El 17 por la mañana se abrió un repentino fuego de artillería contra Neidenburg desde el sur; los heridos rusos, súbitamente reanimados, se acodaron en las camas para mirar por las ventanas, y las enfermeras corrieron al exterior para contemplar, alborozadas, las nubecillas del shrapnel ruso y los surtidores de las granadas al estallar, como si el fuego de los cañones propios no pudiera causarles la muerte. El médico y las enfermeras alemanes sonreían, seguros de que los suyos no retrocederían. El tiroteo no cesó en los alrededores en toda la jornada; pero no se notaban signos de lucha ni apenas se veían tropas alemanas, ni entraban los rusos. Sólo al atardecer abandonaron el hospital los centinelas germanos, dejando en los pabellones a sus heridos. Sin embargo, las nuevas autoridades no se daban prisa en presentarse para conocer la situación del hospital y para evacuar los heridos a la retaguardia.
Ya anochecido, atravesaron la ciudad los convoyes rusos, hombres de a caballo y de a pie. La única iluminación —iluminación siniestra— era el fuego de algunos edificios incendiados durante el día. Una ventana de la sala de Tania daba vista a las hogueras y a toda la ciudad. Con los postigos abiertos de par en par, la joven contemplaba el panorama, respondiendo de vez en cuando a las preguntas de los heridos. Iluminadas por el purpúreo resplandor de los incendios destacaban netamente las peculiaridades de aquellos edificios extranjeros: remates escultóricos sobre las fachadas; arabescos; almenas de ladrillo; balcones de caprichoso dibujo…
Era tal su estado anímico, que el tiroteo, los incendios, la entrada y la salida de las tropas no le causaban temor, sino alivio. El bochorno reinante en las salas, el sofoco de las explosiones y del fuego la refrescaban. No sentía el simple miedo humano. Muy al contrario, todo aquello descargaba el peso de su corazón y mitigaba su dolor. Comprendía que estaba sucediendo algo horrible, pero lo veía todo como a través de un cendal, y su alma se sosegaba, infundiéndole raudales de energía: de ahí que apenas necesitara dormir ni comer y que se limitase a ejecutar las órdenes que recibía.
Las noticias ciertas escaseaban en el hospital tanto como abundaban los bulos. Incluso bajo el dominio de los alemanes aumentó el número de heridos rusos, procedentes de distintas unidades, quienes informaron que todos los jefes de las fuerzas cercadas habían sucumbido, que las unidades rusas se debatían en confuso desorden y que los alemanes las ametrallaban por doquier, las pasaban a cuchillo o las hacían prisioneras. En la sala de Tania ingresó, con el clásico mechón sobre la frente, el sótnik de la escolta cosaca del general Martos, que ocupó, en un rincón, la cama de un subteniente de Rostov que había preferido evacuar a pie en el último momento. El sótnik, cuyas heridas no revestían gravedad alguna, era presa de intensa agitación y sobresaltaba a todo el que oía su vociferante relato de la derrota del Cuerpo y de la muerte de su general. Lo contaba con tanto ardor y con tanto ímpetu como si le complaciera que todo marchase de mal en peor y que todo el mundo hubiera perecido. Al propagarse la noticia de la llegada del sótnik, acudieron a escucharle hasta los médicos.
Aquella misma noche esperaban medios de transporte para evacuar el hospital. Aguardaban, asimismo, la llegada del mando militar. En efecto, a medianoche, se detuvo en la plaza inmediata iluminada por el mortecino y rojizo resplandor de un incendio lejano, un automóvil del que descendieron el médico-jefe y un general con su ayudante. Al cabo de dos minutos, ya estaban con el sótnik, alumbrados por un quinqué que Tania trajo de la mesa.
El sótnik, peludo, desgreñado y cetrino, se incorporó en su lecho al ver al general, ni más ni menos que si le estuviera esperando y pensara dedicarle exclusivamente la totalidad de su relato. Y el general, de blanquísima y cuidada tez, atildado bigote, aspecto capitalino y actitud condescendiente, parecía también venir en busca del sótnik. No se dio prisa en interrogarle ni lo hizo a la ligera. Se sentó en la sucia cama, fijó en él sus imponentes ojos y ordenó a su ayudante que tomase nota de todo, comenzando por el nombre, el apellido, la graduación y la unidad del interrogado.
