No se sabe si la idea la sugirieron los ingleses o si nació, de por sí, en la capital: en los tiempos que corrían era un oprobio el ocio, y todos debían hacer algo. Pero nadie sabía qué hacer. Y el 19 de agosto, mucho antes de que comenzara el curso, y en una época en que la Academia solía estar desierta, numerosas alumnas iban y venían por los pasillos, vestidas de verano y disfrutando de aquel día de sol.
La iniciativa surgió por generación espontánea: no hubo ningún anuncio o convocatoria de la dirección, pero las propias estudiantes se interesaron por el día de la banderita, que había de celebrarse al día siguiente. Se trataba de una cuestación pública, anunciada en todas partes. Numerosas cursillistas se habían ofrecido ya para postular; otras, irresolutas, se preguntaban si harían bien participando; y algunas comentaban la ridícula insignificancia de una postulación de un solo día cuando tantas mujeres jóvenes, abandonándolo todo, se hacían enfermeras. Evidentemente, era un absurdo que se marchasen de enfermeras las estudiantes. Pero resultaba tan manifiesta la inquina hacia aquella guerra insensata, metida de rondón en la existencia cotidiana, que no faltaba quien discutiese muy en serio si procedía hacerse enfermera, aunque nadie ridiculizase abiertamente la idea. Nadie se burlaba hoy de lo que sonaba a inconfesable y falso un mes antes. Una estudiante enérgica y alta, con ademanes masculinos, manifestaba en un grupo, a plena voz, como para que la oyesen las circunstantes y las que pasaban de largo:
—¡Sí, nos es necesaria! ¡La guerra nos es necesaria! No para salvar a los serbios, sino para salvarnos nosotros mismos, porque hemos perdido la fe, hemos envejecido, nos hemos rebajado hasta el nivel más extremo: el de «La Revista Azul» y el del tango. Para renovamos debemos realizar una proeza. Necesitamos la victoria a fin de purificar la atmósfera en que nos asfixiamos.
Nadie la abucheaba. Nadie gritaba: «¡Qué vergüenza!».
Tan sólo una muchacha grisácea y nerviosa replicó bruscamente, con voz aflautada:
—¿Que nos asfixiamos? ¡Sí, nos asfixia el régimen interno! No es la guerra lo que precisamos, sino una paz prolongada.
Alrededor, todos parecían respaldar a la primera, quien, moviendo expresivamente los anchos y vivaces rasgos faciales, insistía:
—La paz prolongada fomenta la cobardía y el egoísmo.
Alguien replicó todavía algo, pero no había objeciones reales en sus argumentos:
—No se trata de un asunto de mero patriotismo: se presenta la oportunidad de unirse con el pueblo sobre un pie de igualdad, la gran ocasión con la que hemos soñado durante decenios.
Las alumnas que habían de pasar a segundo seguían teniéndose por las más pequeñas. De ahí que hablasen con menos estruendo. Pero Veronika se metió en el grupo y, muy tranquila, como para sus adentros, exclamó:
—En verdad, ¿para qué necesitamos esta guerra? ¿No nos hubiera valido más no inmiscuimos?
Una cursillista de rostro seco y pelo liso, ya entrada en años y mayor que las restantes, le replicó casi a voz en grito:
—¡Hay que pensar en la existencia de la nación! El choque era inevitable. Si hubiéramos dejado a Francia sola, a estas alturas Alemania ya la habría derrotado y se habría vuelto contra nosotros. Tendríamos que luchar solos contra ella.
Veronika quedó pensativa.
Se discutió acerca del nombre de San Petersburgo, convertido el día anterior en Petrogrado. A nadie se le ocurrió hablar de patrioterismo vulgar. Se comentó, eso sí, que se había perdido un santo y se había sustituido un apóstol por un emperador, sin darse cuenta de que, para conservar el sentido, hubiera sido necesario rebautizar la capital llamándola San Petrogrado. Otras recordaron que a la ciudad se le dio originariamente el nombre holandés de Petersburg (pronunciado Piterburj), mientras que el de «Petersburgo» nos fue impuesto por los alemanes, lo cual era un símbolo de nuestra perpetua supeditación. Por tanto, habíamos procedido perfectamente al prescindir de él.
Alguien dijo que el horario de las clases estaba ya en el tablón de anuncios. ¿Con tanto tiempo? Al parecer, la dirección sentía también el aguijón del tiempo. Las de segundo curso (entre ellas Veronia, Likonia, Varia la de Piatigorsk, de nariz aguileña, Varia la de Velíkie Luki, de rubia cabeza, y algunas más) fueron a ver el horario para comentarlo.
