreaba de antemano el acto de nombrar, ante el asombro de Rusia y la estupefacción de la Corte, al general Palitsin como jefe del Estado Mayor, y jefe de operaciones al humilde y oscuro general Alexéiev, hombre de sorprendente lucidez militar, a quien él había descubierto durante el análisis de un supuesto táctico. Pero hubo de acceder a la solicitud del soberano e iniciar su obra con colaboradores incapaces y aborrecidos, convirtiéndose el Estado Mayor en el primer obstáculo a su voluntad. El Gran Duque tuvo que aceptar un plan de guerra confeccionado por otro, ajeno a su interpretación e incluso desconocido para él.

Sin embargo, un signo celeste vino a sorprenderle y alentarle. Al llegar a Baranóvichi, seguido de su Estado Mayor, el Gran Duque tuvo el repentino presagio de que su gestión iba a ser feliz y, por consiguiente, Rusia vencería. Este presagio le llegó mediante una coincidencia extraordinaria, punto menos que imposible, y, por tanto, mística: en el poblado ferroviario de Baranóvichi, donde se le ordenó desde Petersburgo situar el Estado Mayor, encontró que la iglesia estaba dedicada a San Nicolás, pero no a San Nicolás Mirliki, de cuya efigie y de cuyo trono estaba llena toda Rusia, por lo cual no habría sido extraño que se le consagrase aquella iglesia, sino a San Nicolás Kochán, iluminado por la gracia de Cristo, que obró muchos milagros en Nóvgorod y cuya memoria se celebraba el 27 de julio (¡casi la misma fecha en que llegó Nikolai Nikoláievich!), día del santo del Jefe Supremo y, por consiguiente, día de su intercesor en el cielo. Era casi imposible encontrar en Rusia una iglesia como aquella. La coincidencia no podía ser fortuita. ¡Todo tenía un sentido místico!

Al parecer, para interpretar plena y certeramente aquel celeste signo, el Gran Duque no debía alejarse ni ausentarse largamente de aquel lugar propicio y fatal. No debía recorrer frentes, divisiones ni regimientos, sino permanecer precisamente allí, donde se entrecruzaban todas las líneas; precisamente allí se le depararía la victoria.

El emplazamiento permanente trajo consigo una cómoda distribución de las tareas diarias y una acertada alternación de las ocupaciones y del descanso. Los dos trenes del Estado Mayor se situaron en la linde de un bosque, y el del Jefe Supremo, casi en el interior del mismo. Para sede del Jefe de Operaciones, centro de todos los análisis y estudios de tipo estratégico, se eligió una casita ubicada frente al vagón del Jefe Supremo, a cosa de veinte pasos. El Gran Duque dormía en su vagón. Si, por la noche, llegaba algún telegrama o parte, no se le despertaba: al levantarse él, invariablemente a las nueve de la mañana, los leía, después de lavarse y orar, mientras desayunaba. Terminado el desayuno, acudía el jefe del Estado Mayor con el parte diario. Al cabo de un par de horas de estudio de las operaciones, se marchaban a almorzar, a mediodía. Acto seguido, el Gran Duque se tendía un rato a descansar, daba un paseo en automóvil (a veinticinco verstas por hora, como máximo, para evitar accidentes graves); y luego venía la merienda, tras lo que acababa la jornada oficial, dedicándose el tiempo restante a asuntos accesorios, a cuestiones del séquito o a conversaciones particulares. Antes de la comida, el Gran Duque se sentaba en el vagón a escribir la carta diaria a su esposa, residente en Kiev, y le relataba todo lo sucedido durante la jornada: no podía arreglárselas sin un intercambio espiritual con algún familiar. Esta expansión habría sido imposible si él hubiera andado recorriendo las unidades; en cambio, fijando una residencia permanente, el Jefe Supremo aseguraba la correspondencia regular con su mujer. A las siete y media, al uso de Petersburgo, se celebraba la cena de los miembros del Estado Mayor en el vagón-comedor, acompañada siempre de vodka y de diversos vinos. Más tarde se serbia un té para quien lo desease.

