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Aglaída Fedoséievna Jaritónova era una mujer áspera, acostumbrada a mandar, y el mando le iba bien. Su condescendencia para con Tomchak constituyó uno de los episodios más raros de su vida. Su difunto esposo, hombre bueno si los hay, le tuvo miedo desde que empezó a cortejarla hasta que exhaló el último suspiro. Consultaba con ella todo lo concerniente a su actividad como inspector de segunda enseñanza, y fuera del servicio la obedecía sin rechistar. Sus hijos sabían que sólo la madre podía permitir o prohibir cualquier cosa seria. Las autoridades municipales respetaban muchísimo a la Jaritónova y, pese a la tendencia liberal-izquierdista del gimnasio por ella regentado, nadie se atrevía a coaccionarla ni a formularle indicación alguna. (Dicho sea de paso, toda la gente culta de Rostov y de los alrededores de la capital cosaca había de adoptar forzosamente una postura liberal-izquierdista). En el gimnasio de la Jaritónova enseñaba Historia la mujer de un revolucionario condenado, o fugitivo, o militante clandestino en el propio Rostov, y toda la orientación de esta asignatura llevaba un evidente sello de revolucionarismo. Idéntica tendencia se observaba en el curso de Literatura Rusa. Por supuesto, no estaba abolida allí la asignatura de Religión, pero habían escogido para explicarla a un sacerdote que no tenía nada de oscurantista ni de fanático; y, por añadidura, más de la mitad de las alumnas estaban dispensadas de las clases de Religión por pertenecer a familias judías. Naturalmente, con ocasión de las festividades, y en diversos actos, todas ellas se veían obligadas a cantar el Dios guarde al zar, pero lo hacían con ostensible falta de entusiasmo. No obstante, Aglaída Fedoséievna no permitía que en el interior del gimnasio se difundiese una irónica irreverencia respecto al gobierno. Su autoridad era inflexible e invariable. Temblaban ante ella no sólo sus educandas: hasta los estudiantes del liceo o los cadetes de la Escuela Naval, invitados a las fiestas, subían las escaleras temerosos de que la pétrea directora, después de mirar inquisitivamente a cada uno con sus gafas, les hiciera descender por alguna fútil incorrección en la indumentaria. Las costumbres del gimnasio de la señora Jaritónova rebasaban los más altos elogios. Como la matrícula era elevada (sin lo cual es imposible mantener un gimnasio a alto nivel), las alumnas eran hijas de familias pudientes, y sólo había un par de becarias en cada clase.

Lo que menos esperaba la tirana de semejante gimnasio, Aglaída Fedoséievna, era un motín en su propia familia, pequeña y fácil de regentar.

Y no fue su marido el autor de la desobediencia, sino, ya muerto aquel, su hijo mayor, Viacheslav según la partida de bautismo, pero Yaroslav por capricho de su madre. Saturado del espíritu progresista desde su niñez, Yaroslav se sintió impelido a ingresar en el Cuerpo de Cadetes desde el quinto grado. Una madre tan imperativa como la suya no podía pasar por alto ninguna veleidad del hijo. Pero esta le pareció particularmente ofensiva: tras aquella insensata y pueril afición al capote gris se transparentaba la traición. Yaroslav pretendía incorporarse precisamente a la tenebrosa y obtusa casta de los oficiales, contraria a todo espíritu de libertad de crítica y a todo afán de saber. De esta manera tan inesperada se adulteró el sano amor al pueblo que le habían inculcado: no tendía a contribuir a su liberación, sino a incorporarse a una fuerza pretendidamente sagrada. Era un chico dúctil, pero esta afición resultó, en él, sólida y tesonera. Tres años se pasó la madre peleando con él para quitársela de la cabeza, mas una vez graduado en el gimnasio, de poco valían ya la autoridad, la lógica y la cólera de Aglaída Fedoséievna: Yaroslav se marchó a Moscú e ingresó en la escuela militar de Alejandro.

Aún era posible continuar la lucha por su hijo. Las ideas libres iban abriéndose paso también entre la oficialidad: ¿no había estudiado Kropotkin en el Cuerpo de Pajes, y no había sido Chernishevski profesor del Cuerpo de Cadetes? Pero he aquí que, en aquel mismo año, su hija Zhenia venía a asestarle el segundo golpe.

