46

La sensación de limpieza fluía suavemente en el cuerpo. Se durmió sin darse cuenta y así despertaba también, aunque despierto, lo que se dice despierto, no estaba aún. No tenía fuerzas más que para separar los párpados y ver cerca de los ojos aquella hierba —intacta, igual, sedosa— de la cual venía limpieza a su cuerpo. Quizá se notara tendido sobre un costado, quizá viera también un extremo del calvijar, pero sin claridad, mientras la hierba ocupaba toda su desvaída y dispersa atención.

La hierba de su infancia. La misma, como si hubiera sido sembrada, que crecía en el descuidado patio de su finca de Zastruzhe y la misma que cubría la ancha calle de la aldea: espesa, fuerte, pero corta, impropia para la guadaña. En Zastruzhe había pocas casas, no echaban el ganado a la calle y tan raramente pasaba algún carro por ella que ni camino ni aun rodada quedaba, sino un herbazal continuo, por el que ellos se deslizaban con los chiquillos de la aldea.

Tuvo fuerzas sólo para mover levemente los dedos del brazo sobre el que estaba tendido y tocar la hierba. Sí, como aquella.

No tenía fuerzas para más. Salvadora, protectoramente, no tenía fuerzas ni para recordar qué fecha era, ni en qué lugar se hallaba, ni por qué estaba allí, ni la razón de tanta quietud. Pero la memoria se deslizaba ligeramente por las hierbas.

Hacia la ermita. La ermita de piedra en aquella calle, detrás de su cerca. No era ni siquiera ermita porque dentro de ella nadie podía ya erguirse. No sería más que un altarcillo aldeano bajo techado.

Hacía las oraciones. Se oficiaba delante de la ermita y hasta en pleno campo, cuando llegaba desde la iglesia parroquial, a cinco verstas de allí, la procesión de la fiesta del Tránsito que, en el verano de Kostromá, puede ser elegida de modo que termine con ella la siega del trigo.

¿Cuándo era el día del Tránsito? ¿Había sido ya, aún no?… No podía recordarlo. Quedaba precavidamente vedado todo lo que conducía al acercamiento, al despertar.

El honorable pope de blanca cabellera nunca llegaba en tartana, sino siempre a pie, con la cabeza descubierta. Llevaban los iconos. Dos mujeres para cada uno. Pero el elemento más nutrido de la procesión la constituían los chicos. Dos o tres de los mayores, muy tiesos, llevaban los estandartes rodeados por la bandada de chiquillos de grandes y rapadas cabezas, con camisas blancas y oscuras bajo el cinto, las gorras en la mano, serios ellos, sin zascandilear. Las chicas traían larguísimas sayas y se cubrían, hasta la más pequeña, con pañuelos: no debía ir al descubierto la cabeza femenina. Iban con calzado aldeano o los pies desnudos, pero muy limpio siempre el vestido, ¡y cuánta confianza simple, cuánta fe pura había en los rostros! La dulzura derramada borraba en las caras el gesto de travesura. Y dos estandartes solitarios iban como una fiesta por toda la amplitud de los contornos.

Conmueve todo recuerdo del lugar donde uno se ha criado. Para otros podría ser indiferente, sin nada digno de notar; para ti será siempre el mejor de la Tierra. Las melancólicas sinuosidades del camino vecinal bordeado de setos. La inclinada cochera. Las horas de sol en el patio. La cancha de tenis descuidada, sin valla. El cenador sin techo, formado con estacas de álamo.

Cuando se repartieron entre los diez hijos los menguados bienes del abuelo, su padre renunció a toda parte y pidió únicamente Zastruzhe, buen lugar sólo para el alma, solitarios paseos de meditación sobre la vida frustrada, porque ya entonces no quedaba allí cultivo alguno, el campo no bastaba sino para dar de comer a la familia del encargado de la finca (que era el mozo de cuadra) y sólo por Navidad y Pascuas enviaban a Moscú para los amos dos o tres pavos y una bola de manteca. Pero en otros tiempos elevó allí su casa de dos plantas y severo estilo el teniente de caballería de la Guardia Egor Vorotíntsev, y el caligrafiado ucás por el que la emperatriz Isabel hacía donación de la finca se guardaba en el piso que tenían en Moscú.

