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Recorrer Moscú como despedida es propósito superior a las fuerzas incluso de jóvenes e infatigables piernas, aunque en ese propósito no entren más que los lugares principales. De cada cruce parten dos o tres caminos; cada calle desdeñada es una contemplación perdida. Habían estado por la mañana en las oficinas de la Escuela Militar de Alejandro I, donde les habían convocado para aquella tarde, luego estuvieron por última vez en la Universidad, visita que puso fin a sus asuntos oficiales. Todo lo demás era despedida, facultativo, exclusivamente para satisfacción propia. Y aunque no eran auténticos moscovitas, les oprimía el corazón y daba vueltas la cabeza: ¡qué doloroso era abandonar la ciudad! En las anchas explanadas del Templo del Salvador todo invitaba a despedirse desde allí de Moscú. A lo largo del malecón se ven veinte y treinta remates cónicos: tejados de casas, campanarios, torreones del Kremlin. Y las piernas solas le llevan a uno por el malecón, que tiene cien pasos de ancho, y no es lo mismo lo que se contempla desde las casas y lo que se ve desde el pretil. Los puentes convidan a ir hacia la derecha, allí está la Galería Tretiakov. ¡Pero no tenemos tiempo! Bueno, aunque no sea más que tocar la labrada pared, palparla, acariciarla. ¡Entonces crucemos el Kremlin! Es un paseo único, en ninguna parte hay nada igual, las ocupaciones nunca le dejan a uno momento libre para ir por allí, pero ¡hoy! El Kremlin es una ciudad en la ciudad y el antiguo barrio de Moscú, Kitaigorod, ciudad que destaca dentro de la ciudad; Varvarka, Ilinka, Nikólskaia: calles rebosantes de casas con tallas y molduras, calles que en cada sinuosidad ofrecen una iglesia —hoy, día del Transito, todas están repletas—, y aun dos conventos cada una; calles que brindan, unas, los palacios de los boyardos y, otras, las apreturas de los comercios. ¿Sabes que se ha salido ganando con que Moscú no se construyera nunca conforme a plan alguno? Cada cual hizo su trozo de ciudad como lo concibió y ningún rincón se parece a otro, por donde Moscú tiene su personalidad. Deberíamos ir también a los bulevares y a los estanques, inclinarnos ante el Teatro de Arte, y, de camino, damos un hartazgo en Ojotni Riad, y luego ir por todos los callejones de Arbat. Pero, oye, ¿cuándo? Tenemos que volver a la Znamionka, a recoger los papeles, los nombramientos. Y ¿es que no vamos a ver a Pushkin en el bulevar Strastnoi? ¿Qué tomemos el tranvía? Así no se despide uno del pasado estudiantil. ¿Pasado ya? ¿Ya no volveremos? ¡Sí, volveremos! (Más de uno no volverá, pero ¿por qué hemos de ser nosotros?). ¿Y terminaremos los estudios? ¡Sí, hombre, no faltaba más!

¡Allí quedaban las entrañables piedras! Las aceras y calzadas eran blandas bajo las plantas de los que se iban, como si los pies no cayeran con toda fuerza sobre ellas. Sania y Kotia, que dos años antes, siendo unos tímidos muchachos del Sur, salieron a la primera explanada abierta ante una estación moscovita, habían podido conocer durante este tiempo Moscú de cabo a rabo, estaban prendados de él y hasta se habían colocado un poco por encima de él y desde aquella superioridad suya lo querían hoy con particular generosidad.

Pero hoy había otro matiz aún en la contemplación de Moscú: la ciudad no parecía notar mucho la guerra, no esperaba el hado, el destino en ella. Si se desconocía la existencia de la guerra, si no se acercaba uno a los anuncios aquí y allá fijados, si no se advertía el desfile hacia el baño de tal o cual sección de un regimiento de la reserva, era posible no caer en la cuenta que Rusia llevaba ya combatiendo cuatro semanas: no había menguado en las calles moscovitas ni la gente ni los vehículos, no se habían oscurecido ni los semblantes ni los colores de los vestidos, la ciudad conservaba el alegre bullicio y la belleza de los escaparates y quizá la única diferencia consistía en la presencia de mayor número de militares en las calles y algunas banderas y retratos del zar que no habían sido retiradas aún desde los días de la reciente y aparatosa visita de este a Moscú. Kotia y Sania intercambiaban también con viveza estas observaciones y sólo guardaban para su fuero interno el despertar de una última deducción, de una duda nacida de allí y que pugnaba en cada uno de ellos: ¿no se habrían apresurado a tomar aquella comprometedora decisión de excluirse de esta vida pletórica, descuidada? Era natural incorporarse al Ejército de operaciones desde un Moscú sollozante, enlutado, iracundo, pero desde una ciudad tan viva y alegre… ¿No se habrían apresurado? Mientras se removía insegura e inexpresada en el fondo del pecho, esta duda no existía aún. Pero dicha en voz alta cobraría talla y dolería al que, de los dos, por nobleza de corazón, no pensara así. Kotia, particularmente, no podía expresarla porque hubiera parecido un reproche a Sania: ¿para qué fue a verle a Rostov, para qué le preguntó qué le parecía la idea de sentar plaza como voluntarios? Él había sido el primero en preguntarlo. Otra cosa es que Kotia aceptara en el acto: ¡de acuerdo, vamos! Dicho con franqueza, antes de llegar Sania él no pensaba así, pero en aquel instante vio claro: es verdad, hay que ir, desde luego, vamos, mamá se opondrá resueltamente, pero da igual, vamos. (Tan resueltamente estaba en contra que hubo doce horas seguidas de lágrimas disuasorias y suplicio nervioso, y Kotia dejó a su fuerte mamá desmayada, sin conocimiento). Todavía hoy hubieran podido volverse atrás en las oficinas de la Escuela Militar (¡pero era imposible, uno delante del otro!), y ahora era ya tarde, demasiado tarde.

