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Terenti Chernega apenas recordaba a su padre. Le había criado la madrastra, luego vino el padrastro y Terenti se fue. No aprendió mucho de ellos. Tampoco la escuela rural de dos grados ni la escuela de comercio de un grado enriquecieron sus conocimientos. Aparte de que el estudio y los libros son innecesarios para quien tiene buena vista y buenos oídos. Cuando hacía falta, Chernega comprendía con su rápido entendimiento las conversaciones de la gente culta. Por ejemplo, la de estos oficiales.

Escuchaba Chernega cómo el coronel Jristínich, jefe de brigada, hablaba con el teniente coronel Venetski, jefe de batería, de los asuntos de la artillería. Decían así: gastamos en balde fuerza de tracción y los cañones no entran en función porque tenemos ocho piezas en la batería, mientras los alemanes tienen seis o cuatro; el Tesoro carece de dinero para transformar seis baterías de ocho piezas en ocho de seis, resulta más barato llevar los cañones, aunque no disparen. Los oficiales siguieron diciendo que los jefes de las baterías se atascaban en los asuntos administrativos de sus unidades, en el mantenimiento y limpieza de los pertrechos de reserva, de modo que nunca había tiempo para disparar, para leer las ordenanzas, todas las cuales habían envejecido y, antes de que escribieran otras más al día, se había venido la guerra encima.

Tanto más se afirmó Charnega en la idea de que si en el ejército hay alguien que signifique algo este es el sargento primero, pues nadie tiene tantas cosas a su cargo como él.

En el servicio activo, Chernega ascendió hasta jefe de pieza. Ahora, en la guerra, lo llamaron el primer día, y el tercero, presentado ya en Smolensk, se fijó en él Jristínich, quien dijo a Venetski:

—Es una pena tener a un hombre como ese de cabo, póngale de sargento primero.

El coronel había adivinado —se dijo Chernega— que sería un excelente sargento primero.

Cuando conoció al teniente coronel Venetski comprendió que Jristínich no hubiera aconsejado para cada batería a quién nombrar sargento primero. Venetski conocía sus alzas, aparatos y distancias, pero era un hombre de poco carácter, no sabía tratar a los soldados y sus voces de mando eran más bien suplicatorias; así que, si no hubieran nombrado a Chernega sargento primero no habría habido en la batería quien llevara las riendas. Y desde el primer grito alegre se adaptó al nuevo cargo y toda la batería le reconoció. En una guerra como aquella, ¿quién era la figura principal de la batería sino el sargento primero? Dos semanas estaban las piezas sobre los armones sin ocupar posiciones de fuego, y llevaran o no los señores oficiales instrucciones en la cabeza, era circunstancia esta que no influía en lo más mínimo. Y aun indicaban por qué camino se debía ir, como si no lo estuviera pregonando el movimiento de la columna; además, escribían partes. Pero era Chernega el que conducía a la batería, daba de comer y beber a la batería, le buscaba alojamiento, cuidaba de los caballos, llevaba la cuenta de los proyectiles; y toda la batería vio en él la figura principal, y los caballos daban a entender moviendo las orejas que él les comprendía. (Los caballos siempre se habían sometido a Chernega desde la primera palmada en el cuello. Él los conocía a fondo, en otro tiempo los compraba y vendía, y no por afán de lucro, sino por gusto. Chernega sentía más pasión por los caballos que por las mujeres).

Terenti cargaba al hombro un tonel de siete cubos de col fermentada, doblaba herraduras y monedas, manejaba el martillo en las ferias; todo lo que, por competir, gustaba en Rusia por sobra de ocio y exceso de fuerza. Él mismo era un tonelete, bajo de talla, aunque esto no repercutía en su fuerza. Casi nunca había tenido que recurrir a toda ella, menos en un incendio. Con la mitad le bastaba para obtener cuanto quería, porque conocía muchos menesteres y oficios, que nunca estorba saber, y reservaba su fuerza natural. Tampoco ahora, en la guerra, la mostraba toda, podía arreglárselas así, daba órdenes con voz entre somnolienta y zumbona: la guerra no podía haber llegado en peor ocasión, a los treinta y dos años, en pleno vigor, y, como parece siempre, en el momento más interesante. Había que salir de ella sano y salvo.

