49

A no ser por los caminos bien trazados, habría sido imposible seguir de noche por el bosque. Pero el número de los que habían contado y su disposición coincidían con el plano alemán. Vorotíntsev miraba el plano a la luz de los pocos fósforos que reunieron entre todos y él mismo daba algunos pasos de más para cerciorarse. De tal suerte hizo bordear a su grupo el triángulo desprovisto de arboleda y lo condujo exactamente a la casona aislada, dentro del bosque, que había señalado previamente.

No se trataba de la casa de un guardabosque y, sin luz, no comprendieron qué era. Había por allí unos objetos que parecían lisos y ondulados, duros y blandos a la vez y en los que tropezaban. Sólo después, cuando encontraron y encendieron una lámpara, vieron que se habían manchado de sangre los pantalones, las botas y, alguno de ellos, hasta las manos. Aquello era un matadero, eran pieles de animales. Pero había un pozo, y pudieron beber, lavarse y otra vez beber. Y tenían carne oreada y ahumada, más de la que podían comer y llevarse, un poco de pan y una huerta. Blagodariov encontró un juego de hachuelas y largos cuchillos. Eligió a su gusto. También Vorotíntsev se colgó al cinto una hachuela. Todo esto lo fueron reuniendo con cuidado de que no se viera la luz. Luego, ahítos, se echaron y descabezaron un sueño. Vorotíntsev hizo de centinela.

Tampoco hubiera podido dormir, dado su carácter: los cálculos y las esperanzas de salir le taladraban la cabeza y mientras no se cumplieran no podría relajarse y dormir. El pensamiento se le adelantaba: qué diría en el Cuartel General, en caso de que llegara. Y qué repercusión tendría su informe.

No tenía necesidad de animarse para vencer el sueño, sino de moderar la impaciencia. Vorotíntsev se paseaba por el extenso patio cubierto de hierba, un óvalo entre el espeso y alto bosque. La luna estaba ya más baja que los árboles, a veces se la veía entre la negrura del ramaje, pero a través del óvalo del cielo se extendía una franja de ligeras nubes a jirones que, iluminadas por la luna, reflejaban una luz suave. Sobre aquella luz se perfilaban las alturas más próximas. Por el aspecto, ni la fragmentación ni la poca velocidad de las nubes auguraban mal tiempo. Cerca de la medianoche, las nubes cubrieron totalmente el cielo, aunque luego volvió a quedar despejado. La noche se hacía más fresca, pero las gotas de rocío eran pequeñas.

Al lado se hundía un Ejército entero, perecían regimientos, divisiones, pero sin estrépito. Por la parte de Neidenburg y de todo el oeste alemán no se oía ni un disparo. Parecía que los alemanes se daban por satisfechos con lo logrado y, ahítos, no se propusieran lanzarse a la persecución.

Quedaban menos estrellas. Del profundo color nocturno, el cielo se iba poniendo gris y, si no fuera por las estrellas, hubiera parecido cubierto totalmente. Llegaba la hora en que ya no hay color, el cielo está gris y todo lo demás oscuro. Y si nunca se ha visto, por ejemplo, el verde, es imposible concebirlo por el aspecto de los árboles o de la hierba.

No se podía esperar más. Vorotíntsev fue a despertar a los otros. Jaritónov se despertó fácilmente, como si no durmiera y esperase a oír pasos, Lenártovich, al rozarlo, se estremeció como si hubiera recibido un golpe, pero se levantó en el acto; Arseni mugió, se resistió ininteligiblemente, tuvo que sacudirlo por los hombros, se despertó, pero siguió echado, respirando pesadamente.

Con el sobrepeso de la carne y las herramientas del matadero salieron otra vez en fila india. Cualquier rama o figura o tronco se podía distinguir sólo a contraluz. Todo lo demás era una masa amorfa, un manchón.

El sueño había sido corto, pero la cabeza de Yaroslav estaba más despejada y centrada que el día anterior. Se sentía mejor cada día. Sólo le quedaba la presión de los oídos, por lo cual el bosque había enmudecido para él en los murmullos leves. Ya en el hospital se lamentaba de no estar a las órdenes de un coronel tan expeditivo y perspicaz como aquel de clara mirada. Tanta mayor fue su alegría al encontrarle otra vez en el bosque y poderle prestar el servicio del plano. Lo estaban pasando mal en el Ejército, el regimiento, había perdido su sección, pero no podía haber caído en mejores manos para volver a su vida querida, única, imposible de cambiar por nada.