Pese a profesar la máxima simpatía a la libertad en las relaciones sociales y a la igualdad (e incluso a la primacía) de la mujer, Aglaída Fedoséievna comulgaba con la rutinaria norma de que las muchachas debían casarse más de nueve meses antes de dar a luz. Zhenia infringió la regla y, por desposarse de prisa y corriendo, no esperó a recibir la autorización materna. El nacimiento de una niña malogró sus estudios en la Escuela Normal. Para colmo de males, Dmitri Filomatinski, hijo de un diácono que aún estaba estudiando, no era el hombre robusto y viril que Aglaída Fedoséievna hubiera deseado para su hija, una muchacha viva, fuerte y enérgica. Visto lo cual, no quiso saber nada de aquel casamiento, decidió considerar a la nieta como no nacida y lanzar su anatema sobre los tres, sin permitirles siquiera visitarla en Rostov. Allá, en una buhardilla del callejón de Kozíjinski, Zhenia mecía a su hija Lialka, y Dmitri preparaba los últimos exámenes y la tesis de licenciatura.

Durante el último año solía visitarles Xenia, que compadecida de su amiga, había tomado muy a pecho la tarea de defenderla, tanto por carta como personalmente durante sus viajes a Rostov. Y, lo que son las cosas, ¡logró conmover a Aglaída Fedoséievna! Aquella primavera, la inflexible madre había permitido a los tres excomulgados comparecer ante ella.

Aunque la directora del gimnasio tenía malas pulgas, no por ello era ajena al sentido de la justicia. Hubo de reconocer que Zhenia había expiado sus culpas, si de culpas se las podía calificar. Ciertamente, el yerno era enclenque y feo, pero Lialka salió sanísima, al estilo de la madre. La que, con su nacimiento, estuvo a punto de destrozar la familia, pasó luego a convertirse en pilar de la misma, en su centro radiante, arrancando este puesto a su tío Yúrik, que a la sazón tenía once años. Bastó que la abuela la viese una vez para que ya no quisiera separarse de ella. Por su parte, el yerno resultó ser hombre inteligente y práctico. Dentro de la ingeniería, era termotécnico, y nada más graduarse se lo disputaban las empresas, lo mismo en la rama del calor que en la del frío, en Rostov y en Alexandro-Grushevsk, y hasta le ofrecieron una colocación en el Laboratorio del Politécnico del Don. Le faltaba el ímpetu peleón del tonto de Yárik, pero tanto mejor. El martillo y la llave inglesa iban convirtiéndose en el signo del tiempo en lugar de las espadas o de las banderas cruzadas de antaño. Comprendiéndolo así, el yerno combinaba la discreción con una fuerza oculta, imperceptible a simple vista. Sentado a la mesa, parecía abrumado por la figura de la suegra, pero no por sus alfilerazos: reconozcamos que replicaba a las bromas ingeniosamente, aunque sin maldad. La buena colocación, la mujer y la hija le mantenían siempre en un estado de jubilosa felicidad. Mayor todavía era el mar de dicha en que nadaba y flotaba Zhenia. La ventura, como una niebla rosada, inundaba el hogar de los Jaritónov, y nadie que respirase aquella atmósfera podía dejar de contaminarse. Aglaída Fedoséievna, que abandonaba tres veces al día los pasillos del gimnasio para acercarse a su casa, tenía forzosamente que rendirse al encanto de aquel ambiente, por más que se resistiera: cascabeleaba la vocecita de Lialka; cantaba Zhenia; reía, bonachón, el yerno; Yúrik, cada vez mayor, razonaba en la mesa con juicio de adulto, y todo contribuía a restañar la antigua herida de la muerte del marido y a mitigar el dolor de la nueva, causada por la desobediencia del hijo.

Así encontró Xenia a la familia de los Jaritónov en el mes de julio, antes de la guerra, cuando iba de paso desde Moscú hacia el Sur. Siempre se había sentido a gusto con aquella gente, pero nunca tan conmovedoramente bien como esta vez. Las cartas de Zhenia, que le llegaban a la hacienda de su padre, exhalaban la loca felicidad de siempre (increíble, quizá, para ella misma), y apenas recordaban las vicisitudes de la guerra. Saboreando de antemano aquel cálido ambiente de dicha y alegría, Xenia, de regreso a Moscú, descendió del tren en la estación de Rostov y tomó un coche de punto, no sin recontar los seis bultos de su equipaje.