El acontecimiento más sobresaliente consistía en que el curso de Historia de la Edad Media correría a cargo de la profesora Andozérskaia. ¡Una mujer, y profesora! Cierto que había obtenido su título de doctora en Francia (no en Rusia, naturalmente), pero también aquí se habían hecho progresos: recientemente se había concedido a la profesora Andozérskaia el título de magister. En el horario figuraba todavía como simple encargada de curso, pero en los círculos universitarios y estudiantiles se la conocía ya como «profesora». Además de enseñar Historia de la Edad Media en el segundo curso, dirigiría en los cursos superiores los seminarios dedicados al estudio de las fuentes directas.
La noticia era muy interesante. El grupo de chicas se retiró a una ventana para intercambiar referencias de la profesora Andozérskaia. Su indudable emancipación representaba un progreso y, por consiguiente, un éxito de todos los oprimidos. Andozérskaia ayudaba a allegar fondos para el comedor y la residencia estudiantiles y a conseguir becas. Pero un buen día, en un seminario iniciado en la primavera anterior, hizo a las cursillistas devanarse los sesos traduciendo del latín las bulas papales del siglo XI. Y sus trabajos escritos versaban sobre temas similares: la sociedad eclesiástica en la Edad Media, las peregrinaciones a Tierra Santa…, lo que producía ya cierta extrañeza. Las muchachas deseaban ver a su profesora para formarse un juicio de ella. Informadas de que la Andozérskaia se encontraba en la secretaría en aquel momento, decidieron esperarla.
No tardó en salir. Más bien bajita, si en algo aventajaba la estatura de Likonia era en la altura del moño. No es que vistiera con desaliño, pero su vestido, de un gris agradable, ligeramente tornasolado, carecía de todo adorno y no tendía a acusar demasiado la figura.
Pasó de largo, llevando en la mano un librito semejante a un devocionario, de viejísima encuadernación, pero con un vistoso registro color de rosa. Para poseer el título de «profesor», y más tratándose de una mujer, era joven, pues apenas rebasaba los treinta años.
Tanto más fácil les fue, pues, a las chicas abordarla: «Por favor, perdone…». «¿Es usted quién va a llevar nuestro curso?». «¿Cuáles son su nombre y su patronímico?».
«Oída Oréstovna». —«¿Olga?»— «No, no, Oída». —«¿Es nombre escandinavo?»— «Sí, puede haber sido cosa de la fantasía de mi padre» —sonrió con sencillez la Andozérskaia, deteniéndose de buena gana.
(Dicho sea de paso, los más renombrados profesores se paraban muy a gusto a charlar con los estudiantes. ¿Quién ignoraba aquella ley rectora de la escuela superior rusa? La situación y la fama del personal docente dependían de la opinión estudiantil y no de la benevolencia o de la inquina de los jefes. Un profesor, aunque no gozase de la indulgencia de la dirección, se mantenía en su cátedra y era llevado en palmitas, conservando su aureola incluso después de jubilado. Pero ¡ay del catedrático al que los estudiantes reputasen de reaccionario! El desprecio, el boicot de sus clases y de sus libros y una ignominiosa retirada eran su fatal destino).
—¿No fue por eso por lo que se dedicó usted a la Edad Media Occidental?
Pero otra estudiante más inteligente, lanzó una segunda pregunta:
—¿A quién se le ocurre semejante bobada? ¿Dónde podía una mujer obtener el título de doctora sino en Europa? Y allí no se estudia a Rusia.
Por lo demás, no faltó quien expresara sus dudas:
—Evidentemente, una mujer tenía que aspirar a ese título, pero…
Intervino Varia, la de Velíkie Luki:
—Sí, pero ¿no ha sido un precio demasiado caro el de sumirse en la inútil y tenebrosa Edad Media?
Replicó Veronika:
—¿Por qué? ¿Y Karéiev? ¿Y Grevs?
Del grácil y firme andar con que, poco antes, se deslizara ante ellas, Oída Oréstovna pasó a asegurarse sobre los altos tacones en el parquet. El supuesto devocionario no impedía a su mano izquierda apoyar los ademanes de la derecha, y su rostro tenía una expresión resuelta. Era capaz de comenzar allí mismo un seminario o una discusión:
—Eso no es ningún precio. Si prescindiéramos de la Edad Media, la historia de Occidente se truncaría, y sobre sus escombros no podríamos comprender nada de la Moderna.
Mientras así decía, contemplaba el rostro sereno y los ojos oscuros de Veronika.
Opinó Varia, la de Velíkie Luki:
—Pero, prácticamente, la historia de Occidente y todo cuanto de ella nos interesa comienza a partir de la Gran Revolución francesa…
Y Varia, la de Piatigorsk:
—Desde el siglo de la Ilustración.
—Sí, desde el siglo de la Ilustración. ¿A qué viene estudiar las peregrinaciones a Jerusalén? ¿Y la paleografía?
