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Hay hijos que son una continuación de sus progenitores; otros, en cambio, salen muy distintos. Unos adoptan nuestras costumbres y nuestros criterios de manera que no se les puede pedir más. Pero otros siguen una vía propia y son incorregibles como el tronco de un árbol, aunque todos sus pasos, desde la niñez, parezcan ir por la senda de la verdad y de la obediencia.

Todo ello lo sabía perfectamente Agnessa Martínovna al enviudar y, en compañía de su hermana Adalía, tuvo que hacerse cargo de la educación de sus dos hijos, un varón y una hembra.

Sasha tuvo una formación muy a tono con su familia, donde se consideraba una reliquia el retrato del tío Alexandr, ejecutado como revolucionario. El interés y los dolores de la sociedad le atraían y le subyugaban de tal modo, que, al margen de ellos, no comprendía la vida ni se imaginaba ninguna vocación. Interpretaba los hombres, los sucesos y los libros desde un solo punto de vista: ¿contribuían a la emancipación del pueblo o al fortalecimiento del gobierno?

Por supuesto, no siempre puede esperarse tanta consecuencia de una mujer. Aunque en los tiempos juveniles de Agnessa y de Adalía no eran una excepción las muchachas que ponían muy por encima de su interés particular una causa social, al servicio del pueblo, por el que estaban dispuestas a arrostrar cualquier sacrificio. Pero Veronika no había salido así.

De año en año van observando los adultos cómo madura el niño: de año en año va perfilándose en su persona el hombre del futuro. (¡Cuánto se tarda en criarlo y qué poco en matarlo en la guerra!). A los nueve años, Veronika era una niña rubita, con dos trenzas partidas por una raya, cejas blanquecinas, ojos claros y labios carnosos y serenos. ¿Quién iba a imaginarse cómo cambiaría cuatro años más tarde y, luego, al cabo de otros cuatro? Se tornaría castaño su cabello, se oscurecerían sus ojos, que adquirirían una expresión más picara, se transformaría la línea de sus labios, y su sonrisa se haría tan interesante… Su semblante sería una marcha triunfal de la belleza; más que una marcha, una invasión, ya que, aposentada en él, tardaría en abandonarlo.

Una belleza muy brillante es tan peligrosa para la mujer como un ingenio agudo para el hombre: aquella y este suelen repercutir desfavorablemente en el carácter. Son notorios los peligros de la belleza: presunción, irresponsabilidad, egoísmo. No deben dormirse los educadores que descubran tan peligroso foco en el rostro de una niña. Agnessa y Adalía se esforzaban por desvirtuar, a los ojos de Veronika, la importancia de la belleza y exaltar la del carácter, presentándole como ejemplo a las heroicas populistas, desinteresadas y serias, que sólo estimaban la proeza y el sacrificio y que ocultaban su belleza, si la tenían, bajo ropajes y pañuelos toscos y modestos, al estilo popular.

Estas ideas, infundidas sólidamente a Veronika, la salvaron en cierto modo. En los años más inconscientes, cuando la naturaleza se manifestaba en ella bajo los signos espontáneos de la coquetería, y cuando, a despecho de aquellas tradiciones ejemplares, comenzaron a cortejarla, exhalaba tal pureza que ni las manos, ni las palabras, ni las miradas de los cortejadores lograban el fin que perseguían, y todo derivaba hacia la amistad, el intercambio de ideas e incluso la contemplación de los amaneceres estivales de Petersburgo. Habían imbuido a Veronika la idea de percibir y despertar las cualidades positivas de sus semejantes, y ella las percibía y las despertaba.

Según el análisis de su madre y de su tía, empezaba también a revelarse en ella otra cualidad natural: el temperamento. Veronika, con su profunda mirada y su mechón de cabellos sobre la altiva frente, habría ardido si no hubiera conservado su imperturbabilidad natural y su pausada y serena actitud ante la vida.

