33

El coronel Dovatur, comandante ruso de Neidenburg, se enteró sólo casualmente, por el telegrafista, de que el Estado Mayor del Ejército había salido de la ciudad, que los últimos se marchaban en aquel momento y que el telégrafo había sido retirado. Nadie le dejó órdenes. Con los asuntos estratégicos se habían olvidado de él. Corrió hacia donde aún quedaban algunos hombres del Estado Mayor, pero estos sólo se encogieron de hombros y continuaron subiendo los últimos cajones a los carros que iban a Janow.

En este momento, un alférez del VI regimiento del Don se presentó con un parte del jefe de la 6.ª brigada para el comandante en jefe y Dovatur no sabía a dónde enviar al alférez y tampoco podía hacerse cargo del informe. Por la noche le pareció haber oído que la brigada había pasado a las órdenes del general Kondrátovich, pero nadie sabía donde estaban aquel Kondrátovich y su Estado Mayor. Poco después apareció otro correo. Llegaba de Mlawa, después de cabalgar toda la noche, y era portador de la correspondencia de Varsovia, entre ella una carta para el general Samsónov, de su esposa. A estos dos correos, no relacionados con el comandante de la ciudad, podía dar tan escasos consejos como a él le habían dado los hombres del Estado Mayor, con los que él no guardaba relación alguna.

Sólo la víspera por la tarde habían acabado de apagar los incendios; las calles estaban limpias; ahora, al sexto día, podía comenzar a tener aspecto normal la ciudad, pero el Estado Mayor se había ido y, como si esperasen este momento, del norte al sur de la ciudad comenzaron a pasar convoyes e infantería, pero no en formación, sino en pequeños grupos, dispersos, y hasta soldados solos, y todos preguntaban «por dónde se iba a Rusia».

En las calles de Neidenburg bastaban dos carros juntos para formar un tapón; la detención de los que iban delante frente al ayuntamiento suponía ya la paralización de toda la ciudad; los mandos inferiores, sin los oficiales, se gritaban unos a otros que retrocedieran, los carros se trababan, se rompían los atalajes, los soldados llegaban a las manos y faltaban al respeto al oficial que se les acercara con buenos modos. Mientras, las alemanas miraban desde las ventanas con atenta malignidad. Y en la ciudad había que mantener el orden con una compañía incompleta —era todo lo que tenía la comandancia—, que, además, era el cuerpo de guardia, y con la amable cooperación de un apuesto burgomaestre.

El comandante, con sus reducidas fuerzas, organizó dos retenes en el norte de la ciudad y ordenó desviar todas las unidades. Esta medida aún hubiera sido acatada, pero después de ir al lazareto y al hospital modificó sus disposiciones: los convoyes debían ser revisados, arrojadas todas las cargas sin importancia y los carros se enviarían para la evacuación de los heridos. El propio comandante fue al puesto de vigilancia, previa preparación de una sección para un eventual empleo de la fuerza.

En el hospital, los médicos conferenciaban. Un par de horas después de haber salido el Estado Mayor del Ejército soplaban ya vientos de rendición de la ciudad. La guerra acababa de comenzar y aún no se podía saber con exactitud hasta qué punto se cumpliría la Convención de Ginebra de 1864 referente a los heridos, en virtud de la cual los hospitales se consideraban neutrales, no podían ser hostilizados ni capturados y debían admitir a los heridos de ambas partes contendientes; su personal gozaba de inmunidad y en cualquier momento podía optar por quedarse o marcharse; después de la cura, los heridos eran enviados a su patria bajo palabra de honor de no volver a tomar las armas; todo domicilio particular que admitiese a un herido estaba salvaguardado por la Convención. No se podía saber por qué, medio siglo después de firmada, tenía que ser la guerra más cruenta, pero los periódicos afirmaban que así eran los alemanes, y los propios médicos advirtieron que, dada la abundancia de heridos y la escasez de camas, era completamente imposible tratar del mismo modo a los propios y a los ajenos. En consecuencia, cuando se preparaba el hospital para la evacuación no se podía predecir qué esperaba a los que se quedasen. Dividieron a los médicos en dos grupos: uno se quedaba y otro se iba. Dividieron a las enfermeras. Quedaban indefectiblemente las de mayor edad, pertenecientes a la Cruz Roja, con buena experiencia profesional. Las jóvenes voluntarias, que habían llegado a las líneas avanzadas en el caos de la movilización, eran enviadas a la retaguardia. Con diverso grado de asimilación, aún no sabían hacer nada a derechas, reían mordazmente y una, muy divertida, montada en bicicleta, había derribado en un pasillo al intendente. Sin embargo, Fedonin pidió al médico jefe que dejara sin falta a Tania Belobráguina, una enfermera siempre triste: aunque carecía de una verdadera preparación, trabajaba con gran seriedad y, además de las guardias habituales, se dedicaba a los heridos de cara y de cuello. Por otra parte, ella misma no insistía en marcharse.

