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(16 y 17 de agosto)

La carretera Neidenburg-Willenberg parecía estar alisada exprofeso para que avanzaran por ella con la mayor rapidez posible las unidades móviles de François hasta enlazar con Mackenzen. Cruzada sin presentimiento alguno hacía unos días por los Cuerpos rusos centrales, era ahora, a sus espaldas, una empalizada, una muralla, un foso. Las unidades avanzadas de François, tras un breve descanso nocturno, reanudaron ya antes del amanecer del 16 su marcha hacia Willenberg, arrollando en algunos lugares convoyes y casuales unidades rusas. Nadie había capaz de oponerles resistencia, y ocuparon Willenberg hacia el atardecer. Cierto, sobre los cuarenta kilómetros recorridos en la carretera no quedaban más que retenes y patrullas; el cerco, por ahora, lo formaba una línea de rayas. Una de las divisiones de François tendría aún que invertir más de un día para extenderse por esta carretera y ocuparla.

Por la parte de Mackenzen, aunque siguiendo peores caminos, se apresuraba una brigada de vanguardia que, para mayor facilidad, llevaba las mochilas en carros de la población civil y hasta iba montada en ellos. Mackenzen pendía de norte a sur sobre esta misma carretera; además, colocaba destacamentos en los lados: hacia Ortelsburg y, en la profundidad del bosque, hacia el centro cercado.

Al atardecer del 16, si las tenazas no se habían cerrado aún, entre los dos brazos quedarían unas diez verstas de bosque distante e intransitable, cuya existencia no podían adivinar los rusos, sin contar que no habían podido llegar a tiempo hasta él. Pero cuando Hindenburg firmó la orden de operaciones el 17 por la tarde no podía estar aún seguro del éxito del cerco: en el resto del semicírculo, los combates, tan violentos el día anterior, se habían debilitado. Unas escaramuzas en los pasillos entre los lagos habían bastado para detener a las unidades de persecución. Y no habría tenido fuerzas para defenderse si, el día 16, los rusos hubieran roto el anillo desde fuera.

Pero no lo intentaron.

A través del punteado del cerco pasó el informe de Samsónov de la tarde del día 15 y llegó a Belostok el 16 por la mañana, precisamente cuando se disponían a almorzar Zhilinski y Oranovski. Samsónov, terco y desafortunado, comunicaba que había ordenado a todo el Ejército retirarse a la línea Ortelsburg-Mlawa, es decir, casi a la frontera rusa. Se había hecho acreedor a tal destino, esto se podía esperar, y muy bien que asumiera la iniciativa y la vergüenza de la retirada sin consultar al Estado Mayor del Frente. En la agradable mañana, mientras almorzaban (cuando en Hohenstein estaba ya cercado el regimiento de Kashira), Zhilinski y Oranovski decidieron que en vano habían obligado el día anterior a Rennenkampf a desplegar un ataque sobre un lugar vacío, del que, ahora era evidente, ya se había ido Samsónov.

Y telegrafiaron en el acto: «El Segundo Ejército se ha retirado hacia la frontera. Detenga desplazamiento ulterior de los Cuerpos en apoyo».

Rennenkampf no se puso en marcha hasta el día anterior después de comer; sus Cuerpos tenían, hasta la batalla del día en curso, en una recta imposible de conseguir, cien verstas para la infantería y setenta para la caballería. Y de muy buena gana, sin perder tiempo, al mediodía, dio orden a los Cuerpos de detenerse y, para el día siguiente, de retirarse.

Pero una nueva alarma se deslizó en Belostok. Y a las dos de la tarde, Zhilinski y Oranovski enviaron a Rennenkampf un telegrama contrario a la anterior disposición: «En vista de los duros combates que sostiene el Segundo Ejército envíe los Cuerpos avanzados y la caballería a Allenstein». (¿Por qué a Allenstein? ¿Cómo podían enviar, si no se hallaban en estado de sopor, ocho divisiones a un lugar donde desde hacía dos días, contando el que estaba transcurriendo, era seguro que nadie necesitaba su apoyo?).