Aunque su temperamento la desvió de los peligrosos caminos de la belleza, y aunque acaso ayudase a la madre y a la tía en sus esfuerzos didácticos, este mismo temperamento los perjudicó. Los sufrimientos de los demás apenaban sinceramente a Veronika, mas no se convertían en deseo de lucha ni en odio hacia los opresores. En su vaga e infinita conmiseración no se perfilaba el límite categórico existente entre las víctimas de la opresión social y las víctimas de deformidades congénitas, o de su propio carácter, o de defectos sensoriales, o hasta de un dolor de muelas.

Recientemente habían discutido en casa el comportamiento de los diputados socialistas en la Duma durante una sesión tragicómica de una jornada entera. Los diputados en cuestión no se amilanaron ni se dejaron coaccionar. Jaústov prometió que las fuerzas socialistas de todos los países transformarían la guerra actual en el último estallido del régimen capitalista. Y Kerenski, en un discurso audaz e incisivo, abrumó al gobierno con sus reproches: amordazaban la democracia; ni siquiera ahora concedían la amnistía a los luchadores políticos; rechazaban una conciliación con las nacionalidades oprimidas del imperio y cargaban todo el peso de los gastos de guerra sobre las espaldas de los trabajadores. El valeroso orador supo declarar todo aquello sin arredrarse ante el griterío patriotero circundante; tampoco omitió destacar la «inexpiable responsabilidad» de los fautores de la guerra; y en su exhortación final llegó a aludir brillantemente a la revolución: «¡Campesinos y obreros, después de defender el país, liberadlo!». Los periódicos, en su crónica, se equivocaron arteramente: «¡Campesinos y obreros, defended el país, liberadlo!», es decir, liberadlo de los alemanes. ¡Sólo en Rusia se podía tergiversar una idea tan impune y cínicamente!

¿Y Veronika? Mientras duró la conversación, Veronika, sentada allí cerca, hojeaba el último número de la revista Apolo. «Veronia —exclamó Adalía entristecida—: ¿Es que no te deprime esa burla?». La sobrina adoptó una expresión de asentimiento: «Me apena mucho, tía. Pero ¿qué voy a hacer yo?». «¿Te apena? Pues no debe apenarte, sino retorcerte el alma. Entonces te impulsará a la acción».

Por aquellos mismos días se publicó el «telegrama de adhesión» de la Universidad de Petersburgo: «Estad seguro, gran soberano… de que vuestra Universidad arde en deseos de consagrar sus fuerzas a serviros a Vos y a la Patria», lacayunismo que muy bien pudo excusarse.

«¿Qué te parece esto, Veronia? ¿Por qué no expresas tu opinión?». —«Mamá, ten en cuenta que han sido los profesores, no los estudiantes. Y nuestros cursos no han mandado ningún mensaje.»— «Y si lo hubiesen mandado, ¿habrías protestado tú? ¿Habrían protestado tus amigas?».

Tampoco afectó a Veronika la especie de júbilo político provocado por las noticias que se filtraban desde el frente y que anunciaban las derrotas de nuestras tropas (júbilo empañado por el hecho de que Sasha y muchos otros hombres dignos se encontraban allí). Y no la afectó porque la joven sólo veía lo superficial, lo más simple: los muertos, los desaparecidos, las viudas, los huérfanos. ¡Eso y nada más!

En otros tiempos, Sasha influía mucho sobre ella; mucho más que la madre y la tía. Como la adelantaba en la mitad de la secundaria, y después le sacaba de ventaja toda la Universidad, y como era enérgico en sus juicios, no dejando sin réplica y sin refutación el menor argumento que se le opusiera, poseía tal ascendiente intelectual y moral sobre su hermana, que la chica le confesaba, arrepentida, sus desviaciones y veleidades, procurando corregirlas, o, por lo menos, disimularlas, para ser digna de su hermano. Pero Sasha fue absorbido por la voraz máquina del ejército el año anterior, precisamente el año más importante para Veronika, ya que fue cuando ingresó en los cursos superiores femeninos. A solas, en casa, la joven era mucho más accesible a las influencias cívicas que en presencia de gente extraña.

