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Detrás del puesto de mando de Martos, en la altura, había una limpia arboleda de hayas y pinos y, más allá, dos casas de labranza. En ellas se habían alojado por ahora el Estado Mayor volante de Samsónov y la sotnia cosaca que lo acompañaba.

¿No retroceder? Pero ¿qué hacer entonces? Los oficiales del Estado Mayor iban de un lado a otro y murmuraban descontentos: sin teléfono, sin telégrafo y hasta sin enlaces montados, carecía de todo sentido haberles enviado allí, cerca de las posiciones más avanzadas. Al lado mismo estallaban los proyectiles alemanes y rugían nuestros cañones, tableteaban netamente las ametralladoras. La línea de Mühlen, tras la cual habían resistido la antevíspera y la víspera los alemanes, se cuarteaba ahora por el lado opuesto, y una división de Martos, con los flancos descubiertos, se debatía allí hora tras hora. Tampoco el regimiento de Poltava podría conservar hasta la tarde las victoriosas posiciones de la mañana, en Waplitz. El comandante en jefe había denegado la orden de retroceder, pero tampoco podía indicar la salida a esta agobiante situación. La retirada había comenzado a fluir por sí misma, como fluye el metal por la única ley de su temperatura de fusión.

Los oficiales del Estado Mayor, que no podían expresar sus quejas al comandante en jefe, decidieron prudentemente no esperar a que la fatigosa cabeza de este asimilara y sopesara, y se entregaron a la confección de un perspicaz plan de retirada (aunque sin llamarla retirada, como precavidamente aconsejó Postovski, para que luego no cayera la mancha sobre ellos). Alrededor de una mesita colocada debajo de un manzano, Filimónov señalaba con mano segura el plano y los demás runruneaban. Para evitar posteriores reproches, este complicado plan de escudo deslizante debía ser, ante todo, orgullo de arte operativo: como se desliza por las poleas una cinta continua, así, conservando el muro defensivo por el oeste, las unidades posteriores deberían pasar delante por turno para hacer otra vez de muro. Al amparo de este se retirarían primero los servicios, luego el XIII Cuerpo (¡ah! aún no había llegado, qué mala suerte), mientras el XV debería mantener el frente (siete días de combate) con los restos del XXIII. Luego, dejando en la retaguardia los regimientos de Poltava y Chernígov, debería deslizarse hacia la izquierda el XV Cuerpo. (¡Qué premioso, qué torpe parece un Cuerpo de Ejército cuando tiene que retroceder!). Tan pronto el XV llegara a Orlau, su primer campo de batalla victorioso, volvería a ocupar el frente, orientándose ya hacia el suroeste, hacia Neidenburg, mientras los restos del XXIII se deslizarían por sus flancos. En tanto, el XIII Cuerpo, que todo el día anterior habría retrocedido por la retaguardia (cuarenta verstas en la jornada), se situaría a su vez a la izquierda de todos, dándoles paso a través de la frontera.

A un lado, bajo un abeto y sentado en un ancho y tosco banco campestre sin respaldo, el comandante en jefe, aunque a la vista de todos, parecía hallarse en un despacho aparte. Tenía sobre el banco el sable dorado y el portaplanos, se había quitado la gorra y se enjugaba de vez en cuando la alta y desnuda frente, por más que no podía tener calor a la sombra aireada, donde se derramaba el fresco de agosto. Para desesperación de su Estado Mayor, hacia ya varias horas que estaba allí sentado, con el cuello tenso, escasos y pocos movimientos, mortecino mirar y respuestas afables, como siempre, pero monosilábicas. Quizá pensara por todos buscando la salida. Quizá había olvidado pensar que tenía a sus órdenes todo un Ejército. Apoyado en el banco sobre las dos manazas, podía estar media hora mirando inmóvilmente el suelo delante de él. No dormitaba, no descansaba, no pasaba el tiempo en espera de noticias: pensaba y se torturaba, y su pensamiento caía sobre su cabeza con el peso de una roca, por la cual se enjugaba el sudor.

¿Qué podía esperar? Por la parte hacia donde su rostro miraba, desde el noreste, ¿esperaba ver las columnas de Kliúev envueltas en denso polvo? ¿O incluso las picas de la caballería de Rennenkampf? ¿O no veía nada y escuchaba sólo lo que ocurría dentro de él, el sordo desplazamiento de los estratos del universo o ya su sonoro cataclismo?

