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Iliá Isákovich sabía que la máxima felicidad conyugal no se consigue con las mujeres hermosas; que con las mujeres hermosas, sobre todo si son temperamentales, es muy difícil congeniar. Se lo habían inculcado personas muy discretas y, pese a todo, no resistió la tentación de hacer su esposa a la rubia Zoia, con sus dorados cabellos y su voluble humor (todo o nada; cuello hasta las orejas o gran escote; no le agradaba su cara en una fotografía y la emborronaba), con su malograda carrera de actriz (los padres se opusieron), con sus truncados estudios en el Conservatorio de Varsovia (declamación de Schiller o veladas musicales en casa), con su pasión por los jarrones, las sortijas y los broches y con su aversión a la aguja y al paño de quitar el polvo. Cierto que le caían muy bien las alhajas, ya prendidas en el pelo, ya en el cuello, ya en el pecho o en las manos, pero Iliá Isákovich, antes de la boda la previno, y después le repitió en reiteradas ocasiones: «No soy comerciante, sino ingeniero». (Ocupado en la construcción de molinos, pudo haber cambiado el rumbo de sus actividades, comprando edificios y tierras, pero en tal caso habría abandonado la ingeniería pura). En compensación, el modo de ser de su esposa le proporcionaba una abstracción completa y un descanso de sus ocupaciones del día, aunque entre tanto cortinón, entre tanto visillo y entre tanto tapizado de raso, un visitante notaba la ausencia de algo: quizá daban poca luz las ventanas y las lámparas, o calentaban poco los radiadores, o los rincones no estaban bien barridos, o no habían limpiado bien las migajas del aparador.

Aunque con retraso, quedó preparado el almuerzo. La mesa, puesta como para una solemnidad, lucía más que de ordinario en el comedor, un tanto

oscuro, pero tan espacioso que podían instalarse en él cuarenta personas. Una esbelta y hermosa doncella (amiga de todo lo bello, Zoia Lvovna sólo tomaba sirvientas guapas, aunque después tuviera celos de ellas), estaba extrayendo del enorme y antiguo aparador todo lo necesario para siete cubiertos.

Tras quitarse el delantal, la dueña recorrió las habitaciones, llamando a la mesa. Salvo el huésped principal, todos los comensales eran miembros de la familia o amigos íntimos. Faltaba el hijo, pero estaban presentes la hija del matrimonio, Sonia, su compañera de colegio Xenia, un joven llamado Naúm Galperin, hijo de un socialdemócrata muy conocido en Rostov, a quien Arjangorodski había ocultado en su domicilio en mil novecientos cinco y con quien desde entonces le unía una estrecha amistad, y, por último, la mademoiselle institutriz de Sonia desde su infancia, considerada como miembro de la familia de pleno derecho.

Naúm y Sonia no eran ni podían ser similares, pero en algo sí que se parecían: espesa cabellera negra (poco peinada la de Naúm), brillantes ojos oscuros y ardorosa vivacidad discutiendo. Habían acordado mantener con Arjangorodski una conversación seria y fundamental para reprocharle su participación en la bochornosa y sedicente manifestación patriótica de los judíos de Rostov. El acto de marras se había celebrado a fines de julio y comenzó en la sinagoga, donde Iliá Isákovich solía aparecer, por tradición, tan sólo en las festividades y donde se le reservaba un sitial de honor en el sector Este. Pero Arjangorodski no era creyente, y pudiendo haber eludido la manifestación, asistió a ella. En el templo, adornado con banderas tricolores y con un retrato del zar, se celebró una rogativa impetrando la victoria de las armas rusas. Asistían militares; habló el rabino, y le siguió en el uso de la palabra el jefe de policía; se cantó el Dios guarde al zar y, acto seguido, unos veinte mil hebreos con banderas y pancartas en las que se leía: «¡Viva Rusia, grande y unida!», escoltados por un destacamento de voluntarios, recorrieron las calles, mitinearon ante el monumento a Alejandro II, presentaron sus respetos al gobernador, enviaron un telegrama de fidelidad al zar y cometieron otras vilezas. Poco después se marchó Sonia, y más tarde se ausentó también su padre. Por eso habían aplazado la discusión con él los dos jóvenes. Pero la ira de estos se recrudeció el día anterior al almuerzo en casa de los Arjangorodski: en dos cines de la localidad se proyectaba un noticiario de la manifestación, tan empalagoso, tan falso e inaguantable, que ardían en deseos de pedir explicaciones a Iliá Isákovich.