Pero cuando el toque de alarma los despertó a medianoche, y la angustia de vivir ignorado, de aislamiento, de cepo, que se había acumulado en el pecho de los soldados durante la semana irrumpió en una orden clara, no, en una autorización: «¡Venga, muchachos, pies en polvorosa!», Chernega, en dos golpes del corazón, dio salida a toda la fuerza encerrada en él, y corrió hacia el teniente coronel:

—Usted diga sólo qué hay que hacer.

En la tienda, a la luz de una vela, el teniente coronel Venetski agarró el fuerte antebrazo del sargento primero:

—¡Habría que pasar este riachuelo, Chernega! —y, con un rizo blanco en la frente, señalaba en el plano extendido sobre la cama de campaña, que ahora quedaría aquí para la eternidad, con más rapidez que de costumbre, sin mascullar:

—… para no tener que salir a la carretera y no hacer un rodeo; allí están los alemanes, pero ahí, en el riachuelo, hay un puente, posiblemente en mal estado, podrido; los alrededores son pantanosos, pero hemos de ir por ahí. Nos ahorramos diez verstas, dejamos a un lado a los alemanes y llegamos directamente a ese istmo, Schlaga-M. No se necesitaba gran sabiduría para verlo en el plano. Verde, negro, azul, lagos, lagos, lagos, por ahí no se podría pasar; Chernega comprendía todo esto mirando rápidamente el plano. Pese a todo, algo le intrigó:

—¿Qué es Schlaga-eme?

—Por lo visto, así se llama la presa o el molino, o es la inicial de la aldea de Merken. Pero Merken lo rodeamos, cosa que no podemos hacer con Schlaga-M. Vivirá sólo el que pase Schlaga-M, y aquí…

¡Aquí ya no estaremos! Chernega también cogió, pero con cuidado, al teniente coronel del antebrazo:

—¡Señoría, dicho y hecho! Envíe a los oficiales por ese camino, y nosotros ya pondremos en marcha todo.

—¡Y… los proyectiles! ¿Entiendes, Chernega?

—¿Cómo no lo voy a entender? —salía ya de la tienda de campaña—. ¡Antes dejaría los brazos que los proyectiles!

Había llegado otro incendio, y las llamas eran más altas; en tales momentos, los oficiales no tienen brazos, los tiene el sargento primero. Si a Chernega se le hubiera ocurrido dejar los proyectiles, allí habrían quedado aunque hubiesen ordenado cien veces lo contrario. Pero lo que lamentaba Chernega es que hubiesen pocos proyectiles, porque cada uno de ellos salvaba la cabeza a cinco soldados, si no a veinte.

Rugió Chernega como un león a los suyos, cubriendo todas las demás voces, los gritos, relinchos y chirridos. La batería creía conocer a su sargento primero, pero aún no lo conocía: ¡hasta aquella noche no había habido guerra! El bramido exigía de todos el máximo esfuerzo, advertía que, si los caballos no podían, ellos mismos llevarían los cañones a cuestas. (El bramido era bramido, pero con silenciador: de noche, las voces se oyen de muy lejos, que no se enteraran los alemanes de que nos retirábamos y hacia dónde íbamos).

