Le ayudaban a andar, le llevaban. Él no movía su cuerpo. Se limitaba a cavilar. Los estratos se habían hundido definitivamente, el polvo se había posado, todo estaba ya despejado y limpio. Habían terminado los movimientos confusos e inciertos. Y se le apareció con claridad el inundo actual y de los años anteriores.
Estaba ya libre la razón del tupido cendal que la envolviera y también se había desprendido del corazón la losa que lo oprimía: desde que junto a Orlau pasó revista a los soldados, les dio las gracias y se despidió de ellos, se había aliviado su alma. Aquellos pocos soldados no podían perdonarle en nombre de todo el Ejército o de toda Rusia, pero era precisamente este perdón el que ansiaba su alma. No pensó mucho en un posible tribunal: no se juzga a los de arriba. Les hacen reproches, los mantienen en la reserva, les envían a otro destino en fin, nada oprobioso. Quizá formen una comisión investigadora, pero sus diligencias serán vanas, porque ya no hay nadie que pueda averiguar y puntualizar lo ocurrido, es ya tarde. Ha sido designio de Dios y no somos nosotros los llamados a comprenderlo ni es esta la hora.
Iba pensando y pensando Samsónov, pero ya no a caballo, altivo, sino en carro, como un fardo, dando tumbos cuando el vehículo tropezaba con raíces y tocones y chocando con el hombro de Postovski, aunque sin cruzar una palabra con él e incluso como si lo hubiera olvidado por completo.
No pensaba en el Estado Mayor del Frente, ni en Zhilinski, no repasaba los agravios y los ultrajes que tanto le habían envenenado el alma. No buscaba argumentos para demostrar que de todo lo ocurrido era más culpable Zhilinski que él. Se había enfriado y esclarecido su ánimo y ya no le irritaba el que Zhilinski supiera salir de la situación limpio de polvo y paja. Era extraño que la acusación de cobardía lanzada por este hiriera tanto a Samsónov e incluso influyera en sus decisiones referentes a Cuerpos de Ejército enteros.
Es posible que pensara así: qué difícil le es al monarca elegir dignos colaboradores. La gente mala e interesada es más diligente que la buena y fiel, se las ingenia para mostrar ante el soberano su pretendida lealtad, sus pretendidas aptitudes. Nadie ve tantos farsantes como el zar. ¿Y cómo puede tener él, simple mortal, mirada divina para penetrar en ajenas tinieblas? De tal suerte es víctima de opciones equivocadas, y esas gentes egoístas son como gusanos que devoran el robusto tronco ruso.
Sus ideas hubieran sido propias de un altivo jinete, mientras él, en carro, daba vaivenes y bandazos.
Así transcurrían, tranquilas y generales, las meditaciones de Samsónov, meditaciones sin conexión con el objetivo perseguido por el grupo del Estado Mayor: encontrar un pasillo en el cerco y deslizarse por él. Y en un alto de sus cavilaciones no entendió, al principio, de qué le informaban: el camino que seguían hacia Janow estaba cortado, los alemanes se encontraban delante, en la carretera y hacían fuego sobre la salida del bosque. Los oficiales del Estado Mayor proponían dejar la dirección sur, seguir hacia el este, dar un rodeo hasta Willenberg, que, aunque más lejos, debía estar en nuestras manos, en las de Blagovéschenski. Samsónov asintió con la cabeza, Samsónov no hizo objeciones.
Hubo que retroceder, perdiendo verstas y tiempo, y tomar por un camino adecuado hacia el este. Samsónov tampoco se dio cuenta de esta elección ni de la pérdida de tiempo y distancias. Parecía que un muro espiritual le protegiera de toda posible molestia e irritación de la vida exterior. Y cuanto más rápido e irreversiblemente transcurrían los acontecimientos exteriores, más lentamente transcurría todo en el cuerpo de Samsónov, más minuciosos eran sus pensamientos.
Él sólo quería que fueran bien las cosas, pero habían ido mal, rematadamente mal. Pero, si abrigando buenas intenciones, puede uno llegar a tal situación, ¿qué podría suceder en la guerra al influjo de personas interesadas? Y si se repetían las derrotas, ¿no se reproducirían en Rusia los disturbios, como después de la guerra con el Japón?
Era extraño y doloroso que él, el general Samsónov, hubiera prestado tan mal servicio al soberano y a Rusia.