Y hoy, los muchachos se comunicaban con más despreocupación que de costumbre sus pensamientos —todos, menos aquel— y reían más. Eso era todo.

Al volver a las oficinas les entregaron los papeles de destino a la Escuela de artillería pesada de San Sergio, tal y como querían, y les dijeron a qué hora debían presentarse al día siguiente por la mañana, qué debían llevar y qué no llevar; y ya tocaba el ángelus cuando, con agradable picazón en las piernas por el mucho caminar, cruzaron la plaza de Arbat hacia el bulevar de Nikita. Por un pasaje entre los islotes de la de la pajarería de Blank, sueño de todos los chiquillos, y la iglesia de Boris y Gleb, un tranvía, como dos borrachos abrazados, se abría paso de manera asombrosa, para virar hacia la Vozdvishenka, y sus vibrantes campanillazos se unían al dilatado tañido de las campanas, al son de las herraduras sobre el adoquinado —la trápala del caballejo y el pesado golpeteo de los percherones—, al estridor de las ruedas, a los gritos de los vendedores de periódicos, a los pregones lanzados desde los tenderetes, al fundido hervidero de Arbat. «¡Eh, paso!», gritaba aquí despectivamente el cochero al viandante. «¡Arre!», fustigaban allá al caballo que enganchara una rueda en el guardacantón.

El olfato de los jóvenes se sensibilizó por la tarde a los olores que les salían al paso desde una pastelería, desde un figón, al aroma del pan recién cocido, y decidieron ir en la misma dirección.

En el bulevar de Nikita vieron delante, en la misma dirección en que ellos iban, a un hombre alto, delgado, con la nuca canosa y unos cuantos libros sueltos debajo del brazo. Lo reconocieron en el acto, pues estaban acostumbrados a verlo horas enteras por la espalda: era un conocido de la biblioteca Rumiántsev. Y Kotia, dándole un codazo a Isaaki, dijo:

—¡Fíjate, el astrólogo!

Sania contuvo a Kotia con enojo: este no ponía límites a su garganta, no sabía hablar nunca en voz baja, el Astrólogo podía haberles oído y volverse, hubiera sido muy molesto. Porque no era realmente un conocido, nunca se habían hablado, y una vez, en la sala de lectura, miró reprobatoriamente hacia ellos: murmuraban en tono demasiado alto y se callaron; otra vez, en un pasillo, él llevaba, como ahora, buen número de libros debajo del brazo y se le cayeron; ellos se apresuraron a recogerlos. Y aunque, en realidad, siguieron siendo desconocidos, parecía que ya no lo eran: no es que se saludaran, pero sí inclinaban la cabeza al cruzarse y esbozaban una sonrisa. Desde lejos lo veían frecuentemente sentado a la mesa. El Astrólogo tenía algo que le destacaba entre el ya notable público de la biblioteca del Museo Rumiántsev: quizá la estrechez de las caderas, quizá la estrechez de la cabeza y de toda la figura; quizá los oscuros y brillantes ojos hundidos en órbitas que eran más bien cavernas, por lo cual su rostro se mostraba siempre profundamente serio; quizá por el particular modo de meditar: con los largos brazos acodados en la mesa y entrelazadas las manos en una especie de puente, sobre el cual rozaba el extremo de la barba, mientras miraba obstinadamente por encima de las cabezas las estanterías superiores. En uno de aquellos momentos, Kotia le había llamado Astrólogo, aunque, como les cohibía ser los primeros en hablar, no tenían la menor noción de en qué se ocupaba. Pero ahora:

—¿Nos acercamos? —dijeron a coro.

La libertad de la despedida les situaba por encima de Moscú. Era imposible que perdieran nada, debían aprovechar todas las ocasiones. Y dieron alcance al Astrólogo por un mismo lado, debido a lo cual uno tenía que mirar a través del otro para dirigirse a él. Como era incorrecto saludarle sin poder mencionarle por el nombre acentuaron el tono respetuoso.