Y la noche serena, despejada, se hizo vorágine desapacible, después de irse la luna, sin más que tal cual lucerillo. Nadie lo había comunicado, pero el rápido murmullo llegó a todos y nadie lo echó en saco roto: había un puente y hacia aquel puente se debía ir a toda prisa y, si lo retiraban, todos estaban perdidos. Chernega corría sin aliento a lo largo de la columna, arriba y abajo, y en todas partes se orientaba. Caminaban inclinados hacia adelante y tiraban de los cañones, como contra la lluvia sesgada, como bajo el fuego enemigo, sin tomarse descanso. El camino se retorcía y cruzaba con otros, en las bifurcaciones esperaban indicaciones del servicio de exploración. Más cerca del riachuelo, Chernega tenía su propio servicio: averiguaba con el pie dónde estaba pantanoso y cuánto. Trabajaron hasta llegar al puente: tiraron, empujaron, se engancharon, agarraron todos a la vez. También en el puente trabajaron: en el último caserío deshicieron un granero y luego aprovecharon los maderos para reparar el puente, en la oscuridad. Abrevaron los caballos. Luego del puente fueron largo tiempo por un lugar bajo, pusieron cuidado en no atascarse, volvieron a enganchar. Más allá comenzó la subida, bastante pronunciada, y otra vez engancharon, empujaron y, por fin, salieron a un lugar firme. Así es la guerra: despertados a medianoche, hicieron en lo que de ella quedaba lo que no basta un día para hacer. Y con ello se consumió la breve noche. Dejaron el puente y el oscuro camino abierto al resto del grupo. La batería, ya al clarear, llegaba silenciosamente a la carretera, cubriéndose a la derecha con la franja de bosque. Nadie hacía fuego, nadie les cortaba el camino.

Detuvieron la batería ante la carretera, sin ir más allá del bosque. Habían llegado los primeros. Seguramente era largo el camino de rodeo, o se habrían extraviado los regimientos. Se veía bastante ya, pero aún no a plena luz. Una versta más allá, a la derecha, sobre un altozano y junto a la carretera, se hallaba la aldea de Merken. Por la carretera, a la izquierda, a menos de una versta, pero tras una pendiente y en la hondonada, les esperaba la maldita Schlaga-M y, si la patrulla de reconocimiento no encontraba allí fuego, dentro de quince minutos la hatería estaría más allá. Bueno, el jefe de la primera sección había dicho que a cinco verstas de allí había otro taponamiento igual. Y que, cuando hubieran salvado este, se hallarían en el lugar donde se encontraban hacía menos de tres días.

¡Tres días con todos los cañones, parques y convoyes, sin disparar ni un sólo cañonazo, tres días dando un rodeo de cuarenta verstas, para ahora molestar a toda la gente y correr a toda prisa hacia atrás!

Chernega se sentó en un ancho tocón de la linde, con los brazos colgantes y las piernas extendidas: le dolían.

Ya no tenía ganas de comer ni de dormir.

Se oía ya ruido de carros y conversaciones por el lado de la aldea. Eran los nuestros. Llegarían como una riada. Habría que ganarles la mano. Volvió el grupo de reconocimiento: Schlaga-M estaba libre, allí no había nadie. Libre. La presa tendría unos dos metros de anchura, pero estaba libre. ¿Dos metros? ¿Es posible?

Y, sin perder ya más tiempo, sonoras voces ordenaron: «¡A caballo!». La batería giraría en la carretera y descendería hacia Schlaga.

De pronto, los cañones alemanes abrieron fuego sobre la aldea. En el acto se incendió una casa. Tabletearon las ametralladoras desde la parte alemana, pero ¿dónde estaba la parte alemana? Allí había alemanes y de los nuestros, más de los nuestros, porque todo un Cuerpo de Ejército aún andaba por los alrededores.

Sobre el fondo aún oscuro se velan fogonazos en todas partes: a la izquierda de la aldea, a la derecha de la aldea y por detrás. Sólo una parte era segura, indudable: la de Schlaga-M, allí mismo, al pie del talud; la de Schlaga, hasta la cual habían ido chapoteando por el pantano y se habían destrozado y ensangrentado las manos al arrastrar los cañones y habían visto caer los caballos sin fuerza ya. Y si ahora ocupaban el camino lo más rápidamente posible, aún se podría llegar antes que el convoy, aquel convoy que corría al galope desde Merken hacia aquí huyendo del cañoneo; se oían ya las ruedas y el correr de la infantería por los arcenes de la carretera.