Nikolai Nikoiáievich asistía a las vísperas y a los oficios religiosos festivos en su iglesia, donde cantaba un coro selecto de la capilla palatina y de la catedral de Kazán. En su fuero interno, siempre estaba con Dios. Nunca dejaba de orar y santiguarse antes de comer, y por la noche rezaba un buen rato, de rodillas y haciendo reverencias hasta tocar el suelo con la frente. Sus oraciones eran muy hermosas, pues le inspiraban gran confianza.

Pero las victorias no llegaban. Ni siquiera en el frente austríaco marchaban bien las operaciones. En Prusia, después de la batalla de Gumbinnen, no se producía el segundo éxito decisivo: los rusos no conseguían lanzar al enemigo al mar ni empujarlo al otro lado del Vístula. En un principio, Samsónov tomaba ciudad tras ciudad, pero luego se interrumpió su avance. Posteriormente llegó la noticia de la destitución de Artamónov (demasiado rápida y precipitada; destituyendo de aquella manera a los jefes de Cuerpo mal podía hacerse la guerra). Por último se hizo el silencio más absoluto. El 16 llegó a Baranóvichi el general Zhilinski, quien se quejó de que Samsónov hubiera cortado arbitrariamente las comunicaciones, dando lugar a que ahora no se supiese nada de él. Y el coronel Vorotíntsev, enviado para intentar establecer enlace, no había regresado. Tan prolongados silencios nunca auguran nada bueno. El 17 no se sabía nada aún: en todo el largo día no se recibió noticia alguna de ningún sector. Durante la noche del 17 al 18 despertaron al Gran Duque: acababa de llegar un extraño telegrama, alarmante y dudoso. Aunque venía cifrado, se había recibido por el telégrafo civil, eludiendo al Estado Mayor del Frente: «Después de cinco días de combates en la zona Neidenburg-Hohenstein-Bischofsburg, una gran parte del Segundo Ejército ha sido destruida. El jefe se ha suicidado. Los restos del Ejército huyen por la frontera rusa». Seguía tan sólo la firma del jefe de transmisiones del Ejército. ¿Por qué no firmaba alguien de mayor graduación? ¿Por ejemplo, el jefe del Estado Mayor? ¿Se trataba de una mixtificación? ¿No sería un error de un oficial atemorizado? ¿Por qué callaban Zhilinski y Oranovski, que debían estar informados?

Todo lo que Zbilinski y Oranovski dijeron saber el 18 de agosto fue la plena culpabilidad de Samsónov y la extraordinaria aventura del Estado Mayor del Ejército para salir del cerco. No hay noticias de las unidades del Segundo Ejército. Cabe suponer que el I Cuerpo está combatiendo en Neidenburg… Algunos hombres del XV Cuerpo llegan, en desordenados grupos, a Ostroleka…

Poco inteligible todo, pero más que suficiente para perder la tranquilidad.

Yanushkévich y Danílov se esforzaban por convencer al Gran Duque de que no había sucedido ningún mal irremediable y de que la situación podía mejorar. Sin embargo, el corazón del Jefe Supremo se angustiaba: si cabía suponer lo que ocurría en los Cuerpos de Ejército más cercanos y accesibles, ¿qué sería de los más lejanos? Tuvo la sensación de que se había producido una catástrofe imposible de remediar con fuerzas humanas, a menos que la salvación viniera del Cielo. Así pensando, se dirigió al oficio de vísperas, y luego, en su vagón, permaneció largo tiempo hincado de rodillas (hasta de rodillas era alto), orando ante las lamparillas encendidas.