Cruzaron dos cuadrados, comprobando las intersecciones por el solitario, pero expectante bosque matinal, y tomaron por un camino que se transformó en un ancho y sinuoso lugar talado. Clareaba rápidamente, la visibilidad se había alargado hasta poco menos de media versta, cuando vieron que alguien iba delante de ellos, por aquel mismo camino. Eran militares. No llevaban casco, sino gorra. Eran de los suyos. Lentamente. Cargados, transportaban algo pesado a hombros.

Como no había otro camino, tenían que alcanzarles. Los de delante también les descubrieron, dejaron a dos con fusiles y los demás se apartaron a los bordes del cortafuegos. Vorotíntsev agitó la gorra. Les reconocieron. Los cuatro de detrás llegaron rápidamente, a buen paso. Los ocho de delante depositaron en el suelo dos angarillas.

Angarillas de varas entrelazadas a los dos palos laterales y con sus patas atadas, rápida obra del hacha y la mano del mujik. Yaroslav jamás hubiera concebido nada semejante ni sabía que se podía hacer.

En las angarillas de detrás yacía un muerto, un cuerpo grande, robusto. Le cubría el rostro un pañuelo blanco anudado en las puntas. Las hombreras eran de coronel. En las de delante llevaban a un teniente con una rodilla abultadamente vendada. Los diez que iban a pie eran gente de tropa, no había ni un suboficial y casi todos eran hombres maduros, de la reserva. En el amanecer azul-grisáceo, de cerca, se les distinguían ya las caras enflaquecidas, sumidas, las de algunos con pegotes sangrientos, y todos con la ropa destrozada. Los ocho que llevaban las angarillas iban, además, cargados con el fusil, y del cinto les pendían pesadas cartucheras; los dos soldados restantes aún iban más cargados.

¿De dónde venían, quiénes eran? Vorotíntsev y el teniente Ofrosímov se presentaron mutuamente. Los brazos, toda la parte superior del teniente estaba sana, podía mandar y disparar. El teniente, negro como el azabache, con la pelambrera dura, tosco, hablaba con voz ronca no muy ordenadamente ni con muchas ganas, como si estuviera cansado de contar lo sucedido, como si durante todo el camino le hubieran estado deteniendo y preguntando. El teniente se había incorporado sobre un codo, pero como las angarillas estaban en el suelo, Vorotíntsev le escuchaba agachado, en cuclillas. Los diez soldados de Ofrosímov no se apartaron de la conversación entre los oficiales, como era reglamentario, sino que formaron un corro estrecho alrededor de ellos, como partícipes iguales e incluso tal o cual terció con algunas palabras. (Y Yaroslav pensó: así había que tratar a los soldados siempre. Si se comparte la muerte hay que compartir todo lo demás).

Todos eran del regimiento de Dorogobuzh, que dos días antes había sido dejado como retaguardia. Y allí aguantaron. Hasta que se hizo de noche. Más con las bayonetas que disparando, porque no tardaron mucho en quedar sin munición. (Aleccionados ahora y convencidos de que los cartuchos son más necesarios que el pan habían cargado con los que otros tiraran). Allí dejó de existir su regimiento. En cada compañía quedarían unos doce hombres. Y era mucho decir…

Llevaban, por su voluntad, el cadáver de su coronel, Kabánov, para enterrarlo en Rusia.

Era todo lo que contaban. El fosco y herido teniente.

Y los diez soldados. El teniente era de aquellos oficiales que no le gustaban a Yaroslav: aficionado al naipe, seguramente, mal hablado y amigo de la anécdota obscena, sin gracia. Pero, ahora, los soldados debían estimarle, le llevaban en la camilla, resoplando, deteniéndose, agotando sus fuerzas. ¡Qué héroes! ¡Y qué combate debió de ser aquel, con las bayonetas contra las ametralladoras, contra los cañones! ¡Cuánto había aún en este combate por adivinar y que Yaroslav no podía sospechar siquiera!

Era todo lo que contaban. Aún permanecieron sentados en el corro unos minutos más. De un momento a otro debía cada cual ocupar su lugar, cargar con las angarillas: seguían caminos distintos para salir del Cerco. De un momento a otro debían separarse, pero aún permanecieron allí algo más, recreándose en la confianza. (Y pensaba Yaroslav que su querido coronel podría asumir también el mando de aquellos hombres. ¿Qué podían hacer ellos solos? ¿Y qué le costaba a él?).

