Perdido el mando, confundidas las Armas y las unidades, los rusos iban aún con tranquilidad en la espesura del bosque, por caminos que ocupaban a todo lo ancho. Pero cada salida a un espacio despejado, a un extenso claro, a una aldea era acogida con fuego. Y cada tiroteo provocaba otro: tomaban a los suyos por alemanes y disparaban contra ellos.
El 17 de agosto, al amanecer, la cabeza de la desordenada columna del XIII Cuerpo fue recibida en la linde del bosque, a quinientos pasos de la aldea de Kaltenborn, con fuego de artillería y ametralladora. No existía un mando común confirmado, pero iba en vanguardia el coronel Pervushin, quien secundado por accidentales y voluntarios ayudantes de diversas unidades, emplazó en la salida del bosque varios cañones que por allí pasaban. Abrieron fuego las piezas y Pervushin, con una compañía mixta y desplegada la bandera del regimiento del Neva, fue el ataque contra la aldea. Los alemanes huyeron, abandonando cuatro cañones.
Pero todo el terreno conquistado medía una versta de largo por una de ancho, y de nuevo tuvieron que adentrarse en el bosque. Dos verstas más allá había otra aldea, y otra vez los recibieron con fuego, calculado ya sobre cada sendero y sobre cada camino. Mijaíl Grigórevich Pervushin, que con los años y el servicio no había perdido la naturaleza de soldado, fue también el alma del siguiente ataque. Estaba tan fundido con los soldados que no podía conducirlos a lo imposible, pero si los conducía, estos no podían dejar de seguirle. En la vanguardia de Pervushin había una mezcla de los regimientos de Neva, Narva, Koporie y Zvenígorod. Les seguían dos baterías incompletas, entre ellas la de Chernega.
De nuevo emplazaron los pocos cañones y ametralladoras para los que aún había munición, abrieron un súbito y rápido fuego y se lanzaron al ataque. Otra vez Pervushin encabezó el ataque y allí le hirieron de un bayonetazo. El inesperado empuje de los rusos fue tan vigoroso, que el escalón alemán, formado por un regimiento, huyó a la desbandada, abandonando muchas ametralladoras y doce cañones, algunos de ellos con la dotación completa.
En este quehacer guerrero, como decían nuestros antepasados, pasó todo el día la vanguardia de Pervushin. El camino hasta la salida era aún largo, verstas, escalones alemanes, barreras de troncos, alambre espinoso, ametralladoras barriendo las sendas y cañones en los pasos esperaban a sus apiñadas y desorganizadas víctimas. Apenas asomaban los rusos a un espacio abierto, los alemanes les hacían retroceder empleando contra ellos todas las armas de fuego. Cada ataque afortunado de los rusos multiplicaba sus propias dificultades: menguaba el número de hombres, era mayor el hambre y la sed (habían cegado los pozos), disminuían los proyectiles, aumentaba el número de heridos y eran más fuertes los escalones alemanes. Toda la esperanza se ponía en el ataque a la bayoneta.
Era ya bastante más del mediodía. Nutrida por la mañana, la columna se derretía. La gente enloquecida perdía la razón de sus acciones y la esperanza.
Ante el último salto, el coronel Pervushin, ya con dos heridas de bayoneta, ordenó al alférez…
= que llevaba la bandera del regimiento enrollada.
Era un hombre que nunca se echaba atrás,
moriría con su coronel.
= Pervushin, una herida vendada y la otra no,
agita el brazo zafo: ¡desenfúndala!
Fuego. Estallan proyectiles en las inmediaciones.
= La bandera tiene la Cruz de San Jorge, la cruz
está incrustada en el pico del asta.
= Le da lástima al abanderado. Se persigna.
Quita la bandera. Entrega el asta al ayudante,
que rompe el remate. El asta, un simple palo, lo arroja…
= Van cabizbajos con la pala a cavar.
Abren un foso, miran las señales, los árboles.
Las copas de los árboles se estremecen
de las explosiones. Todo levanta ruido. Y en esta música
= Pervushin está sentado en un tocón
sencillamente sentado, y piensa.
Lo vemos de cerca
= y sus movimientos son prudentes porque está herido.
Lleva sangre en la cara, en el cuello, en la guerrera.
La gorra perforada. Ladeada, no reglamentariamente.