Propiamente hablando, no existía un parte escrito, responsable y oficial del general Zhilinski respecto a la derrota; por tanto, tampoco había motivo oficial para informar por escrito al soberano. El Gran Duque, por aquellos días, ejecutaba maquinalmente todas las operaciones de la jornada: alto y esbelto como un ciprés, sin encorvarse ni agachar la cabeza nunca, recorría los alrededores del Estado Mayor o paseaba por el jardincillo inmediato al tren. De su rostro había desaparecido la expresión bravía que siempre le comunicara un aire tan juvenil. Se puso de manifiesto, repentinamente, que era ya punto menos que un anciano. Conversaba, atento y circunspecto, con los oficiales del séquito o del Estado Mayor; pero, según el reglamento confidencial establecido en el Alto Mando, jamás hablaban de las operaciones en curso como no fuese en la casita del jefe de operaciones. Era sumamente importante mantener la discreción ante los representantes de los aliados (un francés, un inglés, un belga, un serbio y un montenegrino), que vivían en el mismo tren y comían con ellos, a fin de que hasta tanto no se diera publicidad al asunto, permaneciesen en la ignorancia del mal momento que atravesaba Rusia. Y aunque los siniestros rumores se propagaban en cuchicheos, y los rostros se ensombrecían, todo el mundo imitaba el ejemplo del Gran Duque: la vida externa del Estado Mayor transcurría plácidamente, y el ayudante del Jefe Supremo, conde Mengden, de caballería de la Guardia, seguía silbando estrepitosamente, soltando palomas y amaestrando a su tejón.

El 19 hubo que mandar ya al monarca el parte de la catástrofe acaecida y, por añadidura, publicar alguna in formación en los periódicos, pues hasta ellos había llegado la noticia.

Grande fue la angustia de Nikolai Nikoláievich conjeturando cómo acogería las funestas nuevas el zar, tan voluble en sus reacciones. Nicolás II nunca se daba prisa en responder, y había que esperar dos o tres días. Desde luego, la joven emperatriz, toda la camarilla de Rasputín y Sujomlínov procurarían especular con la derrota de Prusia en perjuicio del Gran Duque, tratando hasta de derribarle y de evitar que se levantase después de su caída.

Vistas desde Petersburgo se fundían las distancias: Neidenburg, Belostok, Baranóvichi… Y costaría poco demostrar que todo lo había echado por tierra el Jefe Supremo.

Pero más aún que la respuesta del monarca preocupaba y deprimía al Gran Duque la asombrosa falta de información existente respecto al acontecimiento que podía acarrearle tan grave castigo. Seguía siendo un enigma incomprensible: ¿qué era, cómo era, y hasta qué punto era terrible lo ocurrido? Zhilinski gozaba de influencia en las esferas palatinas, y Nikolai Nikoláievich no podía exigirle una respuesta rápida y completa, como a cualquier otro subordinado. Tal vez Zhilinski supiera lo acaecido y lo silenciara, dejando caer sobre el Jefe Supremo la responsabilidad de todo.

En la noche del 20, el Estado Mayor volvió a pedir información al Frente Noroeste, pero Oranovski respondió que tampoco él había logrado saber ni comprender nada.

Hasta entonces, todos los días había reinado un calor continuo y hasta fatigante, aunque las noches eran frías. En la mañana del 20 no lució el sol con plenitud: pareció velado y mortecino. Hora tras hora fue oscureciéndose imperceptiblemente el cielo. Por ninguna parte asomaban nubes, y el viento no pasaba de ser una ligerísima brisa, aunque bastante fría. Pero el oeste comenzó a ponerse gris, y al mediar el día, las brumas cubrieron el firmamento.

Pese a la angustia de su corazón, el Gran Duque procuraba atenerse a su jornada habitual. A la hora de siempre se vistió para dar un paseo, que esta vez sería a caballo. Al salir del vagón se encontró con el jefe de información, buenazo, flemático, coleccionador de vitelas de puros. Acordándose de que tenía algunas vitelas nuevas, retuvo al general y regresó al vagón por ellas.

Cuando salió de nuevo, vio venir, a paso ligero, ¡al coronel Vorotíntsev, que salía del bosque! ¡Sí, al coronel Vorotíntsev! ¿No sería un sueño? ¿Vorotíntsev sano y salvo? ¡Pero si era a él a quien más necesitaba en aquel momento!