Por el lado en donde él estaba sentado, la colina descendía hacia un prado pantanoso y, más allá, sólo a una versta, iba de izquierda a derecha, y se veía bien sobre la loma contraria, el camino de Hohenstein a Nadrau. El movimiento por allí había sido escaso todo el día, más que nada del servicio sanitario. El camino no era directo y valía de poco al XV Cuerpo de ejército. Pero, mucho después del mediodía, comenzaron a llegar por el lado de Hohenstein infinidad de carros y armones (ni un solo cañón) en gran desorden y, entremezclada con ellos, infantería dispersa. El sol alumbraba al Estado Mayor por la espalda, y se veía bien que aquello distaba ya mucho de ser una formación, que los soldados habían abandonado o abandonaban los fusiles y que cada cual se aligeraba del equipo como podía.

Con toda su sombría inmovilidad de hombre que parecía no ver ya nada, Samsónov fue uno de los primeros en advertir aquella fuga. Se levantó rápidamente sobre sus fuertes piernas y ordenó con voz sonora a los oficiales del Estado Mayor que cortaran y detuvieran la huida y restablecieran el orden.

Y hubiera murmurado más o menos del comandante en jefe, fuera coronel o capitán, todos corrieron —unos con cosacos, otros sin más arma que la pistola— por la senda cubierta de alta hierba que bajaba de la colina, luego entre la alambrada de un corral y el parapeto del pantano, para volver a subir la ladera opuesta. Se les veía agitar las pistolas, mover los brazos; en el camino iba remitiendo la confusión, los de detrás todavía abandonaban el equipo, los de delante se agachaban a recogerlo. Llegaban enlaces montados e informaban a Samsónov: eran los regimientos de Narva y Koporie que huían en desorden de Hohenstein y habían dejado sin protección el grupo de artillería; también había huido el grupo de ametralladoras; se había portado indignamente el jefe del regimiento de Koporie; estaban como enloquecidos y con el ánimo de los que lo ven ya todo perdido; pero la actuación de los oficiales del Estado Mayor…

Y volvían con órdenes del comandante en jefe: encuadrar por unidades a los fugitivos a lo largo del camino; hacer nuevas indagaciones cerca de los mandos superiores sobre las circunstancias de la fuga; reexpedir a Hohenstein a los que aún se pudiera; y formar ante las banderas un batallón por cada regimiento culpable.

Samsónov se animó, iba de un lado a otro, miraba con los prismáticos, y la firme contracción de la parte superior del rostro, sobre la barba y los bigotes, prometía una serena dirección, una salida certera: ¡nada estaba perdido para nadie y el comandante en jefe salvara a todos! ¡Por fin, allí tenía el quehacer que le faltaba, acaso el quehacer en busca del cual había llegado aquí por la mañana! Día tras día se sentía más imperiosamente atraído por el sector avanzado del frente. Y, ahora, el frente había llegado a él, estaba a una versta de distancia.

El caballo ensillado esperaba ya al comandante en jefe, pero se tardó mucho tiempo en poner fin al desbarajuste y en reunir y formar los dos batallones ante Nadrau. Centenares de shrapnel estallaron todavía sobre el frente de Martos y se produjo un desplazamiento de unidades dudosamente ventajoso; el sol se había trasladado de la posición postmeridiana a la precrepuscular cuando, por fin, el comandante en jefe pudo ir a dónde estaban formados los dos batallones culpables. Subió sin esfuerzo a la silla y se puso en marcha con aire seguro.

Los dos batallones esperaban el juicio con la bandera regimental de cada uno desplegada en el flanco derecho. Y el comandante en jefe se aproximó a caballo —con poderosa figura y superioridad divina— para impulsarles a efectuar un milagro guerrero. Su gran cabeza maciza estaba macizamente colocada sobre su macizo cuerpo. Con voz densa, recia, pero sin esforzarla, semejante en algo al doblar de las campanas rusas, Samsónov tronó, vertió a todo lo largo de la formación y los alrededores:

—¡Soldados del regimiento de Narva, del general mariscal de campo Golitsin! ¡Soldados del regimiento de Koporie, del general Konovnitsin! /¡Avergonzaos! ¡Habéis jurado fidelidad a vuestras banderas! ¡Miradlas! ¡Recordad las famosas batallas por las cuales sus astas fueron coronadas con águilas! ¡Con cruces de San Jorge!

¡No podía reprocharles con palabras más amargas! No podía injuriarles ni maldecirles: eran rusos y él invocaba precisamente su nobleza de rusos.

