53

En el bancal donde enterraron al jefe del regimiento de Dorogobuzh faltó poco para que se modificasen los planes: desde el ya apaciguado Neidenburg llegaba un tronar de cañones, y era fácil suponer que se disparaba desde fuera, que la artillería rusa estaba batiendo la localidad y que los alemanes no tenían con qué replicar. Vorotíntsev se aprestaba ya a virar con sus hombres en aquella dirección, cuando cesó el cañoneo, reduciéndose el fuego a un simple tiroteo de fusil.

Pero, pese a tener preparado su plan cada instante de la larga jornada hacía a Vorotíntsev aguzar el oído y la vista, consultar el plano, contemplar el terreno y observar atentamente a sus soldados para adoptar decisiones definitivas. En tan continua sucesión de ideas, dedicadas todas ellas a la guerra, no parecía quedar resquicio para ningún otro pensamiento.

Se diría, sin embargo, que por su cerebro discurrían dos pasadizos divididos por un cristal que permitía la visión del uno al otro sin dejar pasar el sonido. Por el primero fluían las preocupaciones del momento: ¿cómo se abrirían paso por las líneas enemigas los catorce supervivientes sanos y el herido? En el segundo surgían sin esfuerzo ni apresuramiento, independientes y hasta inconexos entre sí, otros pensamientos circunscritos al pasado: sorpresas de la existencia, actos erróneos realizados. El primer pasadizo pugnaba por conducir a la vida; el segundo insinuaba la eventualidad de la muerte.

Le preocupaban de nuevo los estlandeses. No abandonaban la lucha, no retrocedían. Se mantenían firmes en su actitud. (Pero eso era en los primeros días. ¿No se acentuaría después el decaimiento?). En tan poco tiempo haber ocurrido tantas cosas irreparables… Los prisioneros, prisioneros estaban; los que rompieran el cerco, lo rompieran de por sí; y los caídos no volverían a levantarse. Flaca ayuda era la del recuerdo. Vorotíntsev no había engañado a sus hombres. Pero este reproche se lo hacían ellos desde el segundo pasadizo mudo, empezando por aquel abuelo cetrino, de rostro contraído, que marchaba en el flanco derecho. ¡No les había engañado! Pero ¿desaparecería alguna vez el reproche? No les había engañado, no. Les reveló sinceramente la verdad de la situación, y durante veinte horas defendieron un importante sector. Su sacrificio habría podido representar una gran ayuda para todo el Ejército si los demás hubieran cumplido igualmente con su deber. Pero los demás… fallaron.

Y ahora venía a resultar que él les había engañado.

¿Qué actitud era la justa? ¿No esforzarse, no aguzar el ingenio, no ponerlo todo de su parte? En tal caso no valía la pena servir en filas, ni siquiera vivir. Pero la realidad era que si uno discurría y edificaba algo, al momento se lo destruían o lo aplastaban de un ciego pisotón.

¿Qué es lo que procede hacer cuando todo se destruye? ¿Actuar o permanecer pasivo?

El segundo pasillo no molestaba en absoluto al primero ni le quitaba espacio: disponía del suyo propio.

De su propio espacio para recordar y para compadecer.

Inesperadamente, sin ilación, le vino a la mente el recuerdo de Alina.

Rememoró cómo, en Petersburgo, ella sabía limpiar la más mínima partícula de polvo en la mesa de él, siempre atestada, sin mover de su sitio un solo lápiz; cómo se mantenía callada horas y horas; cómo abría y cerraba las puertas sin el menor ruido cuando era necesario el silencio; cómo, pese a su afición a las visitas y a la gente, renunciaba a ellas, deseosa de que él no compartiese su preocupación. Todo lo bueno, todo lo grato emergió de pronto. Alina sabía sacrificarse antes que exigir.

¡Y él se había alegrado al separarse de ella! ¿Por qué sintió alivio al dejar de verla?

Era absurdo. Probablemente le hastiaba la casa. Pero al volver al frente, todo retornaría a su cauce, y la vida recobraría su sentido pleno, como sucedió después de la guerra anterior.