El coronel caminaba rápido, mirando a su alrededor, cual si quisiera adelantar a alguien y ser el primero en llegar. Mas allí no había nadie sino el general, jubiloso con sus vitelas, el ayudante, junto al jefe, y, algo retirado, el general para misiones especiales. Vorotíntsev vestía guerrera, sin capote, como si estuviera de servicio allí, en el Estado Mayor, y no se hubiese ausentado. Avanzaba con su acostumbrado paso de oficial de tropa y con cierto renqueo que en ocasiones llegaba a la cojera. Uno de sus hombros parecía muy abultado; traía una costra en la mejilla y la barba crecida.

—¡Vorotíntsev! —exclamó alborozado el Gran Duque sin esperar a que el coronel se acercara y se presentase—. ¿Ha vuelto usted? ¿Por qué no me lo ha comunicado nadie?

Vorotíntsev se cuadró sin la marcialidad elegante que era usual en el Estado Mayor; lo hizo venciéndose hacia un costado, como si el brazo le pesara más que de ordinario:

—¡Alteza! Acabo de llegar, hará unos diez minutos…

(No acababa de llegar. Había pasado varias horas en el bosque, donde había dejado a Blagodariov su capote y su portaplanos. Conocedor de las costumbres allí reinantes, decidió presentarse así para eludir a Yanushkévich y a Danílov y comparecer directamente ante el Jefe Supremo).

—¿Está usted herido? —inquirió Nikolai Nikoláievich con un rápido movimiento de sus expresivas cejas al observar unos vendajes bajo la guerrera, en el hombro del coronel.

—Poca cosa.

Y dirigió al jefe una mirada ansiosa.

El vigoroso rostro alargado de Nikolai Nikoláievich rejuveneció de nuevo, aunque embargado de emoción y de zozobra.

—Bueno, ¿qué pasa por allí? ¿Qué pasa?

Vorotíntsev se mantenía erguido, cuadrado militarmente, como el inferior que presenta un parte a un superior; pero torció los ojos hacia el ayudante y luego los tomó hacia el otro lado, por donde venía aproximándose un general. ¡Todo se vendría abajo si no se daba prisa!

—Alteza, le ruego que me escuche en privado.

—Naturalmente —asintió, decidido, el Gran Duque, girando con rapidez. ¡Qué propios de él, y qué gallardos eran aquellos movimientos! Sus larguísimas y finas piernas, enfundadas en las botas altas, subían ya por la escalerilla del vagón, desde donde Nikolai Nikoláievich ordenó a su ayudante que no permitiese a nadie la entrada.

Era el suyo un vagón corriente readaptado para su nueva finalidad. Entraron los dos en un despacho que iba de pared a pared, con una alfombra cubriendo todo el suelo, una mesa escritorio, un gran icono del Salvador, un retrato del zar y unos sables entrecruzados en la pared.

El Jefe Supremo de todos los ejércitos de la gran Rusia, severo, inteligente, sensible a los razonamientos, estaba a solas, detrás de su mesa, con el coronel Vorotíntsev, sin la molesta presencia de consejeros y ansioso de conocer las novedades. En toda la carrera militar de Vorotíntsev, nunca se había encontrado, ni volvería a encontrarse, en semejante situación. Fue un instante demasiado excepcional para que se repitiera: ¡un modesto y discreto oficial iba a influir en el funcionamiento de toda la maquinaria bélica! Acaso sus servicios anteriores le habían conducido a aquel momento cumbre. Sus ideas estaban concentradas, claras, tensas: había dormido como un muerto dos noches y un día y, aunque le dolía el cuerpo aún, tenía la mente despejada. Su lucidez se triplicó gracias al feliz comienzo del diálogo.