Debía de ser hacia el atardecer, el sol estaba ya bajo. Prevaleció entre los oficiales del Estado Mayor la idea de volver otra vez hacia el sur y buscar allí un pasillo. El comandante en jefe asintió con un movimiento de cabeza, sin entender a fondo.
Pasaban ahora por lugares detestables: habían abandonado la seca y alta arboleda y cruzaban por una depresión con matorrales y pegajosos caminos de arena y a través de infinidad de riachuelos y zanjas que era preciso salvar.
La patrulla cosaca de reconocimiento se había adelantado varias veces, pero al poco se oía un tableteo de ametralladora. Volvía e informaba: ocupado. También ese estaba ocupado.
¿Qué cosacos eran aquellos de la sotnia de escolta del Estado Mayor? Gente sin empuje, sin entereza, medrosa, que a los primeros disparos se metían entre los matorrales. Parecía que Rusia no pudiera ya dar cosacos: el atamán de Semirriechie y el Don no tenía para su guardia ni un centenar de buenos cosacos.
El comandante en jefe tendría hoy que pensar aún en muchas cosas. Postovski o Filimónov podrían sustituirle en la dirección, al menos, del grupo del Estado Mayor, pero los dos estaban desmadejados, y Filimónov había perdido la expresión codiciosa, absorbente y, erizado, resoplando, parecía enfermo de influenza. Y cerca de la aldea de Saddek, los oficiales jóvenes pidieron directamente al comandante en jefe autorización para atacar con la sotnia cosaca y abrir un paso.
Desde la linde donde se encontraban hasta las alturas próximas a la carretera mediaba más de una versta, era terreno descubierto y no prometía éxito, pero los oficiales insistieron vehementemente en que se les permitiera probar siquiera una vez, y Samsónov les autorizó. Como en sueños, sin discernir a fondo.
El coronel Viálov apremiaba a los apocados cosacos, estos escurrían el bulto, no salían del bosque, decían que los caballos estaban cansados. Entonces, el subcapitán Diusimetier, blandiendo el sable y gritando «¡hurra!», lanzó el caballo hacia la ametralladora, le siguió Viálov, luego dos oficiales más, y sólo entonces se echaron adelante los cosacos. Pero en tropel disperso, disparando desordenadamente, gritando más para animarse que para atemorizar el enemigo. Cayeron tres caballos y, cuando estaban a cincuenta pasos de la ametralladora, los cosacos dieron la vuelta hacia un bosquecillo lateral.
La visión de este oprobio devolvió a Samsónov la capacidad de actuar y decidir. Retiró a todos, prohibió a los oficiales emprender un segundo ataque y ordenó volver hacia el norte y girar otra vez hacia el este, hacia Willenberg.
Entraron de nuevo en el bosque, ya penumbroso, subieron a un camino pedregoso y avanzaron rápidamente, sin molestias, hacia Willenberg. Pero a tres verstas de la ciudad, a la salida del bosque, encontraron a un campesino polaco y le preguntaron si allí había muchos soldados rusos, a lo que respondió, muy sorprendido: «No, señor, no hay rusos, solo hay alemanes; hoy han llegado muchos alemanes».
Los oficiales del Estado Mayor estaban perplejos, desesperados. ¿Dónde podría encontrarse el Cuerpo de Blagovéschenski?
Samsónov se sentó en un ancho tocón, inclinó la cabeza hundiendo la barba en el pecho. Si hasta el Estado Mayor llegaba tarde para abrirse paso, ¿qué podía esperar el Ejército al día siguiente?
Los oficiales conferenciaban: había que pasar subrepticiamente por la noche; aquella noche era la última esperanza.
Mientras, Samsónov pensaba: era la voluntad de Dios. ¿Quién le había velado el discernimiento para que abandonara su Ejército? ¡Era la voluntad de Dios!
Y anunció con firmeza:
—Señores, quedan ustedes libres. General Postovski, encabece la ruptura. Yo regreso al XV Cuerpo.
(El XV estaba donde el XIII: justamente en aquellos momentos del atardecer, a veinticinco verstas del comandante en jefe, todo se mezclaba y dejaba de existir en tan fatídico cruce de caminos del bosque).
