En el acaloramiento y las prisas, Vorotíntsev cometió un fallo: si había comenzado la mañana buscando a Kondrátovich, lo que tenía que haber hecho era seguir el rastro, alcanzar al huidizo general, avergonzarle o amenazarle con una llamada al orden del Cuartel General. Y aún se hubiera podido colocar al oeste de Neidenburg todo lo que en el XXIII Cuerpo quedaba apto para la defensa.
Y el general Kondrátovich, que había tenido la suerte de que su Cuerpo de Ejército fuera fragmentado y, con el supuesto fin de reunirlo, poder ir y venir en tren entre Varsovia y Vilna, el general Kondrátovich —y no su espíritu— indudablemente había estado aquella mañana en algún lugar cercano: se había aproximado por primera vez a la línea avanzada, lo habían visto en un lugar una hora antes de llegar allí Vorotíntsev; en otro, media hora antes. Pero a Vorotíntsev le había faltado paciencia para seguirle y, mientras reunía noticias de los heridos, Kondrátovich se presentó en Neidenburg y, como allí no había ningún superior a él, impartió órdenes: el jefe del regimiento de Estlandia debía tomar seis compañías y el grupo de ametralladoras y salir con ellos hacia el este, por la carretera, acompañando al general Kondrátovich y protegiéndole. Calculaba, por lo visto, que una malparada división de su disperso Cuerpo de Ejército había sido ya agregada a Martos, que el regimiento de Keksholm había ocupado posiciones y se mantendría por sí solo, que los demás regimientos de la Guardia no llegarían allí y que él, jefe de Cuerpo, no tenía nada que hacer y que lo más seguro era cruzar la frontera y esperar allí a ver cómo acababa la cosa.
Vorotíntsev se enteró de todo esto, pero había enviado ya la nota a Samsónov.
Aquella mañana, Neidenburg era todavía sede del Estado Mayor del Ejército, centro y nudo de comunicaciones y carreteras. Hacia el mediodía no quedaba en la ciudad ni un solo general, nadie de grado superior a Vorotíntsev, ningún contacto ni con los Cuerpos de Ejército ni con el Estado Mayor del Frente, y todos los abandonados debían elegir, guiándose por su inteligencia y su conciencia, el modo de actuar.
En cambio, Vorotíntsev conservaba su estado de acción pura, de ligereza y libertad extraordinarias de su propio cuerpo, de sus propios deseos y pensamiento: era sólo un mecanismo móvil para salvar y enmendar lo que se pudiera. La penetración, el hueco del flanco derecho del Ejército los percibía como una lanzada en su pecho, y su idea fija era taponar aquel paso durante las contadas horas en que el comandante en jefe tenía que atravesarlo para llegar al I Cuerpo.
Y en el atestado e inquieto Neidenburg encontró al teniente coronel Dunin, jefe de un batallón de Estlandia. Cuatro de sus compañías, muy castigadas, se reponían allí desde el día anterior y el teniente coronel no había resuelto aún qué hacer. Y con otro teniente coronel llegaron del norte cinco compañías también de Estlandia, aunque cada una de ellas apenas si contaba con los efectivos de una sección. Por la noche se hallaban aún en las posiciones, pero habían sido relevadas aquella mañana por unidades del regimiento de Keksholm.
A estos dos tenientes coroneles y a la mitad de los mandos de las compañías explicó en pocas palabras Vorotíntsev la situación de la ciudad, la situación del Ejército, la marcha hacia Rusia de las demás compañías de su regimiento y del jefe de este y qué se precisaba de las que quedaban. Hablaba y estudiaba sus caras, cada cual con sus rasgos propios, pero parecidas todas por algo importante con que las habían moldeado: la tradición del ejército; el largo servicio de guarnición, un mundo separado de la sociedad; y el alejamiento, y el desprecio por parte de esa sociedad, la mofa por parte de los escritores progresistas; y la prohibición desde arriba de pensar en asuntos políticos, en materias, la mente rapada o mortecina; y los apuros monetarios constantes; y, a través de todo esto, un aspecto depurado y concentrado, la energía y el coraje de la nación. Este era su momento, para eso habían vivido, y Vorotíntsev no dudaba de su contestación.
Si es preciso hay que hacerlo. Los dos tenientes coroneles acordaron subordinarse a Vorotíntsev, pero advirtieron que sus soldados no podían resistir ya: había sido enorme el aturdimiento cansado por los proyectiles pesados alemanes soportados sin protección de trincheras. Vorontíntsev pidió que, por lo menos, los formaran a todos en la salida occidental, junto a la carretera de Usdau.
Mientras reunían a las compañías y las sacaban de la ciudad, y los soldados iban cansinamente, mascullaban y miraban alrededor, Vorotíntsev tuvo tiempo de hablar con el comandante Dovatur, hombre rechoncho, muy cortés y servicial. Convino con él el envío de municiones y carros y señaló el lugar occidental de la ciudad a dónde le mandaría un enlace cuando la ciudad quedara libre de los convoyes y de cuantos se iban.
Formaron a los soldados en seis densas hileras, todos a la sombra, sin flancos alargados, para que oyeran todos sin necesidad de gritar. Con las manos en la espalda y las piernas separadas y afianzadas, Vorotíntsev miró cómo se formaba su inesperado destacamento, con un largo y negro capellán en el flanco derecho.
En los dos días en que su unidad fue triturada los supervivientes habían envejecido: procedían con la digna lentitud de los que van a morir, nadie mostraba oficiosidad en el cumplimiento de las órdenes ni empeño en cumplirlas mejor, nadie abombaba el pecho. Ni una sola cara despreocupada ni con fingido ánimo: les había rozado la muerte e iban desprendiéndose de ellos todos los deberes del soldado. Pero no hasta el punto aún de que todo mando careciese de autoridad sobre ellos. Todavía una simple orden podía llevarles a las posiciones. Pero era preciso que no se desbandaran luego, sino que resistieran allí.