De aquel ucás, de aquel teniente partía la vida del nuevo Gueorgui, empalme de la línea militar después de dos generaciones civiles. (Vagamente estaba convencido de algo más relevante: que ellos eran una rama de la extinguida estirpe de los Vorotinski de Ugra, del glorioso caudillo Mijailo Vorotinski, quemado en la hoguera por Iván el Terrible, que veía en él a un rival. Pero faltaban eslabones y era indemostrable).

Tenía ya los ojos completamente abiertos y veía todo el calvero, la salpicadura de varios robles en el continuo mar conifero, la luz crepuscular, cuando de pronto recuperó el oído y llegó hasta él el tonar de la artillería, no muy lejano ni espaciado. Y de un tirón desapareció toda la desmadejada tranquilidad, volvió a hervir la vacía caldera del alma y fulguró como marca de hierro al rojo vivo:

¡Samsónov se despedía del Ejército! Había sido hoy, a pocas verstas de allí. Todo estaba perdido, no se podía prestar ninguna ayuda.

Y ya no estaban con él sus estlandeses, convencidos por él, devueltos por él al frente y quizá sacrificados en vano.

Y ya no estaba con él el caballo. Los caballos, eran dos. ¿Y Arseni?…

Vorotíntsev levantó sobre el codo el molido cuerpo, miró a izquierda y

derecha en busca de Arseni. Volvió el cuello, notó dolor en el hombro y la mandíbula, y le vio detrás de él. Estaba echado de espaldas, brazos y piernas extendidos, con la cabeza apoyada en un tronco. Si dormía era con los ojos entreabiertos. No, no dormía, miraba, pero con la cara serena del que duerme.

Era el único que quedaba. Había ido a influir, a ayudar a todo un Ejército.

Y quedaba solo con un soldado.

—¿Hemos dormido? —preguntó inquieto.

Arseni tardó en distender la boca en una contestación no castrense:

—Vaya que sí.

—¡Cómo es posible! ¡No deberíamos haber dormido! —se asombró Vorotíntsev. Pero aún no tenía fuerzas bastantes para ponerse en pie y no hizo sino dar la vuelta sobre el otro costado, hacia donde estaba Arseni. Sacó el reloj, pero tampoco mirándolo pudo fijar las ideas.

El cuerpo tiene su cadencia, su ritmo admisible. Por rápidos que giraran los regimientos y las divisiones como absorbidos por un embudo hacia la sima de la derrota, el ovillo del cuerpo no podía comenzar en ese torbellino su movimiento propio y contrario hasta que en él no terminara el de rotación, algo ocurrido anteriormente, y ese algo no se desprendiera a través del sueño inmóvil y de la indolencia aquella con observación de las hierbecillas cercanas. El cuerpo había de vivir un período de letargo y recuperación: desde la velocidad anterior con su particular sentido hasta la nueva velocidad, con el suyo.

¿Cómo era posible que hubiera dormido? ¡Y casi cuatro horas! Se habían echado por cinco minutos… El Ejército perecía, existía aún la posibilidad de salvar a alguien, de hacer algo, ¡y él dormía!

—¿Por qué no me has despertado? ¡Tú sabías que no debía dormir!

Arseni dio un chasquido con los labios, suspiré, bostezó:

—Es que yo también me he dormido… Estaba tres noches sin dormir. Y usted, ya cinco. ¿Adónde íbamos a ir?

Tenía razón, el cuerpo se lo agradecía, aplastado sobre la tierra y todavía sin poder levantarse. Pero no sabía el soldado que si el coronel se había dejado caer al suelo no era por cansancio. Desde cinco días antes, al salir de Ostroleka, había ido de un lugar a otro a caballo convenciendo, exhortando, hasta dejarse caer allí. De desesperación. Hasta entonces no sabía lo que era la desesperación y no se perdonaba el haberse dejado ganar por ella. Se había tumbado, remoloneaba, recordaba el pasado, y el pasado no se evoca en las horas de buen ánimo.