Por lo demás, todo el trabajo iba ya mal: en espera de la orden de evacuación y con muchos centenares de heridos en las camas, no se podía operar y únicamente era posible cambiar el vendaje. Se separaron para comenzar la selección entre los heridos. Ahora bien, ¿cómo efectuarla? Incluso en un hospital fijo como este no había medios seguros contra la gangrena. ¿Qué sucedería durante el penoso viaje?

Se procuró no decir nada a los heridos, pero ellos mismos se dieron cuenta de la anómala revisión y cundió la inquietud. Todos los que conservaban el conocimiento y podían moverse, por poco que fuera, pedían ser evacuados. Quizá fuera porque estaban juntos y la cosa era visible, pero todos consideraban una falta de honradez quedarse allí a descansar mientras los demás combatían.

Un enfermero comunicó que había llegado un coronel y que pedía insistentemente ver a los médicos.

—¿Le recibe usted, Valerián Akímich?

Fedonin fue rápidamente a la salida. En la plaza manguiar se concentraban ya carros vacíos, que la llenaban casi toda. En el soportal, un coronel requemado, con el uniforme astroso y la guerrera rota sobre los hombros encorvados, hacía preguntas, con el plano en la mano, a un suboficial herido. Giró bruscamente hacia Fedonin:

—¿Es usted médico? Buenos días. Soy el coronel Vorotíntsev, del Cuartel General —le tendió la mano rápidamente—. Dígame, ¿tienen aquí heridos recién llegados de las posiciones de vanguardia? ¿Me permite interrogarles? ¿Hay oficiales?

Aunque los médicos no eran lentos, el ritmo del coronel —robusto, pero muy ágil— les sobrepasaba en mucho. Fedonin sintonizó con él, recordó rápidamente:

—Sí, llegados esta noche. Y esta mañana. Hay un subteniente del XIII Cuerpo. Llegó con una fuerte conmoción, pero se ha recuperado y ahora se halla en pleno conocimiento.

—¿Del XIII? ¡Muy interesante! —se asombró, aguzó el oído y se aceleró aún más el coronel. Y cogiendo ya a Fedonin por el codo con mano vigorosa—: Ustedes pertenecen al XV, ¿cómo puede ser del XIII?

El camino era corto —la escalera, un pasillo, dos salas—, y Fedonin también se apresuró a preguntar:

—Dígame, ¿qué va a ser de la ciudad?

El coronel echó una clara mirada a Fedonin, pero ahora lo miraba no como informante; ojeó hacia la derecha, hacia la izquierda y dijo en voz baja:

—Si conseguimos organizar la defensa, aún resistiremos.

—¿Organizar? —captó en el acto Fedonin—. ¿Pero es que…? ¿Y el Estado Mayor del Ejército…?

El coronel sólo movió los labios.

—Por el lado occidental…

Pero entraban ya en la sala, y el coronel, con toda su presteza, en la frontera del denso olor de medicinas, sangre y pus que le golpeó, se echó hacia atrás y su rostro se ensombreció y se contrajo.

En la primera sala, junto a la misma entrada, un pope daba la extremaunción a un moribundo, al que había cubierto el rostro con la estola.

—Creo, Señor, y confieso… —cuántas, cuántas, cuántas veces en estos días había pronunciado estas palabras canturreándolas con voz cascada, palabras aprendidas, pero dichas siempre con renovado fervor, sin hastiarse.

En la segunda sala, junto a una ventana, encontraron al subteniente, y precisamente Tania Belobráguina estaba sentada en su cama. Se levantó al acercarse ellos, se retiró hacia la pared entre dos ventanas, con los brazos detrás de la espalda, y se inmovilizó en una mirada profunda, oscura.