Comenzó a hablar con desenvoltura, sin cohibirse lo más mínimo ante tan augusto interlocutor (jamás se había cohibido ante nadie). Breve y concreto, explicó que la operación del Ejército no estaba preparada y que se efectuó a saltos y a tirones. Expuso cómo se la imaginaba Samsónov y cómo se desarrolló en realidad; qué fue lo que, probablemente, hicieron los alemanes; qué posibilidades esenciales se aprovecharon y cuáles no. Durante todos los días del cerco, y, posteriormente, entre quienes salieron de él, Vorotíntsev recogió toda la información que pudo, resumiéndola en el lúcido esquema con que, nueve días antes, penetró él, tan decidido, en el despacho de Samsónov. Pero Vorotíntsev introdujo en el gabinete del Jefe Supremo algo más, algo superior al sentido de lo que expuso: aportó el ardiente espíritu combativo de que se había impregnado en los altibajos de la batalla de Usdau y en la desesperada defensa de Neidenburg con una compañía del regimiento de Estlandia. Aportó una pasión que no se inflama tan sólo con el convencimiento de la razón propia, sino también con los padecimientos propios. Habló evocando un recuerdo que jamás podría tener quien no hubiera presenciado el júbilo infantil de Yaroslav al encontrarse con los rusos:

—¿No estáis cercados? ¿Y detrás de vosotros también están los nuestros?, o la de Arseni, respirando como un fuelle de fragua:

—¿Más allá está también Rusia? ¡Padre mío, y nosotros que pensábamos que no sacaríamos las patas de allí…!, tras de lo cual, desplomándose como un saco vacío, hundió en el suelo su cuchillo de sacrificar reses, innecesario ya.

Todo cuanto el Jefe Supremo advirtió con su intuición remota, sin verlo ni sentirlo, se lo corroboraba ahora Vorotíntsev con argumentos rotundos y pesados, como una bala de cañón.

Se puso a enumerar punto menos que cada regimiento con sus batallones, a indicar la suerte que habían corrido, las bajas de los servicios de retaguardia y los grupos que él había visto después de romper el cerco. La artillería se había perdido en su totalidad, y un mínimo de setenta mil hombres habían quedado dentro del cinturón, pero lo admirable era que de diez a quince mil hubieran salido sin ayuda de los generales.

¿Y el Jefe Supremo ignora todo esto? ¿De nada le ha informado el Estado Mayor del Noroeste?

El enjuto, noble y largo rostro del Gran Duque aguzó la atención como un cazador venteando la presa. Apenas interrumpió una sola vez el relato del coronel ni le preguntó nada (por su parte, Vorotíntsev era un torrente ininterrumpido), y en ocasiones requirió maquinalmente la pluma, aunque no tomó apunte alguno. Mordía y chupaba su habano con ardor, como si el puro, todavía largo, le impidiera acercarse a la verdad integral. Sería poco decir que le interesaba el relato: se dejaba arrastrar por él hasta convertirse en un desdichado participante de aquella desdichada batalla.

Y en Vorotíntsev se afianzó la seguridad de que no había cabalgado en balde hasta aquel infierno ni atravesado inútilmente aquel calvario como un alma en pena; ahora se recobraría y, levantando el duro puño del Gran Duque, lo descargaría sobre las cabezas de palo. Vorotíntsev, que nunca se había distinguido como hombre respetuoso, ahora lo era menos: hablaba de los jefes de Cuerpo como de malos sargentos, a quienes él mismo hubiera podido destituir.

De pronto, al referirse a Artamónov, objeto de su más profunda indignación, percibió algo de contrariedad, de frío, en los ojos del Jefe Supremo, y, no obstante la disimilitud, recordó los de Artamónov.

En efecto, la historia de aquella orden era incomprensible; pero también pudo tergiversarla un oficial inferior.

El Gran Duque tenía la debilidad de tomar afecto a sus colaboradores. Contrariamente a la costumbre del zar, que desterraba con un esbozo de sonrisa a cualquier favorito de ayer, Nikolai Nikoláievich se enorgullecía de su fidelidad caballeresca: siempre defendía a quien le hubiese sido grato alguna vez.