Recuperaba la conciencia enajenada. Pero ni aún ahora podía Vorotíntsev apreciar la dimensión toda del desastre, inabarcable, ingobernable. Ya no se podía salvar ni todo ni la mayor parte. Pero ¿se podía salvar aún algo? ¿Se podía aún hacer algo? En este momento recordó que, con el caballo, había perdido el plano. Estaba ciego.

Gimió, se golpeó con el puño en la frente. Venciendo la debilidad del cuerpo —agradecido por el descanso— encogió las rodillas, se las abrazó. ¡Si por lo menos tuviera el plano!

Quedaba la cabeza y, en ella, la configuración general aproximada. Pero eso era insuficiente.

Vorotíntsev se volvió más hacia Arseni. Bajo la atención del coronel este se incorporó de mala gana, apuntaló el cuerpo poniendo los brazos hacia detrás, pero no movió sus largas piernas. Se le había caído la gorra, tenía la cabellera revuelta y el aspecto fosco, como después de una borrachera. Pestañeaba.

—Te he metido en la trampa —dijo Vorotíntsev—. Si te hubieras quedado allí no estarías ahora cercado.

—Puede ser que allí estuviera ya sin cabeza —la movió concesivamente Arseni—. Lo ido hay que darlo por perdido.

Vorotíntsev se asombró una vez más de la dignidad de este soldado: cómo sabía, sin transgredir la subordinación, ser él particularmente. Sin indulgencia de superior, como dirigiéndose a un hombre de sus medios, le dijo en voz baja:

—Pero, no creas, saldremos de esta.

—¡Pues no faltaba más! —sacó los labios Arseni—. ¡No salir de un bosque como este!

—Sí, me parece que no se acerca a la carretera. En la carretera están los alemanes.

—Bueno, podemos pasar el otoño aquí. Hasta que retiren la gente.

—¿Pasar el otoño aquí?

—Nos ocultaremos en una cabaña hasta el invierno. Con raíces y bayas siempre podremos vivir.

—¿Tres meses?

Blagodariov entornó los ojos como si mirara a la lejanía:

—Otros han vivido. Años enteros.

—¿Quiénes son esos otros?

—Bueno, en el desierto, digamos.

—¡Pero nosotros no somos anacoretas! Reventaríamos.

Con conocimiento de causa miró de reojo Blagodariov desde su altura apuntalada:

—Cuando es necesario, todo es posible.

—Somos militares y no monjes. Hemos de salir de aquí. Y cuanto antes, mientras nos queden fuerzas. El estómago ladra, ¿no?

—Se ha cansado ya de ladrar —bostezó Arseni con los dientes vacíos.

El sueño les había infundido fuerzas. Ya no se trataba de reunir batallones, sino de abrirse paso ellos mismos. Vorotíntsev debía llegar al Cuartel General, encontrar la verdad y contar la verdad. En tal caso, su viaje no sería en balde. Ese era su deber, exclusivamente de él en todo el Ejército cercado. Además, para reunir los batallones estaban los oficiales.

De nuevo le pareció recuperar el oído. Prestó atención: silencio. Ya no disparaba la artillería. Algún que otro lejano disparo de fusil. A veces, dos o tres seguidos.

Esto podía significar que todo había terminado.

Se incorporó él también. ¡En pie! (Sí, pero cuidado con este brazo, duele el hombro). Resultó que ponía atención en lo que Arseni hacía: este, disipado el sopor, parecía mover las orejas y miraba atentamente entre los árboles.

Era como un crujido de pisadas.

Iba uno solo, con paso inseguro.

—Es de los nuestros —determinó Arseni.

No podía ser de otro modo, si iba solo.

Pero se quedaron pegados al suelo.

El otro seguía andando. Con esfuerzo. Era un oficial. Delgadillo. Más que joven, un chiquillo. ¿Un herido?

¡Cómo le pesaba el sable! Había algo en él conocido.

