Por suerte, y más por desgracia, Martos era de esos que se excitan con facilidad y se tranquilizan con dificultad. Y todos estos días le habían trastornado, pero el último en particular: por el carácter variable del combate sostenido durante toda la jornada; por los altercados con Postovski; por el caos en Hohenstein, en vez de la ayuda que debía haberle prestado la brigada enviada por Kliúev; y por el esfuerzo mental para prever las acciones alemanas.
Pese a todo, en la anochecida solía ceder al cansancio, aunque se despertaba más tarde y se pasaba las noches en blanco. Ahora estaba tan descentrado que no se pudo dormir ni al anochecer. Y ya en plena oscuridad, después de aparecer la luna, salió de la casa de labranza a fumar sentado en un banco, como por tierras de Poltava les gusta hacer a los labriegos en las oscuras noches. Sólo que allí incluso en septiembre eran cálidas, mientras que aquí se notaba ya fresco. Martos se había echado el capote sobre los hombros, pero llevaba la cabeza descubierta, para refrescarla, y se pasaba las manos desde las sienes hacia atrás ahuyentando los puntos dolorosos. Ingirió una píldora. Una hora más allí, serenándose, y se derrumbaría en el sueño.
Hacia medianoche cesó el tiroteo y dejaron de relumbrar los fogonazos. Raras lucecillas, débiles y mudas, brillaban tenuemente para extinguirse en seguida. El cielo estrellado prometía también buen tiempo para el día siguiente. Con la dispersión del Ejército era lo mejor.
Todos estos días, Martos, en rigor, no hacía sino obtener victorias: no dejaba al enemigo el campo de batalla, lo atacaba y presionaba constantemente y en todas partes, aunque tenía bastante menos artillería y no siempre le abastecían de munición y, tanto menos, de víveres y forraje. Pero de ningún modo veía Martos que sus ininterrumpidas victorias se potenciaran en una grande. Todos sus éxitos parecían vanos.
Sin embargo, Martos seguía batallando con insistencia, como sigue representando un actor experto una vez que ha salido a escena, aunque vea que los otros se han embarullado y están desbarrando, que a la protagonista se le ha despegado la peluca, que se ha desprendido la tramoya, que la corriente de aire se lleva las bambalinas: que el público cuchichea sin moderarse y se agolpa hacia las salidas. Martos seguía representando con la desenvoltura del desesperado: todo, menos que por él fracasara el espectáculo; y, a lo mejor, aún se salvaba.
No, aquellos disparos eran a la izquierda. Más allá de Waplitz.
Sí, allí no se aquietaban.
El día siguiente sería quince, y el día quince era siempre importante en la vida de Martos, como el duplicado, el treinta. Era una fecha pródiga para él en acontecimientos fatales o simplemente destacados, buenos y malos. Cuando tuvo división, fue la XV; ahora, el XV Cuerpo y, en él había un regimiento número XXX y, desde luego, de Poltava, la patria chica de Martos. Tendría que estar muy alerta al día siguiente.
Seguían disparando, no se calmaban. Sí, era entre Waputa y Witmansdorf. Por allí corría una barranca profunda. Un lugar difícil.
¡Cuántos muertos en estos días! ¡Y qué fatigados estaban los que vivían y no habían sido heridos! ¡Y qué oficiales habían muerto! Martos los conocía a todos. Los conocía años enteros y se habían consumido en una semana. No se les podría reemplazar pronto. ¿Qué reemplazo podía haber para auténticos oficiales forjados en el ejército si no los dividían entre el frente y los regimientos de reserva y, desde los primeros días, los enviaban todos a primera línea? Así se podía combatir dos o tres meses. ¿Y si hacía falta más?
Disparaban y disparaban. Para un ocio inexperto aquello era simplemente que no se tranquilizaban, que veían visiones en la noche. Pero el oído de Martos sabía captar: aquello no era una casualidad. Así sucedía cuando en la oscuridad se movían masas. Podía ser que disparasen los nuestros, pero los que preparaban algo eran los alemanes.
Se puso en el lugar de Scholz y repasó la situación del día transcurrido. Sí, la dirección era propicia. Y el tiempo propicio.
Y justamente el organismo del general estaba ya preparado para sumergirse en el sueño. Pero una luz preventiva se encendió en él. Y fue a las habitaciones levantando de la cama a los reacios y perezosos, llamando por teléfono y enviando enlaces.
