Acosado por la falta de tiempo, corrió hacia donde le esperaba su grupo montado: tres cosacos del 6.º regimiento del Don y Arseni. Los cosacos llegaban con gran oportunidad. Uno, con largo mechón sobre la frente; otro, de cara impenetrable; el tercero, un desastrado. Los tres, unos tigres a caballo. Pero…
—Oye, Arseni, me dejas en vergüenza. ¿No decías que sabías montar?
—Claro que sé. Pero sin silla. En Kámenka todos montamos así. La silla es cosa de señores.
El día anterior, Blagodariov, en un arranque, había montado con silla; pero como fuera en perjuicio de las posaderas, hoy había prescindido de ella y montaba a pelo. Ante el reproche del coronel encontró la salida: ató una almohada sobre los lomos del caballo pasando la cuerda por debajo de la panza, y se le veía satisfecho, con las piernas colgantes, mientras contestaba de mala manera a las carcajadas de los cosacos.
—¿Qué tiene de malo, señoría? —e hizo ademán de desatar en el acto la almohada, aunque no se movió, el maldito de él—. ¡Ahora podría ir hasta Turquía! —se disculpaba con gesto de mal humor.
—Sí, a Turquía, justamente…
Se pusieron los fusiles en bandolera y picaron espuelas. Una preocupación sucedía a otra. La última había sido si podría convencer a los soldados de reincorporarse al combate. Ahora le preocupaba haber prometido que sólo se necesitaría hasta la tarde. Si era preciso seguir, ¿con quién los reemplazaría? Y ¿resistirían en las posiciones hasta la tarde? Y si resistían, ¿valdría de algo aquel sacrificio? Todo lo demás, todo el Ejército, no dependía de él, sino de las circunstancias. Para su cabeza bastaba con pensar dónde y cómo situar ahora estas cinco compañías que, aun siendo selectas, eran poca cosa; cómo cubrir el espacio entre los de Keksholm hasta la carretera de Usdau. No podía haber suficiente fuerza para todas las verstas, pero la idea era, precisamente, la de formar un frente ininterrumpido.
Cabalgaron varias verstas por un camino vecinal, pero no hacia el oeste, sino más a la derecha, hacia donde Vorotíntsev tenía la sensación del vacío.
Y resultó, en efecto, que allí estaba el hueco, sin un hombre, ni propio ni ajeno, ni habitantes, ni caballos, ni perros, ni cadáveres, ni aves domésticas. Como en el centro de un ciclón: quietud azul, mientras alrededor todo salta ya, gira y reina la oscuridad.
Allí, y no más lejos, se debería situar a los estlandeses. Vorotíntsev dejó un cosaco como señal, y con los demás quiso aún buscar el flanco del vecino, establecer contacto, y sólo después regresar.
Un sol despejado de nubes recalentaba el terreno abierto, abandonado, inánime y parecía que allí ya no podría haber nadie.
Vio delante un cerro cubierto de pequeños pinos, y resolvió mirar desde allí. Los fuertes caballos subieron fácilmente la cuesta. Les ocultaban los pinos y el camino era blando. Sólo cuando estaban a punto de llegar a la cima les sorprendió un extraño rugido, que se cortó en el acto. Llegaron a lo alto.
¡¿Eran alemanes?! ¡Un automóvil! ¡Allí, frente a ellos, a diez pasos! Por lo visto, acababa de subir y se había atascado.
Los cuatro alemanes que ocupaban el automóvil no estaban menos sorprendidos que los cuatro jinetes rusos.
Al principio no hubo más que pasmo.
Con silbante murmullo sacaron los cosacos los sables.
Un oficial sentado detrás de un general empuñó el revólver y apuntó hacia arriba. Desde otro asiento trasero asomó un fusil ametrallador.
Blagodariov, sin esfuerzo, bajó el fusil del hombro a las manos e hizo funcionar el cerrojo.
Estaban a un pelo de comenzar a disparar y dar sablazos, con lo cual habrían perdido todos los vida. Pero los cosacos esperaban la orden. Y tanto más, los alemanes.
Y el pequeño general no había empuñado el revólver ni daba órdenes. Miraba fijamente, asombrado, como a una aparición divertida, extraña, que no quisiera ahuyentar.
Vorotíntsev lo comprendió, y sólo tenía la mano en la empuñadura del sable. (Por falta de costumbre hubiera tardado mucho en descolgar del hombro el fusil).
Era tanto el silencio entre el automóvil con el motor calado y los caballos sin relinchar, que en el cerro recalentado, con olor a resma, no se oía más que el aliento de las monturas y el zumbido de un tábano o un moscardón.
Y superado sin un tiro aquel instante de silencio, de caldeamiento y de solitario zumbido, los ocho se situaron por encima de la muerte.
El general («¡el de ayer, señoría…!») continuaba mirando con gran curiosidad, como pareciéndole imposible que pudieran disparar contra él o descargarle un sablazo. Sus orejas estaban enderezadas y aplastadas, como en los momentos de miedo, pero, contrariamente, no se había asustado en absoluto. Había algo humorístico en su cara, quizá a causa del bigote en forma de cepillo con puntas a los lados. No, sencillamente es que comprendía el humor.