Todas estas meditaciones acudían a su mente para el caso de que le tocase morir. Pero él…

—Yo no corro peligro alguno. Tengo segura la supervivencia —sonrió Vorotíntsev a Jaritónov, ambos tendidos boca abajo, cerca el uno del otro, con los capotes puestos.

—¿De veras? ¿Y por qué? —se alegró el pecoso muchacho, tomando muy en serio las palabras del jefe.

—Así me lo predijo un viejo chino en Manchuria.

—Bueno, ¿y qué? —inquirió Yaroslav contemplando con afecto al coronel.

—Me auguró que en aquella guerra no me matarían. Ni en aquella ni en ninguna otra. Pero también me dijo que moriría en el servicio de las armas, a los sesenta y nueve años. Para un militar profesional ¿no es un augurio feliz?

—Yo lo encuentro estupendo. Pero espere un poco: ¿en qué año ha de ser?

—Hasta decirlo resulta difícil. En mil novecientos cuarenta y cinco.

Verdaderamente, ¡qué año tan remoto! Se diría sacado de un libro de Wells.

Yacían en un tupido bosque de pinos jóvenes y lozanos: una de esas arboledas en que las liebres gustan de retozar en invierno, calentándose al sol. Vorotíntsev había elegido aquel paraje porque nadie que transitase a cinco pasos de allí descubriría a quienes estaban tendidos. Tan sólo un kilómetro y medio quedaba ya hasta la carretera, desde donde llegaba el clásico ruido de automóviles y motocicletas, tan pronto de derecha a izquierda como de izquierda a derecha. De haber poseído fuerzas suficientes, los alemanes habrían mandado patrullas para «peinar» el bosque. Por lo visto, no las tenían, y el grupo podía permanecer agazapado hasta que oscureciese; lo que no convenía era pretender avanzar antes de tiempo: el bosque tenía tan sólo un angosto saliente, en el que acaso podrían reunirse otros grupos rusos; y tampoco estaba descartado que los alemanes, procedentes de la vecina aldea de Moldtken, se presentasen antes que ellos. Vorotíntsev colocó puestos de dos hombres tendidos en tres puntos distintos, manteniendo el resto en el centro del triángulo. Habían llegado allí a media tarde; el aire, recalentado y estático, agobiaba, debilitaba, producía una terrible sed; y no todos disponían de cantimploras. Mas nadie quería volver atrás: no había sido nada fácil llegar hasta allí; habían tenido que atravesar a cuerpo descubierto una línea fina que los alemanes podían batir perfectamente. Pero no debían disponer de muchas fuerzas: algo sucedía durante toda la jornada en Neidenburg; los tiroteos se recrudecían una y otra vez, aunque no se aproximaban.

El catastrófico desastre del Ejército exasperaba a Vorotíntsev. El desenlace de la batalla de Neidenburg, la suerte del I Cuerpo, la de los que erraban dentro del cerco y la del general Krímov le preocupaban más que la propia salvación de su destacamento. Sin embargo, con el plano abierto, se sentía impelido a fijar su atención no en todo el espacio allí reproducido, sino en cada vericueto de la vecina linde del bosque: en cualquier parte, y en plena oscuridad, habría que medir y recordar todas las distancias, pues, a pesar de todo, siempre se olvida algún detalle o surge alguna imprecisión, y entonces debería recurrir a las cerillas para observar el plano bajo el abrigo.

Resuelto a llevar a cabo su plan, Vorotíntsev no lo expuso ante un consejo de los señores oficiales, como marcaban las ordenanzas. Dada su situación, punto menos que guerrillera, consultó el proyecto con sus presuntos ejecutores: Blagodariov y Kachkin; los dos mejores fusileros del regimiento de Dorogobuzh, un flemático y robusto cazador de Viatka, el joven Evgráfov, un dependiente de una tienda de tejidos de Riazán, y el subteniente Jaritónov, que había sido uno de los primeros tiradores en la Academia y había solicitado la misión más peligrosa. A los cinco los congregó Vorotíntsev bajo las achaparradas ramas de los pequeños pinos; tendidos en la arena, sus seis cabezas coincidían en el centro y las doce piernas se separaban a manera de radios. Se habían reunido de modo que les oyese el teniente Ofrosímov, herido en su camilla. Presa de la fiebre, con fuertes dolores en la herida, poca ayuda podía prestar aquel hombre, pero podía decir lo más reconfortante; y Vorotíntsev quiso depararle la oportunidad de hacerlo.