Ciertamente, había hecho el camino de ida con el anhelo de una avecilla que vuela hacia su nido; volvía, en cambio, transida de pena. ¿Dónde iba a buscar ayuda, defensa y consejo sino en casa de los Jaritónov? La tenebrosa voluntad de su padre había caído sobre ella cual pesada y negra losa: «¡Nada de escuela de baile! ¡De eso, ni hablar! Pero tampoco pienses en cursos superiores. ¡A casarse tocan!». Solamente hasta Navidad (pues, de todas maneras, la guerra era un impedimento), consiguió permiso; y eso gracias a la intervención de Orina. Allá, en casa, no veía solución alguna: ¿cómo iba a discutir con su padre? Sin embargo, le bastó despertarse por la mañana en el tren, al llegar a Bataisk, y divisar desde la ventanilla, más allá del río, sobre la larga cresta de un montículo, las calles del enorme, del libre, del jovial Rostov, donde Xenia había visto nacer y florecer sus primeras libertades, sus primeras alegrías y sus primeras pasiones, para que la losa de la amenaza paterna comenzara a perder peso y para que su narigudo y vociferante progenitor dejase de ser el único, el terrible, el indiscutible juez de su vida.

¡El regreso a Rostov acelera siempre los latidos del corazón! Sobre todo por la mañana temprano, cuando, en la empinada subida de la Sadóvaia hacia la calle Dolománovski, el aire es fresco y puro, bajo las umbrosas ramas de los árboles, y el cochero arrea vigorosamente al caballo para que no le adelante el tranvía. Un tranvía, por cierto, muy distinto del de Moscú: su marcha es más lenta; no tiene el trole de arco, sino de rodillo, y en el verano lleva jardinera, abierta a los vientos y sin paredes laterales. En sus topes traseros, llamados «salchichones», nunca faltan chiquillos que viajan de balde hasta el próximo cruce, donde los ahuyenta un guardia. Hay en Rostov unos puentecillos movedizos y enrejados, en forma de arco y con pasamanos, que se tienden sobre los torrentes formados en las calles por las lluvias del sur y que, cuando escampa, son recogidos en las aceras. A partir del callejón de Nikolski, la avenida de la Gran Sadóvaia sigue una línea recta y muestra su flecha de tres verstas hasta el límite de Najicheván. Xenia divisó las ventanas de los Arjangorodski en el segundo piso de un edificio: aquel balcón del chaflán, con toldo de lona, era el de la sala de estar, y acaso fuese la propia Zoia Lvovna la que estaba cambiando de sitio los tiestos de flores, aunque los tupidos árboles impedían identificarla. Pero no importaba: a los Arjangorodski iría a visitarlos mañana. En la acera soleada de la Sadóvaia se alzaba una tienda de modas, negra, con rugosas molduras en sus dos plantas y toldos a rayas, con flecos, sobre cada escaparate, llena de espejos por dentro. El cochero quiso torcer por la avenida Taganrogski. «No, siga usted hasta el Soborni». (De ir por la Taganrogski, debería tirar luego por el Mercado Viejo, arrostrando la pestilencia de los puestos de pescado, producida por la perenne abundancia de enormes sargos, carpas y percas expuestos en el exterior. Precisamente por la mañana, toda la pesca nocturna estaba sin vender, viva todavía, y, con brillo de plata, se movía, coleando, en los mostradores). Un edificio moderno en una esquina de la avenida Taganrogski: ni en Moscú los hay así; las plantas altas apenas tienen paredes porque son de cristal… El Grand Hotel… El Jardín del Comercio… «San Remo». Pese a su extensión, ¡qué cómodo es Rostov! He aquí las carteleras. ¿Qué espectáculos se ofrecen? En el Mashónkinski, una función benéfica. El circo de Truzzi. El Teatro Francés de Miniatura. En el Solée, un drama emocionante… una película cómica de Max Linder. «Habrá que aprovechar estos días para ver tanto espectáculo». Del parque municipal torcieron hacia la avenida Soborni. El empedrado era menos liso. Allí estaba el colegio en que estudiaba Yúrik. La Casa de Correos. Al fondo de un callejón, la vieja Catedral, una mole pesada y deforme; más cerca, en una pulcra glorieta, el monumento a Alejandro II circundado por una verja octogonal. La seductora y alegre calle Moskóvskaia se componía tan sólo de tiendas: nueva sucesión de toldos sobre los escaparates; en cualquier parte de la calle Moskóvskaia, de Rostov, podía vestirse una tan bien como en Moscú. Ahora, formando chaflán, se ofrecía a la vista, más allá de la estación de descarga del mercado, el gimnasio de Aglaída Fedoséievna… «No, esta es la entrada principal, y yo necesito pasar por la otra, para ver a la directora».