Mientras, Vorotíntsev, también con una sanguinolenta rozadura en la mandíbula, ajeno a este minuto de confianza, pero intrigado por lo que aún ignoraba de la operación, desplegaba ya el plano sobre las piñas y las agujas, tendía ya las manos y el pensamiento hacia aquel desconocido, lejano y desaparecido regimiento:

—¿Dónde estarían ustedes?… ¿Por qué camino han ido? ¿Cuántas verstas han andado?

Antes de que hablara el teniente oía decir a un soldado:

—Cuarenta verstas ya serán…

—Puede que más…

(¡Cuarenta verstas! ¡Con las angarillas! ¿Era posible no apoyar la fe que les sustentaba, la fuerza que les tenía en pie?).

El teniente no podía añadir mucho más porque todos aquellos días habían estado sin plano, no conocía más que Dereten y se guiaba por la brújula hacia el sur, buscando aquel estrecho paso entre los lagos por el que habían atacado antes. Tampoco los soldados podían aclarar mucho: habían cruzado un bosque de robles y pinos, altozano tras altozano; luego, la línea; un caserío devastado; un bosque extenso; un istmo cubierto de maleza; una aldea con iglesia; habían vadeado un río; luego vieron tropas propias, un verdadero hormiguero, que iban de través; pero que…

Pero que estos soldados del regimiento muerto parecía que no pertenecían ya a su Cuerpo de Ejército: habían saldado cuentas con él para toda la guerra. En aquel día del Tránsito se diría que para ellos habían muerto todos, y si alguno quedaba con vida era libre de ir dónde quisiera. Ya habían cubierto con sus pechos no blindados la retirada de todos los demás, y ya no estaban en deuda con ellos. No decían esto directamente, quizá no lo llegaran a comprender, pero se desprendía de lo dicho y, aún más, de lo callado, de cómo hablaban con el coronel ajeno dando de lado a su teniente, de las dos angarillas que habían llevado cuarenta verstas, por quebrados lugares del bosque sin la menor protesta. (Treinta verstas, conforme al meridiano; con las desviaciones sumaban más de cuarenta). Así, pues, no se mezclaban con el que había sido su Cuerpo de Ejército, habían dejado su camino —seguramente a escondidas— y cruzaban el bosque como a ellos les parecía mejor y no bajo las órdenes y los apremios de cualquier suboficial y, con toda claridad, no a las órdenes de Ofrosímov, puesto que no podía ordenar que lo llevaran en angarillas cuarenta verstas. Lo que había ocurrido entre ellos tres días antes —censuras mutuas, despecho, malevolencia— quedaba ya ahora cancelado por aquel día mortal.

Tan a desgana hablaban de sus cosas, que sólo al final dijeron —¿a quién lo iban a ocultar?— que llevaban la bandera del regimiento de Dorogobuzh. Iba envuelta al cuerpo del teniente.

Yaroslav sintió temblor en la garganta. Envidiaba a Ofrosímov: ¡así es como había que fundirse con el pueblo! ¡Con esta esperanza había ido él al servicio de las armas! Pero en …su sección, Kramchatkin le había salido un majadero que no sabía ni disparar, y Viushkov, un payaso y un ladrón. Si se atreviera, Yaroslav diría ahora, en voz baja, al coronel: «¡Qué se vengan con nosotros! ¡Qué nobles corazones!».

Le pareció que el coronel había adivinado su pensamiento. Al tiempo que plegaba el plano preguntó en voz alta:

—¿Cuándo habéis comido la última vez, muchachos? ¿Queréis algo?

Mascullaron la aceptación.

—Muy bien, así tendremos menos peso. Id todos allá bajo los árboles, con el teniente, no hay que estar aquí al descubierto. ¡Arseni! Reparte toda la carne.

Blagodariov miró, enarcó las cejas, tosió: ¿había comprendido bien? Arrastró su abultado fardo de gitano. Se arrodilló delante de él, lo desató, se puso a repartir la carne con el cuchillo de matarife.

—¡Vaya, se ve que las habéis pasado negras, muchachos!

Los del regimiento de Dorogobuzh estaban hambrientos, y un pernil de vaca no bastaría para el desayuno. Pero había más.

Vorotíntsev fue a ver la cara del muerto, levantó el pañuelo. Yaroslav también hubiera querido ver el semblante del héroe que, desprovisto ya de todo rasgo vivo, aún conservaría algo del espíritu con que condujo a sus hombres al último contraataque. Pero le pareció indiscreto y no se atrevió.

El cielo se ponía azul; había un matiz rosado allá donde quedaban unas esponjosas nubecillas. Volvía a nacer una mañana apacible, despejada, ignorante de toda guerra. Y no se oían disparos por las cercanías; sólo un fuego lejano, confuso.