Sin el más leve temblor en la mano, Tania sostenía el largo quinqué de cristal verdoso-amarillento sobre el cuaderno de notas del ayudante, entre las cabezas del general y del sótnik. Y contemplaba la escena con cierta aprensión.
Por vigésima vez repitió el cosaco su relato, muy conocido ya, adornándolo con nuevos pormenores que, por cierto, no se contradecían con los anteriores: todo el Cuerpo quedó destrozado en sus posiciones; el comandante en jefe, Samsónov, ordenó al general Martos que ocupara Neidenburg; se pusieron en marcha las tropas de Martos por la mañana temprano, mas unos dragones a quienes encontraron por el camino les anunciaron que la ciudad estaba ya en manos de los alemanes; trataron de tomar posiciones, pero sufrieron un mortífero fuego de artillería desde una distancia de trescientas brazas, perdiendo la vida el jefe del Estado Mayor del Cuerpo, el jefe de división, general Torklus, y numerosos cosacos; los restantes, fieles a Martos, se retiraron con él a los bosques; el ayudante de Martos había perdido el macuto con las provisiones, el tabaco, la brújula y los planos, y el general, hambriento y desconcertado, no sabía qué partido tomar; como los caballos habían sido víctimas de las balas enemigas, tuvieron que errar a pie por los bosques, pero en todas partes tropezaban con los alemanes; entonces, el general Martos le ordenó a él infiltrarse hasta la ciudad y dar cuenta del desastre ocurrido; al despedirse, le abrazó y, ante sus propios ojos, se disparó un tiro para no sobrevivir a tamaña deshonra.
El general, de cabeza blanca, redonda y entrelarga como un descomunal huevo de gallina, asentía y preguntaba, machacón:
—¿De modo que usted confirma que el general Martos se suicidó en su presencia?
—Tan seguro como la santidad de Dios, excelencia.
El ayudante tomaba nota.
Severo y apenado, pero sin un gesto de extrañeza, seguía asintiendo el general de la Guardia: era lo que él esperaba, lo que él preveía. Le molestaba, sin embargo, y se le hacia extraño, el semblante de la enfermera con su displicente, oscura, relumbrante e inquisitiva mirada, dirigida, soslayando el quinqué, al rostro suyo, al del general. Esto le hizo torcer el cuello varias veces, procurando no volver la vista hacia ella.
Tania, mientras tanto, parecía haber salido de un letargo. En las dos semanas transcurridas desde la traición de su novio era la primera vez que, olvidada por completo de sí, seguía con profunda atención un acontecimiento del mundo exterior que se desarrollaba a un metro del quinqué por ella sostenido, tan claro y limpio, que ni siquiera humeaba. Tania no podía denunciar ni demostrar nada, pero en sus ojos límpidos se transparentaba una sospecha: aquel sótnik era tan locuaz, estaba tan excitado y pretendía convencer a todos con tanto interés porque necesitaba ocultar un acto infamante: ¿no habría huido, abandonando al general Martos en el momento del supremo peligro? ¿Y no le creería tan de buena gana, sin sospechar nada y sin la menor objeción, aquel importante y atildado general porque le convenía creerle y porque necesitaba creerle en razón de algún ignorado motivo?
Como una Virgen de la Luz, introdujo el reverbero en el oscuro triángulo tricéfalo y lo alumbró por dentro impávidamente.
Hasta aquel momento, Tania había interpretado la guerra como un accidente fatal e irreversible, en el que los combatientes estaban condenados a sufrir heridas y a morir, sin que el hombre tuviese poder alguno sobre tan siniestro cataclismo. Y ni siquiera en presencia de los padecimientos de los heridos, que ella procuraba mitigar, había considerado su propio infortunio inferior al de ellos: los sufrimientos de los heridos tenían como origen un fenómeno inevitable; los suyos, en cambio, eran producto de la injusticia, de la vileza, de la traición.
Pero ahora Tania intuía en aquel triángulo, que levantaba acta, una evidente mala fe, una mala fe de la que dependía la suerte del hospital, la de todos los que habían sido heridos ya y la de cuantos pudieran serlo al día siguiente. Y, por primera vez, el dolor ajeno desplazó, relegó y oscureció su propia humillación, el engaño sufrido, que, inopinadamente, resultaba no ser la mayor desgracia del mundo, sino una pena ínfima.
Desafiante y tesonera, Tania mantenía enhiesta la antorcha de la verdad, viendo como hería los ojos del general y notando la contrariedad que le causaba.