No se sorprendió el anciano. Clavó en los jóvenes su mirada profundizada, contemplándoles no desde tan arriba como hubiera parecido, ya que era la estrechez de su cuerpo lo que le daba apariencia de hombre alto, y contestó:

—¡Ah, son ustedes! Me alegro mucho de verles —ajustó los libros debajo del brazo izquierdo y les tendió la mano derecha, una mano fina, pero con la palma ancha, como la de un trabajador. Me llamo Varsonófiev.

También ellos dieron sus nombres. Estaban delante de él vestidos con claras blusas de hilo, estrecho cinturón y gorra de estudiante. Kotia rompió el momento de indecisión y proclamó:

—¡Nada! ¡Es nuestro último día aquí! Mañana nos incorporamos al ejército. ¡Voluntariamente!

No era fanfarronería, sino el modo propio de él: decía lo que llevaba dentro, resplandecía su ancho rostro de pómulos salientes, y los brazos se separaban por sí mismos para mostrar la amplitud de la vida.

Pável Ivánovich Varsonófiev separó un poco el fuerte cepillo de la grisácea barba cortada en semicírculo y los fuertes bigotes grisáceos que le crecían torcidamente. Era, sin duda, su sonrisa, aunque casi no se le veían los labios:

—¿Ah, sí? —miró con más atención a uno y a otro—. Hununm —su voz salía también de profundidades cavernarias, con resonancia. Les volvió a escrutar—. ¿No temen que sus amigos les llamen patriotas?

—Pues… —Sania buscaba algo justificativo—, nos lo dirán, naturalmente. Pero, en cierto sentido, es así…

—¿Y por qué no se puede ser patriota? —preguntó Kotia en tono alto, amenazador—. ¡Ellos han atacado y no nosotros! ¡Han atacado a Serbia!

Con la frente inclinada, el anciano les miraba inquisitivamente.

—Así parece. Pero, hasta las últimas semanas, la palabra «patriota» se ha empleado casi como sinónimo de «reaccionario». Por eso les preguntaba.

—Y a usted ¿qué le parece? —le presionó Kotia—. ¿Cree que hacemos bien o no?

Se había presentado la ocasión: no sería molesto para su amigo y él podría comprobar una vez más si procedía bien o mal. El anciano aquel podía decir algo de peso.

Varsonófiev levantó una ceja:

—Sólo partiendo de las convicciones de ustedes se puede juzgar si hacen bien o mal. —Y con una chispa en los ojos oscuros fijos en ellos—: Ustedes, seguramente, son socialistas.

Sania movió tímidamente la cabeza.

Kotia emitió un sonido de lamento.

—Cómo, ¿no son socialistas? Bueno, entonces serán, por lo menos, anarquistas.

No, los muchachos no asintieron.

Observaron que el anciano no parecía burlarse. Es decir, no denotaba burla su rostro tremendamente serio y apenas estaban separados los labios entre los bigotes y la barba, pero sí se advertía un ligero brillo en los ojos.

—¡Yo, por ejemplo, soy hegeliano! —manifestó Kotia con firmeza y aplomo. Tenía un modo muy resuelto de expresarse, el mentón avanzado y las mandíbulas fuertes.

—¿Hegeliano puro? —se asombró el anciano—. ¡Es un caso raro!

—Pues así es. ¡Puro! —confirmó orgullosamente Kotia—. Y este es tolstoyano —añadió señalando con el dedo a Sania.

E habían puesto a andar otra vez hacia el bulevar.

—¿Toistoyano? —se pasmó el anciano colocándose a la misma altura del moderado e inseguro Isaaki—. ¿Tolstoyayano y a la guerra?

Pero advirtió lo aplastante, lo doloroso que esto era para Sania: el muchacho mismo lo comprendía, se había embrollado, no podía rehacerse, miraba suplicante para que le dejaran en paz y se apartaba de la frente los suaves cabellos trigueños.

—¡Pues eso no es nada! —clamó Kotia, que cada vez se sentía más libre con aquel simpático anciano—. ¡Ha estado dos años sin comer carne! Hoy, en Ojotni Riad, por primera vez he conseguido que se tragara dos pastelillos de carne. ¡Figúrese usted cómo lo va a pasar en el ejército! ¡Allí no hay que andar con remilgos, a todos dan lo mismo!

Estas bromas no eran molestas entre amigos, Sania sonreía suavemente, pero estaba descontento de sí.

El anciano miraba con evidente benevolencia tanto a uno como a otro:

—¿Y qué les parece, jóvenes, si no les esperan sus damas, si entramos a tomar unas cervezas? O tal vez sienten ustedes apetito…

No les esperaban. Aceptaron la invitación casi sin mirarse. Para el último día era muy interesante conocer al anciano.

—Entonces, espérenme aquí un momento, voy a la farmacia.

Ya estaba delante de ellos la farmacia; por la parte de atrás, cortando el bulevar, Varsonófiev dio el rodeo para entrar. Caminaba encorvándose un poco.

—¡Vaya, debíamos haberle pedido que nos dejara los libros! —exclamó Kotia—. Les habríamos echado una ojeada. Cuando se los recogimos en el pasillo no los miramos… Oye, de Tolstoi no hables demasiado, la cosa está clara ya…

Sania sonrió sin discutir.