Son esos instantes decisivos en que no se ve en sí ni a un individuo ni a una unidad entera; en que no se oye la voz ni se ve al jefe, y uno ha de resolver solo —no resuelves porque no puedes ni pensar— y, de pronto, se resuelve todo.

Los cañones estaban allí, no se encontrarían mejores posiciones. ¿Bajar el terraplén? Desde allí no se podría disparar. Chernega se puso en pie de un brinco y con un amplio ademán, como si lanzara al aire mil rublos, señaló a la primera pieza dónde debía girar. Y a la segunda.

Podrían no haberle obedecido: ¿por qué tenían que obedecer al sargento primero? Esperemos a que llegue el jefe. Allí está la presa, la presa que abre el camino a Rusia. Hemos ido toda la noche a trompicones, sudando, empujando para llegar los primeros, ¡tenemos derecho a ir a Rusia!

Pero la generosidad se contagiaba, y los servidores de las piezas emplazaban los cañones con movimientos habituales, y Kolomika, el de los pómulos salientes, ya sacaba el suyo del armón. Y corría el subcapitán agitando los brazos. ¿Qué decía? ¿Que no hacía falta? ¡Sí hacía falta! ¡Hacía falta, la madre que le…! ¡Muy bien, muchachos!

Y el teniente coronel Venetski, estrechito, salió del bosque y corrió hacia el altozano, del lado de la aldea, sujetándose a los costados el sable y el portaplanos. Le seguían los telefonistas desenrollando los carretes.

La luz era ya completa, aunque el bosque, detrás de ellos, ocultaba el amanecer. El fragor se ensanchaba por las colinas abiertas de delante y por detrás de ellas. No habían ido como querían de noche; el XIII Cuerpo se había embrollado.

Cuatro cañones de la batería de Chernega desplegaron en este lado de la carretera; los armones fueron retirados al bosque, de allí iban trayendo los cajones de munición. La posición era inmejorable. Por la carretera pasaban ya los primeros carros alocados, dándose alcance unos a otros y enganchándose. Eso allí. ¿Qué ocurriría en la presa? Para cortarles el camino llevaron al otro lado de la carretera el quinto, el sexto, el séptimo cañón de la batería.

La infantería bajaba ya, a todo correr. ¿De dónde saldría tanta gente?

—¿Quiénes sois? —bramó Chernega a través de la cuneta—. ¿Quiénes sois? ¿A dónde vais?

—¡Somos del regimiento de Zvenígorod! —le contestaron.

A Chernega se le subió la sangre a la cabeza.

—¡Sois unos hijos de perra! ¿Vamos nosotros a aguantar aquí, para que os larguéis? ¡Se acabó! ¡Dad la vuelta! ¡Cubrid la batería!

Los hombres de Chernega saltaron y, más que a voces, a puñetazos, detuvieron a los de Zvenígorod, que se pararon, dieron la vuelta y se agruparon. Tímidamente aún, dispuesta todavía a cambiar de rumbo, volvía hacia atrás la primera oleada. Pero allí, como aquí había ocurrido, apareció un oficial, que no señaló hacia Schlaga, sino que los apartó de la carretera y les indicó hacia dónde debían ir.

El sol no había salido aún por detrás del bosque y por aquella parte no despuntaba más que un resplandor rojizo. Los de Zvenígorod se atrincheraban delante, en una ladera; la gente de Chernega rodeaba de troncos la posición ocupada, disponía los proyectiles detrás de un montón de tierra. De tal suerte se organizaba la defensa de Schlaga-M, no prevista por el jefe del Cuerpo, que iba de cualquier manera.

