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Parecía que un juego deliberado había puesto al XIII Cuerpo en el lugar más incómodo para retroceder. Los lagos estaban situados de tal modo que no podía escapar por el único camino posible de salvación. Tenía que ir oblicuamente hacia el sudeste, pero se le cruzaba en el camino el lago Plauziger, de siete verstas, que extendía sus extremos como dos brazos paralizadores y le decía malignamente con la profundidad azul de sus aguas: «¡No te dejaré pasar!». Más allá del extremo del brazo izquierdo venía la presa del Schlaga-M, luego una cadenilla de pequeños lagos y, seguidamente, otra vez las hostiles aguas prusianas —las alas de siete verstas del lago Maranzen— cerraban el camino al Cuerpo. Después de pagar caro el paso por Schlaga-M y cuando, al fin, consiguió abrirse camino hacia el sudeste, el Cuerpo se halló de nuevo ante una sola escapatoria, en Schwedrich —el puente y la presa—, y tuvo que deslizarse por allí convirtiéndose en un fino hilillo. Y cuando se hubo deslizado no se halló en una ancha extensión para su movimiento sesgado, sino en un pasillo que iba de norte a sur entre dos obstáculos: detrás, la cadena de lagos ya pasados; delante, el lago Lansker, diez verstas, y el collar de lagunas unidas por el fangoso río Alie. Y una vez salvado este segundo obstáculo, el Cuerpo dio con otro del mismo género: el ramificado lago Omulef, que tendía sus alas, cerrando el paso, a lo largo de seis verstas. Y ya no podía ir hacia donde precisaba, sino dejarse llevar sumisamente hacia el sur, a chocar con el vecino XV Cuerpo, y más hacia allá, donde los caminos estarían ya cortados por el enemigo. E incluso después de dejar atrás el Omulef se encontró en el extenso bosque de Grünfliess, de modo que el único camino bueno, directo, el de Grünfliess-Kalterbon, le venía transversalmente, y para abrirse paso no le quedaban más que los sinuosos del bosque.

Precisamente este desdichado XIII Cuerpo, que ya tenía a sus espaldas más andaduras que nadie, tuvo que recorrer en cuarenta horas setenta verstas desde Allenstein, sin un trozo de pan y sin dar de comer a los caballos ni desengancharlos.

Pero quizá sólo el caballo comprende la particularidad de ese tipo de combate llamado huida. Para que los de abajo vayan a la ofensiva tienen los de arriba que buscar consignas, argumentos, tienen que otorgar condecoraciones y prorrumpir en amenazas y, en ocasiones, ir ellos mismos delante. En cambio, la huida es comprendida instantánea e inequívocamente por todos, de arriba abajo, y el inferior se compenetra con esta tarea sin oponer más resistencia que el jefe de un Cuerpo de Ejército. Con vehemente impulso la acepta cualquiera que acaba de ser despertado, otro que no ha comido tres días, este que anda descalzo, aquel que está desarmado, la aceptará el enfermo, el herido, el necio; y sólo se mostrará indiferente el que no puede ya despertar. En noche cerrada, en día desapacible es esta la única idea que todos hacen suya y por la que todos están dispuestos al sacrificio sin pedir recompensa.

Sin ir más lejos, la noche anterior no podía acudir el XIII en ayuda del XV porque estaba extenuado y se había rezagado el servicio de suministro. Pues al día siguiente nadie gruñía contra las cocinas rezagadas, nadie pedía jornada de descanso, sino que, con celeridad inaudita, el Cuerpo retiraba de los bosques y pasos entre los lagos sus dispersas unidades.

Menos las retaguardias.

En el ejército ruso del año catorce, las retaguardias no se salvaban entregándose. Las retaguardias morían.

