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Para un militar de clase superior no basta con combatir victoriosamente: debe hacerlo con elegancia y buen gusto. La historia no será indiferente ni a un solo gesto suyo, ni a un solo detalle de su mando. Detalles que, con su cincelado y pulido, elevarán su imagen hasta la perfección o lo presentarán como un necio afortunado, todo lo más.

El 14 de agosto por la tarde, el general François aún no podía dar órdenes para el día siguiente: estaba impaciente por ir a Neidenburg, las circunstancias amenazaban con una contraofensiva desde Soldau, y el mando del Ejército le apremiaba para que fuese a Soldau. En tal situación, un militar insignificante pasa una mala noche y la hace pasar a su Estado Mayor en espera de lo que llegue, y es entonces cuando las plumas rasguean el papel escribiendo las órdenes de operaciones. Pero Hermann François escribió lacónicamente: «En sus sectores, las divisiones deben prepararse para la ofensiva. La hora y el carácter de esta serán comunicados mañana a las 6 de la mañana, en la cota 202, cerca de Usdau. Los oficiales deberán encontrarse puntualmente en el lugar indicado para recibir órdenes». Y se acostó a dormir, en una casa indemne de Usdau, bajo un edredón color de rosa. Era también un gesto: los mandos de las divisiones y los subordinados de las diversas unidades no podían admitir que al día siguiente no comenzase la ofensiva ni que el jefe del Cuerpo no supiera lo que haría al día siguiente.

Otro gesto importante era la elección del lugar para reunir a los oficiales: François habría elegido no la cola 202, sino la del molino, cerca de Usdau, si sus tropas no hubieran avanzado tanto. La altura del molino era allí el lugar más bello y destacado, particularmente el día anterior —todavía con el molino de viento entero—, cuando François iba hacia allí por equivocación, ya por aquel intento fracasado, pero feliz, relacionado con ella. El día anterior, la mitad de su artillería había practicado por primera vez en la guerra el sistema de fuego concentrado para remover aquella altura y exterminar al regimiento allí atrincherado. La tarde anterior, el general François pudo ver aquel amontonamiento de rusos muertos o agonizantes en las trincheras y en las pendientes de la altura, el primer resultado artillero de este tipo en toda su actividad militar. Y al poner pie en la cima, con los rescoldos humeantes del molino (se extinguieron sólo por la humedad y la niebla de la noche), François comprendió que cada paso suyo en aquel lugar era historia. Allí comenzaba también la carretera de Neidenburg, por la cual debía él efectuar un salto histórico. En aquella colina no escapó a la mirada de François ni siquiera la pequeña mancha amarilla en la tierra del parapeto, y sus chóferes extrajeron de la tierra un león de juguete, muy bien hecho, que se había salvado del mortífero fuego. Y se le ocurrió a alguien sujetar el león al radiador del automóvil y concederle, por la toma de Usdau, el grado de primer suboficial, en previsión de un largo camino de victoria que lo ascendería hasta mariscal.

Sin embargo, debía haber convocado a los oficiales más cerca de la línea avanzada. Una espesa niebla envolvía incluso las alturas, igualando los detalles. Con las manos cruzadas sobre el pecho, François se paseaba ya antes de la hora fijada. Subrayaban su soledad e importancia el hecho de que era ya el décimo día que hacía caso omiso de su jefe de Estado Mayor, al que había separado de todo trabajo.

François lo había decidido por la mañana: comenzar, como le exigían, la ofensiva contra Soldau con la mitad de las tres divisiones a su mando; y retener la otra mitad para el deseado salto sobre Neidenburg. (Y reunir en el arranque de la carretera un destacamento volante de motoristas y ciclistas, un regimiento de ulanos y una batería montada). Por el descuido y el silencio de los rusos en Soldau, tenía el firme presentimiento de que nada debía temer por aquella parte, donde la única preocupación de los rusos era retroceder al otro lado del río.

