¡Cuántos días que no tenía Samsónov esta claridad, esta seguridad en sus acciones! Al frente de sus cabizbajos oficiales del Estado Mayor salió animosamente de Neidenburg y con animado paso lo llevaba su montura. Notaba en el pecho serenidad, pese al breve sueño. Añadía mayor serenidad aún la húmeda mañana de agosto, la victoria del sol sobre la niebla, el desgarramiento del velo que envolviera el cielo al amanecer.
¡Qué placer levantarse temprano! ¡Qué bien se piensa y se actúa por la mañana! ¡Qué esperanzadoramente se concibe en el fresco matinal el desarrollo de una batalla! ¡Cuántas espléndidas mañanas puede tener aún un hombre de cincuenta y cinco años!
El camino no lo había elegido él. Lo llevaron dando un rodeo por el este a través de Grünfliess: y del ángulo del bosque de Grünfliess: el jefe de la escolta cosaca y los oficiales del Estado Mayor aseguraban que el camino más corto a Nadrau era arriesgado, podía irrumpir una patrulla de caballería alemana, o podían hacer fuego contra ellos desde una emboscada. De todos modos, a medio camino les tiroteó por la derecha gente a caballo, que se aproximaba. La escolta se preparó para el combate y destacó a una patrulla al encuentro.
Era gente suya: una sección de dragones del VI Cuerpo, en función de escolta para acompañar un parte medio centenar de verstas por territorio de nadie, casi desierto. Si el Estado Mayor no hubiera dado un rodeo no les habría encontrado.
Eran las ocho y media de la mañana; el parte de Blagovéschenski era de la una de la madrugada, un minucioso parte de la jornada, como si en el intervalo no hubiese ocurrido nada importante. Bien, ¿iría en ayuda de Kliúev, habría cubierto este la espalda de los Cuerpos centrales u ocupado posiciones firmes?
«… Me retiro hacia Ortelsburg…».
Pidió el plano sin bajar del caballo. La víspera, inexplicablemente, Blagovéschenski se había retirado hacia Mensuth, y eso ya parecía peligroso. Hoy, ¡si al menos permaneciera en Mensuth! Pero había retrocedido veinte verstas más, en una dirección conocida: ¡a Rusia cuanto antes!
El alférez de caballería parecía deseoso de comunicar algo más sobre esta retirada, pero el comandante en jefe lo contuvo. Por compasión hacia sí, para conservar su aspecto de seguridad ante los demás.
En las siete horas que los dragones habían cabalgado, ¿habría abandonado Blagovéschenski ya Ortelsburg? ¿Estaría quizá ya en Rusia?
¿Y qué podía ahora ordenar él? ¿Retener a toda costa Ortelsburg? A TODA COSTA. De la firmeza de su Cuerpo de Ejército depende…
Y el alférez, con la escolta, emprendió el camino de regreso con la orden. Para entregarla después del mediodía.
Mientras, el parte de Blagovéschenski pasaba de un oficial a otro. ¿Habrá que dar cuenta de él a Kliúev? ¿Cómo? Kliúev está agregado a Martos. Y nosotros vamos hacia Martos.
Lo único posible: el Cadáver Viviente debe saber esto, quizá sus manos revivan un poco. Y enmienden. Ahora, a caballo, a Janow, y desde allí se puede comunicar por telégrafo.
Y, pese a todo, apoyando un gran portaplanos sobre la cabeza del caballo, escribió con anchos rasgos:
«… el VI Cuerpo se ha retirado al sur de Ortelsburg; según informe de un oficial testigo, en desorden. El Cuerpo ha sufrido grave quebranto, está debilitado física y moralmente. Voy a Nadrau, donde tomaré una decisión sobre los Cuerpos en la ofensiva…».
Había escrito «tomaré una decisión» como si no la hubiera tomado ya. Había cambiado una cosa: era admisible cambiar otra. Pero ¡de qué mala gana! Se hundían más y más los desunidos hombros del Ejército, pero ¡qué delicioso era el paseo matinal que hacía de Samsónov un intrépido soldado! «Tomaré una decisión», y picó espuelas sin cambiar de dirección.
Los oficiales del Estado Mayor le siguieron rezongando entre dientes. (Postovski, gran experto en la redacción de documentos, se consolaba pensando que incluso unas horas pasadas cerca del fuego de la artillería enemiga, podría anotarlas ventajosamente en la hoja de servicios).
Desde una altura se abrió la anchurosa vista del lago Maranzen, alargado, profundizando en la lejanía. El sol alumbraba por detrás de los hombros; el agua, sin resplandor, yacía oscuramente. Un bosque azul engarzaba las orillas. Tachonaban las laderas inánimes casas de labranza luciendo el rojo de las tejas.
Y, apartándose de sus preocupaciones, aceptando con el alma aliviada el mundo sin mortales, exclamó:
—¡Hermoso país, señores! ¡De dónde le vendrán estas alturas y estas vistas!
Venía a su encuentro, ladera arriba, un convoy de heridos, muchos de bayoneta. Unos gemían, otros hablaban con todo brío, con más brío aún ante tres generales, de un combate nocturno a la bayoneta, junto a una aldea, a unas diez verstas. Un buen combate, hemos vencido: era una afirmación común.
Aún se oía el ruido hacia la izquierda, cerca de allí.
Nos protege el Señor y su Santísima Madre. Así es que, señores, ¡adelante, con toda rapidez! ¡Nosotros no sabemos nada!
