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De una guerra de cuatro años, que quebrantó el espíritu del pueblo, ¿quién se atrevería a decir cuál fue la batalla decisiva? El número de estas fue infinito, más desventuradas que gloriosas, batallas que devoraron nuestras fuerzas y nuestra confianza en nosotros mismos, batallas que nos arrancaron irrecuperable e inútilmente a los más audaces y fuertes y dejaron a los de calidad inferior. Y, pese a todo, se puede decir que la primera derrota rusa determinó, dio el tono a toda la guerra para Rusia: se libró la primera batalla sin reunir las fuerzas y nunca se consiguió juntarlas; siguiendo lo practicado al principio, se lanzó luego, sin respirar, carretada tras carretada de bisoños a cerrar brechas e infiltraciones; se quería reconquistar lo perdido, sin comprender el sentido y sin considerar los sacrificios; aplastado nuestro espíritu en la primera ocasión, jamás ya recuperó la seguridad anterior; agriados desde la primera ocasión enemigos y aliados —¿qué modo de combatir era aquel?— llegamos al desastre con el estigma de ese desprecio; y también desde la primera ocasión nos preguntamos con recelo si teníamos los generales que necesitábamos, si estaban en sus cabales.

Sin permitirnos el menor aletazo de fantasía, por cuanto se pueden compendiar y conocer exactamente los hechos; ciñéndonos lo más posible a los historiadores y alejándonos todo lo posible de los novelistas, mostraremos nuestro pasmo y dejaremos sentado que jamás nos hubiéramos atrevido a idear tanta adversidad y que, para mayor verosimilitud, habríamos distribuido, mesuradamente, la luz y la sombra. Pero desde la primera batalla, los entorchados de los generales rusos se nos aparecen como señales de ineptitud, y cuanto más subimos mayor es nuestro desaliento, y casi no hay nadie en quien pueda detener el autor una mirada de gratitud. (Y aquí podríamos consolamos con las convicciones tolstoyanas de que no son los generales los que conducen las tropas, ni los capitanes los que guían los buques y las compañías, ni los presidentes y líderes los que gobiernan los Estados y los partidos; pero el siglo XX nos ha mostrado con excesiva prodigalidad que son precisamente ellos los que dirigen).

¿Daríamos crédito al novelista que nos dijera que el general Kliúev, el que más adentró en Prusia el Cuerpo de Ejército Central, nunca había combatido antes? No hay razones para suponer que Kliúev fuera un necio; nada de eso, era un hombre que no carecía ni de aptitudes ni de habilidad: en sus partes supo describir de tal modo la tardía carrera de su división hacia Orlau, que en los informes al Mando Supremo y hasta al emperador es presentado como vencedor de la batalla de Orlau, no Martos, sino él: fue él quien, con la amenaza de envolver el flanco del enemigo, hizo que este retrocediera; y en las memorias que escribió en el cautiverio lo cepilla y encola todo de tal suerte que los culpables son todos los demás. Y no disponemos de noticias directas de que Kliúev fuera una mala persona y hasta diremos que, por la experiencia de otros muchos casos posteriores, no dudamos que podría haber sinceros testigos de que era un buen padre de familia y amaba a los niños (sobre todo, a los suyos), era un agradable conversador y, quizá, hasta un bromista. Pero ninguna virtud salva ni justifica al que toma sobre sí la misión de conducir a millares de hombres y los conduce mal. Tenemos compasión del soldado bisoño, entre las primeras balas y explosiones de la cruel guerra; no compadecemos ni justificamos al general bisoño, por muy mal que se sintiera.