Tal vez el ambiente que imperaba diez o veinte años antes en los medios estudiantiles hubiera encauzado debidamente las simpatías y los odios de Veronika. Pero (¡y esto sólo es posible en nuestro sufrido y esclavo país!), los estudiantes no se templaron en la fragua de la opresión que siguió al período revolucionario, carecían de espíritu combativo, estaban contaminados por la fatiga general, por las dudas, por las insidias de los falsos profetas, y había entre ellos elementos apáticos o místicos, antítesis de los conceptos «estudiante ruso» o «cursillista». De persistir semejante situación unos cuantos años más, se cuartearía, viniéndose por los suelos bochornosamente, la magna tradición de medio siglo, el sagrado espíritu libertario de que hicieron gala las anteriores generaciones estudiantiles.

Ya en el primer año de los cursillos hizo Veronika una amistad inconcebible y estrechísima: la de Elia. ¡Qué lástima que la primera amiga estudiantil traída por Veronika a casa fuera una muchacha de un mundo totalmente ajeno, una coquetuela que jugueteaba con el chal y con el cimbreante talle y que, por añadidura, estaba empachada de mentecateces simbolistas! De pronto se ponía a declamar, viniese a cuento o no, los vagos delirios de los poetas en boga:

Quien la torre edifica

caerá con terrible violencia

y en el fondo de un hondísimo pozo

maldecirá la fiebre de su demencia.

Hacía remilgos, con voz afectada y con mayor afectación aún en los ojos y en las pestañas, de modo que destacase al momento la belleza del conjunto y el fulgor de sus pupilas, signo de que ella percibía en el medio circundante algo muy distinto que todos los demás. Movía Elia la cabeza como con serena perplejidad, y la cabellera le caía hasta los hombros, como a las beldades del gran mundo. Se la adornaba a veces con una cinta, y llevaba siempre el chal, que ella solía deslizar por su enjuta figura, casi sin caderas —muy a la moda de entonces—, figura que acentuaban los vestidos lisos, estrechos, sin cinturón.

«Elia» era diminutivo de Elikonida, nombre muy al gusto de los comerciantes, pero Veronia la llamaba Likonia para que aconsonantase con el suyo. Coincidían ambas en muchos detalles, incluso en su apariencia: la misma cabellera tupida y oscura (que en Likonia alcanzaba a ser negra), la misma lentitud de movimientos, la misma mirada fija, que en Veronia resultaba más densa, más cordial, más serena…

¿Qué podía contener el cerebro de aquella chica, tan imponente y enigmática en sus actitudes? Saltaba a la vista que no se guiaba por los luminosos preceptos de la razón. Mientras tomaban una taza de té, las dos hermanas aprovechaban cualquier ocasión propicia para indagar, ya mediante una pregunta, ya durante una discusión, qué era lo que se ocultaba en aquella cabecita, bajo aquella exuberante cabellera.

Pero Likonia no se abría, y Veronia, en presencia de ella, callaba como una boba. No había manera de hacer que se manifestasen aquellas chiquillas: escuchaban sin pronunciar palabra; Veronia, con dulce tenacidad; Likonia, con extrañada distracción. Las dos removían la confitura en el platillo y miraban al reloj, poco interesadas en entrar en discusiones. Querían ir a alguna parte: no a una escuela para obreros, desde luego; no a propagar la cultura, sino a distraerse, visitando una exposición de pintura, o asistiendo a una conferencia sobre el valor de la vida (¡como si su valor no estuviera de manifiesto!), o a una controversia sobre los problemas del sexo, o a una sesión cinematográfica, la novedad de entonces.

A veces, si se quedaban en casa ocasionaban mayores contrariedades aún. Veronia, plegando las piernas, tomaba asiento en el diván del comedor, a poca distancia del retrato del tío Alexandr, encuadrado en el oscuro marco con el negro presentimiento de su destino en el rostro, mientras que la pequeña Likonia, distraído el semblante, los dedos hundidos en el chal y apoyados por detrás en la pared, mecía el busto y la cabeza, abriendo la boquita de niña para definirse a sí misma con palabras prestadas y versos sacrílegos:

El destructor será aplastado

por los escombros

y, abandonado por Dios, que todo lo ve,

clamará pidiendo la muerte.