Pero, en haz común, todos los oficiales del Estado Mayor rodearon al comandante en jefe y, a una voz, cada cual con sus argumentos, trataron de demostrarle la imposibilidad, el desacierto, el absurdo, lo inadmisible, lo precipitado de su resolución. Él era el jefe de todo el Ejército y no tenía menos deberes… ante los Cuerpos de los flancos… y ante el Estado Mayor del Frente… sólo él podía, en las pocas horas restantes, unir las fuerzas… preservar a Rusia de la penetración enemiga…
Ayer aún, disconformes con la decisión de ir de Neidenburg a Nadrau, no se atrevieron a oponérsele con tanta insistencia. Se habían producido grandes cambios en estas horas.
Samsónov seguía sentado en su cercenado trono natural, escuchaba y cerraba los ojos. Pensaba: ¡qué ajenos le eran todos en el Estado Mayor! Eran hombres reunidos casualmente, con mentalidad, con alma distintas a las de él. Sólo Krímov era un hombre suyo, y había sido alejado.
Los argumentos de los oficiales eran de peso, pero Samsónov no oía en ellos un sonido puro. Se abstuvo de hacer incriminaciones, pero lo percibía: no se cuidaban ni de él ni del Ejército, sino de ellos mismos: nadie quería regresar con él, pero salir sin él les era reglamentariamente imposible.
Sin embargo, Samsónov no tenía ya fuerzas para discutir. Todavía peor: no le quedaban fuerzas para ponerse inmediatamente en camino, solo, con el ordenanza Kupchik, hacia la oscura lejanía.
Y nadie le propuso una solución intermedia, por ejemplo, concentrar allí todas las unidades de combate y abrirse paso con lucha. No se le ocurrió a nadie. Y seguía en pie la pregunta: ¿de qué modo se podía salir? «Con esta banda no salimos», pensaban todos refiriéndose a la sotnia cosaca. Y la dejaron en libertad: que se abrieran paso ellos solos, el Estado Mayor seguiría a pie. Parecía razonable que, por la noche, sin caminos practicables, resultara más fácil salir sin caballos. Además, por aquellos lugares vivían polacos, que estaban de su lado.
Samsónov seguía sentado en el tocón, la barba hundida en el pecho, como abstraído. El caudillo derrotado era el que conservaba más serenidad entre los oficiales del Estado Mayor.
Esperaba a que terminase el trajín que le distraía.
Esperaba a que se reanudase el movimiento monótono en el que era posible pensar tranquilamente.
Pero incluso después de desembarazarse de los cosacos, de desembridar y ahuyentar a los caballos, no estaban preparados los oficiales para la marcha nocturna, aún tenían que hacer algo. A la gris luz última de la tarde y primera de la luna vio Samsónov que estaban abriendo una fosa y que los oficiales depositaban en ella algo que sacaban de los bolsillos y que se desprendían de sí mismos. Lo veía sin atribuirle significado, no se sentía ya jefe de ellos con derecho a determinar o prohibir. Esperaba a que, por fin, lo llevaran.
Pero la figura baja, obsequiosa e insistente de Postovski se le acercaba, se inclinaba hacia él:
—¡Excelencia! Permítame advertirle… No se sabe qué puede sucedemos… Si caemos en manos del enemigo, todos los documentos, todas las insignias… ¿Qué necesidad tenemos de proporcionarle ese éxito?
Samsónov no comprendió qué nuevo éxito era ese.
—Alexandr Vasílievich, escondemos todo lo que no hace falta… Señalaremos el lugar… Volveremos luego o enviaremos a alguien… Si los documentos… todo lo que revela los nombres… Y hay que quitarse las charreteras…
—¡Las cha-rre-te-ras! —comprendió, al fin, gritó, mejor dicho, bramó Samsónov, al tiempo que se alzaba del tocón igual que un oso sale de la guarida. Como si, por falta de costumbre, no pudiera tenerse en pie, alargaba las extremidades superiores hasta que las depositó sobre los estrechos y bajos hombros de Postovski; y no daba crédito a sus ojos, no daba crédito a la débil luz de la luna que llegaba entre los pinos: sí, los hombros del jefe del Estado Mayor se hallaban limpios de charreteras, sólo una trabilla rota saltaba.
Y con aquella misma figura encorvada, con las extremidades superiores colgantes, pernituerto por lo mucho que estuviera sentado, dio un paso hasta el siguiente oficial y cayó sobre sus hombros: ¡limpio! El siguiente: ¡limpio!
—¡Señores oficiales! —rugió irguiéndose—. ¡Quebrantan el juramento! ¿Quién les ha autorizado…?
