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El rey Abgar de Edesa, cubierto de llagas de la lepra, oyó hablar de un profeta que iba por tierras de Judea y creyó que era Dios y le rogó que fuera a su reino, donde hallaría hospitalidad. Y que si no podía ir permitiera a un artista que lo pintara y enviara al rey aquella imagen. Y cuando Cristo hablaba al pueblo, el artista trataba con gran empeño de pintar su imagen. Mas esta cambiaba tan prodigiosamente que el trabajo era vano y la mano se fatigaba: no era dado al hombre reproducir la imagen de Cristo. Viendo Cristo el desaliento del pintor se lavó el rostro y se enjugó con una toalla y el agua se convirtió en colores. Así fue creada la Santa Faz de Cristo y con esta toalla se curó Agbar. Luego pendió el lienzo en las puertas de la ciudad, protegiéndola de las incursiones. Y los antiguos príncipes rusos tomaron la Santa Faz como estandarte de su milicia.

Así se lo había contado a Samsónov el abad del templo castrense de Novocherkassk. A partir de la pequeña iglesia aldeana de su infancia, Samsónov había escuchado centenares de rogatorios, vísperas, funerales y otros actos litúrgicos, y sumadas estas horas darían meses y meses de rezos, meditaciones y ejercicios espirituales. En muchos templos había encontrado qué admirar con la cabeza echada hacia atrás. Pero en ninguno se halló tan a gusto ni su alma encontró tanta libertad como en la maciza y enriscada catedral de Novocherkassk, fundida con el Ejército del Don y con la ciudad. En rigor, todo Novocherkassk cuadraba al carácter de Samsónov: abrupto, inconmovible y, en la ciudad, dilatado, con tres avenidas casi más anchas que las de San Petersburgo, con unas Mercaderías que podían competir con las de la capital, con una explanada ante Ermak, el atamán cosaco, conquistador de Siberia en 1581-1584, donde sin molestarse podían formar diez regimientos. Los dos años de Novocherkassk eran los más felices de su vida y hoy los recordaba, cálida y tristemente, en la noche de insomnio y, justamente, los actos religiosos de la catedral en agosto.

El día de la Santa Faz sigue al día del Tránsito. Esta noche, del Tránsito de la Madre de Dios a la santa Faz de Cristo, la pasaba ahora el general Samsónov a caballo, retrocediendo. El día del Tránsito se había consumido hasta el último minuto, y la Madre de Dios no había tendido su mano compasiva al ejército ruso. Y no parecía que la fuera a tender Cristo.

Se diría que Cristo y la Madre de Dios habían abandonado a Rusia.

Cerca de las dos de la madrugada, en lo más oscuro, el grupo del Estado Mayor llegaba por apartados caminos a una aldehuela de seis casas sita en las inmediaciones de Orlau, el glorioso nombre del primer combate, que ahora sonaba sarcásticamente. Y allí, en el desbarajuste, a ciegas, de oídas, se supo por una sotnia del 6.º regimiento del Don y por los trenes regimentales del de Kaluga que no había ya ningún escudo por el oeste, conforme quedara determinado en el plan «deslizante»; que los regimientos de Kaluga y Libava (superada la medida de las fuerzas humanas) se habían retirado ya el día anterior de la línea que debieran haber mantenido todo el día siguiente, y ahora —en las tinieblas, allí cerca, a tres verstas— se hallaba la línea avanzada. En el propio Orlau se habían agolpado los convoyes y era continua la riña para desembarazar el camino.

Aún quedaban dos Cuerpos de Ejército en un cerco cada vez más estrecho. Y Neidenburg —lo afirmaban todos y de otro modo hubiera sido difícil fijarlo en el plano—, Neidenburg era ya de los alemanes.

Tanto más insistente era la presión por parte de los oficiales del Estado Mayor de seguir adelante y cuanto antes mejor. Tanta mayor razón habían tenido al advertir a Samsónov que no se debió ir a Neidenburg, sino hacia el interior, hacia Janow, inmediatamente. Pero, ay, el comandante en jefe, no les había querido escuchar, no les comprendía, había perdido la noción del cargo que ocupaba y de las funciones que cumplía. En lugar de pensar en todo el Ejército se había puesto a dirigir a los jefes de batallón.

Hora tras hora se empeñaba Samsónov más en lo suyo y se independizaba más de sus consejeros del Estado Mayor. Parecía que este había dejado de existir para él y no era sino un grupo de oficiales auxiliares formado no se sabe para qué. Sentado ante una mesa y a la luz de un quinqué, en una habitación de donde se había desalojado a los que pasaban allí la noche, descubierta su gran cabeza, con la frente aparentemente perpleja, Samsónov daba órdenes, señalando el plano, a oficiales que eran llamados uno tras otro: cómo volver los regimientos de Kaluga y Libava a sus posiciones, qué artillería les apoyaría, qué caminos y en qué lugares se debía explorar y limpiar para los convoyes del XV Cuerpo. Explicaba minuciosamente, atendía sin interrumpir las objeciones, conteniendo el mal humor y decía afectuosamente: «amigo mío», «tenga la bondad».

