Hacía varias semanas que sus amigos, ingenieros de Járkov, de Petersburgo y hasta de la fábrica de locomotoras de Kolomna, cuya representación ostentaba en Rostov, habían prevenido a Iliá Isákovich para que no dejase de recibir y agasajar al ilustre ingeniero Obodovski, conocido en las esferas técnicas rusas tan sólo por sus libros en alemán. Versaban estos sobre economía general, sobre construcción de puertos, sobre métodos de concentración de la industria, sobre las perspectivas de las relaciones comerciales de Rusia con Europa, sobre la fluctuación de los precios… Todo ello sin contar sus obras dedicadas especialmente a la minería, que, por tanto, interesaban tan sólo a los técnicos del ramo. Circulaban anécdotas respecto a él. Se contaba que un día, deambulando por Milán sin un céntimo en el bolsillo, observó que se podía planificar mucho mejor la circulación de tranvías en la ciudad y, ni corto ni perezoso, confeccionó un proyecto que luego vendió en excelentes condiciones al municipio. Ayer mismo, Obodovski era un emigrado, y anteayer un delincuente político y un revolucionario perseguido; pero, amnistiado con motivo del tricentenario de la dinastía de los Románov, y «sobreseída la causa» por otro supuesto delito, llevaba ya más de dos meses recorriendo triunfalmente, aunque sin publicidad, los centros técnicos de Rusia, donde se le acogía con entusiasmo, tanto por su brillante talento como por su anterior ejecutoria. La guerra le sorprendió precisamente en la cuenca del Donets, objetivo principal de su viaje; desde el primer momento congeniaron, pese a las diferencias existentes entre los dos. Iliá Isákovich era diez años más viejo, tirando a grueso, de estatura mediana, poco locuaz, nada amigo de aspavientos, muy pulcro en el vestir (le hacía los trajes el mejor sastre de ^Rostov, un armenio) y muy cuidadoso de su negro bigote, de sus cejas y de su cabellera. Obodovski, alto y rubio, de treinta y seis años, vestía con desaliño, de cualquier modo, a veces accionaba tan bruscamente que llegaba a tambalearse, y tenía aspecto de aturdimiento, como quien, ocupado en un asunto trascendental, ve de pronto caer sobre su cabeza otro asunto más importante todavía. Rebosaba energía por todos los poros. A poco de estar con Arjangorodski, manifestó:
—Durante este viaje, ¿sabe usted?, me siento como un samovar con muchas espitas. Quien me abre una o dos de ellas me alivia un poco y me hace un favor. Si me hubiera quedado en el extranjero, las ocupaciones me habrían hecho reventar. Con este viaje me desahogo algo y, como dijo Gorki, me lanzo a remover los posos de la vida. Ya estoy harto de escribir desde el extranjero cosas instructivas que nadie puede leer en Rusia. ¡Estoy hasta la coronilla del extranjero! Quiero hacer la vida rusa con mis propias manos. Aunque sea durmiendo cuatro horas al día. Durante este viaje no he dormido más.
Su sonrisa era franca, como la de quien nada tiene que ocultar. Al hablar movía todos los músculos faciales, y las arrugas de su frente cambiaban en distintos frunces. El pelo, cortado a cepillo, cubría ligeramente su cabeza.
De muy buena gana contestó a mil preguntas, dando respuestas interesantes; y, por su parte, refirió multitud de cosas, impulsado por su rápida y ávida imaginación, siempre ansiosa de explorar todos los caminos ajenos, desconocidos para él, y de contar a cada momento lo que se hacía en Occidente y no se conocía en Rusia.