Pero la potente voz flotó aisladamente sobre las cabezas, y con ella se fue del comandante en jefe la fuerza de su seguridad. Momentos antes sabía lo que debía decir, cómo hacer el milagro de la vuelta de estos batallones, de sus regimientos, de todos los Cuerpos centrales. De pronto le falló la memoria, perdió el hilo de lo que debía decir, y en la vaguedad surgió otro caso de la vida de Samsónov, como si lo que sucedía ahora hubiera ocurrido ya otra vez: tenía ante él una formación de soldados que habían huido, pero con las guerreras, los fusiles, las escudillas más revueltos todavía, con las caras más crispadas y requemadas, y entonces… Entonces, ¿qué?

La palabra del caudillo ha de ser eficaz: eso es la historia militar. En el momento difícil, el caudillo se dirige a las tropas y estas, enfervorizadas…

—¡Recuperad la valentía del soldado! ¡Sed fieles a las banderas y a los gloriosos nombres…!

No, había perdido, no encontraba la palabra. Podía añadir: ¿cómo habéis podido tan vergonzosamente…?

La palabra del caudillo tiene la particularidad de inducir a la acción concreta, de no tolerar objeciones del que escucha y no esperar más aclaraciones. Samsónov preguntaba cómo, pero no preguntaba qué mal lo había pasado cada uno de los oficiales y soldados que allí estaban.

Sin embargo, el subcapitán Grojolets que, aún en la formación del oprobio se mantenía apuestamente, con el bigote retorcido, podía aclarar y responder con voz agria y enfadada que no se habían portado nada mal por la noche, en plan de protección, al otro lado de Hohenstein, y que, por orden de Martos, habían ido aquella mañana al ataque e impedido al enemigo el envolvimiento en el flanco del XV Cuerpo; pero que luego se habían encontrado bajo el fuego de más de una docena de baterías, bajo un fuego que posiblemente el propio comandante en jefe no había experimentado nunca, en tanto que ellos no tenían más que tres baterías y pocos proyectiles; y que así habían retrocedido hacia la ciudad, y que aún la retuvieron, pero que no había llegado la prometida ayuda del resto del XIII Cuerpo; y que el enemigo presionó convergentemente, por tres lados, desde el suroeste hasta el este; que la caballería alemana irrumpía para cortarles la retirada, pero que ellos siguieron resistiendo y que, por fin, se alzó en el noreste el polvo esperado, pero que no era Kliúev el que llegaba, sino el enemigo. Y que sólo entonces se desbandaron…

También Kozeko, que parpadeaba en la hilera posterior, podía contar sus cuitas al comandante en jefe: que la retirada de Hohenstein no podía terminar sino en fuga; que la situación era desesperada, que era espantoso imaginarse ensangrentado, destrozado o con un bayonetazo en el ojo; y llevar la angustia con la desaparición de uno, aunque sólo fuera por caer prisionero, a su mujer; y que en aquellos días se habían hartado de ver cadáveres, sin la alegría de que fueran alemanes. ¡Cuántos sacrificios! ¿Para qué? ¿Estaban justificados?

El soldado Viushkov, que miraba con un ojo por detrás de la cabeza de otro: para eso estáis vosotros ahí, para sermoneamos; para eso tenemos cabeza nosotros, para pensar por cuenta propia.

Naberkin, sobre sus cortas piernas: ¡es que sacuden que da espanto, excelencia!

Kramchatkin, en primera fila, delante mismo del comandante en jefe, tieso como un palo, la cabeza echada atrás, se comía al general con los ojos saltones, alegres: hacía lo que sabía, sin ningún otro sentido.

Y el general no podía dejar de ver a este otro digno soldado, con la promesa y la fidelidad del converso; y extrajo fuerza de su fidelidad.

—Destituyo al jefe del regimiento de Koporie. Un nuevo jefe conducirá al regimiento al combate. ¡Es este coronel! Lo conozco desde la campaña del Japón, es un valiente. Seguidle sin temor y sed dignos…

Sobre un caballo corpulento, el corpulento general. Era como una estatua. Y levantó la mano hacia el lado de Hohenstein. A una señal, el solista comenzó una canción de campaña. Los batallones giraron y emprendieron el camino en sentido contrario al de su fuga. El comandante en jefe también volvió grupas hacia el Estado Mayor.

Pero… algo le había quedado por decir. No estaba satisfecho de su alocución. Sabía hablar mejor, seguramente. Tenía la sensación de habérsele frustrado el objetivo principal de todo el día.

