44

Sólo aquella mañana había experimentado Sasha Lenártovich esa sensación extrañamente alegre, extrañamente salvaje, extrañamente bestial de victoria. ¿Victoria sobre quién? Victoria ¿para qué? No se habría perdonado esta sensación animal si no se hubiera evaporado por sí misma poco después.

¿Qué había dado esta victoria al regimiento: una columna de prisioneros, la captura de cañones? Nada. Y no podía dar nada. No hizo más que prolongar los sufrimientos, multiplicar los sacrificios. Esta victoria no había puesto fin a los combates ni merced a ella había transcurrido mejor el día. Por el contrario: el fuego de la artillería alemana no les había dado un minuto de reposo; los alemanes no gastaban hombres en contraataques: sus cañones golpeaban sin cesar. La variedad de calibres de sus piezas era mucho mayor y eran muy superiores por la cantidad de proyectiles. Los vencedores de la mañana fueron todo el día diana viva, y más de una vez esperaron una muerte segura. Y bajo el fuego cavaban más hondo, abandonaban lo cavado, se apartaban; los heridos se arrastraban, se los llevaban.

El fuego no había sido nunca intermitente y a veces adquirió el carácter de huracanado. Vacío, mentalmente fatigado, flojo, sintiendo aversión hacia sí, Sasha tenía perdida la esperanza de vivir hasta la noche. Hecho un ovillo en una protección de profundidad incompleta, se despreciaba como carne de cañón y despreciaba en él la carne de cañón. Qué se podía esperar de los demás, gente no desarrollada e ignorante, si él, hombre de pensamiento activo, no podía idear nada ni contraponer nada, y estaba allí, en la zanja mal cavada, con la cabeza entre las rodillas para más seguridad, pensando ese que viene es para mí, esperando pasivamente, ya sin deseo de vivir;

intentó fijar su pensamiento en algo que valiera la pena, interesante, pero no se le ocurría nada, y la vacía caja ósea pendía del cuello y esperaba: ¿acertarán a darme o no?

Con el servicio militar obligatorio, la guerra no puede ser más que esta guerra insensata: se lleva a la gente por la fuerza, sin pedirle que odie; la llevan contra otros que ellos no conocen y que son tan desgraciados como ellos. Esa guerra no tiene justificación. Otra cosa es la guerra voluntaria, la guerra contra tus enemigos sociales efectivos, tradicionales, a los que tú mismo conoces, a los que tú mismo has elegido, a los que quieres exterminar porque no te da miedo que puedan matarte a ti.

Si una décima parte de estas bajas, una décima parte de esta paciencia y la mitad nada más de estos proyectiles se gastara en hacer la revolución, ¡qué bien se podría vivir!

Bastaba soportar un día bajo este fuego para envejecer. Este día debía ser el último; había que cambiar algo. Sasha lo comprendió firmemente: ¡cambiar! Aquella misma noche, en cuanto cediera el fuego.

Bueno, pero ¿de qué modo? Sasha no podía detener toda la guerra. Por lo tanto, debería detenerla para él. Bien, para él, pero ¿cómo? Lo más razonable hubiera sido emigrar; había dejado escapar la dulce posibilidad de emigrar, como habían hecho otros muchos. En Suiza, en Francia, a pesar de la guerra, proseguía la vida política libre, el intercambio de ideas. Pero desde allí, desde las trincheras de Prusia, no se podía emigrar más que a través de la línea del frente. Es decir, entregándose prisionero.

¡Era posible! Entregarse prisionero era posible y razonable; se conserva lo principal: tu vida, tus conocimientos, tus costumbres sociales. Luego las devuelves a los trabajadores, y no hay nada reprobable. Entregarse prisionero; es posible, pero difícil. Uno no va a salir bajo el fuego. Por la noche se puede uno extraviar, tener un mal encuentro, por menos de nada te matan. Entregarse prisionero: para eso se necesita una feliz e intensa confusión de tropas. Y una vez que uno se ha entregado prisionero, ¿qué? ¿Dónde está la seguridad de que los alemanes te crean, de que vean en ti a un socialista? ¿Perderá mucho tiempo en averiguaciones cualquier oficial kaiseriano? Y, por lo demás, ¿necesitan ellos a socialistas? Obligan a los suyos a combatir. No me dejarán pasar a Suiza, me enviarán a un campo de prisioneros. Desde luego, eso ya sería salvar la vida. Pero ¿de qué modo pasarse?

Estas conexiones lógicas costaban gran esfuerzo a una cabeza que parecía hinchada. ¿Terminaría alguna vez aquel día? ¿Terminaría alguna vez el fuego? ¿De dónde sacarían tantos proyectiles, tantos cañones, los alemanes? ¿Y cómo se habrían atrevido nuestros imbéciles a comenzar una guerra en situación tan desigual?