Un extraño habría considerado aburrida la jornada de los dos ingenieros, pero para ellos constituyó un torrente de ideas, de informaciones y de conjeturas. Dialogaron sin cesar mientras fueron en coche y mientras recorrieron patios, escaleras y talleres, comentando, al mismo tiempo, las peculiaridades del material y de las operaciones que se ofrecían a su vista. Mostrar nuestra obra a un entendido siempre resulta grato y predispone en favor de quien nos oye. Obodovski no pasó por alto nada importante, desde los dispositivos de la maquinaria de laminación suiza hasta el lavado del grano, elogiándolo en términos concordantes con sus méritos, sin excederse nunca. Pero, además, mostró un extraordinario interés por encontrar a cualquier proceso o problema un lugar en el conjunto de la economía rusa y en un posible intercambio comercial con Occidente para el día de mañana, que, a no ser por la guerra, sería ya el día de hoy.
Ni por su biografía, ni por su experiencia, ni por su especialidad coincidían los dos ingenieros, pero el espíritu común, profesional, les levantó a ambos, como poderosas alas invisibles, y los identificó.
Tuvieron tiempo hasta para hablar de trivialidades. Obligado por las preguntas del huésped, Arjangorodski refirió que en la primera promoción del Instituto Tecnológico de Járkov, sólo salieron cinco especialistas en molinos, y a cada uno de ellos le fueron ofrecidos altos y ventajosos puestos. Sin embargo, él prefirió no empezar por arriba: con gran contrariedad de su padre, un pequeño intermediario, se colocó de obrero en un molino; al año fue ayudante de molturador; a los días años pasó a ser oficial, y creía que sólo así logró comprender el sentido de la profesión.
A petición del huésped, fueron a visitar el abrupto acantilado que desciende desde Taganrog al Don y en el que el municipio proyectaba construir una escalera mecánica para facilitar la subida. En Moscú, refirió Obodovski, el estallido de la guerra había malogrado la construcción del Metropolitano. Ya estaban montando la central eléctrica para alimentar los trenes subterráneos, y en mil novecientos quince debía entrar en explotación la primera línea, que uniría el Gran Teatro con el Campo de la Jodinka. Lo cierto era que por aquellos años Moscú iba reconstruyéndose a todo gas, y se habían hecho multitud de cosas.
Iliá Isákovich contemplaba, siempre sereno y estimativo, al nervioso Obodovski. Mientras su vida había sido siempre seria, mesurada, rectilínea y constante, la de su interlocutor se componía de virajes, saltos y estallidos; incluso su respiración era desacompasada, cual si tratase de aspirar aire para diez pulmones; y aunque abominaba de la guerra, le parecían pocos los quehaceres y acontecimientos de la vida pacífica; tal vez por eso procuraba acrecentarlos y densificarlos.
Ya no recordaba sus antiguos devaneos anarquistas, que le costaron dos procesos, varios encarcelamientos, la deportación y la huida al extranjero. Prefería hablar de sus recientes impresiones allende las fronteras. Había estado en América, estudiado en Alemania la industria minero-siderúrgica, trabajado en Austria en los seguros obreros y escrito un libro para Rusia, aunque en Járkov llevaban varios meses sin publicarlo: ya faltaban tipos, ya habían perdido el prólogo… Sin embargo, lo que más le había subyugado era su actual viaje: ¡las minas rusas resultaban tan apasionantes para un graduado del Instituto Minero! Pero en sus tiempos lo que le interesaba era consumar la revolución, y a las minas de Siberia estuvo a punto de ir, ¡con grilletes! Después, en la emigración, se devanó los sesos pensando en cómo irse a la cuenca del Donets para echar una mano. Ahora exponía, jubiloso, lo que podría hacerse en diez o en veinte años, trazando un plan de conjunto y acompasando cada paso con el futuro: por ejemplo, la gasificación subterránea de la hulla…
—¡Se acabó la calma chicha! ¡La calma chicha ha terminado en Rusia! ¡Y, soplando el viento, se puede navegar hasta contra él! —exclamó Obodovski entusiasmado.
Por dondequiera que iba le recibían colegas de su edad, de la promoción de mil novecientos dos, año más o menos; le acogían con tan cálido afecto que hasta le aturdían, ofreciéndole puestos de ingeniero o de asesor, invitándole a pronunciar conferencias y hasta a dirigir el Departamento de Minas.