—¡El subteniente! —lo identificó, gritó y se levantó Vorotíntsev—. ¿El de Rostov?

Del susto y, en el acto, de la alegría, se echó hacia atrás el lampiño subteniente:

—¡Oh, señor coronel!

—Pero ¿no lo evacuaron? ¿Viene a pie desde el hospital? —sin dejar contestar añadió—: ¿No tendrá usted un plano, por casualidad?

El subteniente no llevaba biricú, sino correas verticales con tirantes que bajaban de cada hombro al cinto. Y en la estrecha figura, una bolsa de oficial del tamaño mayor, repleta.

—¡Claro que sí! —se le animaba el pálido semblante al subteniente y abría la bolsa, ya solicitando el elogio—: ¡Y muy detallado, es alemán! Lo encontró en Hohenstein y uní las láminas en el hospital.

Hablaba con esfuerzo. Y se mantenía de pie con esfuerzo. ¿Sentía náuseas, querría echarse?

—¡Es usted magnífico! ¡Magnífico! —Vorotíntsev le daba palmadas en la espalda—. ¿Dónde está herido? ¡Ah, sí, conmoción! ¿Qué tal la cabeza? ¿Se le pasa? Venga, eche el capote al suelo y túmbese por ahora, está pálido… Le he dicho que se acueste.

Desplegaba ya el plano, lo extendía sobre la hierba.

Y ya pendía sobre él, se inclinaba como el águila sobre la víctima. No se podía concebir que hubiera estado durmiendo media hora antes, que fuera capaz de aquietarse y estar acostado.

—Arseni, dame unas ramas para sujetar los lados. Bueno, subteniente, explíqueme su itinerario.

Vorotíntsev estaba de rodillas ante el plano, mientras Jaritónov, echado de bruces, había amontonado el capote bajo el pecho para quedar algo más alto. A veces tomaba aliento, entornaba los ojos, pero procuraba hablar sin intervalos, con precisión y voz animada. Contaba y señalaba con los dedos, sin ningún adorno ni uñas crecidas, cómo el día anterior por la tarde había salido de Neidenburg y que la carretera estaba ya en manos del enemigo, cómo se había acercado a ella y retrocedido y dónde había pasado la noche. Hoy había ido hacia Grünfliess, pero…

—¿Cómo, Grünfliess también? ¿Cuándo entraron?

—No quisiera mentir… hará unas tres horas…

Mientras ellos dormían…

… Cómo pensaba encontrar a su regimiento en el XV Cuerpo…

—¿Dónde cree que nos encontramos ahora?

—En ese punto, exactamente. Más allá tiene que haber un espacio talado, luego la linde del bosque y desde allí se debe ver Orlau.

—¡Muy bien, subteniente! Nosotros hemos venido por allí. Sólo que ya no tiene por qué buscar su regimiento.

Tenía un plano, tenía un punto de partida. Lo demás dependía de la mirada y la inteligencia. Las ideas se reunían rápidamente en el sentido necesario, como el artillero corre hacia el cañón y la compañía se apresta a la voz de «¡a las armas!». Todas las unidades rusas se precipitaban hacia donde estaba la boca de la gran bolsa: quizá no estuviera cerrada aún. Todos procuraban alejarse del muro occidental alemán. Nosotros saldremos lo más cerca posible a él. Los alemanes tampoco se detienen aquí mucho, siguen adelante para cerrar el anillo. Tampoco hay caminos de caballería, tanto mejor para un pequeño grupo. Y los vecinales van precisamente hacia el sureste, que es nuestra dirección. Sólo hay que dar un rodeo de unas tres verstas para contornear el triángulo sin árboles de Grünfliess. Sigue el bosque, más allá. La vía férrea pasa por la espesura. No puede ser que vaya nadie por la vía. Luego volveremos a los senderos del bosque. Y aquí está el único sitio estrecho, dos veces a media versta, en la aldea de Moldtken, donde el bosque llega hasta el borde mismo de la carretera. Por ahí hay que pasar. Otra cosa buena: es el camino más corto. Menos verstas significa menos fuerzas y más de prisa. Es un cálculo equivocado esconderse en el bosque y esperar a que se vayan de la carretera, ellos son capaces hasta de tender alambre espinoso. No, hay que salir cuanto antes. Pero esta noche ya no podemos. Bueno mañana por la noche. De aquí a entonces hay que llegar a la carretera. Tal es el itinerario, el tiempo, el lugar, el plan.

