El general Blagovéschenski conocía la semblanza que León Tolstoi hiciera de Kutúzov, y a los sesenta años, con su cabellera cana, su obesidad y su pesadez, se sentía precisamente un Kutúzov, aunque vidente de los dos ojos. Al igual que Kutúzov era precavido, cuidadoso y astuto. Y, como el Kutúzov de Tolstoi, estimaba que nunca convenía dictar órdenes bruscas y tajantes, que una batalla iniciada contra su voluntad sólo traería consigo confusión; que las cosas de la guerra discurren de por sí, como deben discurrir, sin coincidir con lo que se le ocurra a la gente; que existe un curso fatal de los acontecimientos y que el mejor capitán es aquel que renuncia a participar en ellos. Sus largos años de servicio habían persuadido al general del acierto de estos criterios tolstoyanos: no había cosa peor que arbitrar decisiones propias; quienes así obraban siempre sufrían las consecuencias de sus actos.
Tres días llevaba el Cuerpo felizmente acampado en un silencioso y solitario rincón junto a la misma frontera rusa. El jefe, apartándose del Estado Mayor, se alojaba en una casita de madera cuya estrechez surtía un efecto sedante. Sólo de tarde en tarde se percibía un lejano y compacto tronar de cañones, y cabía esperar que todos los sucesos importantes que hubieran de acaecer en Prusia se desarrollarían sin la intervención de las tropas de Blagovéschenski.
El Cuerpo de Ejército, en situación de descanso, ignoraba que todo su bienestar se debía a los partes de guerra, sabios y diestros, confeccionados por su jefe. León Tolstoi olvidó consignar que un militar, aun renunciando a ciertas disposiciones, había de ser perito en la confección de partes verídicos; que sin redactar estos partes, meditados y decisivos, capaces de presentar un apacible acantonamiento como una turbulenta batalla, no era posible salvar las maltrechas tropas; y que sin semejantes partes, un caudillo militar jamás podría, como el Kutúzov de Tolstoi, dedicar sus esfuerzos a salvar y preservar sus hombres y no a matarlos y exterminarlos.
En el parte correspondiente al 16 de agosto, Blagovéschenski pintó un bello cuadro de cómo la división de Richter, reforzada ya por el regimiento que se le había quedado a la zaga, avanzaría al día siguiente para apoderarse de Ortelsburg (ciudad abandonada dos días antes en medio del pánico y frente a un adversario insignificante), donde el enemigo tenía concentradas importantes fuerzas, no inferiores a una división (dos compañías y dos escuadrones), mientras que la división de Komarov mantenía sus posiciones a la izquierda, en una vaguada (expresión de moda en la estrategia rusa, sin la cual perdería mucha prestancia cualquier documento militar). Los movimientos de la división de caballería de Tolpigo contribuyeron, asimismo, a hermosear en mucho este parte, y no le faltaban a Blagovéschenski motivos para esperar que el 17 de agosto transcurriese sin grandes conmociones.
En la mañana de dicho día, la división de Richter, que jamás había entrado en fuego, se desplegó, según todos los cánones del arte operativo, contra la semidesierta ciudad de Ortelsburg; se disponía a iniciar el asalto; había comenzado ya la preparación artillera, y, sin ningún género de dudas, la habría tomado, cuando, de improviso, a las once de la mañana, y con un retraso de cinco horas, llegó la orden dictada aquella madrugada por el Estado Mayor del Frente: el Cuerpo de Ejército de Blagovéschenski debía acudir en auxilio de las unidades que se hallaban en trance de perecer, para lo cual avanzaría no hacia Ortelsburg, casi en dirección norte, sino hacia Willenberg, casi en dirección oeste. «El comandante en jefe exige el enérgico cumplimiento de la misión encomendada y el rápido establecimiento de contacto con el general Samsónov».
¡Aquello era lo que Blagovéschenski temía! La cola de la tromba venía a azotarle en el último momento; pero hasta en el último momento había tiempo para morir.
No obstante, el propio planteamiento de la tarea permitía cierta libertad de interpretación. Según la orden, era como si a unas tropas que avanzasen sobre Moscú desde Riazán se les ordenase virar hacia Kaluga: ninguna ocurrencia mejor ni más cómoda que retirarse de nuevo hasta Riazán, y de allí emprender la marcha sobre Kaluga. Blagovéschenski ordenó a la victoriosa división de Richter abandonar Ortelsburg, ocupada ya, y no torcer hacia la izquierda, para atacar Willenberg, sino retroceder quince verstas a la derecha, y luego, sobre la marcha, dirigirse a Willenberg.