—Más vale que nos diga qué le parece a él que nos vayamos al ejército…

Y luego le llevaremos hacia cualquier tema histórico, por ejemplo, visión general de Oriente, de Occidente…

Los tranvías pasaban con un murmullo del arco en el cable y dando campanillazos. Los cocheros, según se lo hubieran pedido, iban moderada o precipitadamente. La gente paseaba por el bulevar como si no hubiera guerra, una niña de largas trenzas iba con sus cuadernos a una clase de música, un desaseado mozo, con el delantal blanco cubierto de manchas, cruzaba el bulevar llevando un encargo. Junto a un edificio semicircular con un alegre anuncio de los cigarrillos «Tío Kostia», un apuesto guardia blanquinegro vigilaba el orden. Los tranvías también llevaban anuncios diversos. La larga hilera de rótulos que les había llevado hasta allí, con nombres de comerciantes como inmortales creadores, carteles de letras historiadas, superpuestas y en relieve, retorcidas y rectas, afirmaba la consistencia y la eternidad de esta ciudad, aunque carecía de realidad, porque al día siguiente los muchachos no estarían ya en ella. Sólo el cinematógrafo «Unión» les hacía eco: «En defensa de nuestros hermanos eslavos, sensacional ilustración cinematográfica del grandioso momento histórico que todos vivimos…». Por lo demás, la ciudad estaba allí, quieta y fluyente, inalterable y mudadiza, y, en su insensible inmensidad, no podía comprender la particular preeminencia de aquel día, el último día, la importancia del paso que audazmente se daba. Se desgajaba, se quedaba la ciudad, pero no les dolía porque se llevaban lo mejor de ella y lo mejor de ellos mismos.

A este trance daban el nombre de «prepárate a estornudar»: ahora Sania, con la cabeza un poco echada atrás, los ojos soñadoramente entornados y las manos en los hombros de su amigo, decía:

—Oye… En cuanto todo… En cuanto todo… —miraba alrededor buscando la palabra para denominar aquel todo. Lo comprendieron los dos, ¿quién podía, mejor que ellos, comprenderse uno al otro?—. Venir después de la guerra a este mismo lugar, ¿eh? ¿De acuerdo?

—¡Sí, sí! —le agarró convencidamente de los hombros Konstantín. Y hasta le hizo retroceder un poco, pues era tan fuerte como Iván Poddubni.

Una cierta sensación de ligereza les subía por encima de todos los colores y sonidos de la ciudad. Una fuerza frenéticamente alegre les impulsaba hacia el futuro. E incluso si ya había estallado, si ya se había consumado el infortunio, cabía decir: hasta en él se puede ir sin padecer deterioro, percibiendo la terrible belleza del infortunio.

Reapareció Varsonófiev y les indicó que fueran hacia el «Unión». No, no iba encorvado: adelantaba un poco la cabeza descubierta, con el cabello grisáceo cortado a modo de cepillo, como si mirase o escuchara algo con atención.

—Cerca del «Unión» hay una buena cervecería, y también está bien la gente que va allí…

El anciano no era tan sobrenatural como parecía, ya entendía algo.

Detrás de la puerta quedaron envueltos por olores cálidos y alegres, fuertes, con denso dejo de cerveza. El local lo formaban tres piezas, una daba al bulevar; otra, hacia la que ellos fueron, a un patio sin entrada. Kotia dio un codazo a Sania: allí estaba tomando una cerveza un conocido profesor de la Facultad de Ciencias Naturales, rodeado de alumnos. En algunas mesas había oficiales; aquellos otros parecían ser abogados. En ninguna parte se veía mujeres, la cervecería era coto del ocio masculino. Por las botellas vacías que, para hacer la cuenta, quedaban sobre los veladores, veíase que la gente pasaba allí muchas horas y no se dejaba nada por decir. Leían periódicos y revistas ofrecidos por la casa; Kotia cogió al pasar Niva\ Sania, Rússkoe silovo. Eligieron una mesita cerca de una ventana, por la que se veía una montaña de cajas de botellas de cerveza.

—Por ahora todo va bien —dijo Sania pasando la mirada por el periódico—. Atacamos en Austria y en Prusia, éxito en todas partes.

—¡Pongan atención! —exclamó Kotia—. Orden del Ministro de la Guerra, lord Kitchener: «… Deben ser atentos con las mujeres, pero evítenlas». ¿Eh? De qué se preocupan, ¿eh?

Soltó una carcajada ensordecedora. Realmente era cómico. Otros hablaban también en voz alta, se reían; no era una cervecería silenciosa. El deseo de comer les acuciaba, se les había excitado a través del olfato; tampoco vendrían mal unas botellas de cerveza.

—Bueno, jóvenes amigos, qué desean: ¿estofado, chuletas, huevos fritos? —preguntaba el atento anciano—. Y eso de la carne, ¿qué? —se dirigió servicialmente a Sania.