Debían iniciar la marcha en plena noche, a la luz de la luna, agachados todos y a rastras en cuanto surgiese la menor alarma. Irían en vanguardia Blagodariov y Kachkin, armados de cuchillos. Debían avanzar sigilosamente, sin apresurarse ni mover una rama. Eran las doce de la noche; atravesarían las líneas al filo del amanecer, pues los alemanes aguzaban la vigilancia desde la anochecida. Después de avanzar cien brazas sin contratiempos, un hombre de la avanzadilla debía regresar para llevarse consigo al segundo grupo, el de los tiradores. Estos, al cubrir también las cien brazas, destacarían un enlace para conducir a los restantes, con la camilla y el herido. Si los de la avanzadilla encontraban algún centinela alemán apostado, debían eliminarlo sin el menor ruido, usando los cuchillos.

—¿Comprendido? —inquirió el jefe mirando desde cerca al boquiabierto Blagodariov y al carirredondo Kachkin, de cabeza afeitada.

—Claro que sí —suspiró Arseni con jadeo de fuelle—. ¡Esos no nos dejan volver a casa!

Kachkin contrajo el cetrino y barbudo rostro:

—Yo he hecho siempre la matanza para la mitad de mi pueblo.

Los tiradores serían cuatro, con Vorotíntsev. El subteniente llevaría el fusil de Blagodariov, siempre certero. Cada cual iría provisto de tres cartucheras llenas. Probablemente no sería preciso abrir fuego en el bosque, pero las cosas cambiarían ya en la linde y al atravesar la carretera. Una vez al otro lado de esta, tendrían que cubrir la retirada de los demás.

Vorotíntsev explicó cómo debían batir los objetivos: descargas cerradas en unos puntos y fuego graneado en otros. En esto le interrumpió el teniente Ofrosímov para manifestar que también él cumpliría con su deber. Crecida la barba, ennegrecido, contraída la cara, errante la mirada, estaba acodado en la camilla:

—Mi coronel, permítame unas palabras. Le ruego… que no se consideren obligados a sacarme… sino… según vengan las cosas. Ahora mismo les entrego la bandera para que alguien se la enrolle al cuerpo. A mí pueden colocarme lo más cómodamente posible y dejarme todas las municiones que puedan.

—Aceptado —se apresuró a responder Vorotíntsev—. Gracias, teniente. Evgráfov, tú te harás cargo de la bandera.

El diligente Evgráfov, que, como Kachkin, se había recobrado mucho antes que todos los del regimiento de Dorogobuzh, ansiaba entrar en acción:

—A sus órdenes, mi coronel. ¿Me permite que empiece a enrollármela? —Y ya se disponía a levantarse.

—Quieto ahí.

De los oficiales del destacamento, el único que no había sido convocado era Lenártovich, quien, quizá ofendido, había tomado asiento cerca de Ofrosímov, oyendo lo que en la reunión se decía. Lenártovich preguntó de pronto:

—Mi coronel, ¿y si resulta imposible de todo punto atravesar la carretera?

—¿Qué significa eso de «imposible»? —le miró Vorotíntsev con severidad y lástima, considerando que de aquel hombre se podía sacar un gran partido todavía, aunque no había tiempo para ello—. Al fin y al cabo, los alemanes no mantienen contacto de codos. ¿No pasa una zorra? Pues también nosotros pasaremos. ¿Ha pensado usted en la situación de ellos en la carretera? Forman una línea muy espaciada, y tienen miedo porque ignoran desde qué lugar del bosque pueden atacarles.

—En el ejército no hay imposibles —le aleccionó Ofrosímov—. Todo es posible en el ejército.