En Hohenstein, el regimiento de Kashira y dos batallones del Neva fueron atacados circularmente por el cuerpo de Below, y dos baterías rusas fueron aplastadas por dieciséis cañones pesados alemanes y por setenta ligeros. Pero el regimiento siguió combatiendo sin artillería hasta las dos de la tarde, contraatacó para recuperar la estación y hasta el anochecer siguieron combatiendo algunos hombres, individualmente, apostados en los edificios. El coronel Kajovskoi, muerto al lado de la bandera, había ganado tiempo, como se le ordenara.

En un paso entre lagos, cerca de Schwedrich, se había atrincherado el regimiento de Sofía, el más completo por entonces, y allí mantuvo un sangriento combate hasta las tres de la tarde. Así expió una vieja culpa: desde 1812 pesaba sobre él una mácula y no era llevado a las paradas, porque en la época de Borodino[31] y en el campo de aquella batalla un soldado del regimiento, al paso del zar, se dirigió a este en son de queja. Ahora, tres compañías formaban una, y juntas no reunían ni cien hombres. Pero también se quedaron atrás sus perseguidores.

El XIII Cuerpo se retiró de todos los peligrosos y apartados lugares.

Pero no le valió el heroísmo de su retaguardia: no pudo ya desplegar en ancho frente, y el 16 de agosto finalizaba ya. En una noche tenía que deslizarse detrás del XV Cuerpo, que a su vez se agolpaba y debatía en los mismos caminos. Aparte de que no era ya un Cuerpo de Ejército, pues raro era el regimiento que merecía este nombre, por no tener más que algunas compañías. Cierto, aún quedaba un centenar de cañones y no había partido la brigada del parque con los proyectiles; además, hacia el mediodía se presentó a Kliúev el 40 regimiento del Don, completo, brioso, recién llegado de Rusia, con un aspecto excelente; era la caballería del Cuerpo que había faltado en toda la batalla.

Al general Kliúev no le alegró esta nueva carga y no supo qué hacer con el regimiento del Don. Aún menos le alegró la orden de asumir el mando de los tres Cuerpos, que Péstich le había entregado. ¡Qué gente tan hábil!, ellos se iban y dejaban a Kliúev perecer en el cerco. Además, ¿dónde podía encontrar a los otros dos Cuerpos cuando no sabía bien dónde estaba el suyo?

Había sólo una ventaja: Kliúev había considerado hasta entonces que reservaban a Martos para la retirada los caminos más cómodos, los occidentales, y a él le asignaban los que iban a través del bosque. Ahora podía disponer a su gusto.

Y casi al anochecer, sin explorar los caminos ni saber quién había en ellos, viró desde el lago Omulef no hacia la izquierda, como se le había ordenado, sino hacia la derecha. Y se incrustó en las retaguardias del XV Cuerpo.

Este había agotado hasta tal punto al enemigo en los días anteriores que ahora tenía segura una retirada sin obstáculos: sólo la artillería abría fuego en su seguimiento y los alemanes no ocupaban más que los lugares que el Cuerpo iba abandonando. Pero retrocedía sin Estado Mayor, sin muchos de sus mandos superiores, caídos o desaparecidos, y medio día antes de lo requerido por el plan «deslizante», con lo cual lo desarticulaba. Hasta el crepúsculo mantuvieron el «escudo» sólo los restos del XXIII Cuerpo, no se sabe con qué fuerzas lo haría, mientras que el XV, por la pérdida de los caminos de Neidenburg, se adentraba más y más en el dilatado bosque de Grünfliess, tenebroso ya mucho antes del atardecer.

Allí chocaron los Cuerpos en ángulo recto, en un funesto cruce y ya en lo más cerrado de la noche; en un lugar donde de día cuatro carros no podían maniobrar para darse paso tenían que pasar de noche dos Cuerpos de ejército, uno a través del otro. Si hasta aquella hora podía admitirse que aún existía el Segundo Ejército ruso, desde este cruce fatídico dejó de existir.