He aquí las acciones del general Kliúev. Pasa casi todo el día 14, con su Cuerpo, en Allenstein, en el extremo más lejano del Ejército de Samsónov; no intenta explorar el terreno para averiguar si tiene o no enemigo a la derecha, delante, a la izquierda, dondequiera que sea y en qué número, en vez de lo cual pide al Estado Mayor del Ejército que le informe de todo esto desde Neidenburg. El día 15 por la mañana abandona el rico y estéril Allenstein y lo comunica por radiograma abierto, informando de tal modo al enemigo del itinerario y horario de su desplazamiento en ayuda de Martos. A Kliúev le quedan seis regimientos y los despilfarra. Deja (sin salvación posible) dos mil hombres —un batallón de Dorogobuzh y un batallón de Mozhaisk— para mantenerse en Allenstein «hasta que llegue Blagovéschenski». Su Cuerpo marcha en columna hacia el suroeste por la carretera de Hohenstein y, poco después, Kliúev abandona en una retaguardia mortal al resto del regimiento de Dorogobuzh al descubrir que es perseguido, sin saber por qué. (Le persiguen por su propio telegrama, que los alemanes han interceptado a las 8 de la mañana. Los alemanes se apresuraron a enviar tropas en persecución de Kliúev porque no podían acostumbrarse a que los rusos llegaran siempre tarde; Kliúev no llega hasta al atardecer allá donde aseguraba que estaría al mediodía). Cuando Kliúev ve Hohenstein desde las alturas de Grieslienen —el nudo y ciudad que debe mantener en ayuda de Martos y donde se consumen sus propios regimientos de Narva y Koporie— se detiene y espera. ¿Espera a que llegue toda la columna? ¿No sabe exactamente quién se encuentra en Hohenstein, a cuatro verstas de allí? (Mientras, los regimientos de Narva y Koporie, en la ciudad, toman su propio Cuerpo, que ven en las colinas inmediatas, por nutridas unidades alemanas). Kliúev no hostiliza a un nuevo destacamento (alemán) que despliega entre él y Hohenstein. ¿Espera acontecimientos más claros? ¿O una nueva orden?

La única disposición que toma es la de enviar su regimiento del Neva, que encabeza la columna, al espeso bosque de Kammerwalde, donde perderá todo el día en un combate innecesario. Y Pervushin conduce al regimiento, sin refuerzo de artillería y sólo con una compañía de ametralladoras. Lleva a sus hombres a ese combate en el bosque, donde no se ve más allá de veinte pasos ni por delante ni por los lados y es imposible comprender de dónde llegan las balas; donde los disparos son particularmente sonoros y siniestros, las balas desmochan los árboles y parecen explosivas, y los rebotes, nuevos disparos; unos hombres disparan por encima de otros, son alcanzados por balas de sus propios compañeros, pierden la cabeza hasta valientes soldados y todo se embrolla. Y en este combate, el regimiento del Neva presionó hora tras hora a una división alemana (y dispersó al Estado Mayor de la división, dejando solo al general con ocho soldados), avanzó varias verstas en la espesura del bosque y, al anochecer, llegó victorioso a la linde occidental. Pero la victoria era innecesaria, como innecesario era el bosque.

Por la mañana, la marcha del XIII Cuerpo se podía entender como vector de la ofensiva. Pero en la inmovilidad sobre las alturas de Grieslienen, el Cuerpo de Ejército —sin hacer fuego, sin actuar— se fue convirtiendo en una montaña de chatarra. Fuera para acudir en ayuda de Martos (un oficial de este se presentó y la requirió), fuera, al menos, para salvarse él mismo y, sin perder una hora más, ir hacia el sur, mientras estuvieran libres los pasos entre los lagos, el hecho es que debía moverse. Pero Kliúev estuvo titubeando todo el día del Tránsito, y la noche le sorprendió allí.

Durante este tiempo, los regimientos de Narva y Koporie entregaron Hohenstein a los alemanes y corrieron hacia el sur. Durante este tiempo, en Allenstein, la caballería sorprendió y exterminó a los dos batallones de la retaguardia abandonados (dispararon también los habitantes de la ciudad desde las ventanas y una ametralladora desde el «manicomio, se ruega silencio»). Los trenes regimentales del Cuerpo, razonablemente enviados por la mañana a la retaguardia, fueron capturados, y su protección, aniquilada. Para cubrir la inútil inmovilidad del Cuerpo, el regimiento del Neva se había triturado en el combate del bosque. Y el que más contribuyó a la seguridad de Kliúev —no de su retirada, de la salvación, sino de su inmovilidad— fue el regimiento de Dorogobuzh, en la retaguardia, a diez kilómetros detrás de él.