—¡Estofado para los dos! —resolvió Kotia—. Sania, hay que acabar con eso. Al fin y al cabo, la guerra lo altera todo. En presencia de Pável Ivánovich y como recuerdo, ¡abandona el ayuno!

Pasaban cerca del estofado, del que emanaba aromático vapor, una fragancia complicada, cálida, acariciadora. Sama miraba a Pável Ivánovich a la defensiva y como sintiéndose culpable, con dolorosa dificultad de elección entre las conductas. Pero habiendo comido pastelillos de carne y dispuesto como estaba a matar a sus semejantes, sería hipocresía filosofar sobre un estofado.

Varsonófiev encargó dos.

—¿Y usted, Pável Ivánovich?

Varsonófiev irguió como una vela un blanco y largo dedo:

—A la edad de ustedes es una satisfacción comer; a la mía, poner límite.

—¿Cuántos años tiene, Pável Ivánovich?

—Pongan cincuenta, para que la cifra sea redonda.

Por las canas y lo sumido del rostro, esperaban que dijera más, pero tampoco estaban mal cincuenta años y no objetaron. Pável Ivánovich había hecho el encargo, servía la cerveza y comía guisantes en salsa con muestras de verdadero placer. Consolaba a Sania, que, pese a todo, había pedido col para empezar:

—¿Qué es lo más difícil en la vida? Seguir una línea pura, como su amigo, por ejemplo, sigue el hegelianismo. Una línea mixta es siempre más fácil, accesible a todos; el que no tiene dientes puede comer estofado.

Se enteró Varsonófiev de que habían estudiado tres cursos de la Facultad de Letras e Historia; Kotia era más dado a la historia; Sania, más a la literatura. Preguntó con interés respetuoso a Kotia:

—¿Y qué idea de Hegel estima más? O, sencillamente, ¿cuál es la primera que le viene a la cabeza?

El ancho rostro de Kotia, con gran distancia entre sien y sien, se adaptaba fácilmente a la carcajada, pero también a la reflexión. Era mucho lo admirable en Hegel: el automovimiento de las ideas, la preservación inicial del principio en su tirantez no desarrollada. Pero lo mejor de todo:

—Quizá el desarrollo a través del salto. En el salto había algo que atraía.

Varsonófiev cruzó con elegancia los dedos sobre la mesa.

—Pero si usted es hegeliano debe aprobar el Estado.

—Y… lo apruebo —aceptó Kotia con cierto titubeo.

—Bueno, pero el Estado reprueba una brusca ruptura con el pasado. Al Estado le gusta la gradación. Para él, la interrupción, el salto, son actos destructivos.

Comían. Bebían cerveza moderadamente fría y fuerte. Varsonófiev mascaba galletas saladas. Blanqueaban sus dientes, todos enteros e iguales.

—¿Me permite usted preguntarle —gritó Kotia— a qué se dedica, Pável Ivánovich? Hemos hecho conjeturas…

—Qué decirles… Leo unos libros, escribo otros… Leo libros gruesos y escribo libros delgados.

—No está muy claro eso que usted dice.

—Cuando las cosas están demasiado claras carecen de interés.

Kotia tenía la costumbre de insistir sin reparar en normas de cortesía, lo que hacía sufrir a Sania. Este preguntó para desviar el interrogatorio:

—¿Usted cree?

—Sin duda, los aspectos de la vida que más nos interesan son los más confusos. Sólo en lo simple hay claridad absoluta. La mejor poesía se halla en las adivinanzas. ¿No se ha fijado usted en el sutil hilvanado de las ideas que hay en ellas?

—Dos. extremos, dos aros y un clavo en el medio —pronunció Kotia con enérgico ritmo, y soltó la carcajada. Su bullicio no horadaba el ruido general, y en el muro circular de este ruido todos se oían netamente, como en el silencio.

—Las hay mejores —Varsonófiev bebió con gusto y sirvió a todos—. Por la tarde, la liebre blanca corre por el prado; a la medianoche, se acuesta en el plato.

Decía las palabras de la adivinanza con voz ahondada y canturreante, diferente a voz habitual y, aún más, a las voces zumbantes, carnívoras y cerveceras.

—¿Y qué es eso?

—La novia.

—¿Y por qué se acuesta en un plato?

—La adivinanza no lo sería si dijera en la cama, sin rodeos. Una traslación poética. Se echa en el plato porque ha sido entregada, porque no puede oponer resistencia.

¿No había enrojecido Sania un poco? No, reflexionaba.

Comían, bebían. Varsonófiev dijo algo del tolstoyanismo, pero Kotia no soportaba este tolstoyanismo y se apresuró a defender a su amigo.

—No crea usted que es un toistoyano intransigente. En su pueblo, por ejemplo, le llaman populista.

Varsonófiev se sopló los bigotes:

—¡Entre que gente me he metido! ¡Están aquí todas las corrientes!

Encargó dos pares más de botellas.

—Pero las palabras se gastan y a menudo pierden el sentido. ¿Qué significa hoy ser populista?