Pero ya antes de realizar semejantes maniobras, Blagovéschenski envió un enérgico parte al Estado Mayor del Frente:
«A fin de localizar al general Samsónov, se ha enviado una patrulla a Neidenburg, y para tomar contacto con el XXIII Cuerpo se ha mandado otra a Chorzele. De momento no hay noticias. Estamos combatiendo a las puertas de Ortelsburg y me propongo retroceder a la línea… con el Estado Mayor hasta… (naturalmente, también el Estado Mayor debería retroceder), a fin de operar en dirección a Willenberg».
Hubiera sido natural emplear para la ofensiva la división de caballería de Tolpigo, aunque sólo fuese desplazándola hacia el lugar que ella misma había abandonado aquella mañana por su cuenta y riesgo. Pero el general Tolpigo, en un parte tan hábil y extenso como los ya mencionados, explicó meticulosamente que su división, exhausta, acababa de desensillar y no estaba en condiciones de ponerse en marcha para repetir tan ardua operación. Blagovéschenski dictó una segunda orden por escrito, y Tolpigo repitió por escrito su negativa. Sólo a la tercera vez, y ya con una orden amenazadora y conminatoria, la división se dispuso a obedecer.
Asegurada ya toda la parte compleja de la maniobra, era de rigor enviar alguien a Willenberg. A tal objeto se consideró apropiado un destacamento mixto bajo el mando de Nechvolódov, quien, propenso a las deplorables salidas que tanto condenaba Blagovéschenski, había solicitado el día anterior, durante una pacífica jornada de descanso, se le encomendase aquella misión, aunque se le respondió que esperase órdenes. Como a Blagovéschenski se le hacían inaguantables subordinados como aquel, procuraba hacerles la vida imposible. Para colmo, Nechvolódov tenía también ínfulas de escritor y se metía donde no le llamaban, dentro o fuera del servicio. Era, pues, el más a propósito para la peligrosa misión.
Bien mediado el 17 de agosto, se le envió al mando del regimiento del Ladoga, reforzado con dos baterías. Llevaba orden de apresurarse. El grueso de la división se pondría en marcha posteriormente.
No era la celeridad, sino la firmeza la primera prenda de Nechvolódov: repetidas veces había comprobado que, en ocasiones, la perseverancia nos acerca a nuestro objetivo antes que una rapidez inconstante, propensa a vacilar entre varios caminos.
No perseguía en la vida un objetivo particular, personal. Célibe a los cincuenta años, tras haber orientado por la senda de la vida, sin gran esfuerzo, a un hijo adoptivo, disponía de tiempo, de recursos y de libertad personal para servir una causa común, no privada. Se fijó esta meta cuando, en su infancia, se sintió impulsado hacia la Academia Militar, y sobre todo cuando, el año del vil asesinato del zar liberador, juró, como cadete, servir al trono y a Rusia. A lo largo de cuarenta años, este propósito no se desdibujó ante su vista, ni se desvirtuó ni se debilitó. Se alteró, eso sí, el ritmo con que él le servía. En sus años juveniles, quiso remover montañas con la sola ayuda de sus manos, acelerando el orden general establecido para la enseñanza de la oficialidad; y, apenas graduado en la Academia, propuso reformar el Estado Mayor Central y el Ministerio de la Guerra. Pero ya entonces hubo quien puso coto a sus extraordinarios progresos en la carrera. Por primera vez tropezó con la malquerencia de los oficiales superiores, de los generales y de la Guardia. De todos esperaba Nechvolódov los sacrificios necesarios para fortalecer el ejército ruso y, por tanto, la monarquía. Mas vino a resultar que hasta entre ellos era corriente sonorizar demasiado el vocablo «monarquía» y tener por indecoroso el serle fiel. Cuanto más alto estaban, tanto más frecuente era verles poseídos por el fuego de la codicia, no por la llama del patriotismo; y servían al zar no como a un ser ungido de realeza, sino por sus dádivas. Antes de que Nechvolódov se percatase de ello, ya le habían identificado como elemento ajeno a su ambiente y como hombre peligroso, porque no buscaba su propio medro y porque sus actos podían resultar perjudiciales para sus colegas. A partir de entonces, Nechvolódov fue incluido en el lento y pausado discurrir del escalafón y en el cumplimiento de las órdenes sin posible enmienda por su parte. De ahí que no pudiera servir al trono con rapidez, sino sólo con perseverancia, y, llegado el caso, con arrojo.