Con alguna tardanza, Sonia y Naúm supieron que iba a almorzar con ellos un antiguo y destacado anarquista, disidente hoy. En un principio, la noticia les hizo pensar si no valdría la pena aplazar el ataque, pero acabaron por decidirse a realizarlo: si el anarquista conservaba algún vestigio de conciencia revolucionaria, les apoyaría, y si era un apóstata sin remisión, tanto más interesante resultaría la batalla. Se sentaron, pues, a la mesa atentos a aprovechar la primera ocasión propicia para trabar el combate, incluso antes de que sirviesen el segundo plato.

Como había pasado el momento de los entremeses, Zoia Lvovna ordenó por teléfono (era tanta la distancia entre el comedor y la cocina, que existía enlace telefónico entre los dos) que sirviesen una especie de sopa semejante al borsch, con mucha remolacha, en peregrina combinación con unos bollos de masa y requesón. La anfitriona ocupaba la cabecera de la mesa. El huésped de honor, sentado junto a ella, se apresuró a elogiar su inventiva culinaria y a renglón seguido explicó de dónde venía y adonde iba, añadiendo que deseaba determinar las actividades a que se dedicaría. ¿Qué mejor ocasión? ¿Qué pretexto más oportuno? Clavando en el antiguo anarquista una mirada fija e hiriente, el desmelenado Naúm le preguntó socarrón:

—¿Y qué clase de producción piensa usted incrementar? ¿La capitalista?

Iliá Isákovich se encapotó. Intuyendo que los jóvenes preparaban un incidente, se dispuso a contener su osadía.

Lo mismo intuyó Obodovski. Como aquella tarde tenía múltiples asuntos que resolver, deseaba almorzar tranquilo. Las espitas del samovar de su locuacidad estaban preparadas para resolver las cosas con sus colegas lo más rápidamente posible; pero ponerse a discutir con unos jovencitos de poco caletre e ideas contrarias a las suyas se le antojaba extemporáneo y anodino. Sin embargo, haciéndose cargo de su situación de invitado, realizó un esfuerzo —no muy grande, por cierto, dada su facilidad de palabra— y respondió cortés, amistosa y detalladamente:

—Conozco bien la pregunta. Para mí tiene ya alrededor de veinte años. A fines de siglo nos la formulábamos entre nosotros y discutíamos acerca de ella en las veladas estudiantiles. Ya se perfilaba entonces, en nuestros medios, la escisión entre los revolucionarios y los ingenieros, entre los partidarios de construir y los partidarios de destruir. También yo creía imposible lo primero. He tenido que vivir en Occidente para asombrarme al ver con qué docilidad viven allí los anarquistas y con qué precisión trabajan. Quien ha palpado las cosas, quien ha hecho algo con sus manos, lo sabe muy bien: la producción no es ni capitalista ni socialista: es tan sólo producción; lo que genera la riqueza nacional, el fundamento material común sin el cual es imposible que viva ningún pueblo.

¡Arreglado estaba! Una verborrea amable no bastaba para apagar los negros y refulgentes ojos de Naúm:

—El pueblo no ve ni verá jamás bajo el capitalismo esa «riqueza nacional». La riqueza pasa de largo ante él y va a parar a manos de los explotadores. Obodovski sonrió a medias:

—¿Y quién es el explotador?

Naúm alzó los hombros:

—A mi entender está bien claro, y usted debiera avergonzarse de hacer tales preguntas.

—Quien anda atareado en el trabajo no tiene por qué avergonzarse de nada, joven. Debe darle vergüenza a quien juzga de lejos, cruzado de brazos. Fíjese: hoy hemos visitado un depósito de cereales erigido en un lugar donde hace poco no había más que matojos. También hemos visto un molino moderno. Me es imposible explicarle cuánto ingenio, cuánta cultura, cuánta sagacidad, cuánta experiencia y cuánta organización se ha invertido allí. ¿Sabe usted lo que vale todo esto junto? ¡El noventa por ciento de las futuras ganancias! Y el trabajo de los obreros que colocaron las piedras y arrastraron la maquinaria equivale al diez por ciento, bien entendido que podía habérseles sustituido con grúas. Ellos han cobrado ya su diez por ciento. Pero hay unos jóvenes humanitarios… porque usted es humanitario…

—¿Qué importa eso? Sí que lo soy…

—Pues esos humanistas van diciendo a los obreros que les han retribuido mal, y que a los ingenierillos de gafas y corbata, que no han movido un solo hierro, no se sabe por qué les han pagado. ¡Es un soborno! Las mentes y las naturalezas poco desarrolladas son crédulas e irritables: saben apreciar su propio trabajo, pero no el de los demás.

—¿Y por qué se lleva la ganancia Paramónov? —exclamó Sonia.