Sania se concentró, abandonó todo lo que había sobre la mesa. Pese a su salud y su pigmentación esteparia —visibles incluso allí, a la débil luz de las ventanas—, su rostro no tenía nada de estepario, y era suave; bajo la cabellera quemada por el sol, en los ojos azules, sin firmeza, el pensar era incesante, y este trabajo no dejaba muchas ganas de hablar; y cuando hablaba estaba dispuesto a retroceder ante el interlocutor:

—El que ama al pueblo, digamos. El que cree en la fuerza espiritual del pueblo y entiende que los intereses eternos de este se encuentran por encima de los suyos, cortos y pequeños. Y no vive para él, sino para el pueblo, para su felicidad.

—¿Para la felicidad?

—Sí, para su felicidad.

Bajo la segura protección de las bóvedas ciliares, los ojos de Varsonófiev miraban como dos luces:

—La felicidad de la mayoría del pueblo es comprar, vestir, vivir bien, satisfacer plenamente las necesidades, ¿verdad? Y para dar de comer y vestir a todos, quieras que no, también se necesita todo un siglo. Mientras llega el turno a los intereses eternos, molestan la pobreza, la esclavitud, la ignorancia, las malas instituciones públicas, y mientras se cambia o mejora todo eso hacen falta tres generaciones de populistas.

—Sí, es posible.

Varsonófiev podía mirar sin pestañear, sin necesidad alguna de pestañear, ininterrumpidamente, sin perder de vista lo que vigilaba:

—Y esos populistas que salvan de golpe nada menos que a todo el pueblo, ¿renuncian a salvarse ellos mismos hasta entonces? Están obligados a proceder así. Están obligados a juzgar sinvergüenzas a quienes no se sacrifican por el pueblo, vamos, a quienes se dedican a cualquier arte por el arte o a buscar el sentido abstracto de la vida, peor aún, a la religión, a salvar el alma.

Sarna escuchaba con tanta atención que hasta se fatigaba. Levantó un dedo para que se le dejara hablar por temor a olvidarse luego:

—¿Y en el sacrificio para el pueblo no se salva el alma?

Varsonófiev se sopló los bigotes:

—¿Y si ese sacrificio no es el que se necesita? Dígame, el pueblo, ¿tiene deberes o sólo derechos? ¿Espera tranquilamente a que le sirvamos la felicidad, y ya veremos luego eso de los intereses eternos? ¿Y si él mismo no está preparado? En tal caso no valdría de nada ni la saciedad, ni la enseñanza, ni la sustitución de las instituciones, ¿verdad?

Sania se enjugó la frente. No apartaba los ojos de los de Varsonófiev, como si quisiera aprender a través de la mirada:

—¿En qué sentido no está preparado? ¿En el de la altura moral? Entonces, ¿quién?

—Ahí está la cosa, ¿quién? Puede ser que la altura moral existiera antes de los mongoles, y nosotros la conservamos como fue concebida. Pero se pusieron a mezclar al pueblo en el almirez infernal, empiece usted a contar desde Iván el Terrible, desde Pedro I, desde Pugachov[30], pero llegue sin falta a nuestros taberneros, y no pierda de vista el año cinco, y ¿qué hay ahora en su semblante invisible, qué oculta en su corazón? Fíjese en nuestro camarero: una fisonomía bastante desagradable. Encima de nosotros, en el «Unión», un pianista toca en la oscuridad. ¿Qué hay en su alma? ¿Qué otra cara aparece por ahí? ¿Y por qué uno tiene que sacrificarse por él?

—El pianista y el camarero —proclamó Kotia— no son rigurosamente componentes del pueblo.

—¿Dónde está el pueblo, entonces? —Varsonófiev giró hacia él su alargada cabeza grisácea—. ¿Hasta cuándo será obligadamente necesario considerar sólo al mujik? ¿Dónde dejamos sus millones y millones de descendientes?

—Habrá que definir científicamente lo que es el pueblo.

—Todos somos amigos de la ciencia, pero al pueblo nadie lo ha definido aún rigurosamente. En todo caso, no sólo existe el pueblo sencillo. Y tampoco se puede considerar a la intelectualidad separada del pueblo.

—¡Hay que definir también a la intelectualidad!

Kotia no medía bien sus fuerzas.

—Tampoco lo sabe hacer eso nadie. Por ejemplo, los sacerdotes no son intelectuales, ¿verdad? —Y vio en Kotia un fugaz gesto de confirmación—. Y tampoco es intelectual, aunque sea ilustre filósofo, el que sustenta opiniones retrógradas. Eso sí, los estudiantes, aunque los suspendan, aunque repitan curso, son indefectiblemente intelectuales…

No resistió en su seriedad y una clara risa separó la barba de los bigotes, de los que pendía la espuma de la cerveza. Dijo al desagradable camarero:

—Dos pares más, tenga la bondad.

Había menguado, descendido el tono serio, pero Sania aún se mantenía en él: había algo no resuelto en esta breve conversación, algo que quedaba pendiente, truncado. Sania no pensaba simplemente en la conversación; es que esta le abatía.