En busca de aplicación para su rebosante ardor interno, Nechvolódov la emprendió con una malograda Historia de Rusia para la gente del pueblo. Interpretaba la historia patria no como algo distinto de su servicio, sino como una tradición dentro de la cual, y sólo dentro de ella, adquiría sentido su servicio como oficial. Tendía a vivificarse y rejuvenecerse invocando épocas en que los rusos mantenían otra actitud respecto de sus monarcas, y aspiraba a restituir en los lectores aquella actitud, logrando así su objetivo con amplitud y solidez mucho mayores. Pero aunque su Historia fue elogiada y recomendaba por la superioridad para las bibliotecas militares y públicas, el autor no observó que se la leyese por doquier ni que hubiera producido una gran mutación en las conciencias. La fidelidad monárquica de Nechvolódov, que había atemorizado a los generales por su excesiva profundidad, era ahora objeto de rechifla de los hombres de la esfera culta, convencidos de que la historia de Rusia no podía suscitar sino hilaridad y repulsa; eso suponiendo que hubiera existido alguna vez. Y en cuanto a la idea de Nechvolódov de que la monarquía no era una traba sino un pilar que, lejos de atenazar a Rusia, la preservaba de caer al abismo, este concepto les parecía ya algo estúpido y peregrino. Por su devoción a la dinastía se veía inhabilitado para discutir con sus críticos. Pasara lo que pasase en el país, Nechvolódov jamás osaba condenar al soberano ni a sus allegados; no sabía sino defenderlos y explicar por qué era bueno lo que la sociedad reputaba de malo.
Gracias al silencio y a la paciencia, consiguió perseverar en su firmeza y en su pasión por el regimiento del Ladoga, al que quería particularmente por haber sido un baluarte del trono durante el motín de 1905 en Moscú. Aunque Nechvolódov no había servido nunca en él, y todos los efectivos del mismo habían cambiado desde entonces, conocía y estimaba a algunos de sus más viejos elementos.
También durante los dos últimos y apacibles días del VI Cuerpo tuvo Nechvolódov que callar y sufrir. A nadie contagió con el ardor y el arrojo de sus combates de retaguardia; y ahora debía mantenerse en una dolorosa inactividad mientras a veinticinco verstas se libraba una importantísima batalla cuyo curso, al parecer, no era nada favorable. Tras recorrer a caballo dos o tres verstas, se detuvo en una colina, oyendo el fragor lejano y mirando con los prismáticos sin punto fijo.
Después de perder dos días enteros, le habían ordenado que se apresurarse. Pero eso era precisamente lo que él no hacía: apresurarse. Sus unidades se limitaron a ponerse en movimiento, pues todas las disposiciones estaban dictadas desde dos días antes. El tiempo perdido en los Estados Mayores no era recuperable ahora, a paso de soldado. Además, ¡cuánto tardaría en llegar el grueso de las fuerzas! Se había limitado a adelantar, como avanzadilla, toda la caballería que llevaba: media sección al mando del alférez Zhukovski.
Durante los dos días que permaneció inactivo, Nechvolódov se sintió como indispuesto, decaído y triste. Apenas recibida la orden de actuar, comenzó a recobrarse a ojos vistas. Sonreía a los del Ladoga, los únicos mandados a combatir en todo el Cuerpo de Ejército, y alentó a los artilleros gritándoles que iban a socorrer a sus hermanos en peligro.
La sola idea de que iban «a socorrer a los suyos» convirtió al regimiento en dos y a las dos baterías en cuatro. Los que no se multiplicaron fueron los proyectiles; mas, no obstante, se clarificó la atmósfera en las alturas, se desembarazaron las manos y se despejaron las cabezas.
Una vez más, el larguirucho y taciturno Nechvolódov, bajos los estribos del corpulento corcel, avanzaba al frente de su destacamento mixto, convertido ahora en vanguardia; y guardando la distancia de un cuerpo de caballo, tan pronto a su retaguardia como a su flanco, iba su jovial ayudante Roshkó, carirredondo, buen comilón y reluciente como una tetera de cobre.