Pero el sol descendía salvadoramente, descendía tras las espaldas de los alemanes. Había terminado el 15 de agosto. Menguaba el fuego. No todo, las ametralladoras aún rasgaron largamente la oscuridad. Pero había llegado la noche. Y Sasha vivía.

El frescor gradual de la noche. Llegaron las cocinas de campaña, dieron de comer. Sasha confió al suboficial las múltiples diligencias: la lista de los efectivos, los bienes de los muertos. Poco a poco todos se erguían, se desentumecían, ahuecaban la voz. Repasaban lo sucedido de una a otra noche, quién había resultado herido y quién muerto, cómo había ocurrido todo. ¡Pueblo incorregible: se oían carcajadas ya aquí y allá! No tenían prisa de echarse a dormir. Respiraban, vivían la noche. Los oficiales se visitaban.

Pasó una hora, pasó otra, y Sasha no tomaba ninguna decisión. Había cenado y, con cierta sensación de acorchamiento, estaba sentado en un tronco, junto a una valla derribada. Se podía caminar ya a la luz de la luna, pero Sasha no se levantaba. Era difícil hacerse el ánimo, comenzar. Sencillamente, había que marcharse. Era peligroso, pero no más que cuando fueron al ataque en la madrugada.

La fuerza de los rumores. No había sido transmitida ninguna disposición ni notificación, el regimiento estaba sumergido en la oscuridad, pero entre los soldados y entre los oficiales corría ya la noticia de que había comenzado la retirada. Nos retiramos, ya han dado la orden al regimiento de Kremenchug… Se están preparando ya los de Múrom y Nizhni Nóvgorod… El general Martos se ha ido… No se puede encontrar en ninguna parte a Von Torklus… Nosotros no tardaremos… Nosotros no tardaremos…

Esta sensación se desparrama desde arriba: ¡Corren los jefes! ¡No están en ninguna parte! ¿Cómo se sabe que se han ido? ¿Quizá los hayan matado o hecho prisioneros? No, el rumor es como un contagio: ¡corren los mandos!

Y nosotros no tardaremos…

Golpeó con fuerza el corazón de Sasha: ¡había llegado el momento!, ¡precisamente ahora! No debía esperar a que dieran al regimiento orden de retroceder: lo retirarían para ponerlo otra vez bajo un fuego idéntico, sólo que una aldea más allá. Debía irse él. ¿En qué era peor que Von Torklus? Había comenzado la confusión general y sería fácil encontrar justificación.

No se le había ocurrido llevarse a nadie con él. Casi no utilizaba al asistente. Por lo demás, los soldados de la sección era gente cerrada en sí misma, atemorizada, incomunicable. Si a los más atrevidos les preguntabas en son de broma si no valdría la pena sentar la mano a los jefes, se callaban con los labios apretados.

Lenártovich no tenía plano. Fue a ver al subcapitán con cualquier pretexto y, en la casa, a la luz de una vela, miró y fijó en la memoria. La calle de Witmansdorf se transformaba en camino que iba hacia el este. Unas tres verstas… se pasa una línea férrea… otras dos… hay que ir hacia la iglesia… más adelante, una trifurcación… cuidado, puede uno volver hacia la línea avanzada… luego, un riachuelo… allí, la aldea de Orlau… Parece un nombre conocido.

Lenártovich miró todo esto y se marchó.

No tenía ya nada que hacer: el suboficial sabía todo lo referente a la sección. Lo más importante —el cuaderno donde anotaba sus pensamientos— estaba en su bolsillo. El sable, aquel palo estúpido, podía tirarlo ahora mismo. Y el revólver, porque Sasha disparaba bastante mal.

La quietud era absoluta, casi apacible: después de las ametralladoras, los sueltos disparos de fusil más que molestar tranquilizaban. La mitad de la luna se ocultaba y su luz se había debilitado. Pero el camino tenía vida: rechinar de ruedas, ruido de herraduras, latigazos, gritos a los caballos. Alguien que no perdía el tiempo, que se marchaba.

Lenártovich no regresó a la sección y, con paso desenvuelto, liberado, se encaminó en la misma dirección. Sin la traba de una formación o un convoy adelantó fácilmente a los demás. Iba pensando en la justificación que daría si era detenido por alguien.

Pero nadie vigilaba el movimiento por el camino, cada cual iba a donde quería ir. Pasaban los pesados furgones sanitarios. Trepidaban con las cadenas los carros de munición. Al principio iban en hilera, pero luego confluyeron otros y más adelante formaron ya en dos hileras, y ocupaban toda la anchura del camino. Si alguien llegaba de frente no le dejaban pasar, se apiñaban, se insultaban. En comitiva marchaban apaciblemente, los conductores conversaban, se veía la lumbre de los cigarrillos.