Y cada cual quedó como en posición de «firmes».
Pero no se arrepentían, no pedían perdón. No corrían a retirar de la fosa las insignias para volver a ponérselas. Los jóvenes oficiales dieron un paso común hacia él y volvieron a hablar con seguridad: no se podía permitir al enemigo que comprendiera a quién había hecho prisionero, era mejor que supusiera que se le había escapado; no se podía permitir que se ultrajara con el roce del enemigo los distintivos de honorabilísimos generales, estuvieran vivos o muertos; lo mismo que, en los regimientos, si no se puede salvar la bandera, esta es rasgada, quemada, enterrada, lo que se quiera, menos entregada. No se desprendían de las armas, sino de los distintivos y los documentos…
Quizá tuvieran razón… Pero el cambio había sido rápido: quince minutos antes, él todavía podía estar de acuerdo o no en seguir con ellos, eran ellos quienes se lo suplicaban, no se había hablado de las charreteras, ¿y ya era necesario entregar las charreteras?
Quizá fuera necesario. Pero él no podía.
Y, entonces, Postovski, a poca distancia, con dedos esmerados, solícitamente, zalameramente:
—Yo le ayudaré, Alexandr Vasílievich… Un instante… Ahora mismo… También la cruz de San Vladimiro tendrá que… Bien, se acabó… Nada más… Regístrese, por favor los bolsillos… Puede ser que lleve algo…
Lo mismo que si le hubieran desnudado, degradado, escupido a la cara, infligido un castigo corporal… ¿El reloj? ¿El medallón con el retrato de su mujer?… Se lo quedaba… ¿El sable donado por el zar? Hasta la muerte.
Pero un algo irrecuperable había sido perdido en dos minutos. Sus hombros eran otros. Su pecho era otro. Su cabeza no se erguía como antes. No era ya el comandante en jefe. Por eso no le obedecían ya. Bueno, hacía ya varias horas que no le obedecían. Llevarían con ellos hasta el fin su estatua como un ídolo de oro, como un diosecillo de salvajes, y entonces no caería sobre ellos la maldición.
Caería sobre él.
Pero también había algo más: con los distintivos habían desaparecido sus últimas preocupaciones. Se habían liberado definitivamente la cabeza, el pecho.
Estaban ya en marcha. Iban en fila india. Samsónov, allá hacia la mitad, mientras Kupchik, detrás de él, llevaba la manta del caballo. Al penetrar en un lugar donde el bosque era menos espeso, la escasa luz de la luna permitía distinguir los troncos, las matas, los montones de ramaje o el espacio libre, pero sólo lo más cercano, así como las figuras inmediatas. Delante iban con la brújula, medio a tientas, y cuando se detenían para comprobar, se detenía toda la fila. No se conseguía ir derechamente: a veces era una zanja que se interponía, o un lugar pantanoso, o una charca; luego había que rectificar otra vez la dirección.
Estaba libre el general Samsónov, podía pensar. Ahora ya, sin conversaciones, sin interrupciones, podía apurar el pensamiento.
Sin embargo… ya no tenía ningún pensamiento que apurar. Nada, todo estaba ya pensado y decidido. Todo limpio y recogido.
Lo único que posiblemente quedaba, para satisfacción personal, era recordar.
Pero lo que venía a su memoria no era la infancia de Ekaterinoslav. No era el liceo militar. No era la Escuela de Caballería. Ni los múltiples lugares donde había servido, ni sus compañeros de armas. Dejándolo todo atrás sobresalía, sin saber por qué, aquel templo castrense sobre la montaña, recio, amenazador, con intrincada colocación de ladrillos. Nacido en la Pequeña Rusia había vivido en Moscú, en San Petersburgo, en Varsovia, en Turquestán, en la región del Amur. Y, ajeno al Don, había llegado al amplio cerro de Novocherkassk. ¡Hacia allí podía volar libremente el alma! No hacia la parte superior, donde se alza Ermak, sino a la inferior, hacia la bajada Kreschenski, donde el granito se levanta muy poco sobre el adoquinado, y hay allí un capote y un gorro cosacos de fundición, y el dueño de estos objetos, Baklánov, acaba de estar allí, los ha dejado y se ha ido.
A la tumba, a la cripta de la iglesia. Entierran a un soldado.
Cuando hay victorias, para grabar en el granito…
Le costaba esfuerzo caminar: las piernas habían perdido la costumbre de andar bien, el ahogo era más fuerte, un ahogo asmático en un simple paseo, sin impedimenta.