—¡Es que falta gente que trabaje! —reía Obodovski a carcajadas, aunque fingía horror—. En cuanto ven a alguien un poco listo se lo rifan y se lo quitan unos a otros. Un país tan enorme, con tantos dignatarios, con tantos funcionarios y con tantos holgazanes, ¡no tiene trabajadores!
—¿Y qué ha elegido usted?
—He rechazado las propuestas más ventajosas. De momento voy a pronunciar unas conferencias y a hacer algunas otras cosillas en el Instituto de Minas, de Petersburgo. Pero no sabe uno qué es lo principal: Rusia necesita estudiantes, y seguros, y una Oficina de Trabajo, y puertos, y comercio, y bancos, y sociedades técnicas… Hay que estar en todas partes. Hablando en términos generales, tenemos dos tareas igualmente básicas, y ambas requieren atención: el desarrollo de las fuerzas productivas y el fomento de la actividad social.
—Si no fuera por la guerra…
—Pero, bueno, si al menos supieran hacerla… Esto es un muelle viejo y mohoso: gente ajena, manos ajenas, charlatanes. Estropean todo lo que tocan.
Y lo tocan todo… No entienden ninguno de sus actos, y llevan siglos sin entenderlos. Consideran este país como un feudo: si quieren hacen la paz, y si se les antoja hacen la guerra, como con Turquía el año pasado, seguros de que todo les saldrá a pedir de boca. No hay un solo gran duque que conozca estas dos palabras: fuerzas productivas. Como la Corte siempre estará abastecida, no les interesan. Creen más importantes los festejos y aniversarios: dar vueltas a la memoria de Susanin, celebrar una conmemoración en Kostromá o acuñar una medalla…
—Bueno —le disparó, malicioso, Arjangorodski—: A no ser por esos festejos, su samovar de usted acaso hubiera reventado allá en el Ruhr…
—Verdaderamente —celebró Obodovski la ocurrencia—. En serio, con diez años de evolución pacífica se transformarían por completo nuestra industria y nuestra agricultura. ¡Qué tratado comercial podríamos concluir con Alemania! Algo de maravilla; tan ventajoso, que se lo voy a exponer en detalle…
Habían llegado a casa de los Arjangorodski. Iliá Isákovich llamó, y alguien que les había visto desde la segunda planta les abrió la puerta automáticamente. Se las arreglaban sin necesidad de portero. La vivienda ocupaba numerosas habitaciones que daban, sin excepción, a un oscuro pasillo. Iliá Isákovich había llegado con el huésped diez minutos antes de la hora fijada para el almuerzo. Temía que Zoia Lvovna, su mujer, no lo tuviera preparado, lo cual le colocaría en una situación embarazosa. La cocinera, de no ser molestada, podría haber hecho la comida para la hora prevista; pero faltaría el condimento deseable y cada plato pregonaría su procedencia y los productos de que constaba. Para un huésped tan ilustre había de ser Zoia Lvovna, Madame Volcán, la que guisara por sí misma, pues en tales casos ponía a contribución su ciencia culinaria nada vulgar, con ínfulas de gran restaurante.
En la bifurcación del corredor a la cocina, Zoia Lvovna, sofocada por el calor del fogón y con jadeante balbuceo, le anunció que el almuerzo se retrasaría cosa de media hora, y el sumiso marido tuvo que coger del comedor una garrafita con vodka, unas lonchas de salmón y unos bocadillos, llevándoselos en una bandeja a su despacho, donde le aguardaba Obodovski.
—¿Y la Unión de Ingenieros? ¿Qué tal marcha por aquí? —le preguntó el infatigable huésped.
—Más bien flojilla.
—Pues en muchos lugares hay grupos numerosos y animados. A mi juicio, la Unión de Ingenieros podría convertirse, sin gran esfuerzo, en una de las fuerzas rectoras de Rusia. Más importante y más provechosa que cualquier partido político.