Caídos sus extraños bigotes. Y la mirada no es
ya atrevida, burlona, es desesperanzada.
No habla con nadie, nadie se le acerca.
Momentos de meditación, quizá los últimos en
sus cincuenta y cuatro años.
Explosiones. Disparos de fusil.
Vuelve la cabeza hacia el abanderado.
Este informa: ha cumplido la orden.
Ha enterrado la bandera. Como un trozo del corazón.
= Y con esfuerzo (¿cómo levantarse él mismo?):
—¡Subcapitán! ¡Grojolets!
= Aquí está nuestro conocido Grojolets, sin gorra,
se ve lo calvo que está: todo el cráneo
desnudo, sólo en la coronilla hay una lisa isleta
que cae sobre los apriétales. Está muy
lejos de ser joven, ¿de dónde le viene es movilidad
y disposición? Es frecuente en los hombres delgados como él.
Sigue con los bigotes tan retorcidos como siempre,
pero puede ser que de desesperación.
Le dice Pervushin:
—¿Qué, probamos? Reúna a los que puedan aún con el fusil.
Torne el mando de las ametralladoras.
Grojolets. Bien, probaremos. Ahora mismo.
No pasa nada. Podemos.
Se levanta Pervushin. No es bajo de talla, no.
Impresiona.
¡Un padre! Un hombre al que siguen los demás.
Agita dos veces la gorra
= a los cañones. Dos cañones dispuestos ya para
disparar, pero en la profundidad, detrás de
los árboles, y con equipo reforzado para sacarlos
al borde del bosque.
Vemos también a Chernega, va desnudo hasta la cintura.
Los músculos de los hombros
son como serpientes labradas, moldeadas,
mientras la cabeza es como un queso con
bigotes cortos, pero impone por la fiereza:
—¡Haaala, hermanos! ¡Haaala!
¡Empujan el cañón!
Crujidos, pisadas. Y con voz estentórea, su voz, pero no la suya:
—¡Fuego rápido!
¡Disparan los cañones! Y disparan nuestras ametralladoras. Las que quedan.
Por detrás, a la espalda
= a través de los árboles vemos: entre bosque bajo,
entre pinos pequeños corren los nuestros, corren.
Los oficiales, desde luego, van delante —con los sables
cortando el aire sobre la cabeza —un gesto inútil,
nada peligroso para el enemigo, pero que dice a los suyos:
¡no os quedéis atrás, muchachos, vayamos todos juntos!
Y a los que corren al lado:
= No es un ataque, son tropezones.
Gritan lo que ha quedado del «hurra»:
—A-a-a-a-a…
Arrastran los fusiles con las bayonetas, pero
casi no pueden con ellos. ¡Cómo van a clavarlas!
Uno ha caído de bruces.
¿Está muerto? No, se ha echado a descansar
detrás de los pinos bajos: seguid vosotros,
yo no puedo más, así espero mi destino.
Y los sables de los oficiales temblequean como
azotados, ahora mismo van a caer.
Ametralladoras.
= ¡Caen los nuestros! ¡Ay, caen, los fusiles se les van de la mano…!
¿Cómo ha sucedido? Un fusil se ha clavado
con la bayoneta en la tierra y la culata se balancea…
= Grojolets corre enternecedoramente, lo distinguimos por la calva.
¿Le alcanzarán los disparos? ¡Corre!
= Pero delante de todos corre el alto Pervushin. De nuevo impresionante,
¡hacia nosotros!
¡con los bigotes aterradores, el fusil con la bayoneta inclinada!
Y ha tropezado con un alambre tendido a ras de tierra.
= De su trinchera, de su protección va hacia él un alemanazo, que la bayoneta le clava.
¡Al coronel supremo, terrible! ¡La tercera herida de bayoneta!
Se desploma el coronel Pervushin.
Con ametralladoras, con ametralladoras.
= el ataque ruso es desangrado, se extingue,
vuelve hacia atrás.
= Y en el borde del bosque, Chernega, enfurecido,
musculado, ve: ya no hay que disparar, hay que largarse.
Y salta a la rueda de un cañón, desenrosca la mira y,
a su señal, quitan los cerrojos a las piezas.
= Y con ellos corren todos al bosque,
¡a la espesura!, hacia atrás…