Nadie vigilaba, y las gozosas piernas llevaban al alférez más y más lejos. Aún podía volver, aún no se habría advertido su ausencia, pero él había resuelto acertadamente que no tenía derecho a morir estúpidamente por motivos ajenos. Partía de un terreno firme y se afianzaba en la dignidad de no ser carne de cañón.

En el camino no era todo tan sencillo como le pareció en el plano, y esto le impedía dar rienda suelta al pensamiento. Subidas, bajadas, puentes, la presa: no lo vio todo en el plano. Encontró la iglesia, pero más allá volvía a haber casas, y Sasha había olvidado a qué distancia estaba la trifurcación principal. Apareció un cruce de caminos, pero seguía otro bordeado de árboles, mientras él esperaba uno entre los campos.

No quería preguntar a nadie. Se ocultó la luna y la oscuridad se hizo completa. Fue entonces cuando le venció la fatiga, cuando repercutieron los días vividos. Sasha se apartó y se metió en un almiar. Quería beber, pero no tenía cantimplora ni se advertía agua por las inmediaciones.

Se despertó al amanecer. El frío había penetrado entre la paja. Se dirigía hacia el camino cuando vio en él a pequeños destacamentos de cosacos que avanzaban al paso, con pequeños intervalos, y volvió a su almiar. Aquello era más fuerte que su razón, algo innato. Desde la infancia veía instintivamente en cada cosaco a un enemigo. Una formación de cosacos era una fuerza bruta en orden cerrado. E incluso vestido de oficial (por cierto, decían que el uniforme le sentaba bien) Sasha, delante de los cosacos, se sentía estudiante.

Pasaron los cosacos, apareció un largo convoy, y Sasha salió al camino. Dio con un montón de pan, pan de munición, duro ya y hasta con moho. Habían combatido sin pan y allí estaba aquel montón arrojado por alguien que hacía sitio en el carro para otro.

Quería comer, pero resultaría extraño un oficial con un pan debajo del brazo. Cortó uno con el sable, lo rumió y siguió adelante.

Salió el sol. Como antes, nadie detenía a nadie ni hacía preguntas. En todos, fueran a caballo o a pie, había algo nuevo que hasta resultaba imposible definir: llevaban armas, el equipo completo, iban en formación o en cumplimiento de órdenes, no podía decirse que se tratara de una huida, era un ejército subordinado todavía a sus mandos, pero ya no era el mismo: el paso de los oficiales no despertaba el movimiento habitual y los rostros denotaban preocupación, sí, pero individual, no por la situación general.

¡Muy bien! Tanto más seguro era para Sasha.

Había acertado el camino, era el de Orlau y bajaba hacia la presa del molino, pero confluía otro que salía del bosque, y por los dos llegaban tantos cañones, vehículos de munición, carros, gente a pie y a caballo que era imposible adelantarles por los lados, aunque tampoco resultaba sencillo esperar el turno. Remataban, desenganchaban a los caballos caídos de extenuación… Más cerca de la presa era mayor el atasco y confusión de carros. Un carro de munición se precipitó por la bajada, arremetió con la lanza al que iba delante y mató a un caballo. Engancharon otro, vociferando y a punto de llegar a las manos. Se exasperaban soldados y oficiales. Un pequeño capitán con la frente vendada gritaba violentamente a un alto jefe de batería: «¡No le dejaré pasar, le pararé a bayonetazos!», mientras el jefe de batería le amenazaba agitando un largo brazo: «¡Aplastaré su infantería con los cañones!».

Cada cual trataba de hacer pasar a su gente y a nadie más. Se hundieron dos tablones de la presa y, a grandes voces, se comenzó a reunir gente para reparar el desperfecto. Se presentaron algunos soldados carpinteros. Desde arriba se veía una turbamulta de oficiales, y cada uno de ellos decía cómo debía hacerse la reparación. Pero el carpintero que dirigía, un viejo corpulento y dotado de abundantes bigotes, con la camisa por encima del pantalón y sin cinto, apartaba a todos, fueran oficiales o soldados, y mostraba y hacía lo que debía hacerse.

El sol estaba ya alto y tostaba a aquella multitud. En el río, poco ancho y con agua que llegaba al pecho, se pusieron a abrevar a los caballos y, primero los soldados y, luego, sin poderse resistir, los oficiales, se bañaron hasta enturbiar las aguas.

Al otro lado, en la vertiente y la altura, había tenido lugar el famoso combate; allí cayeron los primeros millares de hombres que llenarían los hospitales de Neidenburg. Y tanto más absurda parecía la guerra: habían perdido la vida millares de personas para desplazar a los alemanes un poco hacia el norte; y ahora se hacinaban allí gentes hambrientas, exasperadas, que apartaban a latigazos los caballos que les molestaban y llegaban a las manos porque los alemanes, en este mismo lugar, les empujaban hacia el sur.