Aunque se tratara de un charlatán…

Deseoso de presentar un cuadro completo y tangible, Vorotíntsev enumeró los gloriosos regimientos que, mediante el engaño, fueron diezmados en Usdau, entre ellos el del Yenisei, con el que poco antes desfilara el Gran Duque en la parada de Peterhof. Y oyó el comentario:

—Ciertamente, se llevará a cabo una rigurosísima investigación. Pero es un general valiente y un hombre de creencias.

¿Dónde se había ocultado su vivo interés? ¿Dónde su presteza para comprender? Todo se había disuelto, diluido en la digna altivez del Gran Duque.

Y guardó silencio Vorotíntsev. Si la orden de retirada de Usdau era una futesa; si hacer retroceder a los soldados atacantes después de sufrir horas de bombardeo; si obligar a un Cuerpo intacto a ceder cuarenta verstas, y si sacrificar todo un Ejército no era una traición como para arrancar las charreteras a los generales y cortar unas cuantas cabezas, ¿qué necesidad había de pertrechar un ejército y de emprender una guerra?

¡Los relatos de Vorotíntsev debían haber puesto los pelos de punta al vagón del Jefe Supremo, y todo su tren tenía que haberse estremecido y descarrilado! Pero allí estaba inconmovible, y ni siquiera se movió el té de los vasos.

La mano del Jefe Supremo no se levantó para castigar ni para aleccionar.

Y el impulso de Vorotíntsev fue vano. Él se había lanzado, acumulando la fuerza de la inercia, para conmover aquel pesado corpachón, seguro de tambalearlo al primer impulso; pero el cuerpo, además de pesado, era liso, y las manos resbalaron por su redonda superficie.

Vorotíntsev había querido conmover lo inconmovible.

Mientras habló rápidamente, le sobraba aliento; en cambio, ahora necesitaba recobrar la respiración.

También el Jefe Supremo parecía agobiado en su asiento, caídos los hombros, perdida su marcialidad:

—Gracias, coronel; no quedará en el olvido lo que me ha dicho. Mañana llegará el general Zhilinski, y haremos un análisis en la Sección de Operaciones. Usted asistirá y presentará un informe.

La esperanza iba restableciéndose. Vorotíntsev contemplaba desde el otro lado de la mesa al flaco y triste anciano de rostro acaballado por lo largo. Acaso todo se aclararía mañana y seguiría su curso. A fin de cuentas, el quid no radicaba en Artamónov, sino en las enseñanzas de lo acaecido.

El Gran Duque hizo un gesto dando la audiencia por terminada. Vorotíntsev se levantó y pidió permiso para retirarse: sin que él mismo se diera cuenta había estado allí más de dos horas.

Junto a la ancha boca de Nikolai Nikoláievich se dibujaba un signo de amargura. Vorotíntsev podía considerar que su informe no había sido inútil.

En esto llamaron a la puerta y penetró, presuroso, el ayudante Derfelden, que traía un telegrama. Alto, con estatura de oficial de caballería de la Guardia, se inclinó respetuoso:

—De Su Majestad.

Y retrocedió un paso.

El Jefe Supremo se levantó para leer de pie el mensaje.

Vorotíntsev, aturdido, perdió de vista que no tenía derecho a estar presente durante la lectura del telegrama del zar. Confuso, creía que algo quedaba por tratar.

Y a la decreciente luz del día (todo había oscurecido fuera), vio iluminarse, serenarse y rejuvenecer el caballeresco semblante del Gran Duque: se había alisado el corvo frunce de dolor que Vorotíntsev acababa de marcarle en el rostro con su relato.

Nikolai Nikoláievich tendió hacia Derfelden, que se retiraba, su larguísimo brazo:

—Capitán, llame al presbítero; acaba de pasar por aquí.

La figura marcial del vigoroso anciano conservaba su prestancia. Estaba ceremoniosamente cuadrado ante el retrato del soberano, señor de Rusia por la gracia de los cielos.

Vorotíntsev le llegaba hasta la mitad de la cabeza.