Blanqueó el amanecer y la mañana cuajó tras las ventanas en disputa con la luz del quinqué. Samsónov no se apresuraba, aún estaba sentado mirando el plano, al tiempo que pasaba lentamente los dedos por la barba enmarañada, de izquierda a derecha, para abarcarla luego en su redondez. Sus grandes ojos abiertos parecían no necesitar el sueño.

Por fin podía ahora evacuar el Estado Mayor. Sí, había perdido todo sentido de su cargo, y, encogiéndose de hombros y erizados de frío, montaban los oficiales del Estado Mayor a caballo para ir, a lo largo de la línea avanzada, a Orlau, sin saber por qué.

El intransitable camino del bosque, una línea de rayas en el plano, estaba ya alisado por el paso continuo de carruajes cargados: se llevaban cajas de munición que eran necesarias allí. Si se paraba un carro tenían que pararse todos, no había lugar para adelantarlo, y era posible formarse idea de lo que sucedería en estos caminos a los dos Cuerpos apresados en el cepo. Apartando las ramas, una fila de hombres a caballo, del Estado Mayor y cosacos, iban dejando atrás los carros.

El bosque se estrechaba más y más, era una angosta cuña. Hasta entonces el sol había asomado sólo entre las copas de los pinos, pero su camino les condujo hacia la izquierda y, después de la penumbra, les roció un sol lleno, rojo, furioso, recién salido por encima de otro bosque, el infinito Grünfliess, de veinticinco verstas, densamente tenebroso, en la tenebrosa espera del ejército ruso en retirada. A cosa de media versta de aquel bosque había una escarpadura sobre un hondonal cruzado por un riachuelo y todo este lugar temblaba en una bruma que arriba se resolvía en más aclarado vapor.

Samsónov se estremeció, echó una mirada al vapor, al sol, como si lo viera por primera vez.

Esta grandeza flotante le hizo comprender más de lo que él había entendido en los últimos días, nada pobres en ideas.

En este vapor y en esta bruma fueron bajando a la deteriorada presa del molino y volvieron a subir hacia Orlau. Era el campo de la reciente batalla, de los ataques y las bajas, del combate por la bandera del regimiento de Chernígov y, si se buscaba, debían esperarles muchas fosas comunes de soldados rusos. Pero, fuera del comandante en jefey nadie parecía pensar en aquel campo, y más se fijaban en que, en la confluencia de los caminos, aún no se había resuelto el amontonamiento de los convoyes, mientras que llegaban más por el oeste.

Allí pasaron la mañana. Estaban cortadas las transmisiones, en país ajeno y en situaciones inesperadas y extremas se hallaban cinco divisiones de infantería, cinco brigadas de artillería, así como la caballería y los zapadores; mientras tanto, las noticias, y sólo malas, se sabían por gentes casuales, con una rapidez, fidedignidad y diversidad de procedencia que nunca hubiera podido lograr el mejor jefe de estos servicios.

Se supo que había perdido la vida el coronel Kabánov y estaba diezmado el regimiento de Dorogobuzh. Se supo que el regimiento de Koporie, después de regresar a Hohenstein, no resistió allí ni una hora, volvió a huir, y que el nuevo jefe del regimiento se había disparado un tiro, de rodillas ante la bandera del regimiento hincada en el suelo. Se supo algo peor: según decían con toda seguridad cosacos de su guardia, había muerto el general Martos.

Comunicaron las tres noticias a Samsónov. El general se descubrió y santiguó tres veces. Pero ni siquiera esto pudo ya alterar la triste serenidad y el nuevo sentido de su semblante.

Dejó el Estado Mayor en Orlau y, con una escolta reducida, siguió adelante, hacia las posiciones avanzadas, hacia donde se hallaba el regimiento de Kaluga. Allí, nada más llegar, sorprendió al jefe de un batallón que, en una barranca, sacaba a fustazos de entre la maleza a soldados suyos allí escondidos y, desechando su objetivo —la fortificación de las posiciones— se puso a conversar con este teniente coronel.

Mientras, en Orlau perdía el tiempo el enfadado Estado Mayor del Ejército, pero no se atrevía a marcharse sin el comandante en jefe. En este momento sucedió algo alentador: llegaba inesperadamente, para informar y recibir órdenes, el jefe del Estado Mayor del XIII Cuerpo, general Péstich. Parecía increíble, pero este Cuerpo vivía, avanzaba hacia Orlau, aunque ignoraba la situación y no tenía órdenes. También los regimientos del XV Cuerpo se acercaban a Orlau.