La gente con experiencia militar puede comprender cómo influiría sobre el movimiento de las tropas esta alteración de las órdenes.

Disponiendo de masas tan enormes desde un punto muy alejado del campo de batalla, Zhilinski y Oranovski no se molestaban ya en desplazar los Cuerpos de los flancos a las proximidades de la batalla, y no era lícito tampoco ingerirse en su vida por encima del comandante en jefe del Ejército. Tanto más hallándose Blagovéschenski en jornada de descanso; tal vez procediera, para guardar las formas, enviar su división de caballería a atacar por alguna parte.

Y, ya mediado el día, la caballería de Tolpigo tuvo que ponerse en marcha. Por el camino dio con el maldito Ortelsburg, vacío ya la víspera (cuando Samsónov ordenó retenerlo a toda costa), pero desde donde ahora disparaban a partir del amanecer. De ahí que la división de caballería contornease la ciudad y avanzara con cuidado por el terreno abandonado en la dirección enigmáticamente señalada, hasta que volviese a aparecer el enemigo. Pero anochecía ya y el bosque no es lugar propicio para la caballería. Juzgó el general Tolpigo que sería mejor regresar a su Cuerpo. Y aunque regresar de noche tampoco era fácil ni ofrecía seguridad, por la mañana estaban ya de vuelta. Una cosa divertida había ocurrido en esta marcha: habían asustado a un general alemán, jefe de división; el general escapó en automóvil, pero dejando el capote y, en un bolsillo de este, un plano, en el cual se indicaba cómo Mackenzen envolvía a los Cuerpos centrales rusos. No se dio ningún curso a este plano (más vale no meterse en líos).

En cambio, el I Cuerpo no gozó de tranquilidad blagovéschenskiniana: por mucho que se alejara, el día 16 le dio alcance un capitán enviado por Samsónov con la orden de marchar inmediatamente sobre Neidenburg a fin de aliviar la situación de los Cuerpos centrales.

(Si aquel Cuerpo y medio hubiera avanzado inmediatamente sobre Neidenburg, a mediados del día 16, dada su aplastante superioridad, habría entrado sin dificultades en dicha ciudad, con lo cual no sólo se habría desbaratado el cerco, sino, como suele ocurrir en la guerra de maniobra, el Cuerpo de François habría quedado prisionero en unas tenazas y bajo el peligro de ser cercado a su vez).

Se había recibido una clara orden, pero una docena de generales convocados de distintas divisiones y unidades no podía reunirse y cumpliría sin más ni más. Y el coronel Klímov, a quien Dushkévich había tomado como jefe del Estado Mayor del Cuerpo, no podía juntar a los generales. Estaba claro que alguien tenía que cumplir la orden. Pero ¿quién? En ausencia de un jefe incondicionalmente superior, cada general podía sostener que su unidad no se movía ni él tomaba el mando. Y todo el 16 de agosto discutieron los generales en Mlawa con qué unidades se formaría el destacamento y quién lo mandaría. Resultó que la única unidad absolutamente intacta era el regimiento de Petrogrado, de la Guardia Imperial, procedente de una división maltrecha, mientras que los restantes batallones, escuadrones y baterías serían ya fuerzas agregadas, en vista de lo cual correspondía dirigir esta aventurada empresa al general petersburgués Sirelius, jefe de la Guardia varsoviana.

Después de todas las discusiones y preparativos, Sirelius se puso en marcha a las seis de la tarde, y eso sólo con el destacamento de cabeza; los demás irían saliendo tras él. Durante la tarde y la noche, el destacamento de Sirelius, sin que nadie le advirtiera ni molestara, recorrió sus treinta verstas. La primera escaramuza con un destacamento de protección enemigo tuvo lugar el 17 por la mañana, a cinco verstas de Neidenburg.

Sobre ellos apareció un aeroplano alemán.