El subteniente, vendada la frente, pero recuperada ya la mirada infantil, rápida, observadora, quiso esforzarse aún para recibir a los llegados, les acogió con buena disposición.

Fedonin le pasó la mano por las mejillas, le tomó el pulso:

—Se encuentra algo mejor, ¿verdad?

—¡Sí, sí! —afirmó con alegría el pecoso subteniente, y se estiraba en la cama hacia arriba, sin saber cómo ser más útil.

—¿No le molesta hablar, contestar a unas preguntas?

Tania se ruborizó:

—Hemos hablado un poco, somos paisanos.

De ella era imposible sospechar que hubiera hablado mucho.

—¿De qué regimiento es usted? —el coronel estaba ya sentado en la cama y extendía el plano—. ¿De verdad es del XV Cuerpo? ¿Cuándo se incorporó a él? ¿Dónde estaba? ¿Dónde le hirieron? ¿Qué unidades tenían al lado?

El subteniente, recostado en las almohadas, miraba prendado al coronel y le contestaba como en un alegre examen, satisfecho de saber todas las papeletas y las preguntas complementarias. Estaba iluminado por la invisible luz juvenil del sacrificio que surge antes de conocer a la mujer y sin ella. Oía a través del ruido, con la cabeza débil y el habla dificultosa, pero se esforzaba por superarse y contestar con la mayor exactitud posible. Señalaba con seguridad en el plano cómo el día anterior por la tarde les habían llevado de Hohenstein en dirección occidental hacia un combate cercano (y para sus adentros: lo mucho que costó reunirlos a todos, formarlos, sacarlos de la ciudad) y cómo volvieron a retirarlos (una vez más, sin llevar nunca el regimiento hasta el combate) y cómo les hicieron retroceder dando vueltas por lugares quebrados otra vez a Hohenstein (y el pánico que cundió por la tarde, con tiroteo contra unidades propias, pero esto era cosa aparte) y cómo de Hohenstein (tampoco sin esfuerzo) les sacaron a las afueras de la ciudad en orden de combate y cómo allí (lo ocurrido después se lo podría decir a mamá, pero no al coronel: una explosión tan próxima que no se puede expresar y uno solo tiene tiempo para pensar: ¡la muerte! y santiguarse y decir ¡perdona, mamá! y ya no oye la explosión siguiente…).

—Y usted, ¿qué tiene en el hombro? —preguntó al volver Fedonin.

Se acordó el coronel:

—¿Lo mirará usted? Ayer, por lo visto, me rozó un trozo de metralla.

—¿Le cuesta esfuerzo moverlo? —palpó el cirujano.

—Sí, con esfuerzo.

—Pase a verme, en este piso. La enfermera le conducirá —y dirigiéndose a Tania—: El médico jefe está de acuerdo con dejarla aquí. ¿No tiene nada que alegar? Quizá sea para largo.

La mirada fija y triste de la enfermera no indicó ningún cambio, no se movió ni por interés. Asintió con la cabeza:

—Alguien se tiene que quedar. Desde luego.

Y esperó para acompañar al coronel. Cuando este movía la cabeza, toda su resolución parecía concentrarse en la corta, pero ancha barba en arco. Ante ella no se advertían los bigotes: ni erectos, ni caídos, ni retorcidos. Si ocultaban el labio superior era porque correspondía a todo oficial llevar bigote.

El subteniente —no llevaba ni bigote, ni barba y ni siquiera denotaba aún ningún carácter en los labios— era la personificación de la juventud más temprana y de los buenos sentimientos, un muchacho limpio y correcto como son los educados en un ambiente femenino. No sabía aún nada de la vida. Tania no le llevaba más que un año, pero por la experiencia parecía llevarle diez.

… ¿El cautiverio…? Tania lo aceptaba todo. No le afectaba ahora ni el cautiverio, ni el ser herida, ni la muerte.

Lo mejor sería morir cuanto antes. Había ido al frente con la esperanza de que, muriendo allí, no cometería el pecado de suicidarse. Nada podría ocurrirle peor de lo que le había ocurrido. Más valía hundirse en el abismo que vivir en la aflicción.

Al pie de la ventana se veía tráfago, desorden. Pasaban soldados en grupos dispersos, solos, fuera de toda formación. Se detenían en la sombra algunos, se enjugaban el sudor, aligeraban sus sacos tirando las palas, las hachas, los cajones de munición, y seguían el camino rápidamente. Nadie los detenía. Dos cosacos, por el contrario, ataron algo a las sillas.