El regimiento de Dorogobuzh, con tres batallones incompletos, tuvo que librar combates de retaguardia poco después de salir de Allenstein. El Estado Mayor del Cuerpo no indicó ni posiciones ni horario al coronel Kabánov, limitándose a decirle si debía mantener combates de retaguardia basta nueva orden. Es muy probable que el coronel Kabánov abrigara las máximas reservas acerca de las aptitudes del general Kliúev, de sus disposiciones y planes, pero ello no podía ejercer la menor influencia sobre el deber militar de Kabánov. Su misión era determinar dónde podía detener con mejor resultado y más tiempo al enemigo. Y detenerlo.

Nosotros, que en la vida cotidiana nos guiamos siempre por consideraciones de nuestra supervivencia, dejamos a un lado este enigma de los militares profesionales y otras personas sujetas a una disciplina, al deber (como si, con una educación rigurosa, no salieran de nosotros mismos esos hombres): ¿de qué modo ineluctable van sintiéndose dispuestos antinaturalmente a morir y aceptan la muerte, una muerte tan prematura y extraña, si se tienen en cuenta los planes de su vida? ¿Deja de rechazar la muerte el ser humano? En todo ejército hay siempre esos oficiales asombrosos en los cuales se concentra toda la firmeza suprema posible del espíritu varonil.

Pero en momentos como los vividos en el día del Tránsito, no es esta duda y decisión lo que evidentemente juzgaba principal Kabánov (si eres militar de profesión, de tu profesión habrás de morir, tarde o temprano). Evidentemente, Kabánov hubiera entregado la vida sin vacilar, allí mismo, con tal de detener al enemigo. Mas para ello habría necesitado a todos sus soldados y aun no habrían bastado, porque le perseguía una división enemiga. Y si Kabánov abrigó dudas, pudieron ser sólo estas: ¿sacrificar el regimiento a él confiado para salvar el grueso del Cuerpo de Ejército o hacer todo lo posible para salvar a su regimiento? La gravedad consistía en que el jefe debía asumir el papel de destino para su propio regimiento: era él quien debía decretar la muerte de la unidad. No habían dejado a Kabánov piezas de artillería. Los carros de munición desaparecieron antes de llegar a este punto. Las municiones eran tan escasas, que sólo podía utilizarse una de las cuatro ametralladoras. No tardaría en faltar también para los fusiles. En el año catorce del siglo veinte, los soldados del regimiento de Dorogobuzh no podían actuar contra la artillería alemana más que con la bayoneta rusa. Era evidente que estaban condenados a morir y este veredicto recaía sobre la conciencia del jefe del regimiento, pero de modo que no velara la claridad de sus decisiones: qué línea elegir, dónde colocar emboscadas para ataques a la bayoneta, de qué modo venderse más caro y cómo ganar todo el tiempo posible.

Kabánov eligió las cercanías de Dereten, donde la situación de las colinas era favorable, un flanco se apoyaba en un gran lago y el otro, en una cadena de lagunas. Allí se detuvo el regimiento y allí resistió toda la soleada segunda mitad del día y la clara anochecida. Allí se le terminaron las municiones y se contraatacó tres veces a la bayoneta, allí perdió la vida, a los cincuenta y tres años de edad, el coronel Kabánov y allí quedó en las compañías menos de un soldado de cada veinte.

Y este milagro es aún mayor que la firmeza de los oficiales: soldados en su mitad pertenecientes a la reserva y llegados sólo un mes antes a las cajas de reclutamiento, todavía con la percepción fresca de su aldea, de su campo, de sus proyectos, de su familia, sin comprender otra cosa, sin saber nada de toda la política europea, ni de la guerra, ni de la batalla del Ejército, ni de la misión del Cuerpo, del cual hasta ignoraban el número; estos soldados no huyeron a la desbandada, no eludieron el combate, sino que, impulsados por una fuerza desconocida, traspusieron el límite de ese amor a uno mismo y a la familia que invita a sobrevivir y, ya entregados únicamente al cruento deber, tres veces se alzaron y fueron contra el fuego del enemigo con las mudas bayonetas. Coloquemos este regimiento en el lugar del de Narva, en el vacío y rico Hohenstein y, sin duda, allí se habría entregado al merodeo y al desenfreno (una semana antes, en Willenberg, sus hombres bebían y derramaban el alcohol). Coloquemos al regimiento de Narva en el lugar que ocupaba el de Dorogobuzh, en aquella línea inexorable (pero sin medirnos con Tolstoi, cedámosle a Kabánov y sus jefes de batallón) y estos hombres subirán la cima donde comenzamos a ver colosos en simples mujiks.