¡Adorable escalera! ¡Cada puerta tenía su recuerdo emotivo! Desde el mismo umbral se percibía la libertad intelectual y la franqueza de relaciones que siempre reinaron en aquella familia. ¡Zhenia, Zhenia! ¡Venía a abrazarla! Corrió hacia ella como un torbellino; se diría más joven que Xenia, y tenía el rostro vivaz, enérgico, radiante: «¡Qué sorpresa! No te esperábamos todavía. ¿Cómo has venido tan pronto? ¿Disgustos familiares? ¡Rompe con tu padre! Haz lo mismo que hice yo. Después lo piensan mejor y se arrepienten. Pero oye: Lialka es una maravilla. Te aseguro que posee hasta dotes musicales: siempre tiene en la boca un recitativo improvisado; casi una canción. Anda, vamos a oírla. Aunque no: lo que ahora está haciendo es hablar. Y cuando empieza a hablar no calla. Bien es cierto que sólo yo la comprendo. Otras veces se esconde bajo la manta, y desde allí: “¡A ver si me encuentras!”. ¡Y qué piel más fina! ¡Tócala, tócala, es algo nunca visto!».

La ágil y alegre Zhenia, pletórica de felicidad, que no le cabía en el cuerpo, reía estruendosa. Las dos amigas no habían vivido juntas en aquella casa: Zhenia se marchó a la Escuela Normal cuando Xenia ocupó su habitación. Cinco años de diferencia: una estudiante moscovita y una salvaje de la estepa. «¿No presumirá de sus riquezas esta muchacha?», bufaba Zhenia, que no le hubiera aguantado tal cosa y le habría parado los pies. Pero, no: Xenia no era presumida, sino aplicada, con mucho interés por aprender. Posteriormente, su labor como embajadora ante Aglaída Fedoséievna hizo que se esfumase la diferencia de años. Ahora había una nueva diferencia: Zhenia era madre, y Xenia soltera…

—¿Conseguiré yo lo mismo? ¡Claro que lo conseguiré! ¿Cómo no? De no ser así, ¿para qué…? Buena es la posesión, pero también lo es la esperanza. Mi suerte puede ser aún mayor: tener un varón. Dmitri Ivánich es una bellísima persona, pero yo encontraré un marido igual.

En verdad, olvidando la amenaza paterna, o desobedeciéndola (¡aunque esto le daba miedo, mucho miedo!), podía organizar muy felizmente su vida. ¡Sería todo tan hermoso!

El matrimonio tenía una nueva distracción: la fotografía. El marido estaba disparando a cada momento su kodak. A la luz de un farolillo rojo, ambos revelaban los negativos, y Zhenia se encargaba de encuadrar las fotos. Las paredes aparecían llenas de retratos cuadrados, redondos, ovalados, rómbicos, con fondo natural o sobre cartulina blanca: Lialka con una capota, Lialka desnuda, Lialka en el baño, Lialka con la muñeca, mamá con Lialka, papá con Lialka, la abuela con Lialka, Zhenia y Dmitri a la orilla del mar de Azov: «El baño allí es magnífico; además, está cerca y resulta barato; pensamos ir todos los años».

Mas no todo iba a ser alegría: era necesario presentarse a Aglaída Fedoséievna. «Ya sabes que Yaroslav…».

—¿¡Cómooo!? —«No, no se sabe nada de cierto, pero han sido deshechos dos Cuerpos de Ejército precisamente en aquella zona… Anda, ve a ver a mamá».