—Me está pareciendo que tú eres de Tambov —le dijo a Arseni uno entrado en años, con la barba como una escobilla, muy reposado—. ¿De qué distrito, di?

—¡Hombre, lo has adivinado! —contestó Arseni, siempre de rodillas, como a él le gustaba.

—¡Igual que yo! —se asombró el de la barba, pero comedidamente. Tenía aires de hombre instruido—. ¿De qué distrito, de qué aldea eres?

—¡Soy de Kámenka! —se alegró Arseni.

—¿De Kámenka? ¿Y quién es tu padre?

—Blagodariov.

—¿Qué Blagodariov? ¿Elisei Nikíforovich?

—¡El mismo! Soy el hijo menor.

—Vaa-ya —aprobaba el paisano acariciándose la barba con dignidad—. Ya sé quién eres. ¿Y tú conoces a Grigori Naúmovich?

—¿Cómo no lo voy a conocer? —casi se agravió Arseni—. Allí todos le llaman padre. Qué cabeza tiene, ¿eh?

—Y tú, ¿quién eres?

—Yo soy de Tugolúkovoe.

—¡De Tugolúkovoe! —levantó los brazos Arseni, invitando a todos a pasmarse—. De donde todos los caballos son buenos. Nosotros también los comprábamos allí.

—Yo soy Luntsov, Kornei Luntsov.

—Bueno, en tu pueblo tenéis quinientas casas, no hay manera de conoceros a todos.

Todos sonreían ante aquel emparejamiento de los dos grupos.

—Aquí hay otro de Tambov. ¡Kachkin! —señalaba Luntzov a un barbudo, algo sombrío, de unos treinta años, con la cabeza ancha, los hombros demasiado anchos, los brazos cortos y la espalda y el pecho formando una auténtica rueda, aunque no era un pecho abultado, de mujer, sino varonil—. Pero de lejos, de Inókovo.

—¡Ah! —se desinteresó Arseni—. De Inókovo. Es por el lado de Vorona, ¿no?

—Oye, Averián, ese es de un distrito vecino.

Kachkin miró de reojo, pero aprobó:

—Un buen paisano, nos ha dado de comer. —Entornó los ojos, ya de por sí pequeños, pero prensiles—: ¡Dame ese cuchillo!

—¿Para qué lo quieres?

—Para pinchar al alemán.

—Pues para eso lo necesito yo también.

—Pero tú tienes otros.

Era cierto. Pero ¿dárselo a soldados desconocidos? Miró a su coronel.

Y Vorotíntsev, a Kachkin, a la rueda del pecho a la espalda.

—Dáselo.

Arseni no se levantó para dárselo ni se lo tendió. Como estaba de rodillas, a unos ocho pasos de Kachkin, tomó impulso y lanzó el cuchillo, que pasó junto al hombro de alguien, y fue a clavarse a los pies mismos de Kachkin.

Kachkin aguantó, no retiró el cuchillo.

—No está mal, puedes pasar por uno de Tambov.

Miró la hoja del cuchillo a la luz.

—¿Y no hay nadie de Kostromá? —preguntó Vorotíntsev.

—No. Uno de Vorónezh. Dos de Nóvgorod.

El coronel los miraba lenta, atentamente. Quedaba fuera de cuenta uno con aspecto de pavo enfadado. Pero era muy servicial y estaba pidiendo ponerse en pie, informar, responder.

—¿De dónde eres tú?

Brincó, resplandeciente:

—De Arjánguelsk, señoría, de la comarca de Pínega. Allí está el monasterio de Artemio el Justo. ¿No ha oído hablar de él?

—Siéntate, siéntate. —Siguió examinando. Vio a uno de la reserva, de grandes ojos y con una de esas barbas que se peinan con rastrillo—. ¿Y tú?

Sin ponerse en pie, como conversando, respondió con aire importante:

—Yo soy de Olonetsk.

Comía sin prisa, pasaba la mirada de un punto a otro lentamente.

Vorotíntsev estaba preocupado.

—¿Habéis comido ya? El agua está más adelante, beberemos en una charca, allí. ¿Qué tal las piernas? —Contestaron, pero él ya pensaba en otra cosa. Anunció, aunque no terminantemente—: Si queréis, podéis venir con nosotros.

Resplandeció la cara de Jaritónov. No podía ser de otro modo.

—Habrá que salir por la noche —explicaba más y más preocupado Vorotíntsev. No miraba al teniente, sino las caras de los soldados, más que nadie al de Olonetsk, a Luntsov, a Kachkin—. Hoy mismo, por la noche. Hay que cruzar la carretera. Y luego, seguramente, echar a correr.