Nuestro cuerpo se pone a prueba cuando perdemos la autoridad sobre los demás y no son ya los medios de locomoción ni los medios de protección, y no son ya las charreteras de general la expresión de tu ser, sino el corazón fatigado, el volumen incompleto de los pulmones, que parecen reducidos a una tercera parte, y las piernas débiles, las piernas inseguras: pisadas desiguales, tropezones, enganchones aquí y allá.
Y nos alegra no la feliz posibilidad de abrirnos camino y salir, sino cada parada de los que van delante, cuando puede uno recostarse en un tronco y respirar un poco.
A Samsónov le daba reparo pedir un alto, pero, quizá volviendo la mirada hacia él, se detenían cada hora. Kupchik aparecía en el acto, y extendía con presteza la manta para que se echara el comandante en jefe. Era un gozo alargar y descansar las piernas.
No se podía perder mucho tiempo: se iban las cortas horas de la noche, las últimas posibilidades. Hacía la medianoche la luna había bajado, las nubes la envolvieron y también a las estrellas más altas. La oscuridad era completa, no se veía nada, sólo por algún crujido, por tal o cual resoplido, por un tanteo se adivinaba la hilera errática. Mientras, el camino empeoraba, a veces chapoteaban en un pantano, se interponía un arbusto impenetrable, un espeso bosque de abetos. Se suponía peligroso el desviarse hacia Willenberg. Era peligro tropezar con una patrulla de caballería alemana. Era peligroso el extraviarse. Se agrupaban, se llamaban con un susurro de voz. Ya no se hacía alto. Cuando cerraba el paso alguna zanja, Kupchik y un esaúl cogían de los brazos a Samsónov y le ayudaban a cruzar. Lo trasladaban…
Lo que a Samsónov le pesaba era el cuerpo. El cuerpo únicamente. Sólo él le hundía en la fatiga, en el dolor, en el sufrimiento, en la vergüenza, en el oprobio. Para verse libre del oprobio, del dolor, de la fatiga no necesitaba si no verse libre del cuerpo. Era una transición libre, deseada, como una primera aspiración profunda que le llenara todo el recargado pecho.
Si por la tarde era aún el ídolo expiatorio de los oficiales del Estado Mayor, por la noche se había convertido en losa aplastante.
Lo más difícil era escapar a la atención de Kupchik; iba siempre detrás de él y de vez en cuando le tocaba la espalda o un brazo. Pero al rodear uno de los frecuentes arbustos, Samsónov engañó a su asistente cosaco: se echó a un lado y desapareció.
Iban pasando los crujidos, las pisadas. Se alejaban.
Habían desaparecido.
La quietud era absoluta. Un silencio universal completo, ningún choque de ejércitos, únicamente el soplo de una fresca brisa en la noche. Rumoreaban las copas de los árboles. No era un bosque hostil: no era ni alemán ni ruso, sino de Dios, y acogía en su seno a todos los seres.
Apoyado en un tronco, Samsónov escuchaba el ruido del bosque. El rumor cercano de la corteza que se desprendía del pino. Y el ruido aquel, allá en lo alto, en la bóveda celeste, purificador.
Cada vez se sentía más ligero. Había prestado un largo servicio militar, se había expuesto a todos los peligros y a la muerte, se había enfrentado a ella y estaba dispuesto a morir. Y nunca había sabido que esto fuera tan sencillo, un alivio tan grande.
Lo peor es que el suicidio se considera pecado.
Su revólver, con un leve rumor, se prestó dócilmente a que alzara el percutor. Samsónov lo depositó en la gorra caída en el suelo. Se desciñó el sable para besarlo. Palpó, besó el medallón de su mujer.
El cielo estaba velado, no se veía más que una estrella. Las nubes tan pronto la ocultaban como la dejaban ver. Cayendo de rodillas sobre las templadas agujas de los pinos, sin saber donde estaría el Oriente, se puso a rezar a aquella estrellita.
Primero, con plegarias aprendidas. Luego, sin plegarias: estaba de rodillas, miraba al cielo, respiraba. Luego comenzó a gemir en alta voz, sin contenerse, como toda criatura del bosque a la hora de la muerte.
—¡Señor! Si puedes, perdóname y acógeme. Ya lo ves: no he podido de otro modo, y no puedo de otro modo.