Oída Oréstovna oía las archisabidas objeciones con los labios un tanto contraídos:
—Es el eterno error de la deducción precipitada: encontrar una rama y confundirla con todo el árbol. La Ilustración occidental es sólo una rama de la cultura occidental, y acaso no sea la más fructífera. Sale del tronco, no de la raíz.
—¿Y qué es lo principal?
—Lo principal, si me apuran ustedes, radica en la vida espiritual de la Edad Media. Una vida espiritual tan intensa, que predominaba sobre la existencia material, no se ha dado ni antes ni después.
(¿Aquella era su opinión sobre el oscurantismo, sobre el catolicismo, sobre la Inquisición?).
Las dos Varias protestaron a la vez:
—Perdone usted: ¿cómo podemos dedicar nuestros esfuerzos de hoy a la Edad Media de Occidente? ¿De qué modo ayuda esto a liberar al pueblo y a fomentar el progreso general? ¡Estudiar en la Rusia de hoy las bulas papales, y, para colmo, en latín!
Oída Oréstovna acarició el borde de las páginas del supuesto devocionario, un libro raro, en latín; sin el menor gesto de turbación, sonrió:
—Queridas mías, la Historia no es la política, donde un parlanchín repite o discute lo dicho por otro parlanchín. Los materiales de la Historia no son criterios, sino fuentes. Las deducciones son las pertinentes, aunque no nos favorezcan. La ciencia independiente ha de elevarse sobre…
¡Aquello era ya demasiado, y no tenía ni pies ni cabeza! Ya no fueron tan sólo las dos Varias las que protestaron:
—¿Y si las conclusiones van contra las necesidades actuales de la sociedad?
—Para la acción inmediata nos basta con analizar el medio social de hoy y las circunstancias materiales del día. ¿Qué más puede ofrecernos la Edad Media?
La Andozérskaia, que, a causa de su pequeña estatura se perdía en el coro de sus interlocutoras, ladeó un poco la cabeza y sonrió con mucho aplomo, significativamente:
—Eso sería cierto si la vida de la persona se determinase realmente en razón del medio material circundante. Sería, además, lo más sencillo: siempre resultaría culpable el medio; por tanto, la solución estaría en cambiarlo sin cesar. Pero, además del medio, existe la tradición espiritual. ¡Existen cientos de tradiciones! Hay, asimismo, una vida espiritual de cada individuo por separado, y, en consecuencia, aunque vaya contra el medio, existe la responsabilidad personal de cada uno por lo que él mismo hace y por lo que hacen los demás en presencia suya.
Veronika rompió su mutismo como quien se abre paso a través de un muro:
—¿También por lo que hacen los demás?
Oída Oréstovna la distinguió de nuevo con una atenta mirada:
—Sí, también por lo que hacen los demás; porque podríamos ayudar, o estorbar, o lavarnos las manos.
Como notara que ya no inspiraba la simpatía de antes, sonrió, inclinó la cabeza levemente, como despidiéndose o despidiéndolas con dignidad, y echó a andar, menudita, delgada, acompasados los andares; vista de espaldas parecía enteramente una estudiante, sólo que con un exceso de elegancia, lo cual resultaba ya menos intelectual.
Las cursillistas se alborotaron. Las dos Varias estaban indignadas: ¿de modo que la vida espiritual de la Edad Media no dependía de las condiciones sociales y económicas? ¡Si hubiera osado sentar semejante idea en sus conferencias! Otras disentían de ellas: les hastiaba ya que todo dimanase de la economía.
Varia, la de Piatigorsk, con un deje de sufrimiento en la voz, decía:
—¡Cómo se transforma la gente! Tengo un amigo del que ya os he hablado… Pues bien, hace una semana me lo encuentro en la estación…
Veronika, cada vez más animada y segura de sí misma, defendía a la profesora:
—Pues, la verdad, eso de la responsabilidad personal de cada uno me parece bien. Si nos empeñamos en el medio y nada más que en el medio, ¿qué somos cada uno de nosotros? ¿Ceros a la izquierda?
—Moléculas del medio —la abrumó con su réplica Varia, la de Velíkie Luki—. Con eso me basta.
Likonia miraba de reojo hacia la ventana y a veces se retiraba hasta allí. Mas como requirieran su opinión, arqueó las cejas, torció el cuello y levantó los hombros consecutivamente, primero uno y luego el otro:
—A mí me ha gustado mucho, sobre todo su voz. Se diría que está cantando un aria; un aria muy compleja, cuya melodía es difícil de distinguir. Las amigas se echaron a reír:
—¿Y el sentido?
Likonia arrugó la estrecha frente, contraídos en una sonrisa los carnosos labios:
—¿El sentido? Del sentido no me he dado cuenta…
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