Lenártovich, el de la cabeza erguida y clara mente, sentado en un lejano tocón, miró con cara de susto a Vorotíntsev: se había precipitado al considerarle hombre inteligente. ¿Se habría vuelto loco? Si había que echar a correr desde la carretera, ¿cómo iban a llevar a aquel teniente en las angarillas? ¿Y para qué cargar con el cadáver, qué rito estúpido era aquel? Así no quedaría uno con vida. Los que vivían ¿tenían que morir por un muerto? ¿Sería posible que el coronel los aceptara de tal modo?

Precisamente eso es lo que admiraba a Yaroslav, aquella tenacidad desinteresada era lo más conmovedor: que llevaran un cadáver, que ni siquiera muerto quisieran dejar en tierra extraña al jefe del regimiento. También comprendía por qué titubeaba el coronel: era un grupo extraño, como si no perteneciera al ejército, las relaciones no eran de subordinación, sino de confianza, no estaba a las órdenes del teniente Ofrosímov, sino que parecía dirigirse por sí mismo, por lo cual había que preguntar a los soldados.

Vorotíntsev los miraba. Los soldados callaban.

Cierto —entendía Lenártovich—, la complejidad consiste en que el teniente Ofrosímov no ha podido ordenar que dejaran al coronel y le llevaran a él: si minaba esta ingenua convicción también a él le podían dejar. Pero Vorotíntsev puede perfectamente ordenar que entierren al coronel; y aún habrá que ver si se sigue adelante con el teniente a cuestas.

Los soldados estaban sentados en tocones, en el suelo, sobre los capotes arrollados, y era aquello como una junta campesina, si no hubiera sido por los dos pabellones de fusiles. Y Vorotíntsev —un coronel dinámico, seguro de sí mismo, inflexible—, de pronto, parecía encogido y miraba por debajo de la visera. Miraba a los soldados de Dorogobuzh. Y callaba.

También los soldados callaban; no todos miraban al coronel: unos clavaban la mirada en el suelo, otros dirigían la vista hacia las angarillas.

Cuando el coronel volvió a recorrerles con la mirada se detuvo en Kornei Luntsov; este se pasaba una mano —con la que era imposible abarcarla— por la barba de escobilla, y preguntó dando importancia a lo que preguntaba:

—¿Y cuántas verstas hay aún hasta Rusia, señoría?

¡Dale con la manía de Rusia, como si los alemanes no pudieran llegar a Rusia! ¡Qué gente! No les importaban las ametralladoras, sólo les preocupaban las verstas. Si el coronel cedía, Sasha abandonaría el grupo.

Mientras, Kachkin, el de las orejas cortas, se pasaba de mano en mano una raíz retorcida. Podía ser, o no.

Según y cómo.

Comprobó una vez más Vorotíntsev la mirada profunda y estancada del de Olonetsk. Y se irguió abandonando el titubeo, se alzó rápidamente y con tono tajante:

—¡Está bien! ¡Adelante! ¡Alférez! —entornó los ojos mirando la altiva cabeza de Lenártovich—. Usted y yo sustituimos a otros dos en las angarillas del coronel.

Lo dejó clavado. El juego era estúpido, pero la situación sin salida, no podía objetar nada. Sasha movió la cabeza como si no diera crédito a lo oído. Encogió los hombros. Se levantó lentamente. No se dirigió en el acto hacia las angarillas. Una procesión funeraria, idiotas.

—¡Yo también puedo, señor coronel! —se levantó precipitadamente Jaritónov, pero Vorotíntsev lo detuvo con un ademán.

Él y Lenártovich asieron los astiles delanteros y los levantaron procurando mantener el nivel de los de atrás. De altura igual, echaron a andar buscando un ritmo común para que no hubiera balanceo. No era muy pesado para cuatro, pero sí incómodo, fácil al tropezón.

Aunque el coronel había acogido el día anterior a Lenártovich con desagrado, con evidente recelo, Sasha consideraba, por la experiencia de la tarde y la noche, que había sido una suerte para él encontrarlos. Este, muy posiblemente, nos saca. Eran unas horas tan extenuadoras —horas en que el movimiento y el peligro consumían todas las fuerzas— que el someterse a una voluntad ajena serenaba y embotaba: no había que buscar nada, ni intranquilizarse, basta con hacer lo que le dijeran a uno. Además, a Sasha no le fue difícil advertir desde los primeros instantes que aquel coronel de mente despejada era un tipo raro entre los oficiales: parecía un auténtico intelectual, un hombre culto. Pero, de otro lado, si era un hombre verdaderamente culto y, además, investido de autoridad, ¿cómo había podido ceder a la tenebrosa y muda voluntad de aquellos salvajes de rudos confines de Rusia? Se podía admitir que llevaran como si fuera algo serio la bandera del regimiento, un trapo que nadie necesitaba y ultrajado ya por todos, puesto en ridículo ya por todos; al menos no pesaba nada y, además, era un buen pretexto para Ofrosímov: envuelto en la bandera, cargaban con él.