¿Y qué se les podía decir ahora? Aún estaban ensordecidos, aún no habían recobrado el aliento al salvarse de la muerte, y les mandaban otra vez allí. Y por si fuera poco, un coronel desconocido que, en cualquier momento echaría a correr, no querría morir a su lado y que no hacía más que empujarles a ellos.
No les convencería, desde luego, hablándoles del «honor», concepto incomprensiblemente señorial, ni de los «deberes como aliados». ¿Llamarles a sacrificar la vida en nombre del padrecito zar? Eso lo comprendían, posiblemente reaccionarían: por el Zar en general, sin nombre ni semblante, eterno. Mas para el propio Vorotíntsev no existía ese zar anónimo y eterno, y a este zar, al zar de hoy lo despreciaba, se avergonzaba de él, y sonaría a falso el invocarle.
Entonces, ¿les hablaría de Dios? El nombre de Dios les afectaría. Mas para el propio Vorotíntsev sería insoportablemente sacrílego y falso el invocar ahora a Dios, como si para el Todopoderoso fuera muy importante defender la ciudad alemana de Neidenburg contra los propios alemanes. Aparte de que cualquier soldado podía comprender que Dios no tenía por qué elegimos a nosotros contra los alemanes. ¿Para qué esperar que fueran tan estúpidos?
Y quedaba Rusia, la Patria. Y eso era para Vorotíntsev la verdad, él lo comprendía así. Pero también se daba cuenta de que ellos no lo comprendían mucho, poco más allá se extendía su patria, por lo cual se le quebraría la voz por falta de seguridad, por falta de razón, por risible énfasis. Y sería aún peor. Tampoco, pues, podía hablar de la patria.
No podía concebir la alocución.
Pero al mirar las caras fatigadas, sombrías, él mismo se introdujo allí, bajo los sudados rollos de los capotes, bajo las sudadas camisas, bajo las correas hundidas en los hombros, en la botas, con los pies sucios. Oyó decir «¡firmes!» y ordenó «¡descanso!» y comenzó a hablar sin sonoridad, sin vivacidad, sin alaridos. Hablaba con el cansancio y la inhibición que ellos sentían, como si él mismo no hubiera aún resuelto definitivamente qué hacer:
—¡Estlandeses! Ayer y anteayer han sido duros días para vosotros. Unos habéis descansado, otros no. Y los terceros, la mitad de vosotros, han muerto. En la guerra siempre hay desigualdad, que por eso es guerra. Y debemos pensar no en cómo salvarnos nosotros, sino en no hacer una mala pasada al vecino.
Allí estaba lo más sencillo de todo: decirles simplemente cual era la situación, indicarles la misión de combate, no como, en cumplimiento de las ordenanzas, se dice a los grados inferiores, sino verdaderamente. Eso es lo que hacía falta. Bueno, no derechamente: «¡Nuestros Cuerpos de ejército centrales están perdidos! ¡Los generales lo han embrollado todo! ¡Nuestros generales son imbéciles o cobardes! ¡Pero vosotros sois otra cosa y debéis ayudar!». Con todo, iría hacia allí, se introduciría bajo el rollo del capote, bajo la correa del fusil:
—¡Hermanos! —desplegó los brazos y se afianzó en el suelo. Y la formación vio y percibió su amplitud y su consistencia—. No nos beneficia el salvarnos a costa de otros. Estamos cerca de Rusia, podemos irnos, pero entonces los Cuerpos de Ejército vecinos estarán perdidos. Y después nos alcanzarán, tampoco escaparemos nosotros… Veo que no podéis más, pero ahí mismo, muy cerca, en el frente hay un hueco, se han ido todos. Mientras sacan a los heridos de la ciudad, mientras se van los convoyes debemos cerrar el paso, ¡debemos resistir hasta la tarde! ¡Y eso sólo lo podéis hacer vosotros! ¡Nadie más!
No había dado órdenes ni amenazado. Había explicado. Y los semblantes foscos, irreductibles se iluminaron de pronto con una luz de comprensión, de solidaridad, casi con sonrisas de compasión, como si hubieran visto una avecilla derribada —¡realmente no deseaban volver!, ¡y las piernas se resistían ahora!, ¡y era una maldición volver!—, y no respondieron con palabras inteligibles, ni con exclamaciones de asentimiento, sino con un mugido cálido, inarticulado, con un murmullo benévolo.
Y al ver el destello de aquellas sonrisas generosas y oír aquel murmullo mugiente, el coronel, se puso en posición de firmes, retornó a la autoridad, y ya con voz de mando, sonora:
—¡Llamo sólo a los que quieran ir! ¡Primera fila! ¡Los voluntarios: tres pasos al frente!
¡Y avanzó toda la fila!
Y con más seguridad, ya victoriosamente:
—¡Segunda! ¡Los voluntarios: tres pasos al frente!
Y la segunda dio los tres pasos.
Y la tercera.
Y las seis avanzaron enteras. Con los rostros sombríos, con paso de procesión, pero avanzaron.
Y aun comprendiendo que no tenía motivos para alegrarse, Vorotíntsev gritó a voz en cuello indecorosa, extemporáneamente:
—¡Hurra, regimiento de Estlandia! ¡No se ha empobrecido la madrecita Rusia!
Ahora, hasta la madrecita Rusia valía…
* * *
AUNQUE AL RÁBANO NO LE GUSTA EL RALLADOR, CON ÉL LO RASCAN.