En el plano extendido verdeaba ante Vorotíntsev el bosque de Grünfliess, un macizo enorme, pero dividido cuidadosamente en 250 cuadrados numerados, contado recorrido, sometido a los guardabosques. ¿Por qué no tenía que someterse a él?

Algo de lo que iba pensando lo decía a Jaritónov. Este sería el lugar débil. Pero era tan irrecusable el impulso del subteniente, escuchaba con tal resplandor de libertad en la cara el plan del oficial superior, mientras aún sacaba fuerzas de la hierba, de la tierra, que era indudable: no fallaría.

Y Blagodariov, los grandes pies desnudos a la caricia de la hierba, miraba erguido en toda su talla y dejando caer el cuerpo sobre una pierna. Parecía mirar desde la altura de un aeroplano la Prusia allí extendida. Ahora estaba capturada, era de ellos.

Pocas horas antes, en este mismo lugar, Vorotíntsev había caído en el embotado decaimiento de la impotencia. Una hora antes no tenía fuerzas ni para pensar lo que debía hacer. Ahora se había configurado un plan indudable, y le parecía ya inconcebible perder un instante. Sus ballestas se tensaban y le impulsaban: ¡de prisa, cuanto antes!

—Arseni, coge de esas dos puntas.

Hicieron girar el plano y lo orientaron por la brújula. Su pequeño y extraviado calvijar se integró en el riguroso sistema del bosque. Y la senda transversal indicó por donde se debía comenzar la marcha.

—¿Qué tal, vamos? —preguntó con impaciencia. Y con temor por el subteniente—: ¿Se siente mal, eh? ¿Quiere descansar un poco más? De buena gana, pero:

—¡Estoy dispuesto, señor coronel!

Arseni emitió un fuerte chasquido con los labios y comenzó a calzarse.

Vorotíntsev plegó cuidadosamente el plano teniendo en cuenta los dobleces inmediatos que necesitaría y trazó nuevos pliegues para salvar los anteriores ya borrosos.

Al oeste de ellos tenían cerca un espacio despejado, pero por allí no penetraba el sol, hundido en la profundidad del bosque. Los troncos broncíneos se alzaban oscuros y sólo las altas copas despedían aún reflejos dorados.

—¡Venga! —ordenó resueltamente Vorotíntsev al tiempo que observaba cómo se balanceaba el sable en el costado del subteniente—. ¡Tírelo!

—¿Cómo? —preguntó Jaritónov sin comprender.

—¡Que lo tire, hombre! —señaló desenvueltamente Vorotíntsev—. Se lo ordeno, respondo yo. Tampoco tardaré yo mucho en tirarlo.

Pero lo dejó en su sitio.

—Entonces… ¿lo rompo, señor coronel?

—Si tiene fuerzas, rómpalo. Tú, Arseni, irás el último. Lleva el capote del subteniente.

Contuvo con un ademán la protesta de Jaritónov.

Iban uno detrás de otro. Ahora sólo con la bolsa de campaña y el revólver en la funda, el delgado joven marchaba esforzadamente, erguido, con la cabeza alta, entre el robusto coronel, de pies ligeros, y el soldado que andaba a grandes zancadas. Además de los dos capotes, dos fusiles, la mochila a la espalda, platos y cantimploras, Blagodariov llevaba aún, al parecer sin el menor esfuerzo, una caja de cartuchos intacta y la pala de zapador que le golpeaba la cadera.

Cruzaron los tres cuadrados previstos, giraron. Cruzaron otro medio rectángulo. Una oscuridad prematura se adueñaba ya del bosque, pero Arseni vio a un lado del sendero, cosa de diez árboles más allá, a un hombre sentado en un tocón.