—¡Señor coronel! ¿Me puede usted decir para qué llevamos a un muerto? Esto es salvaje.

Iban delante, no les podía oír sino la tercera cabeza detrás de sus hombros que, con la nuca abajo, se balanceaba al compás de las pisadas.

Vorotíntsev no objetó nada.

—¿Qué guerra moderna es esta? —Sasha se atrevía a más.

Sus ojos eran vivos, inteligentes; ante ellos no se podía salir del paso con una estúpida advertencia disciplinaria. Pero Vorotíntsev tenía fondo para hacer que aquellos ojos parpadeasen:

—La guerra moderna nos recibirá en la carretera, alférez. ¿Ha pensado usted con qué va a disparar? Con esa birria de arma no va usted muy lejos.

Sería verdad, pero también era una evasiva. Sasha lo volvía a lo esencial:

—Ahora nos obliga usted a llevar un cadáver; luego nos ordenará cargar con ese teniente, un tipo reaccionario. Se lo noto en la cara.

Sasha esperaba que el coronel se enfadase. No se enfadaba. Contestó también con aspereza, e incluso como si pensara en otra cosa:

—Si llega la ocasión lo ordenaré. Las divergencias políticas, alférez, son los rizos del agua.

—¿Rizos del agua las divergencias políticas? —se asombró Sasha dando un tropezón y recuperando el equilibrio bajo el astil. Tenía dos o tres modos de objetar, pero el atacante era el mejor—: ¿Y no son las divergencias nacionales también rizos del agua? ¿Y no estamos combatiendo por culpa de ellas? O, según usted, ¿qué divergencias son las esenciales?

—Entre la honestidad y la deshonestidad, alférez —respondió con mayor aspereza Vorotíntsev. Y con la mano exterior que le quedaba libre asió el portaplanos, lo abrió y se puso a mirar, sobre la marcha, unas veces a los pies y otras al plano.

No era por principio sólo y hasta no era por principio: es que no era nada sencillo, resultaba muy difícil llevar las angarillas, parecía que el peso era doble, la barra se clavaba en el hombro, obligaba a inclinarse y ya un soldado gritaba desde detrás:

—¡Más alto señoría!

Toda la vida había cultivado Sasha la inteligencia, que era lo más importante; nunca se había preocupado del cuerpo. Durante los últimos días aún se había consumido más. Apretaba las mandíbulas, fijaba un árbol hasta el que seguiría y allí pediría que le sustituyeran. Luego añadía un trecho más.

Mientras tanto, a la izquierda, apareció un calvero, y el sol les daba ya casi abiertamente. Volvieron al camino del bosque, oscurecido por los frecuentes pinos. El camino subía y subía, era cada vez más difícil llevar las angarillas, el corazón le daba pinchazos, y el coronel ordenó dejar el camino y subir por una cuesta más empinada aún, entre los pinos directamente; cierto, la espesura era menor, no había ramaje en el suelo, ni maleza, por todas partes se iba sobre la alfombra de agujas de los pinos y sólo molestaban las piñas. No iba a pedir relevo en la cuesta y Sasha siguió aguantando. Cuando llegaron arriba, el propio coronel ordenó un poco antes:

—¡Alto! ¡Al suelo!

Se hallaban en la profundidad del bosque, sobre una terraza descubierta. Les iluminaba al sesgo un rayo de sol matinal. Los pinos, allí más separados, tenían troncos broncíneos, a veces algo corvados, y sostenían con las ramas altamente extendidas sus grandes coronas, por donde entraba la luz. El sol temprano había calentado ya los troncos y, durante su recorrido, seguramente no saldría de allí hasta muy entrada la tarde.

A las ardillas les debía gustar aquel sitio: en la primavera irían a buscar allí los primeros espacios secos, porque en lugares como aquel desaparece antes la nieve y nunca se forman charcos. Y por detrás de donde habían llegado ellos, la terraza descendía en una espaciosa y prolongada ladera hacia una extensa depresión, y hacía allí se hubiera podido bajar rodando sobre las limpias agujas y entre los limpios pinos.