Cuando llega el gran instante y llama a la puerta, su primer aldabonazo no es más fuerte que el latir de tu corazón y sólo un oído fino alcanza a percibirlo. Aunque no estaba demostrado lo de Soldau, aunque inesperadamente surgió en las posiciones de Scholz, al otro lado, un cañoneo nocturno que duró hasta la mañana, el general François percibió con seguridad la inaudible señal del destino. Y, por su cuenta y riesgo, lanzó al destacamento volante hacia Neidenburg, aunque no en ataque frontal, sino envolviéndolo, por el sur, para capturar los convoyes rusos que probablemente iban ya en torrente por aquella dirección. Dejaba la carretera directa para el grueso de las fuerzas, a fin de actuar lo antes posible con ellas.

Las cosas iban bien en Soldau: el fuego de los rusos era débil, abandonaban la ciudad sin contraatacar. Pero el cañoneo en las unidades de Scholz seguía alarmante, y a las diez de la mañana, desbaratando los planes de François, conteniéndole de la insubordinación en el último instante, llegó un automóvil con una orden urgente del Ejército:

«Una división… ha sido rechazada por el enemigo de la aldea de Waplitz y sigue retrocediendo. El Cuerpo a sus órdenes debe enviar inmediatamente en ayuda su reserva concentrada. Este movimiento debe tener forma de ataque. Comience inmediatamente. La situación exige la mayor premura. Informe sobre la marcha de la ofensiva».

¡No, no eran estrategas natos ni Ludendorff ni Hindenburg! No habían oído la llamada del destino. El menor trajín del enemigo les producía espanto, una simple fisura les parecía ya brecha insondable. ¡Que cobarde y miope orden esta de levantar su Cuerpo a un contraataque frontal —en «forma de ataque» ya a los quince kilómetros— cuando había madurado y se ofrecía el más bello de los envolvimientos!

Pero, con la fama de insolente que le rodeaba y que el propio kaiser conocía, François no podía por menos de acatar la orden.

¡Mas tampoco podía subordinarse a una mediocridad cobarde!

En la guerra, una avenencia es más a menudo desastre que sabiduría. Sin embargo, la única salida estaba en la avenencia: François envió, adonde le ordenaban, una división de la reserva. Y permaneció con una fuerte brigada en el punto de partida para el salto sobre Neidenburg. Y en cuanto, hacia el mediodía, fue tomado Soldau, la división, desde aquel sector, se reincorporó a la reserva del jefe del Cuerpo.

Ya sabía él que las órdenes de Ludendorff eran efímeras: hacia la una de la tarde llegó un nuevo oficial de enlace con una nueva orden: la ayuda enviada debía cambiar de dirección, yendo más hacia el este.

¡No, Ludendorff no era un estratega! No se puede dirigir un ejército con el ánimo voluble de una señora. No sabía lo que quería, y se limitaba a salvar su prestigio en todos los casos, sin arriesgar nada.

François lamentó haber cumplido la primera orden, que hubiera quedado anulada por sí misma.

«… El resultado todo de la operación depende desde ahora de su Cuerpo de Ejército».

¡Sí, dependía desde la primera hasta la última hora!

¡Y lanzó por la carretera Usdau-Neidenburg la brigada que tenía dispuesta y un regimiento de cazadores montados! ¡Debían tomar la ciudad y seguir adelante! ¡Y, alargando cuanto antes la tenaza, dejando una línea de patrullas y puestos, debían seguir por aquella misma carretera hacia Willenberg! ¡Y las cocinas de campaña debían dar alcance a estos destacamentos! (Un caudillo debe pensar en la comida de sus soldados).

Sin importarle ahora mucho el enlace telefónico con el Estado Mayor del Ejército, envió gente en dos automóviles para vigilar la marcha de aquellas unidades y orientarlas.

En un solitario cerro cubierto de pequeños pinos tuvo un divertido encuentro con un grupo de rusos.