—No todo le llega por vía de abuso: antes he mencionado la organización. Lo que no sea razonable habrá que encauzarlo por otros caminos con medidas prudentes y sociales; nunca con bombas, como hacíamos nosotros.

No cabía expresar más descaradamente su apostasía y su capitulación. Naúm contrajo el rostro en una sonrisa desdeñosa e intercambió una mirada con Sonia:

—¿Quiere decirse que ha abjurado usted definitivamente de los métodos revolucionarios?

Naúm y Sonia, llenos de excitación y desprecio, se habían olvidado de la comida. Mientras tanto, la esbelta doncella sirvió el segundo plato, y la anfitriona obligó a su huésped a confesarse incapaz de distinguir qué era aquello y de qué estaba hecho. Igual a Obodovski en edad, su belleza no necesitaba elogios, pero los elogios la hacían más llamativa. A todas luces, Obodovski prefería la conversación de ella, pero cuatro ojos negros y fogosos seguían fulminando al apóstata desde el otro lado de la mesa. Y el ingeniero hubo de terminar su alegato:

—Yo le daría otra denominación. Lo que me preocupaba antaño era cómo distribuir todo cuanto se había elaborado sin mi intervención. Ahora me preocupa más que nada cómo crear. Las mejores cabezas y las manos más hábiles del país deberían dedicarse a crear, mientras que la distribución podría correr a cargo de cerebros más débiles. Cuando se ha creado mucho, nadie se queda sin su ración, por más errores que se cometan.

Naúm y Sonia, sentados en uno de los laterales de la mesa, frente a los dos ingenieros, se miraron y soltaron un bufido:

—¡Crear, crear! El zarismo se lo impide a ustedes.

Y resolvieron cortar aquella discusión para abordar el problema principal que traían en cartera. Pero ahora fue Obodovski quien inquirió:

—Perdone usted, ¿cuál es su tendencia?

Naúm tuvo que responder y lo hizo modestamente, en voz baja, como evitando alardear:

—Soy socialista revolucionario.

No había seguido la doctrina de su padre, menchevique, por encontrarla demasiado pacífica y blandengue.

Iliá Isákovich nunca elevaba la voz: ni siquiera para hacer hincapié en las cosas más importantes. Hasta cuando reñía a sus hijos se limitaba a acompañar sus palabras con un leve golpeteo de una uña sobre la mesa, de modo que se oyera, pero no demasiado. Ahora contempló a Naúm casi con afecto, por debajo de aquellas cejas hirsutas y negras:

—Una pregunta: ¿de qué vive vuestro partido? Porque los lugares de cita, los locales, los disfraces, las bombas, los viajes, las fugas y la propaganda escrita cuestan dinero…

Naúm movió bruscamente la cabeza:

—En mi opinión, esas cosas no suelen preguntarse… Y creo que la gente lo sabe.

—Ahí está la cuestión —pasó la uña por el mantel Iliá Isákovich—. Sois miles, y ninguno trabaja desde hace mucho. Claro que «esas cosas no suelen preguntarse». Vosotros no sois explotadores, pero consumís sin cesar el producto nacional, quizá so pretexto de que la revolución lo compensará.

—¡Papá! —exclamó la hija con acento de cólera—. Tú podrás no hacer nada en favor de la revolución —(tampoco ella hacía nada, por cierto)—, pero hablar así de ella es insultante e indigno.

Sentada en diagonal frente a su padre, igual que Naúm respecto de Obodovski, las furibundas miradas de los dos jóvenes entrecruzaban sus disparos.

Entretanto, Zoia Lvovna solicitó por teléfono que sirvieran el pescado. Hecho al horno, a trozos, en grandes conchas, causó de nuevo la admiración del huésped, y la anfitriona, alborozada, le dio unas explicaciones luciendo en un dedo una sortija de platino con un brillante rómbico. ¡La política se le atragantaba! Si algo odiaba ella en el mundo era la política.

Al otro extremo de la mesa, frente por frente de la anfitriona, también se aburría mademoiselle oyendo hablar de política, y su tedio era mayor por no tener a su lado a nadie con quien intercambiar una palabra, debiendo limitarse a agradecer sus servicios a la doncella. Quince años atrás, cuando la conoció en un alegre café parisino el Presidente de la Audiencia de Rostov y se la llevó a Rusia, no sabía ni jota de ruso y, suponiendo que sus primeras educandas no sabrían tampoco nada de francés, las mecía cantándoles la historia de cómo un hombre se metió en la cama de una mujer. Desde entonces había aprendido el lenguaje y las costumbres de Rusia lo bastante para comprender y odiar aquellas interminables discusiones de política. Sensiblemente mermada la lista de sus admiradores, mademoiselle había conservado su virtud. El último año iba a dar clases de francés a un buhonero que vivía solo en el patio, y Zoia Lvovna sabía que iban a casarse. Boda que se frustró al ser llamado el buhonero a filas.