Ordenó poner en pie la reserva del Cuerpo, llevarla a la torrentera aquella y disponerla a través; prometió que él mismo iría allí pronto. También tomó disposiciones para la artillería: dos baterías cambiarían de posición; las demás prepararían una nueva orientación de tiro. A la izquierda, a los dos regimientos que quedaban, aunque debilitados, de Minguin —el de Kaluga y el de Libava—, envió aviso sobre la situación. A Waplitz, orden al jefe del regimiento de Poltava de mantenerse preparado para un posible ataque nocturno.
Ya estaban levantados los hombres del Estado Mayor, con odio a su pelmazo general con talle de avispa (seguramente usaba corsé). Y tanto más renegaban en la oscuridad los regimientos y las baterías al ser puestos en pie y trasladados. A la gente extenuada, somnolienta, aquellas órdenes nocturnas no podían parecerle sino un trasiego carente de sentido.
Martos fumaba de nuevo, iba de una habitación a otra con paso felino, desdeñando la malquerencia y recibiendo los informes sobre las medidas tomadas. Desde luego, todo podía ser recelo de sus oídos e insinuación del terreno próximo a Waplitz, pero su Cuerpo no había llegado allí tras diez días de marcha ni había combatido cinco días para que ahora lo derrotaran mientras dormía. Y parecía ya que el general deseara más un ataque alemán, que un amanecer apacible.
Y, dé pronto, en el propio Waplitz, resonó el estampido de centenares de fusiles. Martos subió precipitadamente a su buhardilla y aún pudo ver un centellear rojo, menudo, en Waplitz, que fue extinguiéndose poco a poco.
¡No se había equivocado! Pidió el caballo y corrió hacia el punto de concentración de la reserva, hacia aquella barrancada.
* * *
La compañía en la que Sasha Lenártovich tenía una sección a su mando, fue una de las primeras en entrar en Neidenburg. Dispararon y maniobraron, pero no hubo combate. En Neidenburg prestaron servicio de comandancia, por lo que tampoco participaron en el combate de Orlan. Su misión allí fue la de enterrar los cadáveres. Sólo el 14, después de comer, dieron alcance a su regimiento, el de Chernigov. Pero este regimiento había sido destinado a la reserva del Cuerpo. Sin embargo, hasta el atardecer hubo tiroteo por todas partes, llegaban ininterrumpidamente heridos, unos arrastrando las piernas y otros en carros, y estaba claro que al día siguiente la sección no se salvaría de la carnicería. Y para dejar una compañía o una sección tan escuálida como un fideo, para lisiar a cualquiera no se necesita toda una guerra, una campaña, un mes, una semana, ni siquiera un día: basta un cuarto de hora.
La fría noche del 14 al 15, la sección de Lenártovich dormía en un pajar, y entre el heno se tenía hasta calor. Los soldados parecían dormir profundamente, con placer, sin desasosiego por el día de mañana. Teóricamente, también a Sasha debía gustarle aquella forma democrática de pernoctar, pero el no lavarse ni desnudarse, el trajín con los cadáveres que se descomponían rápidamente, lo vivido en aquellos días le tenían harto de suciedad e incomodidad, toda la piel le picaba y parecía que los nervios le consumían. Se revolvía en el calor del heno y acabó por salir del pajar.
Lo que más le impedía conciliar el sueño no era la proximidad de una posible muerte, no. Es que sería una muerte fuera de propósito. ¡Por la gran causa radiante, Sasha estaba dispuesto a morir en cualquier momento! No ya desde que fuera muchacho, sino desde niño que le punzaba el corazón en espera de algo excepcionalmente importante que iba a ocurrir de hoy a mañana, algo venturoso que se encendería, iluminaría y transformaría el país y la tierra entera. Y ya no era un niño Sasha cuando aquello se encendió e iluminó —¡lo llegaban a ver, por fin!—, pero se extinguió, lo ahogaron. Que conste, pues: Sasha estaba dispuesto a partir cadenas de hierro no ya a puñetazo limpio, sino a cabezadas. Y lo que desazonaba ahora su piel era peor que la ropa sucia, lo que le reconcomía angustiosamente era haber ido a parar a otra parte y que ahora podía morir con estúpida facilidad no por aquello. Era imposible encontrarse en peor situación: ¡a los veinticuatro años morir por la autocracia! Después de haber logrado conocer la verdad a edad tan temprana y haber emprendido el camino justo, cuando el resto de la vida no habría transcurrido ya en búsquedas a ojos cerrados ni entre dudas hamletianas, sino en bien de la causa, ¡morir en un sangriento festín, como mísero peón de los esbirros!