Pero no hay adversidad ni sangre capaces de acabar con la paciencia rusa. Del millar y medio que habría ante la presa, ni uno sólo lo comprendía y a nadie se le podía explicar.

A más de uno le había oído decir Lenártovich que Neidenburg había sido entregado por la noche. ¿Dónde iba, pues, aquel torrente y cuál era la esperanza de Lenártovich? No comprendía nada. Había visto en el plano el camino hasta Orlau, pero luego no tenía ni idea.

Arriba, algo apartadas, esperaban turno las ambulancias. En una de ellas iba un teniente coronel herido, hombre afectuoso. Se pusieron a hablar y el teniente coronel sacó el plano, lo desplegó sobre su cuerpo y miraron juntos. Mientras le decía algo que justificara su presencia allí, Sasha se hacía su composición de lugar: una extensa franja de bosque… si se cruza por el sendero… la aldea de Grünfliess, hacia el lado de Neidenburg… ¿Esconderse en el bosque y esperar a los alemanes? Ahora ya le daba lástima entregarse prisionero: con el caos que había allí se podía salir limpio de polvo y paja. ¿Salir? El enorme bosque verdeaba en el camino del Ejército en retirada y, detrás, con toda seguridad, habría ametralladoras. «Nos copan», se afirmaba por todas partes, sin que nadie supiera de dónde había salido aquello.

Sasha no quiso desnudarse para vadear el fangoso río, y perdió mucho tiempo en la presa.

En un campo próximo a Orlau se agolpaban desordenadamente unidades y esperaban algo. Sacaban de las huertas rábanos y zanahorias, cualquier cosa, y se lo comían. Sasha tenía que ir a través de aquella multitud hacia el bosque visto, en el plano. Pero ahora iba con toda tranquilidad porque sabía que en aquel desbarajuste y revoltijo nadie le preguntaría ni le detendría.

Se equivocó. Era un revoltijo, pero alguien le estaba pasando revista; se intercambiaban saludos, se decían algo. Y Lenártovich reconoció al comandante en jefe (lo había visto de cerca en Neidenburg).

Sí, era el general Samsónov. Sobre un caballo corpulento y él mismo corpulento, como un gigante oleográfico, recorría lentamente el aduar de gitanos, como si no advirtiera la vergonzosa diferencia entre esto y una formación en orden de revista. Nadie a su paso ordenaba «¡firmes!», ni él autorizaba «¡descanso!»; se llevaba la mano a la visera, pero no con ademán militar, sino como un ser humano, se quitaba la gorra y se despedía con este movimiento. Estaba meditabundo, distraído, no irradiaba la fuerza principal del jefe: la del temor.

Estaba ya cerca y el alférez Lenártovich no se apartaba, no podía quitar la mirada de aquel espectáculo, una mirada alegre. ¡A-a-ah, así es como hay que trataros! ¡Qué buenas personas os hacéis en el acto! ¡A-a-ah, os ablandáis, ponéis cara de icono cuando os dan un garrotazo en la cabeza! ¡Esperad, esperad, que ya veréis lo que va a ser de vosotros!

Así miraba encandilado por el odio, mientras el comandante en jefe iba directamente hacia él. Y se diría que derechamente a él, aunque sin llamarle por su grado, pero mirándole a los ojos con los suyos mansos, sumisos, ausentes, preguntó en tono paternal:

—¿Quién es usted?

¡En qué lío se había metido! No tenía tiempo para pensar, ni se podía ir, todos los vecinos esperaban que hablase. ¿Qué podía decir? ¿Cualquier mentira? Tampoco podía… Cuanto más de sopetón, mejor:

—¡Del 29 regimiento de Chernígov, excelencia! —y esbozó un movimiento con la mano, como la aleta de un pez, en lugar de saludo. (Si salía con vida ya tendría ocasión de contar todo esto a Veronika y los amigos de San Petersburgo).

Samsónov no se sorprendió. No pensó lo más mínimo por qué estaba allí el regimiento de Chernígov, que no debía estar. No, sonrió, una cálida luz de evocación pasó por su semblante:

—¡Ah, los valientes de Chernígov!

(¡Ay, qué lío! ¿Y si se pone a preguntar ahora?).

—… Al regimiento de Chernígov, gracias especiales…

Movió la cabeza en señal de que podía alejarse. Comprensivamente. Con un gesto de gratitud.

Su caballo dio un paso adelante.

El caballo también parecía saludar bajando rendidamente el cuello.

Y por su ancha espalda, el comandante en jefe se parecía aún más al coloso de las leyendas, triste y cabizbajo ante la bifurcación de los caminos: «¿Hacia la derecha? ¿Hacia la izquierda?».