Sobre la terraza había un montículo solitario. Hacia él llevaron las angarillas.

Sin explicar nada, Vorotíntsev dejó vagar la mirada y dio tiempo para que los demás miraran a sus anchas. Y ya entonces, sin vacilaciones ni en tono de consulta, sino con seguridad, manifestó a los soldados del regimiento de Dorogobuzh:

—¡Muchachos! Enterraremos aquí al coronel Kabánov. No encontraremos mejor lugar. Y los alemanes son cristianos.

Pasó una y otra vez la mirada por los soldados. Añadió en voz baja:

—¡Es lo único que podemos hacer! No podríamos salir, si no.

Se dijera lo que se dijera y se acordara lo que se acordara allá abajo, al amanecer, en el gris espacio talado y cuando se juntaron por primera vez, ahora, sobre el alegre altozano, bajo el acariciador sol matinal, entre el primer aroma de la resma calentada, se aceptó lo que decía el mismo que había llevado las angarillas. La sombra que entenebrecía sus caras —¿eran culpables o no?, ¿por qué habían de ser culpables?, ¿por qué habían muerto tantos otros y ellos no?—, esa sombra la había arrancado un coronel ajeno. Y no hubo resistencia en las caras.

El de Olonetsk se destocó, giró hacia Oriente; rezando para sus adentros se persignó fervorosamente, se inclinó y prorrumpió:

—Dios nos perdone.

Los demás también se persignaron.

Sin perder un instante, Vorotíntsev preguntó:

—¿Dónde está tu pala, Arseni? Empieza. Aquí —señaló el montículo.

Provisto de todo, adaptado a todo y dispuesto siempre a todo, Blagodariov desenfundó sin desánimo la pala de zapador, como si hubiera llegado allí precisamente para emprender aquel trabajo, se subió al montículo, donde había espacio para todos, se puso de rodillas para acortar siquiera un poco las piernas, y arremetió por donde no había raíces.

Entre los soldados aparecieron otras dos palas. Kachkin, que desde hacía mucho era el más dispuesto de todos para esta faena, subió rápidamente, como una pesada bola y también de rodillas, se puso a clavar y sacar la pala llena de tierra con fuerza salvaje, sin darse reposo.

—¡Vaya, Kachkin, eso es trabajar! —señaló Vorotíntsev.

Kachkin se detuvo, sonrió ampliamente sin levantarse:

—Kachkin, señoría, puede trabajar de muchos modos. Puedo también así.

Y como un saco, como si estuviera a las últimas, con la respiración entrecortada, hecho un gordinflón enfermo, apenas hundía la pala y no sacaba más que un poco de tierra.

—¡Y nadie me podría decir nada! —aguijoneó con ojos de jabalí. Volvió a trabajar con toda fuerza y la tierra pasaba como una exhalación, como si Kachkin tuviera entre las manos esa pala fabulosa que en una noche levanta palacios.

De uno y otro modo podía trabajar Kachkin. Según y cómo.

Mientras, Luntsov y el que formara pareja con él fueron a cortar ramas y trenzar una tapa para las angarillas y hacer de estas un ataúd.

Era el bosque tan extenso que la guerra, con haber estado toda una semana haciendo estragos alrededor, no había podido penetrar en aquella profundidad: no había allí ni una mala trinchera, ni un embudo abierto por la explosión de un proyectil, ni la huella de un carro, ni siquiera un casquillo. Se encendía una mañana de paz, se adensaba el olor de resma, había un gorgojeo apagado y, en silencio, revoloteaban las ahora tranquilas aves de agosto. También de los hombres se adueñaba una sensación de seguridad, como si no hubiera cerco alguno, como si después del entierro pudiera cada cual marcharse a su casa.

Estaba preparada la fosa. Estaba preparada también la tapa para las angarillas.

Ahora bien, habría que rezar el oficio de difuntos, cantar un trozo, al menos, del réquiem. Vorotíntsev había escuchado el réquiem más de una vez, pero no podía cantarlo ni indicar a los demás cómo se debía hacer; para el oficial era aquello un asunto de otra esfera, eclesiástico, al margen de su memoria.

Arseni captó su mirada indecisa: estaba a su lado y se erguía desentumeciendo la espalda. La captó, y comprendió con su rápido golpe de vista natural. Además, en aquellos tres días inmensurablemente repletos se había establecido entre ellos una esfera mutua, tácita, de autorización y derechos, imposible en general, entre un coronel y un inferior, y aún menos dada la diferencia de edad. Y ahora, sin que le diera indicación verbal alguna y sin que él mismo propusiera nada, Arseni, que tantos aspectos de su personalidad había mostrado, mostró uno más: se estiró, asentó su porte, y su cara y su voz cobraron importancia y severidad.