Pidió de nuevo la venia para retirarse, pero el Gran Duque le respondió solemnemente:

—No, coronel, ya que está usted aquí, merece ser el primero en recibir este bálsamo después de su azarosa aventura. ¡Fíjese qué respaldo nos llega y con qué indulgencia contesta el zar a mi mensaje acerca de la catástrofe!

Y leyó con voz de alivio, recreándose en cada palabra del texto más que si lo hubiera escrito él:

—«Querido Nikolasha: Te acompaño en tu profundo dolor por la pérdida de los valerosos combatientes rusos. Pero acatemos la voluntad de Dios. El que sufra hasta el fin será salvo.

Tuyo, Nika».

—El que sufra hasta el fin será salvo —repitió embelesado el militar, esbelto, en posición de firmes, como quien se dispone a hablar con un superior, pronunciando el arcaico giro: «será salvo», no «será salvado». Intuía y vislumbraba algo nuevo en aquellas palabras.

Llamaron a la puerta, y entró el presbítero, de rostro enjuto, inteligente y dulce.

—¡Escuche, padre Gueorgui! ¡Fíjese qué bondadoso es el soberano y qué alegría nos depara! «Querido Nikolasha: Te acompaño en tu profundo dolor por la pérdida de los valerosos combatientes rusos. Pero acatemos la voluntad de Dios. El que sufra hasta el fin será salvo. Tuyo, Nika».

El clérigo, con el gesto más a propósito para la situación, oyó el mensaje y se persignó ante el icono.

—Además se nos comunica que el soberano ha ordenado trasladar inmediatamente, desde el monasterio de la Trinidad y de San Sergio, el icono «La aparición de la Madre de Dios al beato Sergio». ¡Qué alegría!

—Hermosa nueva, Alteza —corroboró el sacerdote con respetuosa reverencia—. Esa extraordinaria imagen fue pintada sobre la cubierta del ataúd del beato Sergio. Es ya el tercer siglo que acompaña a nuestras tropas en sus campañas. Estuvo en la de Lituania con el zar Alexei Mijáilovich, con Pedro I en la de Poltava y con el bendito Alejandro en la de Europa. También… se halló en el Estado Mayor del Jefe Supremo durante la guerra contra el Japón.

—¡Qué felicidad! Es un augurio del favor de Dios —recorría el gabinete, con su largo compás de piernas, el emocionado Jefe Supremo—. Este icono nos traerá la ayuda de la Madre de Dios.

* * *

CON ORACIONES NO SE HACE EL PAN.

Documento 5

(20 DE AGOSTO. AL EMPERADOR NICOLÁS II)

Celebro hacer llegar hasta Vuestra Majestad la grata nueva de la victoria obtenida por el Ejército del general Ruzski, en las inmediaciones de Lvov, tras un combate ininterrumpido de siete días. Los austriacos retroceden en pleno desorden, que en ciertos lugares es abierta fuga, abandonando armas ligeras y pesadas, parques de artillería y frentes regimentales. El enemigo ha sufrido enormes pérdidas, se han hecho muchos prisioneros…

El Jefe Supremo,

General-ayudante Nikolai.

Documento 6

(OCTAVILLA ALEMANA LANZADA DESDE UN AEROPLANO)

¡SOLDADOS RUSOS!

OS LO OCULTAN TODO

¡EL SEGUNDO EJÉRCITO RUSO HA SIDO DESTRUIDO! 300 CAÑONES, TODOS LOS MEDIOS DE TRANSPORTE Y NOVENTA Y TRES MIL PRISIONEROS HAN CAÍDO EN NUESTRAS MANOS…

LOS PRISIONEROS SE MUESTRAN MUY SATISFECHOS DEL TRATO QUE SE LES DA Y NO DESEAN REGRESAR A RUSIA, SE ENCUENTRAN MUY A GUSTO AQUÍ.

BÉLGICA HA SIDO DERROTADA. NUESTRAS TROPAS SE ENCUENTRAN A LAS PUERTAS DE PARÍS…