No a mamá, sino a la directora del gimnasio. Para ella seguiría siendo la directora hasta el fin de su vida. Se cohibía en su presencia, se pasaba la mano por el pelo, sentía siempre cierto temor y jamás osaba discutir con ella o llevarle la contraria.

Aglaída Fedoséievna, en un sillón enfundado, de dos plazas, estaba haciendo, sobre una mesita redonda y también enfundada, el solitario «La cruz vence a la luna». Al ver entrar a Xenia volvió la altiva cabeza y le ofreció la mejilla, bastante rugosa ya y hasta colgante. (Sólo a partir del momento en que Xenia terminó los estudios del gimnasio le permitió que la besara como una hija). La joven, al agacharse, notó que las canas cubrían las sienes de la directora, cosa que antes no se advertía.

Únicamente durante las felices tardes de ocio hacía Aglaída Fedoséievna sus solitarios: las labores matutinas requerían su esfuerzo desde muy temprano. Ahora no la reclamaba ningún quehacer. Hundida en el sillón, apoyaba los codos sobre la mesa.

Con su habitual atención (se diría que ella no tenía noticias propias ni podía tenerlas), y con su eterna y seca severidad, sin imprimir a su voz el menor deje de dulzura o sencillez, formuló a Xenia las preguntas de rigor: ¿Cómo había pasado el verano? ¿Estaba bien todo el mundo en casa? ¿Por qué iba antes de tiempo? ¿Para qué fecha debía presentarse en Moscú? Pero, lejos de mirarla a ella, mantuvo la vista fija en los nueve montoncitos de cartas correspondientes a la luna y en los cuatro correspondientes a la cruz, pensando y moviendo las cartas lentamente.

Hubo un momento propicio para exponer su cuita y solicitar defensa contra el despotismo de su padre. Xenia lo aprovechó y comenzó a hablar. ¡Qué horror y qué absurdo! ¡Con lo difícil que era ingresar en la escuela de agricultura de Golitsin, donde apenas admitían alumnas que no se hubieran graduado con sobresaliente, ella iba a abandonarla!

La directora hizo un esfuerzo mental: en efecto, comprendía que Xenia llevaba razón. Habría que escribir a Zajar Ferapóntovich.

Pero tras los lentes se acusaban oscuros semicírculos bajo los ojos. El frunce de los labios denotaba la misma adustez que cuando tenía que amonestar a una clase entera. Y debajo de un jarrón había un sobre escrito con letra de Yaroslav. El rubor coloreó las mejillas de Xenia, que exclamó, atenta y conmovida:

—Aglaída Fedoséievna, ¿de qué fecha es esa carta de Yárik? A mí también me escribió otra, muy alegre. Ahora mismo le diré…

La directora levantó bruscamente la cabeza y arqueó una ceja:

—¿De qué fecha?

—Del cinco de agosto. Traía matasellos de Ostroleka, procedente del XIII Cuerpo…

Otra vez aquel maldito trece…

Aglaída Fedoséievna se reintegró a su solitario.

También ella tenía carta del cinco de agosto. Pero estaban a diecinueve, y acababa de publicarse un parte «del Estado Mayor del Mando Supremo».

Pasó una carta de un montón a otro.

Después contempló a Xenia: tostada por el sol, sus cabellos parecían más rubios; el rostro, alegre poco antes, mostraba ahora unos ojos a punto de llorar.

Xenia era para Yárik como una hermana, incluso más íntima que Zhenia.

—Trae aquello —señaló Aglaída Fedoséievna a otra mesa.

Era una foto: un retrato de Yaroslav. Vestía ya uniforme de subteniente: acababa de recibir el despacho.

Xenia lo trajo y ambas lo estuvieron contemplando.

¡Dios mío! Con aquella enorme gorra y aquel cuello tan alto parecía mucho más niño que con la blusa de paisano. ¡Con qué marcialidad y con qué satisfacción llevaba el correaje, ajustado al cuerpo, rectas las correas verticales! Y colgado del ancho cinturón, un pesado revólver…

Relajando la eterna rigidez de su espalda y la eterna tensión de sus hombros, Aglaída Fedoséievna se dirigió a Xenia como quien habla con una hija:

—Ya lo ves… Esto ha rebasado todos los límites de la tozudez. Ahora sería estudiante de tercer curso, y nadie le habría tocado… Los periódicos escriben de una manera premeditada, para que nadie los entienda… ¿Dónde está ese Cuerpo de Ejército? ¿Dónde el regimiento de Narva? Pero esta carta viene con el matasellos de la oficina de correos de Ostroleka, y, por consiguiente, procede del extremo sur de las tropas de Samsónov… Quiere decirse que está allí…

Una gota había caído sobre el siete de corazones.