Paseaban juntos. Leían juntos, cogidos de la mano. Y, poco a poco, fueron recorriendo ese camino donde cada palmo es insustituible, indesdeñable y deja huella para toda la vida. Fue creciendo como una planta, en la que todo llega a su debido tiempo: las hojas, el germen, las flores. ¿Es que Tania no hubiera podido acelerarlo? Pero eso no es cosa de mujer, no se debe proceder así. Y la otra no era en nada mejor, ni más bonita, ni más buena, ni más fiel; pero se lanzó, clavó las garras y arrancó. Y no hay tribunal donde se juzgue esa deshonestidad. ¿Los hombres? Los hombres, si son firmes, es sólo en la guerra, en ninguna otra parte ni en nada más.

Oficiales como aquel podían ser educados en dos años, ¡y luego acababan con ellos en veinte! ¡Aquella expresión de estar dispuesto a todo, aquel sufrir por la operación del ejército que se veían en la frente del muchacho!

—¡Señor coronel! —el subteniente lo retenía cogiéndole la manga, miraba con esperanza y hacía esfuerzos por vencer la dificultad del habla—. He oído que se procede a una evacuación parcial. ¡Yo no puedo quedarme aquí, sería un oprobio! ¡No puedo comenzar la vida en un campo de prisioneros! —las lágrimas le humedecieron los ojos—. ¡Pida que me evacúen!

—¡De acuerdo! —y el coronel le estrechó fuertemente la mano. Con rapidez—: ¡Enfermera!

Tania giró en redondo dejando en la ventana cuanto estaba pensando y poniendo en esto otro toda la atención, toda la diligencia de ese rostro no mimado, no caprichoso que tanto abunda entre las muchachas rusas.

¡Qué oscura llamarada en el mirar, qué firmeza, todavía no de hoy, posible, en la cara! ¿O se debería a la cofia, que ocultaba la frente, el cuello y las orejas?

—Pediré encarecidamente al doctor, y usted lo tendrá en cuenta, que no dejen aquí al subteniente Jaritónov.

Era innecesario, se lo estaba diciendo el semblante de ella, pero el coronel, sin esperarlo él mismo, la amenazó con el dedo, mientras sonreía:

—¡No lo olvide, la encontraré dónde sea! ¿De dónde es usted?

—De Novocherkassk.

—¡Pues hasta allí iré! —saludó con un movimiento de cabeza. Salió con paso rápido de la sala, entre las camas.

Y en cada una de ellas bullía un mundo cerrado, una lucha única en cada cuerpo único: ¿viviré o no?, ¿me dejarán el brazo o no? Y toda la guerra, con las operaciones de los Ejércitos y los Cuerpos, retrocede como algo insignificante. Un hombrecillo entrado en años, quizá un suboficial de reserva de los que se malgastan en nuestro ejército como simples soldados, está mirando a todos, desde debajo de la sábana, con ojos inteligentes y recelosos. Otro revuelve la cabeza en la almohada y grita roncamente.

¡Debía salir cuanto antes de la densa hediondez de la sala! ¡Respirar! Le acompañaba la enfermera.

Cuando ella volvió, pasado algún tiempo, a la ventana, el subteniente estaba ya decaído, debilitado, pálido, pero aún encontró una sonrisa para Tania:

—¿Y usted se queda, paisana? Escriba a sus familiares, yo me llevaré la carta y la enviaré sin falta. ¿A quién tiene usted allí?

El semblante de Tania se atirantó. Movió hacia un lado y otro la austera cabeza. No escribiría. No tenía a nadie a quien escribir.

A nadie.

Después de la guerra iría a cualquier parte, pero nunca a Novocherkassk.

Vorotíntsev habría podido llegar a primeras horas de la mañana a Neidenburg y encontrar todavía a Samsónov, pero dio un rodeo en el camino para ver quién mantenía el frente, y no encontró a nadie. Quiso alcanzar al fugitivo Kondrátovich y tampoco lo encontró. Y cuando llegó a Neidenburg ya no estaba allí Samsónov.

En el frente, el vacío era continuo a la izquierda, pero nadie enviaba tropas allí, y tampoco las había, fuera del regimiento de Keksholm, que había reemplazado a los de Estlandia y Revel. Aquel estaba a las órdenes del general Sirelius, pero también daba vueltas incomprensibles, sin llegar nunca a la línea de fuego.