Cerca ya de Willenberg, la carretera penetraba en un tupido bosque. Pulidos pinos de ocho brazas, con sus brillantes troncos cobrizos, mecían levemente sus copas bajo el plácido cielo, todavía estival. En el bosque atardecía antes de tiempo.
Recorrida más de una decena de verstas, se percibía ya nítidamente el fuego de fusil y de ametralladora, orquestado de tarde en tarde por el cañoneo. ¿Qué podría significar aquello? A no dudarlo, eran «los nuestros», hostigados por el enemigo mientras pretendían abrirse paso. Probablemente, Willenberg era el punto extremo del cerco, y nada más trasponer la ciudad debían estar los rusos. El caballo de Nechvolódov marcaba un tren demasiado rápido para la infantería.
El bosque protegía el avance del destacamento casi hasta la propia Willenberg. No había alemanes: tan seguros de sí debían estar, que ni siquiera se habían preocupado de colocar patrullas de vigilancia. Tras cruzar el bosque, Nechvolódov ordenó un alto y condujo su montura hasta los últimos árboles. Allí encontró a los caballerizos de la avanzadilla de reconocimiento que, al mando del alférez, había cruzado el río. El sol del ocaso, con sus resplandores amarillos, proyectaba una luz cegadora desde Willenberg. No obstante, Nechvolódov pudo distinguir ante sí un pradillo que descendía hacia un riachuelo y un camino que corría, directo, hacia un puente. ¡Un puente intacto! Por ser suyo, los alemanes no habrían querido volarlo. ¡Tampoco había ninguna guardia a este lado del puente! ¿Tendrían por tan ineptos a los rusos? Al otro lado, en las primeras casas de la ciudad, ya estaban apostados y disparando el alférez y sus hombres. Nechvolódov se apresuró a mandarles como refuerzo un grupo con dos ametralladoras.
Algo más allá se divisaban casas, la estación del ferrocarril, la ciudad. Imposible envolverla por la derecha: la protegían unos campos pantanosos. Tampoco era accesible por la izquierda, donde interceptaba el camino otro riachuelo que desembocaba en el anterior. Pero al cabo de una hora, el regimiento entero, sin miedo a ser hostilizado, podría atravesar el puente en columna para desplegar a renglón seguido y atacar la plaza.
Nechvolódov ordenó a las dos baterías situarse en la linde del bosque, a derecha e izquierda de la carretera.
Se disparaba en un extremo de Willenberg. También se oían tiros en el extremo opuesto. No, no eran muy sólidas las posiciones de los alemanes en la pequeña población. Estaban peor que metidos en unas tenazas: habían dispuesto sus defensas de cara al oeste, sin imaginar siquiera que los atacantes pudieran venir del este.
El alegre presentimiento de la ansiada victoria, fácil y palpable ya, repercutió martilleante en el pecho del general y encendió su rostro, oscuro y sereno. Convocó Nechvolódov a los jefes de batallones y baterías y planeó con ellos el paso del puente, fijando a cada unidad sus misiones ulteriores.
En esto se presentó, a la carrera, un dragón a pie con un parte del alférez Zhukovski, quien informaba que por el extremo inmediato de la ciudad se habían pasado, rompiendo las líneas alemanas, dos soldados del VI regimiento de dragones, cuatro del de infantería de Poltava y un cosaco de la escolta del comandante en jefe del Ejército. Afirmaba el cosaco que el general Samsónov había muerto en un tiroteo.
Sin pararse a pensar en Samsónov, cuya muerte podía constituir tan sólo un rumor, Nechvolódov reparó en lo principal: ya se filtraban, como por una red, algunos soldados procedentes de Willenberg. ¡No quedaba sino alargar la mano! ¡Había llegado el momento de introducir el ariete en aquel agujereado tonel! Y corría prisa: todo debía estar revuelto y en trance de perecer, ya que el regimiento de Poltava cubría antes el flanco más lejano del Ejército, y algunos soldados de aquel regimiento acababan de infiltrarse por el punto más cercano.
Nechvolódov mandó comunicar a las compañías que los «nuestros» estaban ya al alcance de la mano, pues atravesaban las Líneas. Acto seguido se sentó a redactar un parte para el mando de la división, anunciando que iba a emprender el ataque contra la ciudad y solicitando del jefe de la columna principal urgente envío de proyectiles y el refuerzo de una batería por lo menos.