—Por cierto, jóvenes amigos, si no es una pregunta indiscreta, me gustaría saber cuál es su origen, de qué estamento son sus padres.

Kotia se sonrojó y guardó silencio, después de toser y carraspear. Dijo con desagrado:

—Mi padre ha muerto.

Se sirvió cerveza.

Pero Sania sabía dónde le dolía a Kotia: le avergonzaba que su madre fuera una vendedora del mercado y eludía el asunto. Y, abandonando el hilo de su pensamiento, dijo por él y por su amigo:

—Su abuelo es pescador del Don. Y mis padres, agricultores. Yo soy el primero que estudia de toda la familia.

Varsonófiev trenzaba y destrenzaba los dedos, muy satisfecho.

—Pues ahí tienen el ejemplo. Proceden del campo y son estudiantes de la Universidad de Moscú. Son pueblo y son intelectuales. Son populistas y van voluntarios a la guerra.

Sí, era una opción difícil y lisonjera: dónde encasillarse.

Kotia desolló el pescado seco como si se desollara el pecho:

—Empiezo a comprender que usted no es partidario de la democracia.

Varsonófiev miró de reojo:

—¿Cómo lo ha adivinado?

—¿A usted no le parece que la democracia es la forma suprema de administración?

—La suprema no —en voz baja, pero firme.

—¿Y cuál propone usted? —retornaba Kotia a su ardor optimista, casi infantil.

¿Proponer? No me atrevería. —Brillaron en las cavernas los ojos oscuros—. ¿Quién se atrevería pensar que es capaz de inventar las instituciones ideales? Sólo el que considera que antes de nosotros, antes de nuestra joven generación, no hubo nada importante y que todo lo importante comienza ahora.

Y que sólo nuestros ídolos y nosotros conocemos la verdad, y el que no está de acuerdo con nosotros es un idiota o un marrullero. —Parecía que comenzaba a enfadarse, pero se moderó en el acto—: Bueno, no reprochemos precisamente a nuestros jóvenes rusos lo que es una ley universal: la petulancia es el primer síntoma de un desarrollo insuficiente. El que está poco desarrollado es petulante; el desarrollado profundamente se hace humilde.

No, Sania no podía seguir el ritmo de la conversación: escuchaba los nuevos argumentos cuando aún estaba pensando en lo dicho anteriormente. Se había hablado de esto y aquello, pasado a otro tema y seguido adelante. Pero si lo anterior lo daba por perdido, quería afrontar el último tema:

—Y, por lo demás, ¿es posible un régimen social perfecto?

Varsonófiev miró a Isaaki cariñosamente; sí, su mirada de renunciación, su mirada fija podía ser cariñosa.

Como la voz. Dijo quedamente, con pausas:

—La palabra régimen, tiene aplicación mejor y primera: régimen del alma.

Y para el hombre no hay nada por encima del régimen de su alma, incluso el bienestar a través de las futuras generaciones.

¡Ah, era aquello lo que quedaba pendiente!, lo que Sania pugnaba por captar: ¡había que elegir! El régimen del alma, ¿no es esto lo que decía Tolstoi? ¿Y la felicidad del pueblo? Entonces, no se compaginan…

Se le forjaban hondas arrugas en la frente. Mientras, Varsonófiev seguía:

—Más que a nada estamos llamados a perfeccionar el régimen de nuestra alma.

—¿Qué significa que estamos llamados? —le interrumpió Kotia.

—¡Adivinanza! —le detuvo Varsonófiev levantando un dedo—. Por eso, al rezar por el pueblo y al sacrificarlo todo por el bienestar del pueblo, no enclaustren, ¡ah!, su propia alma: puede ocurrir que alguno de ustedes esté destinado a escuchar algo en el recóndito orden del mundo.

Miró a los dos jóvenes: ¿no era excesivo? Bajó la mirada. Bebió. Se limpió una vez más la espuma de los bigotes.

Cuando se es joven, eso atrae, se deja ver inmediatamente en la mirada: ¿por qué no, verdad? ¿Puede ser que no en balde note yo algo allá en lo hondo de mí?

Mas, pese a todo, a los muchachos les interesaba el régimen social.

—¿El régimen social? —con interés visiblemente disminuido Varsonófiev tomó algunos guisantes del plato. Alguno de ellos debe ser el mejor de los peores. Incluso puede ser perfectísimo. Pero, amigos míos, ese régimen excelente no puede ser obra de nuestra invención arbitraria. Ni incluso obra científica. No sueñen ustedes con que se pueda idear, y echar a perder, aplicando lo ideado, a ese pueblo que tanto se ama. La historia— movió la larga cabeza vertical —no se rige por la razón.

¡Ah, nada menos que eso! Sania aspiraba, Sania se cruzó de brazos captando:

—¿Y por qué se rige la historia?

¿Por el bien, por el amor? Algo de eso diría Pável Ivánovich y empalmaría con lo escuchado de otros en diversos lugares. ¡Qué bien y qué sencillo es cuando coinciden los pareceres!