Asombraba también el desplazamiento de Samsónov: ¿por qué no había ordenado fortificar Neidenburg por el noroeste?, ¿por qué, en vez de recortar el frente, se iba a lo largo de una línea distendida?

Los restos de los regimientos de Estlandia y Revel y sus convoyes poco menos que escandalizaban en Neidenburg, pero Vorotíntsev no podía ocuparse de ellos. Dejó los caballos a Arseni y en hora y media, corriendo de aquí allá, aclaró lo que había sido del Estado Mayor del Ejército; convenció al alférez correo de que le diera a conocer el informe de la brigada de caballería, que esperase y no se fuera a ninguna parte; gracias a diversas entrevistas, sobre todo con heridos, pudo trazar bastante bien la situación del centro del Ejército; las palabras de Jaritónov le permitieron comprender cómo iban las cosas en Hohenstein, pero seguía siendo un oscuro enigma lo que pasaba en el resto del XIII Cuerpo; menos aún podía comprender si existía la esperanza de un ataque de apoyo por parte de Blagovéschenski y Rennenkampf. Hubiera ido allá, pero la cercana brecha de la izquierda hacía un llamamiento imperioso. Y cuando salió del hospital, Vorotíntsev parecía tener ya un plan.

La retirada del día anterior hacia Soldau no era la catástrofe suprema si se podía remediar en estas horas.

Había convenido con el alférez que se encontrarían junto a la roca de Bismarck.

En tiempos de Bismarck existía la alianza de tres Emperadores, y Europa Occidental vivió tranquila medio siglo. La paz ruso-alemana fue más útil que estas manifestaciones circenses con la gente de París.

Los caballos seguían allí, atados al árbol. Arseni estaba sentado al amparo de la sombra de la roca. Se levantó apresuradamente, pero sin incorporarse del todo, con voz apagada, reverenciosa, recóndita, dijo:

—¡Señoría, hay que comer!

En el plato había algo.

—Ya ayer, con la comida, por poco me echaste a perder todo… ¿Has dado de comer a los caballos?

—¡No faltaría más! —se ofendió Arseni. Desmesuró aún más gran boca—: Han pastado en el cementerio, allí hay hierba.

Detrás de la roca había dos piedras formando un banquillo y se veía al alcance de la mano el mango de la cuchara.

—¿Y tú?

—Yo comeré después de usted —declinó Arseni con rápida y afectada cortesía.

—No, los dos juntos.

—Bueno, si usted lo manda —aceptó fácilmente Blagodariov, cayó de rodillas ante el plato y se puso a comer.

También comía Vorotíntsev, con la mano izquierda, tan pronto de modo voraz como distraídamente, de suerte que se enteraba de qué había allí. Con la derecha, sobre el portaplanos apoyado en la rodilla, escribía apresuradamente para no retener al alférez:

Excelencia:

En el flanco derecho, presionado, pero en modo alguno derrotado (ganaron el combate, pero retrocedieron por absurdo equívoco), se encuentra una tercera parte de vuestro ejército. Pero ahora hay allí tres jefes de Cuerpo (Artamónov-Masalski-Dushkévich) y falta una voluntad única. Si su excelencia considera posible acudir personalmente (el 6.º regimiento del Don os puede conducir con seguridad en dos o tres horas) podríais enmendar con una enérgica ofensiva la situación toda del Ejército inmovilizando y dispersando luego al general François, cuyo propósito es envolveros.

Krímov y yo os rogamos encarecidamente la adopción a medida. El coronel Krímov ha reemplazado al jefe del Estado Mayor del I Cuerpo.

Yo me encontraré al oeste de Neidenburg, donde casi no hay ninguna defensa y donde se ha formado un agujero.

Coronel Vorotíntsev.

Debería haber aconsejado aún: hacer retroceder los Cuerpos centrales. Pero no se atrevió a decirlo directamente, debía adivinarlo Samsónov.

Llegó el alférez. Vorotíntsev le advirtió: podía hacer lo que quisiera con el informe —quemarlo, comérselo—, todo menos que cayera en manos del enemigo.

Del correo de Varsovia no se sabía nada. No quería el destino que el comandante en jefe recibiera la carta de su esposa.