Lenártovich guardó silencio, aunque pensó: «Ahí está lo malo; os habéis acostumbrado a que todo sea posible; por eso habría que disolver todos los ejércitos del mundo».

Terminado el consejo, se distribuyeron las municiones, y Ofrosímov entregó la bandera. Vorotíntsev ofreció a Lenártovich una hachuela:

—No va usted a ir desarmado. —Y al verle vacilar, quizá por suponer que era de broma, insistió—: Tenga, tenga. El hacha es un arma de primera calidad.

El coronel dedicó todavía un buen rato a explicar a los de la avanzadilla y a los tiradores el camino que les esperaba y lo que encontrarían a cada paso, haciéndoles repetir las explicaciones y dibujar en la arena cómo las habían interpretado.

Después todo fue cuestión de esperar, la frente sobre las manos, de cara a la arena. Una espera inquietante. Todos ansiaban la llegada de la noche. Aquellas últimas horas les parecían extrañas. Nadie habló de la guerra ni de sus accidentes. Los maduros combatientes del regimiento de Dorogobuzh comparaban las vacas pintas de aquellos lugares con las de sus aldeas y hablaban de los piensos para el ganado. Por último acabó imponiéndose el silencio.

Declinaba el sol, y sus rayos quemaban menos, aunque todavía alcanzaban a los hombres echados entre los pequeños pinos. El ocaso purpúreo, que proyectaba sus resplandores más allá del macizo forestal, también llegaba allí. Desde poniente se extendían unas nubecillas, rosáceas al principio, que fueron oscureciéndose hasta adquirir un tinte gris-violáceo. ¿No augurarían el cambio de las dos semanas de bonanza que presidieron el avance y la derrota del ejército ruso?

Acaso nunca asaetearían el cerebro de Sasha tantas interrogantes: «¿Vivirás un día más? ¿No estás viendo la última puesta de sol? ¿En qué mundo estarás mañana? ¿Te encontrarás tendido en el suelo y abierto de brazos? ¿Te llevarán escoltado?». ¿O acaso escribiría ansiosamente en un trozo de papel: «Queridos míos, he logrado salir y estoy a salvo», o «Veronia, dale un beso de mi parte a Elochka»? En tal situación, aquellos pensamientos no eran atrevidos ni de mal gusto. Pero enervaban.

Dio unas vueltas en su mano al hacha que le habían obligado a coger. Era pequeña y ligera, aunque tan afilada que sería cosa de ver la facilidad con que penetraría en un cráneo. Pero ¿iba a golpear con ella a un hombre? Sasha Lenártovich no se consideraba capaz de ello. No, sería una canallada, un asesinato; aunque, bien vistas las cosas, ¿era mejor una bala? El día anterior habían estado a punto de matarle a él. Y cuando no hay otra salida… Si Kachkin y Blagodariov pasaportaban aquella noche, silenciosamente, con sus cuchillos, a unos cuantos alemanes, o si aquel ternerillo del subteniente tumbaba a unos cuantos con su fusil, no sería cosa de lamentarlo. Pero hacerlo él mismo, con un hacha, viendo la cara de su víctima… ¡No, no era un plato de gusto!

Todo adquiría un cariz fatal. Por la carretera iban y venían, ruidosos, los alemanes. Habría entre ellos socialdemócratas, arrastrados por fuerza a la matanza. En circunstancias distintas, Sasha les habría estrechado gustosamente la mano, saludándoles en alguna reunión o en un mitin. Pero ahora todas las esperanzas de su vida se cifraban en aquella especie de padre, en aquel coronel, servidor del trono.

Se densificaban las tinieblas. Todo el bosque estaba oscuro, y la luna, poco mayor de la mitad de su circunferencia, iluminaba más y más la joven plantación de pinos. En torno suyo, y desde todo el cielo, negros nubarrones alargaban hacia ella sus brazos, amenazando cubrirla.

Vorotíntsev ordenó avanzar con cuidado de no tocar las copas de los arbolillos.