La de maldiciones e insultos, la de veces que unos y otros agarraron las riendas y varas de los carros para apartarlos, la de latigazos que se propinó en los belfos a las caballerías, la de ramas que fueron rotas son cosas que sólo pueden calcular los que han estado en el frente. A la cabeza de las columnas no venían, desde luego, jefes de alta graduación, y los inferiores que iban, invirtieron mucho tiempo en darse gritos, en reconocerse e idear la solución: ponerse en el cruce como postes, agarrar a cada soldado por el hombro y preguntarle a qué unidad pertenecía y, de tal suerte, encaminar todo el XIII Cuerpo hacia el este, en dirección de Kaltenborn; y el XV y el XXIII hacia el sur. Es decir, tantear a los dos Cuerpos y darles paso no en cruce, sino por caminos distintos.

Como infernal y lóbrega hendidura apareció aquella encrucijada del bosque donde, de día, un sol apacible alumbraba a través de apacibles pinos. Tras de haber ejercitado su garganta en el cruce sin llegar a enronquecer, no obstante, Chernega cerró la boca, pues había visto ya pasar todos sus carros, y no reconoció el cruce como el lugar donde cinco días atrás les empujaba la infantería del servicial y pecoso subteniente Jaritónov. Y en aquel tenebroso camino por el que siguieron más adelante tampoco reconoció el que de día, entre su frescor, habían recorrido ya una vez viniendo de Omulefoffen y regresando a él.

Las masas, repartidas por dos caminos, fluyeron por el bosque al azar, a tientas, deteniéndose de vez en cuando. Anduvieron los soldados dos días sin comer, sin agua en las cantimploras, con la garganta seca, sin fe en sus generales ni convicción en que había razones para llevarlos de tal forma, ocultando ya el número de su compañía para que no se le identificara, y, simplemente, dejándose caer a un lado y durmiéndose allí mismo.

Sólo la caballería, cuya movilidad y velocidad estaban fuera de lugar todos estos días, aprovechaba ahora su aptitud. Alcanzaba un jinete a otro, mejor dicho, un cosaco del Don a otro y, así iban formando una sola columna. Había llegado hasta ellos el irreparable desquiciamiento de las unidades y el desquiciamiento de las mentes tras el cual no es posible ya reconstituir un ejército. Y la caballería marchaba hacia donde, a su entender, había aún salida: en la parte más lejana la bolsa. Pasaron con luz del día el fatídico cruce donde todo se entremezclaría luego. Las aldeas donde al amanecer y durante el día siguiente combatiría la infantería rusa, quedaron a sus espaldas antes de que llegaran los alemanes. Y las veinte verstas de camino entre el bosque, que al día siguiente sería para la infantería camino del cielo, los caballos lo cubrieron briosamente. Sobre la marcha, los del Don dieron con el legendario Von Torklus, a quien su división no podía encontrar, y se lo llevaron; lo mismo hicieron los dragones con el Estado Mayor del Ejército. Willenberg estaba ya en manos de los alemanes, viraron otra vez, irrumpieron en el bosque, tendieron en Chorzele un paso, un puente de retaguardia y siguieron adelante.

No era tan poco: ¡vengan las baterías, los parques, la infantería! Abríos paso, os esperamos, os apoyamos.

Pero, quién sabe por qué, nadie llegaba.

El día 16 por la mañana existía el Segundo Ejército; al atardecer, era una multitud ingobernada y promiscua. El día 16 por la mañana, los cosacos del Don eran una fiel unidad del ejército de Rusia; por la tarde habían comprendido por sí mismos que antes son mis dientes que mis parientes.

¡Con la madrecita Rusia está uno perdido! La gente del Don tiene su propio destino, ¡venga, cosacos, adelante!

Sin que se les pudiera reprochar nada, porque no comenzaron ellos.

En la descarga de un carrete magnético escolar sabe hacerse presente, como un augurio, la incomparable tormenta de los cielos.