No entró en fuego inmediatamente: en las verstas inmediatas hacían fuego indistintamente unos contra otros, por la derecha y por la izquierda. Desde allí comenzaron a correr hacia el ala derecha, hacia el camino por donde había llegado la batería de Chernega; y por aquel mismo lugar del bosque llegaban dos batallones del regimiento del Neva, con el corpulento coronel Pervushin, al que conocía, lo mismo que toda la división y todos los artilleros. Se agruparon en una barranca, descansaron, vendaron a los heridos, contaron que habían andado toda la noche desde un bosque lejano, que dos batallones se habían desviado hacia la ciudad y no se sabía nada de ellos, y que sus batallones habían sido hostilizados por el fuego propio y el alemán y apenas habían podido escapar. Eran los de Zvenígorod los que habían hecho fuego.

Se puso en claro dónde estaba cada cual. Los alemanes atacaban por la derecha: hacia aquí, hacia la aldea y hacia la ciudad. En cuanto el sol apareció sobre los pinos pudo distinguirse por occidente una localidad con puntiagudos tejados y chimeneas, que era Hohenstein, hacia donde habían ido todo el día anterior, sin llegar a ella. Se veía que dentro de la ciudad estaban los nuestros, pero como en un saco. Y el nudo corredizo se cerraba.

Venetski ordenaba ya: «¡Primera! Goniómetro… alza… carguen… ¡fuego!». Y tras la primera pieza rugió toda la batería.

El shrapnel hace estragos si alcanza a un batallón formado: en tres minutos dejará de existir.

Contestaron los cañones alemanes colocando los proyectiles cada vez más cerca; pero, contra el sol, no descubrían nuestras piezas.

Pasó el regimiento de Sofía.

Pasaban las baterías, los parques.

Llegaba el regimiento de Mozhaisk.

No se tenían ya en cuenta los minutos, ni los proyectiles, ni los heridos, sino estas columnas que pasaban: ¿cuántas lograrían escapar, cuántas quedarían cortadas?

Fue herido un apuntador y Chernega lo reemplazó.

La aldea ardía ya por muchos lugares, el humo se arremolinaba; los nuestros aparecían entre el humo, a caballo, a pie, corrían. No se veía el fin.

Dos batallones de Zvenígorod. Restos de unidades mezcladas, diezmadas, un puñado del regimiento de Dorogobuzh, salido de no se sabe dónde, y el coronel Jristínich, con la media batería restante.

¡Les había reconocido! Agitaba los brazos: les felicitaba. También ellos le saludaron moviendo los brazos, gritando. Bajó del caballo y abrazó al sub-capitán.

Y se refugió en la cuneta. Los alemanes comenzaban a colocar los proyectiles exactamente en el camino, y el que pudo aún echó a correr. Quedó despejado. Se había producido el corte. Ya no pasaría nadie.

Es este el momento que esperaba Pervushin: ahora él y sus hombres bajarían hacia Schlaga, donde no habría ya nadie.

Se pusieron en pie y corrieron los de Zvenígorod.

Y el propio Jristínich dio la orden: una pieza de cada batería a los armones. En cuanto los caballos tiraron de las piezas comenzó una amplia marcha hacia Schlaga.

¿No se queda allí nuestro Venetski? Sería una lástima, es un hombre atento. No, allí corren como liebres, él y los telefonistas. Y el hilo, que se lo guarden los alemanes.

Hemos hecho lo que hemos podido, hermanos. ¡No nos guardéis rencor!

Para el que hubiera quedado en Hohenstein no había salvación.

Documento 2

PARTE DEL ESTADO MAYOR DEL MANDO SUPREMO

[16 de agosto de 1914]

«… En el frente de Prusia Oriental se libraron el 12, el 13 y el 14 de agosto tenaces batallas en la zona de Soldau-Allenstein-Bischofshurg, donde el enemigo ha concentrado los Cuerpos que retroceden de Gumbinnen. Las tropas alemanas han sufrido bajas particularmente elevadas en Mühlen, donde se encuentran en plena retirada…

»… Continúa nuestra enérgica presión».