—¿Y tomar parte en la dirección del Estado?
—En la del Estado directamente, no. El Gobierno, en puridad, no sirve para nada; en esto sigo hasta hoy fiel a Piotr Alexéievich…
—¿Quién es ese Piotr Alexéievich?
—Kropotkin.
—¿Le conoce usted?
—Sí, le conocí personalmente, en el extranjero… Los hombres prácticos e inteligentes no gobiernan, sino que crean y transforman. El poder político es un sapo muerto. Ahora bien: si dificulta el desarrollo del país, sería cosa hasta de tomarlo.
La primera copa les había calentado; la segunda, tanto más: todo se enfocaba desde un punto de vista más entusiástico y general. Desde el asiento de terciopelo azul, Obodovski, tendida la escuálida mano, protestaba con si espontaneidad característica:
—A propósito, ¿por qué todas las secciones de su empresa se denominan «sudorientales»? No lo entiendo. ¿Acaso están ustedes en el sudeste de Rusia? ¿Están en el sudoeste?
—El sudoeste es Ucrania. Aquí hasta el ferrocarril se llama «ferrocarril del sudeste».
—Entonces, ¿dónde se sitúa usted? ¿Desde dónde mira? Colocado así no ve usted a Rusia. Para verla, amigo mío, hay que mirar desde muy lejos, punto menos que desde la luna. Contemplándola desde esa perspectiva, descubrirá usted el Cáucaso del Norte en el extremo sudoeste del enorme cuerpo. Pero todo cuanto hay en Rusia de voluminoso y de rico, nuestra esperanza para el porvenir, es el nordeste. Nada de estrechos para salir al Mediterráneo; eso es una insensatez; lo que importa es el nordeste, la zona que va desde el río Pechora hasta la península de Kamchatka, toda la Siberia septentrional. ¡Lo que podría hacerse en ella! Tender caminos circulares y diagonales, líneas férreas y pistas automovilísticas, calentar y desecar la tundra. ¡Cuánto se podría extraer del subsuelo, plantar, criar, construir! ¡Y la de gente que podría acomodarse allí!
—Sí, sí —recordó Iliá Isákovich—. Por algo estuvieron ustedes a punto de crear la República de Siberia. ¿No querrían ustedes separarse?
—Separarnos, no —disintió jovialmente Obodovski—. Lo que sí pretendíamos era comenzar desde allí la liberación de Rusia.
Anjangorodski suspiró:
—De todas maneras, hace allí mucho frío, y no dan ganas de irse. Aquí se está mejor.
—¡Pues hace falta tener ganas, Iliá Isákovich! Si no a nuestra edad, sí cuando se es joven. Con la marcha que lleva el mundo, pronto será inconcebible mantener desiertas aquellas inmensidades. La humanidad no nos lo permitirá, porque vendrá a resultar lo del perro del hortelano. «Aprovéchalo, o dámelo». La auténtica conquista de Siberia no fue la de Ermak; todavía está por venir. El centro de gravedad de Rusia se desplazará hacia el nordeste. Es una profecía infalible. Dicho sea de paso, a esa misma conclusión llegó Dostoievski al final de su vida, en el último artículo del Diario de un Escritor, abandonando su obsesión respecto a Constantinopla. No, no arrugue el ceño: no nos queda otra salida. ¿Conoce usted el cálculo de Mendeléiev? A mediados del siglo XX, la población de Rusia rebasará con mucho los trescientos millones; y un francés ha predicho que para mil novecientos cincuenta alcanzará los trescientos cincuenta millones.
El pequeño, tranquilo y cauto Arjangorodski, sentado en su redondo sillón giratorio, de dura piel, había cruzado las diminutas manos sobre la prominencia del vientre:
—Eso será, Sviatoslav Yakínfovich, si no nos dedicamos a destriparnos los unos a los otros.