«Nadrau», lo mismo que la pequeña aldea, se llamaba el puesto de mando de Martos, pero este se hallaba más al oeste, en las alturas, en el semicírculo del bosque. Un lugar excelente, con extensa perspectiva. La línea avanzada se había desplazado y el fuego no llegaba ya allí; varios oficiales miraban desde una colina, bajo el calor del sol, pasándose los prismáticos de mano en mano.
Allá abajo, por la carretera, hacia la línea férrea y a través de ella iba una lenta columna. No, conducían a una columna de prisioneros rodeados de gente armada. ¡Sí!
¡Por lo menos mil prisioneros!
Martos, estrecho de hombros, escaso de talla, también miraba con los prismáticos sentado en una silla. ¡No sabía nada del traslado del Estado Mayor del Ejército! Volvieron la mirada y, contra el sol, no pudieron reconocer al principio quiénes eran los recién llegados.
Con ágil salto juvenil se puso en pie, al tiempo que se pasaba a la mano izquierda un bastoncillo siempre balanceante. Y, saludando, con los ojos entornados contra el sol, se irguió ante el robusto comandante en jefe a caballo:
—Excelencia: el enemigo, en número de una división, intentó atacarnos por la noche mediante un avance por el valle hacia la aldea de Waplitz. Su plan fue descubierto y desbaratado: junto al cementerio de Waplitz el enemigo ha exterminado a sus propios hombres con fuego de artillería, por lo visto calculado sin observación. La división ha sido derrotada y rechazada, retenemos las importantes alturas de Witmansdorf. Hemos hecho dos mil doscientos prisioneros, alrededor de cien oficiales, y capturado doce cañones. Aunque muy debilitados, los regimientos de Kaluga y Libava han atacado al enemigo por la espalda y contribuido a la victoria.
(No se atribuía esfuerzos ajenos, compartía el éxito con los vecinos).
Todo era visible: allí estaba la columna de los prisioneros, y conducían hacia aquí, hacia la altura, al pequeño grupo de oficiales.
¡Era el momento solemne que había previsto el comandante en jefe! ¡En su busca había salido aquella mañana de Neidenburg! ¡No había sido en vano!
Samsónov recibió a caballo el parte del jefe del Cuerpo, pero en el acto bajó a tierra —pesadamente, aunque con seguridad—, entregó las bridas y, sin desentumecerse, sus gruesos brazos abarcaron los hombros del estrecho y ágil Martos, y lo besó:
—¡Sólo usted! ¡Sólo usted nos salva, amigo!
Y, separándose, lo miró y le deseó toda clase de venturas. Pensaba en la condecoración que podría adornar aquel pecho estrecho, si no fuera por el sistema establecido en la concesión de recompensas.
¿Quizá se podría ahora dar la vuelta al Cuerpo para atacar la retaguardia alemana? ¿Había llegado el momento de la ofensiva lateral señalada ayer en la orden de operaciones del Ejército? El primero en ser escuchado debía ser el vencedor:
—Quisiera conocer su opinión, Nikolai Nikoláievich.
Martos mantenía erguida su estrecha e intrépida cabeza. Sus ojos brillaron. No se reservó tiempo para reflexionar, no fingió un semblante contraído por el esfuerzo mental. Con la prontitud y destreza de un joven teniente, los hombros enarcados de por sí y los bigotes hábilmente retorcidos, respondió también con intrepidez:
—¡Espero su autorización para retroceder inmediatamente!
No tenía los partes sobre la retirada de Artamónov y Blagovéschenski, pero su intuición natural le permitía adivinar que no era aquel lugar para su Cuerpo de Ejército: había que retroceder y cuanto antes, mejor. Como los caracoles o las aves presienten la tormenta —por la presión del aire y las corrientes astrales—, así se dejaba llevar él.
Pero el comandante en jefe no comprendía: ¿Cómo? ¿Qué? ¿Por qué?
Y Postovski, descendiendo con cuidado del caballo mediante la ayuda de un cosaco, se acercó y, al ver el desacuerdo del comandante en jefe, terció:
—¿Pero cede usted al pánico? ¡Qué nervios son esos! De un momento al otro llegará por la izquierda el regimiento de Keksholm. Le ha sido agregada a usted, por la derecha, una brigada del XIII Cuerpo, de un momento a otro —Postovski volvió la mirada, esperando ver al Cuerpo, pero no vio más que el bosque— estará aquí todo él. Y, además, la caballería de Rennenkampf. ¿Quién nos autorizaría el retroceso?
La indecisión era algo que nunca había conocido Martos. Expuso enérgicamente su opinión:
—Mi Cuerpo de ejército ha combatido cinco días de los seis, tres de ellos sin interrupción. Hemos perdido los mejores oficiales, varios millares de soldados. El Cuerpo esta agotándose y ya no es capaz de desplegar operaciones activas. No tengo caballería, actúo a ciegas. Se están acabando las municiones, no hay suministro. Nuestros ataques ininterrumpidos no proporcionan ventaja al Ejército, únicamente complican su situación. Hay que replegarse, e inmediatamente.
Y el empuje de sus argumentos barrió todo lo que el comandante en jefe había concebido por la mañana y no dejaba pieza sana para recomponerlo. Desaparecía aquel entusiástico ataque de caballería en el que debía participar o dirigir el comandante en jefe. Sin él estaba ya todo ganado y debatido, propuesto y perdido.
Samsónov parpadeaba pesadamente, como si luchara contra el sueño. Se quitó la gorra, dejando al descubierto la grisácea cabellera. Se enjugó la frente.
Su frente era más grande e indefensa que nunca: una diana blanca sobre el rostro indefenso.