El general François había pasado ya dos noches en Neidenburg, había recibido ya dos órdenes de Ludendorff allí y se reía: Ludendorff no percibía aún el cerco, se preparaba más contra Rennenkampf. En la noche del 17, el general François no pudo dormir por culpa de su propia orden de exponer en la plaza del mercado los cañones rusos capturados. François se despertaba y escribía frases afortunadas para sus memorias. Por la mañana del «hermoso día de orgullo» de su vida saltó de la cama pletórico, desayunó copiosamente, escuchó los partes, envió un triunfal telegrama a Ludendorff, y el caudillo que debía ser glorificado en Alemania y toda Europa como vencedor del nuevo Cannas, salió a la puerta para mirar los cañones capturados. Mas se oyó ronroneo de motor en el cielo: regresaba un aeroplano enviado a observar cómo retrocedían los rusos. Para no impacientar al general con la espera del aterrizaje y el envío, el piloto dejó caer con toda precisión un paquete allí mismo, ante el hotel. François sonrió, pronunció unas frases de elogio. Un ayudante recogió el paquete y lo entregó al general: «El avión… el teniente… itinerario… Una columna de todas las Armas… La cabeza a 5 kilómetros de Neidenburg, la cola a un kilómetro al norte de Mlawa…».

Y como en ese juego que, por un desafortunado lanzamiento de los dados, se baja de la casilla superior a la de partida, el resplandeciente vencedor puso un gesto de discípulo que aún lo tiene todo por delante. Trasladó el parte al Estado Mayor, pero sin cálculo alguno comprendía que una columna de treinta kilómetros era un Cuerpo entero. ¡Estallido de decisiones! Ordenes verbales, no había tiempo para las escritas. La reserva —¿dos batallones?— debía ir al encuentro del enemigo y aceptar el combate. ¿Había otro batallón de guardia? ¡Fuera los centinelas! Ni una sola batería en el sur de la ciudad. ¿Había dos en el norte? ¡Inmediatamente trasladarlas al sur! Pero no se debía retirar a nadie de la carretera, se mantenía el cerco. ¿Había prisioneros rusos en la ciudad? Que los llevaran al norte. ¿Que en Soldau había quedado una brigada del Landwehr? Que la trajeran inmediatamente. ¿De dónde se podía aún retirar fuerzas? Informe telefónico al Estado Mayor del Ejército. Tras un cañoneo de la ciudad se interrumpe la comunicación telefónica. Bueno, tenemos muchos automóviles. Estallan sobre la ciudad los shrapnel rusos. Caen bombas. Ya no es este el lugar para el Estado Mayor del Cuerpo. ¿Hay que retroceder? ¡No, hay que atacar! ¡Por la carretera, hacia Willenberg!

En el radiador, un león amarillo. El hijo anota los pensamientos del caudillo. En un automóvil que se cruza llevan a un general ruso, hecho prisionero al amanecer. Se detienen los coches, lo hacen bajar. No puede con su alma, lleva el vestido destrozado por las ramas del bosque y las balas, su mirada es errática, pliega los labios. Pero es ligero y esbelto, como no está acostumbrado a ver generales rusos, lleva en la mano todavía una inútil fusta. Es todo un general, y puede conjeturarse de qué Cuerpo: del que toda una semana ha golpeado a Scholz. Se dirige hacia él, le estrecha la mano, le dice unas palabras de elogio y consuelo: un general audaz nunca está a salvo del cautiverio.

Enviado a Neidenburg como inútil recadero, Martos vagaba ya dos días por el borde del bosque de Grünfliess sin disponer de nada para atacar esta ciudad, que él mismo había tomado una semana atrás. La escolta cosaca había huido a la desbandada, las granadas de shrapnel explotaban sobre Martos, por la noche lo descubrió un reflector al lado de la carretera, la espada rota había sido entregada a un oficial alemán.