A poca distancia de mademoiselle, junto a la enfurecida Sonia, estaba Xenia tímidamente sentada, fulgurantes los ojos. En el gimnasio, ella y Sonia constituían el orgullo de su clase: siempre en el primer pupitre, ambas levantaban la mano para contestar a las preguntas, y ninguna cedía a la otra en punto a calificaciones. Pero en clase sabía Xenia muy bien lo que procedía contestar: todo lo necesario, para entonces y para siempre, se lo habían enseñado previamente o había podido leerlo en los manuales como cosa indiscutible. Ahora, en cambio, no quería despegar los labios por temor a soltar alguna bobada o inconveniencia. Los comensales, todos ellos personas inteligentes, afirmaban cosas distintas, sin que pudiera ella deducir quién llevaba razón. Para tales casos, en la familia de los Jaritónov habían enseñado a la esteparia Xenia a no denotar con los ojos o con el bostezo que la conversación le resultaba fastidiosa o incomprensible; debía expresar hábilmente su interés y su comprensión de los conceptos allí vertidos valiéndose de medios muy simples: volver la cabeza hacia quien hablaba en ese momento; asentir a veces con aire de aprobación; mostrarse intrigada con una sonrisa; arquear sorprendida las cejas… Aunque no ponía atención alguna, Xenia trataba de hacer todo aquello, sin descuidar el justo manejo de cucharas, tenedores y cuchillos. Pero pensaba en sus cosas.

Su vida tenía un encanto imposible de expresar con palabras. Cada día y cada hora la aproximaban imperceptible, invariablemente, a la felicidad suprema, único fin de nuestra vida. Y la esperada felicidad suya no podía depender ni de la guerra, ni de la revolución, ni de los revolucionarios, ni de los ingenieros: sencillamente había de llegar, fuese como fuese.

Iliá Isákovich, en el fragor de la discusión, parecía meditar con la cabeza sobre el plato:

—¡Hay que ver la prisa que os corre esa revolución! Por supuesto, es mucho más fácil y más distraído gritar y hacer la revolución que transformar Rusia mediante una labor oscura… Si fuerais mayores y hubierais visto lo del año cinco…

No, el padre no se iría de rositas: ya le tenían preparado su merecido:

—¡Qué vergüenza debiera darte, papá! Toda la intelectualidad está en pro de la revolución.

Arjangorodski repuso, razonador, sin alzar la voz:

—¿Es que nosotros no somos intelectualidad? Los ingenieros, los que hacemos y construimos todo lo importante, ¿no somos intelectuales? Pero una persona razonable no puede propugnar la revolución, porque esta representa un largo e insensato período destructivo. Todas las revoluciones empiezan por arruinar el país durante largo tiempo, no por renovarlo. Y cuanto más sangrienta, más prolongada y más costosa es una revolución, tanto más cerca está de merecer el título de grande.

—Pero seguir así es imposible —exclamó Sonia dolorida—. Tampoco es tolerable la existencia con esta pestilente monarquía, que no se irá por su propia voluntad. Ve a explicarle que la revolución arruinará el país y pídele que se vaya voluntariamente.

Iliá Isákovich seguía describiendo círculos con la uña apretada sobre el mantel:

—No penséis que bastará eliminar la monarquía para que todo se vuelva bienaventuranza. ¡Ya veréis lo que viene! No vayáis a creeros que la república es un sabroso pastel dispuesto para ser comido. Se reunirán cien abogados presuntuosos y algunos otros charlatanes en un torneo oratorio. De todas maneras, el pueblo nunca se gobernará a sí mismo.

La doncella, a quien todos hablaban de usted, trajo un postre en forma de canastillas. Zoia Lvovna contó a Obodovski que el verano anterior había hecho un viaje por la Europa meridional en compañía de sus hijos y de mademoiselle.

—¡Basta, basta! —gritaron a una los jóvenes, muy seguros de sí mismos, asestando dos puñetazos sobre la mesa y lanzando al ex anarquista la última mirada de sus ardientes ojos negros: ¿tan bajo y tan irremisiblemente había caído?

No, Obodovski no hacía un solo gesto de disconformidad. Por un momento pareció aprestarse a contradecir al anfitrión, pero, en realidad, estaba oyendo a Zoia Lvovna.