Se quitó la gorra, la echó detrás de él sin mirar, preguntó a todos y a nadie, frunció las cejas como hombre investido de poder, con voz distinta a la habitual, elevada:

—¿Cómo se llamaba el muerto?

Los soldados no lo sabían, los soldados no dicen más que «señoría». Y nadie lo hubiera sabido si no hubiese sido por Ofrosímov. Desde el suelo, desde su angarilla, respondió al soldado así investido:

—Vladímir Vasilevich.

Y, sin más esperar, se dirigió Blagodariov hacia el cadáver, se inclinó sobre él, retiró el pañuelo que le cubría la cara, cosa que cinco minutos antes no hubiera osado hacer. Con el pecho enarcado y la cabeza erguida se volvió hacia Oriente, hacia el sol, y con voz limpia, fuerte y exacta manera de diácono cantó, y su canto llegó a las altas cimas de los pinos:

—¡Recemos todos al Señor!

Era tan imperativo, fuerte y exactamente eclesiástico que no se necesitó más incitación, y el de Olonetsk y Luntsov y otros dos más comprendieron inmediatamente e hicieron eco, se persignaron e inclinaron hacia Oriente sin moverse del lugar donde estaban:

—¡Compadécete, Señor!

Y el primero, con la voz más sonora que los demás, cantó con Arseni, que se transfiguró de diácono en primera voz del coro. Y terminado el canto, volvió a escucharse la voz pastosa del diácono, con asombroso sentido del ritmo, de la entonación, del recitado. Vorotíntsev, que no sabía repetir el cántico, comprendía que era fidedigno:

—Por el inolvidable siervo de Dios Vladímir: ¡reposo y paz y memoria eterna! ¡Recemos al Señor!

Y ya abarcando a todos, a los oficiales, reunidos todos alrededor del muerto, con la cabeza descubierta y de cara a Oriente:

—¡Compadécete, Señor!

¡Cuántas facetas hay en cada persona! Allí estaba aquel joven labriego de un apartado confín de Tambov: tres días iban juntos a través de la muerte, luego se hubieran separado para siempre sin enterarse él, sin adivinar, sin pensar, de no haber mediado la ocasión, que cantaba en el coro de la iglesia y, seguramente, no pocos años, y prestaba oído atento al servicio religioso y que era esto cosa importante en su vida, un quehacer que amaba y sabía, puesto que había exactitud en cada sonido y en cada pausa y les daba pleno sentido y entonación acertada:

—Por la comparecencia del virtuoso ante el trono de gloria del Señor, ¡recemos al Señor!

Habían llevado también a Ofrosímov, colocándolo de cara a Oriente. Se persignaba y también cantaba. Y Jaritónov, que había visto el rostro enigmático del héroe, cantaba y se le venían las lágrimas a los ojos, pero eran lágrimas liberadoras:

—¡Compadécete, Señor!

Y seguía imperativamente la voz del diácono, sin que el bosque ajeno la cohibiera:

—Por que Nuestro Señor conceda a su alma el lugar luminoso, el lugar placentero, el lugar sereno donde todos los justos se hallan, ¡recemos al Señor!

La plegaria estaba ya cumplida en parte: para el cuerpo había ya aquel lugar luminoso y sereno.

Todos miraban hacia Oriente, sólo veían las espaldas del que tenían delante y únicamente era invisible Lenártovich, el último, el que estaba más atrás, que no había cantado ni una sola vez y lo contemplaba todo con una sonrisa torcida, aunque se había descubierto. Delante de todos se veía, inclinándose e incorporándose, la ágil y fuerte espalda de Blagodariov, que no parecía ancha sólo porque era, además, larga. Y había soltura y fervor en el ademán de su largo y fuerte brazo al santiguarse, brazo dispuesto para el trabajo y dispuesto para el combate de aquella noche por la vida:

—¡La gracia de Dios, el Reino celestial y el perdón de los pecados hemos pedido para él y para nosotros, y toda nuestra vida a Nuestro Señor Jesucristo entregamos!

Y por encima del sol, por encima del cielo, derechamente al Altísimo, catorce pechos varoniles, con salmodia milenaria, con voz fundida, elevaron ya no su plegaria, sino su sacrificio, su renunciación:

—¡A ti, Señor!