Penetraron en el bosque. La oscuridad era mucho mayor, mas también hasta allí se filtraban los resplandores de la luna. La avanzadilla se adelantó. Se reunieron los fusileros. De repente surgió una luz vivísima, fosfórica, horrible. El destacamento se agitó y miró hacia atrás, hacia los arbolillos: ¡era un reflector! Estaba emplazado muy cerca, allí mismo, en la carretera, a corta distancia de la aldea. Pero no enfocaba a los fugitivos; se limitaba a iluminar la calzada, de derecha a izquierda. Tan sólo un pequeño destello del haz de luz llegaba, difuminado ya, al lugar donde el destacamento se ocultaba.

¡Cualquiera se atrevía a pasar! ¡Cómo para que se hicieran cálculos en la guerra!

—¡Se acabó! —exclamó Sasha—. ¿No podían haber buscado un sitio más lejos de nosotros?

—Tanto mejor que lo tengamos cerca —replicó Vorotíntsev—. Lo que importa es que no haya otro. Como está a poca distancia, ofrece mejor blanco a los fusiles.

Y los tiradores se pusieron en marcha.

Se ocultó la luna tras las nubes. El reflector no se movía. Su resplandor lateral sólo descubría los contornos oscuros. Todo se reducía ahora al sonido. Resonaban en la carretera espaciada ráfagas de ametralladora. Tal vez las disparaban los alemanes para atemorizar, o tal vez los rusos habían hecho ya acto de presencia en alguna parte. Después se oyó ruido de pasos. Podía ser el enemigo; pero se trataba del enlace de los fusileros: podían pasar. Se llevaron a Ofrosímov entre dos, cauteloso el paso, como para no despertar a alguien. El largo camino con el teniente en la camilla entumecía los brazos. Por más que el terreno pareciese llano, tropezaban con montones de piñas (los alemanes limpiaban el bosque como quien limpia su casa), con zanjas y con hoyos. Cubrieron dos trechos y luego hubieron de esperar largo tiempo, temiendo que todo hubiera fracasado. Pero no: sencillamente, los otros habían perdido la brújula y andaban buscándola en la oscuridad. Ofrosímov, ahogando los quejidos, blasfemaba entre dientes, y Sasha le rogó que cesara en sus juramentos. Había que andarse con precaución: a poca distancia se oían voces. Seguramente no eran del grupo. ¿De quién serían, pues? Imposible distinguir el idioma en que hablaban. Silenciosos en sus puestos, los rusos aprestaron las bayonetas. Pasó el peligro. Por un momento pareció que un perro aullaba por allí cerca. No, tampoco había ningún perro. El peligro había pasado. Creían haber avanzado tan sólo una versta, pero era algo más: los zumbidos de los vehículos o las ráfagas de ametralladora en la carretera resonaban ahora a dos pasos. Aumentaba la claridad porque el divergente rayo lateral del reflector les cogía más de lleno. Menos mal que no se movía. Transcurrieron así unas tres horas. Nada había cambiado en favor de los fugitivos. Por el contrario, ¿quién les aseguraba que no habían caído en una trampa de la que no tendrían escapatoria hacia atrás ni hacia adelante? Bastaba con que se moviese el reflector y les enfocase de lleno. No es que Sasha sintiera miedo, pero sí angustia, desesperación. Mantenía empuñado el mango del hacha. En caso de necesidad, ¡un golpe en el cráneo!

De repente se inició el ataque por la derecha, no lejos de allí. Los cuatro fusiles dispararon consecutivamente, como en un torneo de rapidez. ¡A los diez o doce estampidos se apagó el reflector! ¡Se apagó, y con él se apagó todo el mundo! ¡Oscuridad completa! También se apagó al instante el fuego de aquellos fusiles.

¿Qué hacer? ¿Qué dirección tomar?

En aquel momento tableteó una ametralladora, a la que hizo eco una segunda. Tiraban desde la carretera, pero disparaban al azar, a lo que saliera, sin objetivo.

Algo o alguien, con fragorosa carrera de jabalí, destrozando el ramaje a su paso, apareció delante. ¿Qué era? ¿Quién era? ¡Kachkin!

—¿Dónde está el teniente? ¡Tirad la camilla! Lo llevaré a hombros. ¡Seguidme, remolones!