—¡Huuu! —ahuecó la voz—. Ahí hay uno sentado.

Todo el bosque era así ahora, cada mata podía tener vida.

Miraron los oficiales. Allí estaba sentado. No disparó.

No huyó. No se escondió. Pero tampoco corrió al encuentro de ellos.

Se puso en pie. Fue hacia ellos lentamente.

En el sendero aún había luz suficiente para ver que iba todo él manchado de tierra y con la cara sucia, pero altiva y severa. Alférez. También sin sable. Advirtió las insignias del coronel, titubeó sin saber si saludar reglamentariamente. No saludó ni se irguió demasiado. En el bosque como en el bosque. Frunció las cejas. Tardó en presentarse, después de reflexionar, al parecer:

Vorotíntsev, en estos minutos, había atisbado debajo del capote abierto, la insignia universitaria. Y como todo soldado y oficial habituado a calcular lo que en su regimiento podría ser su interlocutor, midió también a Lenártovich. Pensó también en lo oído: el regimiento de Chernígov. Tenía la seguridad de que no podía estar cerca. Por lo demás, todo se había mezclado.

—¿Está herido?

—No. —Fosco, independiente, añadió—: Pero por poco me matan.

—No le entiendo —replicó duramente Vorotíntsev.

Contados son los que no pueden decir «por poco me matan». Puede ser un relato para oído femenino, después de la guerra.

Lenártovich señaló hacia atrás por encima del hombro.

—Pensaba entrar en la aldea. Pero allí ya están los alemanes. Una ametralladora me ha tenido tumbado en un campo de patatas. No sé como he salido de allí.

—¿Y dónde está su sección? —apremió Vorotíntsev. En el cielo gris veíase la luna en cuarto creciente, pero en un bosque como aquel no podía dar mucha luz. Sin embargo, no se podía perder la noche. Corría por el cielo una franja de nubes oliváceas, a mechones, pero no auguraba mal tiempo. Y no prestó atención a lo que respondía el alférez, quizá tampoco lo hubiera creído, aparte que era poca cosa el destino de aquel alférez entre la gran confusión del Ejército. No desearía tener uno igual en su regimiento, aunque intuía que de este estudiante, con su desprecio por el servicio militar, se podía aún moldear un hombre de armas. Apuesto, la cabeza erguida.

Rápidamente:

—¿Se queda aquí o viene? Vamos a abrimos paso.

Un instante de vacilación; luego con más viveza que antes y plena disposición:

—Si usted permite.

Tajante, ásperamente:

—Una advertencia: todos los servicios y deberes se cumplirán sin considerar el grado. Hay sanos y hay heridos: es la única diferencia.

—¡Bien, bien! —aceptaba vivamente Lenártovich.

Al fin él era un demócrata, a él sí le molestaba lo de «superior» e «inferior».

—¡En marcha! —movió la cabeza Vorotíntsev.

Y echaron a andar.

Lenártovich estaba ciertamente satisfecho de haber dado, por lo visto, con gente segura. Poco antes había tenido que restregar la boca por la tierra granulosa del campo de patatas, le había salpicado la tierra que levantaban las balas próximas, se despedía ya de su vida —incumplida, casi no comenzada, ¡su querida vida!—, mientras se deslizaba con movimiento de gusano para retroceder y salir del inacabable surco, sin levantar ni una sola vez la cabeza; después de todo eso había vagado inconscientemente por el bosque y, ensordecido, con las manos arañadas, temblorosas y un dedo dislocado, escupía y escupía la tierra, se la sacaba de la nariz y las orejas.

Entregarse prisionero había resultado mucho más difícil que combatir sin cuartel. Así es la guerra: uno no puede darla de lado, desentenderse de ella.

Y si ahora no había despertado sospechas, no le habían recusado, le prometían sacarle del cerco, no quedaba sino ir adelante, disparar, combatir. Si querían matarte, si casi te matan tenías derecho a responder del mismo modo, o eras un hazmerreír.

Vio que el soldado llevaba cantimplora, tenía la garganta seca y áspera de sed, pero no se decidió a pedir agua.