Pero Varsonófiev no dijo nada que aliviase. Sentenció de modo nuevo:

—La historia es irracional jóvenes amigos. Tiene, y puede ser inescrutable para nosotros, su tejido orgánico.

Lo dijo en tono desesperanzado. Si hasta entonces había estado erguido, ahora se encorvó e inclinó hacia el respaldo de la silla. No miraba ni al uno ni al otro, sino a la mesa o a través de las deformaciones turbiamente verdes de las botellas. No pretendía convencer de nada ni a Kotia ni a Sania; se puso a hablar con voz más sonora y sin dejar las frases inconexas. ¿Daría clase en algún sitio?

—La historia crece como un árbol. Y la razón es para ella como un hacha, con la razón no se la puede cultivar. O, si así lo quieren, la historia es un río, con sus leyes de curso, sus meandros y torbellinos. Llegan las lumbreras y dicen que es un estanque pútrido y que debe ser trasvasado a otro lugar mejor eligiendo con buen tino donde hay que cavar el nuevo cauce. Pero el río, la corriente, no se puede cortar. Basta interrumpirla un palmo para que deje de ser corriente. Y nos propone que la cortemos sobre un millar de verstas. El empalme de las generaciones, instituciones, tradiciones y costumbres es la continuidad de la corriente.

—Entonces, ¿no se puede proponer nada? —preguntó Kotia. Estaba cansado.

Sania puso suavemente una mano en la manga de Varsonófiev:

—¿Y dónde deben ser buscadas las leyes de la corriente?

—Adivinanza. Quizá sean inaccesibles para nosotros —Varsonófiev no alentó a los demás y él mismo suspiró—. En todo caso, no hay que buscarlas en la superficie, a donde irá el primer impaciente. —Levantó de nuevo un dedo como una vela—: Las leyes del mejor régimen humano no pueden hallarse sino en el orden de las cosas mundiales. En el designio del universo. Y en el destino del hombre.

Calló. Quedó inmóvil en su postura de la biblioteca: los brazos acodados, las manos cruzadas, mientras la barba cuidadosamente cortada como pala redonda pendulaba sobre ellas.

Quizá ellos no necesitaran nada de esto. Pero no eran unos estudiantes como los demás.

Kotia bebía sombríamente. Del esfuerzo mental se le hinchó una vena en la frente, formando un nudillo.

—¿Entonces no se puede hacer nada? ¿Únicamente podemos contemplar?

—Todo auténtico camino es muy difícil —contestó Varsonófiev con el mentón apoyado en las manos—. Y casi invisible.

—¿Y hacemos bien yendo a la guerra? —preguntó Kotia, volviendo en sí.

—Debo decir que sí —asintió Varsonófiev aprobatoriamente.

—Y, ¿por qué? ¿Quién lo puede saber? —se empecinó Kotia, aunque tenía ya la hoja de destino en el bolsillo.

Varsonófiev desentrelazó las manos y habló honradamente, de igual a igual.

—No lo puedo demostrar. Pero lo intuyo. Cuando suena el clarín, el hombre debe ser hombre. Aunque sea para sí mismo. Eso también es inescrutable. Por lo que sea, no se debe permitir que partan la espina dorsal a Rusia.

Y para ello, los jóvenes deben ir a la guerra.

Sania no oyó esto último. Comprendió que el camino o el puente debía ser invisible. Visible, pero para pocos. De otro modo, hace mucho tiempo la humanidad, por ese puente…

—¿Y la justicia? —se aferró pese a todo; algo había quedado por decir en este sentido—. ¿No es la justicia suficiente principio para la construcción de la sociedad?

—¡Sí! —giró hacia él Varsonófiev las dos cavernas luminosas—. Pero tampoco en este caso la justicia nuestra, la que nosotros idearíamos para un cómodo paraíso terrenal. Sino la justicia cuyo espíritu existió antes de nosotros, sin nosotros y por sí mismo. ¡Y nosotros tenemos que adivinarlo!

Kotia suspiró ruidosamente:

—Usted no tiene más que adivinanzas, Pável Ivánovich, y cada vez son más difíciles. Ya podría decirnos alguna fácil.

Pável Ivánovich jugó con los labios astutamente:

—Bueno, escuche: si me pusiera en pie llegaría al cielo; si tuviera brazos y piernas ataría al ladrón; si tuviera boca y ojos lo contaría todo.

—No, Pável Ivánovich —bromeó Kotia un poco bebido ya y satisfecho por la aprobación; tamborileaba con la cola del pescado seco sobre el plato. Noto que no le hemos planteado las cuestiones principales. Y luego lo lamentaremos en la guerra.

Se ablandó Varsonófiev en busca de la sonrisa, del descanso:

—A las cuestiones principales, respuestas generales. A la cuestión principal nadie responderá nunca.

* * *

LA SOLUCIÓN ES CORTA, PERO CONTIENE SIETE VERSTAS DE VERDAD.