Y Samsónov se desplomó, se debilitó en la silla. Cuando llegó a la cima de la colina y vio a Martos, que salía a caballo de entre la arboleda —el siempre ágil, pero ya cansado Martos—, su ánimo se sintió dispuesto a conceder lo que había denegado por la mañana. ¿Qué señalaba al batallón, hacía diez minutos, al levantar su brazo de caudillo? ¡No le indicaba que retrocediera! Ahora, en la grisácea sombra del bosquecillo, al amparo del sol crepuscular, vio los ojos atormentados, rojizos de Martos y estuvo de acuerdo en el acto. Sin terminar de escuchar a Martos, sus regimientos se pusieron en marcha por sí mismos, por sí mismos se alzaron los puestos de mando, por sí mismos callaron los teléfonos. ¡Qué mando, entre los mejores, habían caído en aquellas horas! Estaba ya de acuerdo. Había arengado a los batallones fugitivos. Y estaba de acuerdo con ellos…

La decisión más importante de su vida había sido tomada en un instante y, al parecer, sin que se requiriese gran esfuerzo. Pero ¿cuándo apareció y tomó esto tal cariz? ¿Cuándo adquirieron un sentido contrario los movimientos y las disposiciones que durante dos semanas tuvieron en los planos un sentido tan insistentemente conexo? El Norte se convertía ahora en Sur, el Este en Oeste, todo el cielo daba la vuelta en lo alto de los pinos. ¿Cuándo y cómo había perdido Samsónov la batalla? ¿Cuándo y cómo? Él no lo había advertido.

Y ya le presentaban el prudente y articulado plan del escudo deslizante, y en él también había una rotación que repetía la rotación del cielo.

Buscando apoyo en esta rotación, Samsónov puso sus pesadas y confiadas garras sobre los angulosos hombros del que ahora era su jefe de Cuerpo preferido y al que no había sabido apreciar en los primeros días:

—¡Nikolai Nikoláievich! Conforme a este plan, su Cuerpo de Ejército se situará mañana junto a Neidenburg. Allí se decidirá todo. También Kondrátovich y el regimiento de Keksholm estarán por allí. Usted dé órdenes a sus tropas, pero vaya delante de exploración y para elegir posiciones que permitan la más tenaz defensa de la ciudad.

Era la confianza suprema del comandante en jefe: de nuevo recaía sobre Martos la losa más pesada.

Pero Martos no comprendía: ¿le destituía de jefe del Cuerpo? ¿Por qué le separaban de su Cuerpo de Ejército? ¿Por qué le quitaban su Cuerpo? ¿O le negaban sólo el derecho de designar, de destacar? ¿Se daba cuenta el propio comandante en jefe de lo que estaba haciendo?

—Y apresúrese, amigo. Mañana se resolverá allí todo. Yo también estaré.

Neidenburg, abandonado por la mañana como un lastre, aparecía ahora como clave de la liberación.

Al despedirlo, Samsónov besó a Martos expresando su buena predisposición hacia él. Así disipó las prevenciones de este.

Todo lo que bullía en Martos aquellos días se extinguió de golpe. De vara de acero se convirtió en junco. Estaba dicho: dejó su Cuerpo de Ejército y fue adonde le ordenaban.

Anochecía ya. Distribuyeron la orden de operaciones (al I Cuerpo: atacar inmediatamente en dirección de Neidenburg; al VI Cuerpo, bueno, al VI resistir… a toda costa…). Estaban también preparados los oficiales del Estado Mayor. Trataban de convencer al comandante en jefe de que fuera a Janow. Samsónov contestaba: sólo a Neidenburg.

Esta ciudad, por la mañana insoportable, atraía ahora, al menos para morir ante sus muros.

Entonces, los oficiales del Estado Mayor argumentaron que el camino de la mañana no daba ya el suficiente rodeo, que era preciso hacer una desviación aún mayor.

Los shrapnel del enemigo comenzaron a estallar sobre el Estado Mayor, los fogonazos se veían ya bien a la luz crepuscular. Y en Nadrau, adonde era ineludible ir, las bombas incendiaron dos casas. En Nadrau tabletearon las ametralladoras. ¿Quién disparaba? ¿Contra quién? Era la confusión agitada de un día desventurado. A la luz de los incendios se veía correr de un lado a otro. ¿O era desbandada?

Después cesó el fuego. El resplandor de los incendios iluminó el cielo. Aullaban los perros, inadvertidos durante el día.

Había terminado el día del Tránsito y, a pesar del incomprensible sueño, Samsónov vivía.

Vivía el general Samsónov, pero no su Ejército.