Y lo demostró en el acto con este divertido reproche:
—Herr Oberst, ich hatte Sie gefangennehmen sellen[18].
Este tono de reproche alegre, fingido contagió a Vorotíntsev antes ya de que hubiera podido comprender la importancia de la situación, cómo debía proceder y qué era lo más ventajoso. Y respondió en términos más divertidos aún:
—Nein, Exzellenz, das bin ich, der Sie gefangennehmen solí[19].
Bajó el fusil ametrallador. Y el revólver. Bajar los sables.
El general insistía reflexivamente:
—Sie sind ja aufunserem Boden[20]
Vorotíntsev también se ciñó a este tono y encontró el argumento:
—Diese Gegend ist in unserer Hand. —Era una fanfarronada, pero se agarraba a un clavo ardiendo: quizá, detrás del cerro, estuvieran nuestras líneas de infantería. Y con cierta severidad añadió—: Und ich wage einen Ratschlag, Herr General, lieber entfemen Sie sich[21].
Era él, efectivamente, Arseni tenía razón, el mismo que el día anterior había saltado del automóvil. Y con qué agilidad, aunque no sería más joven que Samsónov.
Pero el general no quería e incluso no podía hablar así:
—Bine, Ihren Ñamen, Oberst[22]
Bueno, no revelaba un secreto:
—Oberst Worotynzeff[23].
Fuese porque comprendiera lo embarazoso que para un coronel era preguntar el nombre de todo un general o porque se aficionase a la conversación, el caso es que el general se presentó a sí mismo, conservando el brillo humorístico en los ojos:
—Und ich bin General Von François[24]
¡Ah! ¡El jefe del I Cuerpo alemán! ¡Y casi en las manos!
Casi en las manos, pero no se sabía quién estaba en manos de quién.
Y lo que más contaba: disparar y asestar sablazos es cosa natural antes de conocerse. Pero una vez presentados parecía inhumano.
—¡A-ha! ¡Ich erkenne Sie! —exclamó con desenvoltura Vorotíntsev—. War es gestem Ihr Automobil, das wir abgeschossen haben? Was suchten Sie denn in Usdau?[25]
El general asintió con la cabeza y rio ya:
—Es wurde gemeldet —meine Truppen seien schon drin[26].
Y miraba de arriba abajo aprobatoriamente a Vorotíntsev.
Los cosacos comprendieron y, uniendo sus sonrisas al tono general, envainaron los sables con ruido liberador. Eran Kasián Chertijin, el del mechón, hombre algo torcido; y Artiuja Sergá, ladino y siempre despeinado.
El oficial alemán había bajado ya el revólver. Y el fusil ametrallador no se veía apenas detrás del chofer. Blagodariov había retirado el fusil detrás del hombro, e insistía en una llamada de atención, a media voz:
—¡Señoría! ¡Fíjese, el león! ¡Es nuestro león!
Como había concentrado toda la atención en el general y la ametralladora, Vorotíntsev no había visto, sujeto en el radiador del automóvil, aquel león, aquel juguete que había levantado los ánimos en su trinchera de las cercanías de Usdau hacía mucho tiempo… Lo asombroso es que el león estaba completamente sano.
De la misma manera que ellos habían visto el león, los alemanes advirtieron algo y murmuraban alegremente.
—Wer sind Sie aber, em Russe?[27]
Von François le examinaba. Daba la sensación de que aún quería hablar. Convencido de su naturaleza irresistible, era evidente que deseaba cautivar incluso al enemigo.
—Em Russe, ja[28] —sonrió Vorotíntsev, comprendiendo a medias esta pregunta europea.
Y resolvió finalmente: más vale que nos separemos. Debe haberse creído que nuestras fuerzas están cerca. Hay que traer cuanto antes a los estlandeses. Se llevó la mano a la visera:
—Pardon, Exzellenz, tut mir leid, aber ich muss mich beeilen! —Miró otra vez a los ojos del general. Pasó la mirada por el fusil ametrallador. ¿Le dispararían por la espalda? ¡Imposible!— Leben Sie wohl, Exzellenz![29]
Y del mismo modo, entre cómico y afable, le contestó el general, agitando tres dedos unidos como un ala:
—Adieux, adieux!
Los cosacos también comprendieron este ademán, giraron en redondo detrás del coronel y bajaron al galope del otero mientras reían muy satisfechos. Cerrando la marcha iba Blagodariov, sin estribos, con las largas piernas dándole bandazos.
Los alemanes soltaron la carcajada. Vorotíntsev aún les oyó y comprendió el motivo. Por primera vez se enfadó con Blagodariov:
—¡Se ríen de tu almohada! ¡Has cubierto de vergüenza a todo el ejército ruso!
Blagodariov cabalgaba como un coloso, cejijunto, agraviado.
El ametrallador alemán aún podía segarles a todos.
Pero era imposible, después de la complaciente conversación. Habría sido indigno de un caudillo que pasaba a la Historia.