Pero Martos escucha con asombro y esperanza a la artillería rusa disparar sobre Neidenburg desde el sur. ¿No se sabe, pues, quién cerca a quién?…

François: —Dígame, general, cómo se llama el jefe de ese Cuerpo: quiero invitarle a que se rinda.

Ludendorff se fortificó hasta la mañana del 17, y precisamente esa mañana comunicó al Cuartel General que se había realizado el cerco más grandioso hasta entonces conocido.

Media hora después vino la llamada telefónica de François pidiendo ayuda, y la comunicación quedó interrumpida. Inmediatamente fueron retiradas a Scholz tres divisiones empleadas en la persecución y las enviaron en ayuda a Neidenburg desde 20, 25 y 30 kilómetros de distancia, respectivamente. En las horas posteriores llegó la noticia de que varias divisiones montadas de Rennenkampf se adentraban en Prusia. Otro aviador comunicó que un destacamento ruso iba hacia Willenberg.

El cerco se cuarteaba.

Pero el general Sirelius perdió diez horas contra ocho compañías de las comandancias, en espera de que llegara todo su Cuerpo. Hacia el atardecer del 17, desalojó a los alemanes de Neidenburg; pero era ya tarde para seguir avanzando hacia los suyos unas verstas más: habían emplazado ya contra él cien cañones y por todas partes llegaban refuerzos alemanes.

En el lejano Belostok, Zhilinski y Oranovski se enteraron de todos estos acontecimientos no por informes de pilotos, ni del servicio de reconocimiento, ni de los jefes de las unidades que operaban, sino gracias al general desertor Kondrátovich. El 15 de agosto, Kondrátovich retiró de la línea avanzada media docena de compañías para su guardia personal, llegó a Chorzele: al otro lado de la frontera rusa, y pasó allí el día 16 en inquieta espera de correos montados: ¿vencerían los nuestros o los alemanes? En la noche del 17 vio claramente que habían ganado los alemanes. Y entonces, encubriendo ingeniosamente su deserción, cogió el aparato telefónico, informó como si acabara de llegar y explicó al agradecido Estado Mayor del Frente todos los pormenores referentes a los Cuerpos centrales que este de ninguna parte podía recibir.

Intempestivamente fueron sacados de la cama Zhilinski y Oranovski (puede ser que por los momentos en que Samsónov levantaba el percutor de su revólver), y, después de un día tranquilo, cayó sobre ellos la nocturna obligación de salvar, decidir y salir de la situación. El día anterior parecía que Samsónov debería responder del fracaso de la operación y de la retirada del Segundo Ejército: era él quien había dado orden de retirada. Ahora, las cosas tomaban un cariz distinto, porque resultaba que Zhilinski no había dado orden oportunamente al Segundo Ejército de retirarse y podía suceder que parte de la culpa del cerco recayera sobre él. ¿Dónde estaba la salida? En el siguiente telegrama: «El Jefe Supremo ha ordenado trasladar los Cuerpos del Segundo Ejército a la línea Ortelsburg-Mlawa…». Sin indicar la hora exacta del envío; lo hemos enviado a Samsónov y no es culpa nuestra que la línea telegráfica no llegue hasta allí.

Ahora se volvía a ordenar a Rennenkampf «organizar el envío de fuerzas de caballería para aclarar la situación del general Samsónov». A Blagovéschenski: concentrarse en Willenberg (no había que decir directamente tomar). A Kondrátovich: reunir en Chorzele (donde ya estaba) las fuerzas a su disposición (su guardia) y desde allí, en contacto con Blagovéschenski, actuar conforme dicten las circunstancias. A los pilotos: buscar el Estado Mayor del Ejército y los Cuerpos XIII y XV entre Hohenstein y Neidenburg. Todas estas órdenes se comunicarían verbalmente y de ningún modo por escrito. Y al I Cuerpo: ¡Máximo esfuerzo para ocupar Neidenburg!

Cuidado con el I Cuerpo, no tengamos algún percance: desde el 8 de agosto hay autorización del Mando Supremo para destacarlo más allá de Soldau, autorización que no hemos utilizado.