Los oficiales del Estado Mayor se animaron: si se reconstruía el escudo deslizante todo podía arreglarse aún. Se aplicaron a componer un plan corregido. A marchas forzadas (sin necesidad de esta indicación no remoloneaba), el XIII Cuerpo iría en dirección… con el propósito de… El XV Cuerpo y los restos del XXIII… mantendrían el frente… La dificultad consistía en que no había suficientes jefes de Cuerpo y división; si se lograba reunir el número necesario y se disponía de ellos acertadamente, el Estado Mayor quedaría libre y podría pasar a territorio ruso. Con este fin se ideó lo siguiente: nombrar un jefe único de todas las unidades que se hallaban en situación apurada. Este jefe, el día anterior, era Martos, pero Martos había sido muerto. Kondrátovich sería el hombre más adecuado, pero nadie había visto a Kondrátovich. Lo natural, pues, era entregar a Kliúev la dirección de la retirada general, aunque iba detrás de todos los demás; Péstich le llevaría la orden. Todavía estaba en el aire si Samsónov la firmaría.

En Orlau, mejor dicho, en un campo cercano, convergían unidades, aisladas y mezcladas, y todo se remansaba en espera de destino. Salían los convoyes y parques, se llevaban a los heridos, pero el agolpamiento no menguaba. El lugar era despejado, el sol del mediodía quemaba, escaseaba el agua y no había ni qué pensar en la comida. Gente militar se apiñaba como en un aduar indefenso.

Mientras, el frente, atronador durante cinco días, flojeaba ahora. Como si los alemanes se humanizaran, perdonaran, no quisieran alcanzar, no quisieran expulsar a los rusos.

Voló sobre el aduar un aeroplano; nadie hizo fuego contra él.

Alrededor del mediodía regresaba Samsónov de las posiciones avanzadas, pero, por el mal estado del camino, no fue hacia la casa donde había dejado al Estado Mayor, sino a campo traviesa, por los trigales, por los oteros, directamente a lo más denso del aduar.

Era insólita la mezcolanza de aquellas unidades a las que nadie daba orden alguna. Era insólita la llegada de un general sin que nadie diera orden de formar, de alinearse, sin que doscientas gargantas respondieran unánimes. Más insólito aún era el propio general: con la gorra en la mano desmayada y la cabeza desnuda bajo el refulgente sol, con una expresión no de poderío, sino de solidaridad, de tristeza. Era como una fiesta eclesiástica, pero extraña, sin doblar de campanas, sin los alegres pañuelos de las mujeres del pueblo: habían acudido en sus carros ceñudos mujiks de las aldeas vecinas y pasaba ante ellos quizá un truhán, quizá un pope a caballo y les prometía tal vez la tierra, tal vez una vida paradisíaca por los sufrimientos en esta.

El comandante en jefe no gritaba a los soldados, no les ordenaba ir a ninguna parte, no les pedía nada. Preguntaba en voz baja y afable a los más próximos: «¿De qué unidades sois, muchachos?» (respondían); «¿Son muchas las bajas?» (respondían), se persignaba en memoria de los caídos; «¡Gracias por vuestro servicio a la patria!», saludaba con la cabeza a un lado, a otro. Y los soldados no sabían cómo responder; contestaba al general un suspiro o un gemido de sonidos incompletos, que no llegaba a ser un «¡cumplimos con nuestro deber!». Y así pasaba el comandante en jefe. Más adelante se repetía la escena: ¿De qué unidades sois, muchachos?… ¿Son muchas las bajas?… ¡Gracias por vuestro servicio a la patria!

Mientras el general comenzaba esta revista postrera del aduar, gente a caballo se acercaba por otro camino vecinal: un coronel y un soldado de largas piernas, que le colgaban por falta de estribos. En otro momento, el coronel hubiera presentado este soldado al comandante en jefe pidiendo para él una cruz de San Jorge. Ahora lo dejó al borde del aduar, mientras él se adentraba.

El coronel había venido guiado por el rumor de que allí estaba el comandante en jefe. Y, por fin, estaba al lado de Samsónov y le hablaba; pero este, sumergido en sus pensamientos, no reparaba en él. El coronel acompañaba al general de cerca.

La voz del comandante en jefe era bondadosa y todos los que dejaba atrás, después de despedirse y dar las gracias, le miraban bondadosamente y nadie con rencor. Esta cabeza descubierta, que denotaba noble melancolía; este semblante velloso claramente ruso, puramente ruso; el rojo oscuro de la espesa barba; las sencillas y grandes orejas y narices; estos hombros de coloso aplastados por un peso invisible; esta lenta andadura a caballo, regia, como de tiempos anteriores a Pedro el Grande, no estaban expuestos a la maldición.