Aunque se había puesto el sol, la oscuridad tardaría en imponerse. Se divisaban dos casas ardiendo en la zona donde combatía el grupo del alférez. Nechvolódov ordenó al primer batallón que le siguiese en dirección al puente; el segundo intervendría después.
Aquel pasó sin ser hostilizado; pero fue visto, y una batería, emplazada más allá de la orilla izquierda del río, abrió fuego sobre el segundo. Le contestó una batería propia, y entró en acción otra unidad de artillería alemana. Pero, mientras tanto, el segundo batallón, ordenadamente y por compañías, atravesó el puente a la carrera.
Oscurecía, y los incendios de la ciudad destacaban con mayor intensidad.
Nechvolódov se unió al grupo del alférez Zhukovski, vio con sus propios ojos a los soldados fugitivos del regimiento de Poltava y al escolta cosaco, de aspecto trapacero y desaseado, hizo que el primer batallón desplegase frente a la estación, desde donde los alemanes disparaban con mayores bríos, y esperó a que llegase el grueso del regimiento del Ladoga. El tercero y el cuarto batallones cruzarían el puente con mayor facilidad protegidos por las sombras.
Iba cayendo la noche. La artillería cesaba de disparar poco a poco. Relumbraban los incendios con tinte purpúreo. No había en la ciudad más iluminación que la de sus llamas y la de algunas lucecitas aisladas, pues no funcionaba la electricidad. A la izquierda iba cobrando brillo, remontada ya, la luna en cuarto creciente. Su resplandor bastaba para no atropellarse durante el ataque y distinguir a los soldados vecinos, mas no para ser vistos desde lejos. Todo marchaba a pedir de boca. Al cabo de una hora, los batallones estarían preparados en sus posiciones, y los dos primeros, sigilosamente, sin un solo disparo, cargarían sobre la ciudad, mientras el tercero envolvería las serrerías mecánicas y el cuarto permanecería en la reserva. Entretanto, el propio Nechvolódov, acompañado de Roshkó y de varios oficiales, agachándose al andar, inspeccionaba el terreno cercano a la confluencia de los dos ríos, llegando por la izquierda hasta uno de ellos y subiendo por la derecha la pendiente de un pradillo seco. Desde allí, el jefe mostró los puntos por donde debían penetrar los batallones.
Al otro lado de la ciudad, el tiroteo decrecía, aunque sin cesar del todo. Solamente tres o cuatro verstas les separaban de los rusos cercados; pero mientras en esta parte reinaba una sensación de unidad, en la otra andaban dispersos, revueltos, diezmados, sin esperanza de que llegaran sus liberadores.
Nechvolódov, en la lechosa oscuridad de la noche de luna, caminaba ya erguido, en toda su extraordinaria estatura, accionando con los largos brazos.
Abrigaba una seguridad total en la victoria. Disponía de fuerzas suficientes para el asalto nocturno a la ciudad; después acudiría la columna principal, y al amanecer sería roto el cerco. Bastaría mantener la ruptura una jornada para que la noticia cundiese entre los cercados y estos encontrasen la salida salvadora.
Una inquieta alegría, llena de gratos presentimientos, embargaba a Nechvolódov: no recordaba haber experimentado un contento tan profundo en las semanas que duraba la guerra ni en los anteriores años de paz.
Faltaban quince minutos para comenzar el ataque.
El general regresó al camino.
Allí supo que le buscaba una ordenanza del Estado Mayor de la división. Sacando de su bolsillo la alargada e infalible linterna, Nechvolódov iluminó el mensaje, ocultándose tras un poste del telégrafo:
Al jefe de la vanguardia, mayor general Nechvolódov.
Dada la ausencia de fuerzas considerables del enemigo, la columna principal ha sido retirada. Suspenda el ataque a Willenberg. No le enviaremos refuerzos, tanto menos cuanto que se prevé el repliegue de todo el Cuerpo a territorio ruso. Espere órdenes.
Coronel Serbinóvich.
Roshkó exhaló un grito. Su general rugió cual si le hubieran traspasado el pecho de un bayonetazo, se tambaleó y clavó los dientes en el seco y astilloso poste del telégrafo.