En el colmo de la osadía, el verboso sótnik cosaco advertía al general:
—Excelencia, yo creo que por algo le han dejado entrar en esta ciudad. Tal vez sea una ratonera. Ellos han escatimado las fuerzas aquí, y acaso estén rodeándonos. Fíjese bien, no sea que se cierre la tapa de la trampa.
¡Precisamente aquello era lo que se recelaba el general Sirelius! Le asombraba que los alemanes le hubieran cedido con tanta facilidad una plaza clave. «Siendo superiores a nosotros, ¿por qué han entregado la ciudad?». La permanencia de su división en Neidenburg, sin otras fuerzas que la apoyasen, se tornaba cada vez más peligrosa. Los refuerzos procedentes de Mlawa no se sabía cuándo pudieran llegar, mientras que la tapa de la ratonera podía caer en cualquier momento, sobre todo al amanecer. Quizá quedase cierto trecho hasta enlazar con las tropas rusas cercadas. Unas diez verstas. Mas no era cosa de avanzar de noche, en plena incertidumbre y con los alemanes apostados en la oscuridad. Por añadidura, ¿qué tropas quedaban en la bolsa, si testigos presenciales aseveraban que los generales habían sucumbido y las unidades estaban dispersas? Todo se había perdido, y no procedía agravar el desastre con un nuevo sacrificio: el de la división de la Guardia del general Sirelius. A mayor abundamiento, el envío de sus tropas no era del todo normal y reglamentario: Sirelius pertenecía al XXIII Cuerpo de la Guardia, y nada le obligaba a obedecer órdenes del mando del I Cuerpo, que no formaba parte de la Guardia. Las manifestaciones del sótnik, un testigo de vista de lo ocurrido, le daban pie para desobedecer la orden recibida.
Sirelius esquivó, torciendo el cuello como un ganso, la mirada inquisitiva, cargada de odio, de la esbelta enfermera ojinegra, eludió la luz de su brillante reverbero, se alzó de su asiento y se marchó, seguido del ayudante.
A los pocos minutos, el automóvil bufó en la plaza y arrancó.
Nadie podía imaginar lo que pensaba o iba a decidir el general. Pero todos cuantos estaban en la sala y oyeron la conversación comprendieron que no se les evacuaría a ninguna parte y que seguirían prisioneros.
Tania corrió en busca de Valerián Akímovich. Pero ¿qué iba a hacer él? Aunque nunca dio crédito al relato del sótnik, era impotente. ¿Consultar al médico jefe? El médico jefe era jefe en el hospital, pero ante los generales no pasaba de ser una insignificancia. Por otra parte, ¿qué razones tenía Tania como no fueran los presagios de su corazón?
Ansiaba ser útil como no lo había ansiado jamás, y no sabía qué hacer. Le daba vergüenza haberse pasado varias semanas colocando su tragedia por encima de la tragedia de los demás.
El tiroteo no se reanudó. Se extinguían los incendios por sí solos. Pasaban convoyes artilleros en dirección contraria a la de la noche anterior. La infantería regresaba por otra calle. La amanecida fue apacible. Aún antes de que apuntara el sol comenzaron a asomarse a la calle los vecinos, que tampoco dormían tras sus ventanas. Al poco rato, ya iban y venían por las calles, silenciosamente al principio, y luego con alegre algarabía, gritando, felicitándose mutuamente y saludando con los sombreros a los primeros soldados alemanes que penetraban en la ciudad.
Y los heridos yacían en sus lechos, desesperados, mientras las enfermeras lloraban.
Centinelas alemanes llegaron para montar guardia en cada pasillo.
Después acudió, desde la sala de los heridos de vientre, una enfermera solícita, de nariz respingona, que cuchicheó sofocada:
—¡Tania! Ha llegado otro herido… Lo tengo en mi sala… Viene en las últimas, y no durará nada. Trae enrollada al cuerpo la bandera del regimiento de Libava. ¿Qué hacemos?
Sin dudar un instante, y hasta con aire de satisfacción, Tania viró en redondo:
—Vamos aprisa. Yo me la enrollaré.
—Pero es que los alemanes están en el pasillo —musitó la otra enfermera—. Tendrás que hacerlo en la sala y a toda prisa.
—Bueno, pues en la sala lo haremos —echó a andar Tania adelantando a su amiga.
—¿Delante de todos? Mira que tendrás que quitarte la camisa.
—¡Pues me la quito! —replicó Tania entrando en la sala.