Vorotíntsev advertía ahora (¿cómo se le pudo escapar la primera vez?, ¡aquello no era expresión de un instante!), advertía ahora en el semblante todo de Samsónov la sombra del que está predestinado desde que nació: ¡era un cordero de siete puds! Con la mirada un poco por encima de él, esperaba que desde arriba cayera una maza sobre su frente abultada y predispuesta. Quizá hubiera esperado toda la vida sin saberlo, y para estos minutos se hallaba ya plenamente preparado.

Durante aquellos días que no se habían visto, Vorotíntsev procuró pensar bien del comandante en jefe; era mucho lo que le acusaba y él buscaba argumentos en su defensa y sentía inquietud porque sus acciones fueran puntuales y decididas. La primera tarde advirtió que podía tener sobre él una influencia segura y vigorosa en los momentos principales. Incluso dudó si no sería oportuno quedarse algo más en el Estado Mayor del Ejército; pero allí no era nada ni nadie, un pegote, una mirada fisgona, innecesaria y enojosa para todos. Y en los días transcurridos tuvo siempre vivo deseo de regresar y hablar con Samsónov, ponerle en guardia, ayudarle a no dar un paso en falso, porque resulta que Vorotíntsev esperaba ese paso desde los primeros instantes.

Mientras, en cuatro días y medio se había producido toda la catástrofe del Segundo Ejército. Por lo demás, del ejército ruso. Si (miraba el rostro solemne y absolutorio de Samsónov), si no (a esta despedida de estilo anterior a Pedro el Grande), si no… en general…

Había visto, hasta alcanzar a Samsónov, cómo, retirándose sin cesar desde el día anterior, ellos aún resistían con lo que quedaba de los estlandeses, en un lugar abierto, con una sola ametralladora y los últimos cartuchos. ¿Para qué? ¿Por qué el comandante en jefe no había ido al I Cuerpo? ¿Y por qué en este lugar defendido había un aduar? ¿Por qué fluían en pequeñas masas impotentes? Era posible, al menos, retener a la gente medio día, organizar un grupo de choque y sólo entonces tratar de abrirse paso. Pero todo esto, indudablemente necesario, Samsónov, sin saber por qué, no lo necesitaba.

—¡Excelencia!

Samsónov se volvió hacia el requemado y polvoriento coronel con un hombro vendado y una mancha sanguinolenta en la mandíbula, y le saludó afectuosamente con la cabeza, pero sin dar muestras de haberle reconocido. Le excusaba. Le daba las gracias por el servicio a la patria.

—Excelencia, ¿no ha recibido la nota que le envié ayer desde Neidenburg?

Una sombra de culpabilidad acababa de deslizarse por el semblante de Samsónov. Quizá reconociéndolo a medias, quizá inconscientemente:

—No.

Y ahora, ¿qué? ¿A quién podía contar lo ocurrido cerca de Usdau y, todavía ayer, en las proximidades de Neidenburg?

Era tarde, innecesario: en la altura por donde navegaba le era innecesario a Samsónov, que ya no se sentía rodeado por un enemigo terrenal, ni amenazado, que había vencido ya todos los peligros. No, no era una sombra de culpabilidad, sino de incomprendida grandeza la que pasaba por el rostro del comandante en jefe: quizá, en lo aparente, había hecho algo contrario a la estrategia y a la táctica terrestres, pero, desde su nuevo punto de vista, todo era profundamente exacto.

—Soy el coronel Vorotíntsev, del Cuartel General. Yo… En su recorrido, no, en su vuelo sobre este aduar, sobre todo el campo de batalla, no necesitaba el comandante en jefe recordar conversaciones terrenas ni asuntos terrenos del pasado.

¿Por qué se despedía? ¿Dónde se iba? Había llegado el día anterior a los Cuerpos centrales, ¿para visitar a quién los dejaba hoy? ¿Por qué no había preparado un grupo de ruptura? ¿Estaba lleno el cilindro de su propio revólver?

No. Por la edad y por la posición, el general de caballería era inaccesible, de todos modos, a los buenos consejos de un coronel, incluso si no estuviera en las nubes. En el encumbramiento residía el desamparo.

Las cabezas de sus caballos quedaron juntas. Y, de pronto, Samsónov sonrió a Vorotíntsev sencillamente y le dijo sencillamente:

—Ahora me queda sólo una existencia de perdiz.

¿Le había reconocido?

Firmó, sin poner objeciones, la orden al Ejército.

De golpe se le vio demacrado, decrépito. No podía seguir sobre la silla.

Y cuando, después del mediodía, los oficiales del Estado Mayor partieron de Orlau a caballo, los generales Samsónov y Postovski iban sentados, uno al lado del otro, en un carro.