La decisión está tomada: otros, iguales que nosotros, se van, se irán, volverán a sus casas; nosotros —que no les debemos nada, que no somos parientes ni hermanos de ellos— nos quedamos a morir para que ellos vivan.

¿Qué pensaron aquel día los sentenciados al mirar el cielo azul, pero ajeno, los lagos ajenos, los bosques ajenos? Lo que pensaran quedó enterrado en las tumbas comunes de los rusos en territorio alemán, que se conservaron hasta la segunda guerra en los alrededores de Dereten.

¿Qué aspecto tenía el coronel Kabánov? Fuera porque su hazaña quedara en el anonimato o por dificultad en obtener su fotografía, esta no fue publicada en ninguna parte y tanto menos la de ninguno de los mandos inferiores, cuya representación gráfica en periódicos y revistas se consideraba inadmisible, aparte de que, por ser tantos, no hubiera habido espacio para todos. Y sólo se juzgaba oportuno cuando había que resistir hasta la muerte. La prensa habló de «los héroes grises», que abarcaba de golpe a todos. No hay fotografías, y es tanto más de lamentar por cuanto desde entonces ha cambiado nuestra nación y el objetivo fotográfico no encontrará ya nunca aquellos semblantes confiados, aquellos ojos benévolos, aquellas expresiones reposadas, de hombres generosos.

Nadie llegó a decirles que el regimiento había cumplido su misión y podía retirarse. Del regimiento de Dorogobuzh quedaron pocos con vida. Diez soldados llevaron a su coronel muerto y la bandera. Se sabe de modo fidedigno que los alemanes que atacaban desde Allenstein no pudieron avanzar hasta que fue noche cerrada.

Se ignora cuánto tiempo hubiera estado aún allí Kliúev pero cerca de medianoche llegó un correo del Ejército: «Para mejor concentración de las unidades del Ejército y suministro de todo género, el XIII Cuerpo se retirará durante la noche a la zona…, aprovechando el paso entre los lagos…» (y se mencionaba un paso que el día anterior no se había tenido en cuenta y hacia el que hoy no se podía ya virar).

Menos mal que no decía nada de las operaciones de la víspera y de días anteriores. ¡Qué dignamente escribía a mano de Postovski! Se diría que eran aquellos tiempos de paz y que para mejor suministro convenía al XIII Cuerpo de Ejército dar un salto de veinte verstas, por la noche a través de siete lagos, para llegar a una aldea diminuta, donde dispondría de todo.

Realmente, no estaría de sobra el suministro: en el día transcurrido, desde que saliera de Allenstein, el Cuerpo del Ejército no había comido nada.

¡Salvarse! Había llegado el momento de salvarse y la orden aquella daba derecho a salvarse. Kliúev lo comprendía perfectamente.

Y el Cuerpo desapareció silenciosamente en la noche, por caminos eventuales, por pasos distintos a los indicados donde casi rozaba al enemigo.

No era ya un Cuerpo, sino tres regimientos: los demás habían sido consumidos. Kliúev había dejado al regimiento de Kashira, con dieciséis cañones, en las cercanías de Hohenstein. Para un combate más de retaguardia. Un regimiento más entregado al exterminio. El regimiento del Neva debía ahora abandonar sus posiciones victoriosas y volver por la noche hacia atrás, a través del bosque conquistado durante el día. En cuanto a la compañía de zapadores, el Estado Mayor del Cuerpo se olvidó simplemente de ella. Al despertar vería que estaba sola, que no le habían dicho a dónde debía ir y que, alrededor, estaba el enemigo. Después de lo cual no vería ya mucho más.