Por su parte, Iliá Isákovich hablaba ahora con más calor; comenzaba ya a agitarse, denotándolo en los leves movimientos nerviosos de sus cejas y de su bigote:

—Que ruja la tempestad, ¿verdad? Eso es irresponsable. Yo he construido en el Sur de Rusia doscientos molinos, de vapor y de electricidad, y si la tempestad ruge, ¿cuántos de ellos sobrevivirán para moler? ¿Y qué vamos a comer entonces, incluso en esta mesa?

El propio Arjangorodski había preparado las condiciones y el momento para que le asestasen el golpe. Conteniendo a duras penas las lágrimas de dolor y de vergüenza, Sonia gritó entrecortada:

—¿Por eso manifestaste, junto con el rabino, tu fidelidad a la monarquía y al gobernador? ¿Cómo llegaste a tanto? ¿Cómo tuviste tanta…?

Iliá Isákovich se pasó la mano por el pecho, cubierto con la servilleta. No permitió que su voz se elevase de tono o se empañase:

—Los caminos de la historia son mucho más complejos que lo que vosotros os imagináis. El país donde tú vives sufre un momento de infortunio. ¿Qué es lo justo, desearle que sucumba o ayudarle como un hijo más? Quien vive en este país tiene que trazarse una norma para lo sucesivo: ¿perteneces espiritualmente a él o no? Si no perteneces a él, puedes destruirlo o marcharte; para el caso es lo mismo. Pero si perteneces a él, has de incorporarte al paciente proceso de la historia: trabajar, convencer y, en la medida de tus fuerzas, hacerle progresar…

Zoia Lvovna puso oído a la discusión. Ella había resuelto el problema a su manera: durante la Pascua hebrea, comíanla matsa, y luego, durante la ortodoxa, cocían roscos y pintaban huevos. Un espíritu abierto debe admitirlo y comprenderlo todo.

Naúm hubiera replicado bruscamente, pero no se decidió por respeto y gratitud a los anfitriones. Sonia, en cambio, soltó, vociferante, todo cuanto llevaba dentro:

—¡Quién vive en este país! Tú vives en Rostov por caridad, gracias a que eres ciudadano de honor, pero quienes no han conseguido instruirse, ¡qué se pudran dentro de los límites de residencia obligatoria! ¿Crees que te consideran ruso porque has puesto a tus hijos los nombres de Sofía y Vladímir? Es una situación ridícula, humillante y esclava. Pero al menos podías no hacer ostentación de tu fiel servilismo. ¡Concejal del municipio! ¿Qué Rusia es la que quieres salvar de su «infortunio»? ¿Qué Rusia quieres construir? Lee esto, y verás que en los cursillos de enfermeras no admiten más que a las cristianas, como si las muchachas hebreas fueran a envenenar a los heridos. En el hospital de Rostov hay una cama que lleva el nombre de Stolipin y otra el del mayor general Zvorikin, gobernador de la ciudad. ¿Qué clase de idiotez es esta? ¿Dónde están los límites del ridículo? Una ciudad gigantesca como Rostov, tan instruida, con tus molinos y tu municipio, ha sido sometida, de un plumazo, al arbitrio del atamán de los mismos cosacos que nos dan de latigazos. Y vosotros cantáis el Dios guarde al zar ante el monumento al soberano.

Iliá Isákovich se mordió los labios, y la servilleta se le cayó del apretado cuello:

—Pues a pesar de todo… a pesar de todo… hay que colocarse por encima de eso y ver en Rusia no sólo la «Unión del pueblo ruso», sino también…

O se le cortó la respiración, o sufrió un pinchazo. Aprovechando la pausa, intervino rápidamente Obodovski:

—… sino también la «Unión de Ingenieros Rusos», por ejemplo.

Y clavó los vivaces ojos en los dos jóvenes.

—¡Sí, sí! —se recobró Arjangorodski apoyándose de manos sobre la mesa—. La Unión de Ingenieros Rusos, ¿es, acaso, menos importante?

—¡Las Centurias Negras![32] —gritó Sonia, atenazando la canastilla del postre—. ¡Eso es lo más importante! No fue a la patria a la que acudiste a rendir tributo, sino a las Centurias Negras. Vergüenza me da pensarlo.

Esto puso fuera de sí a Iliá Isákovich. Temblorosa la voz, ambas manos sobre los costados, balbució:

—Por esta parte, las Centurias Negras; por esta, las centurias rojas; y en medio —añadió colocando las manos como la quilla de un barco—, diez trabajadores que quieren abrirse paso, pero no pueden —concluyó juntando las manos—: ¡Los aplastarán, los destrozarán!