La división enviada en ayuda de Sholz había entablado por el camino combate con un regimiento ruso de la Guardia cuando, hacia las tres de la tarde, llegó al general François una tercera orden: no debía enviar esta ayuda, se anulaba la disposición anterior. El mando del Ejército veía la misión del Cuerpo de François en «cerrar el camino de retirada del enemigo hacia el sur, para lo cual se debe tomar hoy Neidenburg y mañana avanzar desde el amanecer hacia Willenberg».

¡Qué estrategas! ¡Si uno tuviera que esperar a que vieran! ¡Ah, no se debió dividir las fuerzas por la mañana! ¡Cuántos convoyes rusos hubiéramos apresado! La avenencia en la guerra es siempre un error.

¡Y qué inadvertidamente, en la sucesión de órdenes, conjeturas, decepciones y alegrías, había pasado aquel largo día de verano! El regimiento de cazadores montados entró hacia las cinco de la tarde en Neidenburg sin chocar con resistencia y no encontró allí unidades rusas de combate, sino únicamente servicios de retaguardia y convoyes. No se había defendido más que una estrecha franja de infantería situada al norte de la carretera (el propio François estuvo al alcance de los disparos de estas unidades, que hacían fuego desde un campo de patatas). El general quedó muy sorprendido: ¿hasta qué punto los rusos no comprendían la situación cuando ni siquiera se proponían defender una ciudad clave? ¿Y qué esperarían entonces de toda la guerra? ¿Cómo se habían atrevido a tanto?

Los convoyes rusos constituían la dificultad principal en el avance del Cuerpo de François. El destacamento volante enviado por la mañana había creado atascos en los caminos del sur de Neidenburg, y entre los trofeos capturados estaba una caja regimental con más de trescientos mil rublos. Aún era más difícil salvar el embotellamiento de convoyes rusos dentro de la ciudad. François y su Estado Mayor entraron en ella al anochecer, y los automóviles se vieron detenidos en el acto. Tuvieron que ir a pie hasta el hotel, situado en la plaza del mercado.

Un destacamento de gendarmes y un batallón de granaderos (que había huido de los alrededores de Usdau dándose una carrera de 25 kilómetros y cuyo comandante ponía ahora gran celo para justificarse) registraban casas, buhardillas y sótanos, de donde sacaban y conducían a los rusos. Todo esto se hacía casi sin emplear las armas.

Ante el hotel se presentaron juntos al general el burgomaestre alemán y el comandante ruso de la ciudad. El comandante resignó sus funciones e informó sobre el estado de los hospitales, de los depósitos de material alemán y del acondicionamiento de los prisioneros. El burgomaestre elogió la actividad del comandante en el mantenimiento del orden y protección de los habitantes y sus bienes. El general dio las gracias al comandante y le pidió que eligiera una habitación donde se recluiría como prisionero de guerra. Le preguntó cuál era su apellido.

—Dovatur —respondió el regordete y moreno coronel.

Se enarcaron las azafranadas cejas de François.

—¿Y su nombre?

—Iván —sonrió el coronel.

Subieron más las cejas de Hermann François y los labios dibujaron una sonrisilla entre burlona y soñadora.

Dos brotes de la Francia aristocrática de dos épocas de su desdichada emigración —la borbónica y la hugonote— coincidían en un extremo de Europa: uno informaba y el otro ordenaba el arresto del informante.

El general François tenía ya preparada habitación en el hotel. Oscurecía. La ciudad bullía de voces y gritos de mando, chirriaban los carros, relinchaban los caballos. Y entró en la noche en pleno caos.

Mientras, la brigada primeramente enviada y los cazadores montados seguían adelante por la carretera, más allá de Neidenburg, hacia el este, hacia la segunda mitad del círculo envolvente.

* * *

¡Ay, Hermann, Hermann, qué bribón!

¡Qué risa nos da Guillermo!

¡Y al tonto de Francisco José

las liendres le machacaremos!