De pronto, ¡por primera vez!, Xenia se arrojó sobre aquel cuello débil, envejecido, rodeándole con sus brazos jóvenes y ardientes. ¡Al fin y al cabo, era su madre, más que su madre!

—¡Querida Aglaída Fedoséievna! ¡De fijo que está vivo! ¡Yo lo tengo por seguro, me lo dice el corazón! El tono de la carta es muy jovial. Quienes así escriben no mueren pronto. Yárik es hombre de suerte. Ya verá usted cómo recibimos carta pronto…

La directora limpió la gota de la carta.

¿Hombre de suerte? Eso quisiera saber ella: la suerte, la vida de su hijo. ¿Volvería a tener carta? Pero Aglaída Fedoséievna ignoraba el modo de trabar contacto con las fuerzas ocultas que gobernaban todo aquello: la suerte, la vida, las cartas…

Acaso los solitarios…

Volvía a recobrar su porte. Adquirió un aire adusto, y frunciendo el entrecejo trató de restablecer la distancia. Sin embargo, acabó cediendo:

—¿Todavía no has visto a Yuka? Ve a verlo. Cuando pasaron los voluntarios por la Sadóvaia, él les siguió por la acera, sin rezagarse. Vinieron también muchos cosacos de las aldeas, que formaron una especie de manifestación con banderas y estandartes. Pues también fue a verlos. Mandaron a unos escolares con banderines, para cantar el Sálvanos, Señor, y él fue sin que nadie se lo ordenara.

Los familiares le llamaban «Yuka» porque en sus primeros años, al decir su nombre, «Yurka», no pronunciaba la erre.

Habían convertido la antigua habitación de los niños en despacho de Dmitri Ivánovich, y para Yurka habían acondicionado, en la gran sala, un rincón separado por armarios. Pero no le encontraron allí: estaba boca abajo en el balcón, que daba a una apacible calleja, dibujando con lápices negros unas líneas curvas sobre los verdes mapas de un atlas en edición de Marx.

—¡Hola! —le saludó alegremente Xenia y se sentó en cuclillas junto a él, levantando viento con la falda—. ¡Hola, Yuka!

Agarrándole de las sienes, le revolvió el pelo con los dedos. Lo tenía largo, y los mechones, tiesos y dispersos, seguían distintas direcciones. Quizá por cortesía, Yúrik se puso de costado para ver a Xenia, aunque no por ello abandonó los lápices ni su rostro dejó de expresar abstracción.

—¿Qué estás haciendo? ¿Por qué ensucias un atlas tan hermoso?

—Es mío. Después lo limpiaré —repuso el chiquillo, que ni podía ni quería abandonar su expresión abstraída.

—¿Y qué significan esas líneas? —tomó a preguntar Xenia entre insinuante y jovial, en cuclillas todavía y cubriendo medio balcón con la falda.

Yúrik la miraba seriamente, con sus ojos verdosos.

Tenía confianza en ella por saber que ni a Yárik ni a él los había engañado nunca.

—Pero no se lo digas a nadie —frunció la nariz, y su rostro largo, severo y curtido, volvió a reflejar seriedad—. Estas son las líneas del frente. Cuando alguien vence, las borro y las cambio.

Borrando una línea le había encontrado ella: un flanco cedía, pero el centro se mantenía firme.

—Pero ¿qué haces? Esto es el sur de Rusia. ¿Acaso los alemanes han tomado Járkov y Lugansk? —No quería ofender al joven, pero se echó a reír—. Podías haber cogido otro mapa, Yúrik: aquí no llegará la guerra nunca.

Yuka la miró de reojo, con aire de lástima y de superioridad:

—No te apures: ¡Rostov no lo entregaremos jamás!

Tornó a ponerse boca abajo, y comenzó a desplazar el frente desde Taganrog hacia el Norte.