¡Y ella que se avergonzaba de desnudarse incluso delante de las mujeres por parecerle sus senos demasiado voluminosos, y que en su adolescencia lloraba considerando aquellos pechos una monstruosidad!
—¿La prendemos con alfileres?
—No, es mejor coserla. ¿Dónde está el herido? Mientras yo me la enrollo en el cuerpo, tú te plantas en la puerta para que no entre ningún alemán.
Aunque Sirelius no se hubiera acobardado aquella noche, no habría mantenido la ciudad en su poder. Gracias a la diligencia de los alemanes, una máquina, François tenía ya, al término de la noche, tres divisiones en los accesos de Neidenburg, y otras dos venían de camino. Pese a que François, como un titiritero en la cuerda floja, ocupaba tan sólo una franja de la carretera en la aldea de Moldtken, sin más punto de apoyo que aquel; pese a que algunos grupos rusos pretendían abrirse paso desde el norte, e incluso le habían destruido un reflector a tiros de fusil, y pese a que se corría el peligro de que irrumpieran en el puesto de mando, él planeaba la operación de las cinco divisiones para tomar Neidenburg en un ataque concéntrico. Pero Zhilinski y Oranovski, fieles a la blandengue ductilidad del mando ruso, no ordenaron a los Cuerpos situados en los flancos acudir en auxilio de los cercados, sino retroceder, precisamente la noche del 17 cuando Nechvolódov y Sirelius habían logrado sus mayores éxitos y cuando todavía muchos y fuertes destacamentos rusos (en Willenberg había quince mil hombres) se aprestaban a la acción para romper el cerco por la noche o al amanecer.
¡Retroceder, y de qué modo! A Blagovéschenski se le ordenó retirarse veinte verstas si el enemigo no presionaba, y llegar hasta Ostroleka (treinta y cinco verstas más) “en caso de presión”; y Dushkévich debía ceder treinta verstas y, llegado el caso, retroceder hasta Novogueórguievsk (otras sesenta). ¡Qué acierto el de Kondrátovich cuando huyó por su cuenta hasta aquella línea!
La noche abre todavía más los ojos al miedo. Cuando, el 18 de agosto, Postovski decidió por su cuenta y riesgo trasladar el Estado Mayor del Ejército, salvado por los dragones, cuarenta verstas más allá de su anterior emplazamiento de Ostroleka, el Estado Mayor del Frente manifestó: “Aprobamos el traslado”. ¡Qué comodidad! Así se reanudaba el enlace telefónico y telegráfico normal con el Estado Mayor del Ejército y el intercambio de mensajes. Fue precisamente entonces cuando se envió al Estado Mayor del Segundo Ejército autorización escrita del Estado Mayor del Frente para desplazar también más allá de Soldau el I Cuerpo de Ejército del general Artamónov.
¿Y qué era de Rennenkampf? “El general Samsónov ha sufrido un desastre completo, y el enemigo puede lanzarse libremente contra usted”. Después de tantas dilaciones, su caballería se internó en profundidad. El Cuerpo del Khan de Najicheván amenazaba ya Allenstein, y la división del general Gurko estaba a punto de cortar el arco más débil del cerco: el de la zona este. ¡Era demasiado peligroso, un riesgo tremendo! “Hay que retraer la caballería hasta unirla al grueso del Ejército…”. (Todo ello para evitar el término retroceder). Y al Primer Ejército se le ordenó iniciar la retirada.
(Quizá por razones de orgullo, Rennenkampf anduvo remiso en aquella ocasión; y al cabo de una semana, su propio Ejército, para salvarse de un cerco semejante, habría de emprender una fuga maratoniana: Rennen ohne Kampf).
Aún quedaba algo por hacer: como digno sucesor del caído Samsónov se nombró al general de Cuerpo de Ejército Scheideman.
Un futuro bolchevique.
Documento 3
18 de agosto
MENTÍS DE LA DIRECCIÓN GENERAL DEL ESTADO MAYOR CENTRAL
Los Estados Mayores alemán y austríaco, en sus partes acerca de la situación en el teatro de operaciones, siguen ateniéndose al sistema por ellos adoptado: según informaciones telegráficas de la Agencia Wolf, el ejército alemán «ha obtenido una victoria completa sobre las tropas rusas en Prusia Oriental las ha empujado más allá de la línea fronteriza…».
La veracidad y el valor de estas informaciones no necesitan comentarios.
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NADIE LLEVA EL FUEGO BAJO EL FALDÓN…