¡Y qué desafortunado había sido Sasha, que no le habían enviado a la cárcel ni al destierro, donde estaría con los suyos, donde el objetivo era claro, donde habría sobrevivido para la futura revolución! Todos los revolucionarios con decoro estaban allí, si no en la emigración. A él lo habían detenido tres veces —por una reunión estudiantil, por un mitin, por repartir proclamas— y las tres veces lo habían soltado, ¡lo habían soltado por sus pocos años, sin dejarle que se hiciera hombre allí! Pero no estaba perdido todo aún, desde luego. Si escapaba sano y salvo de estos próximos días, en que hacían picadillo y amasaban, buscaría el modo seguro de salir del ejército, algo que le llevara a los tribunales, pero no por un acto de delincuencia común castrense, sino por propaganda política.
La propaganda habría dado, efectivamente, sentido a su permanencia en el ejército. Y había hecho sus intentos, pero en vano. Los soldados de su sección parecían elegidos: era gente lejana no ya de la ideología proletaria, no ya de una embrionaria conciencia de clase. Es que sus cabezas de pedernal no podían comprender ni las más sencillas consignas económicas, reivindicaciones que iban directamente en su beneficio. ¡Su estolidez y sumisión desesperaban a cualquiera!
¡Cuántas vueltas y revueltas daba la historia! En vez de ir directamente hacia la revolución viraba hacia aquella guerra. Y uno no podía hacer nada, nadie podía hacer nada.
Al atardecer había comenzado cierta calma, pero cuando, por fin, Sasha dormitaba, los disparos perforaron su sueño como clavos. Después se oyeron voces cercanas, carreras, alguien que buscaba a otro. ¡Qué bien si aquello no tuviera que ver con ellos! Apelmazarse, hundirse allí. Con no levantarse, ¡ya podían las balas silbar por encima! De todos modos, llegó la orden a su compañía: «¡A las arma-a-a-s!».
¡Malditas ordenanzas militares! Las debió idear cualquier imbécil, pero, quieras que no, ¡a obedecer! Hay que despegarse del tibio, del agradable heno, salir disparado a la humedad, a las tinieblas y aguantar allí bajo las balas; y no sólo salir uno enredándose con el inútil sable, sino, además, simular una voz marcial ante los soldados, fingir que te importa mucha sacar y formar la sección con todo el equipo y oír del suboficial y de los soldados los abominables, los sumisos «¡a sus órdenes!».
«¡Dere-é-chá! ¡Marchen!». Abandonaron su tibio pajar y —un traspiés aquí, un encontronazo allá—, casi cogidos de la mano, fueron avanzando sin saber hacia dónde.
Corría la voz de que iban en ayuda del regimiento de Poltava. ¡Pues que no se hubieran metido donde no hacía falta y no tendrían que ayudarles! Tanteando con los pies cruzaron la vía férrea, se engancharon en las agujas, en las derivaciones de los raíles, dieron con una pared. Allí estaba la estación de Waplitz, sin movimiento, la habían visto de día. Tropezaban en un terreno desigual, fueron por otro torcido y desembocaron en una carretera lisa, donde llegó la orden de formar de a cuatro en fondo. Sasha repitió la orden y formó a su gente. En la carretera estaba reunido todo su batallón, si no más, y todos juntos siguieron avanzando hacia la oscuridad, pero, al menos, por terreno liso.
Cruzaron un puente. Después fueron transmitiéndose: «¡Cuidado, hay un barranco a la izquierda!». Tinieblas, no se veía nada.
De pronto, allá delante, comenzaron a disparar fuerte, desesperada, desgarradora, resonantemente. ¡Un fuego que hasta de día hubiera empavorecido! ¿Disparaban contra ellos? No, nadie los atacaba y no se oía silbido de balas y ni siquiera se veían fogonazos, pero muy cerca de allí, al lado mismo, se produciría el choque.
Temblaban de modo extraño las choquezuelas de las rodillas, por sí solas. Subían y bajaban fuertemente, subían y bajaban separadamente de las piernas, como no sucede nunca. Con luz hubiera podido avergonzar, pero en la oscuridad no lo veía ni uno mismo.
Voces de mando estentóreas, apremiantes, llamaron a desplegar, unos a la derecha, otros a la izquierda. Bajaron dando traspiés el escarpado talud de la carretera, chapotearon al azar por un terreno pantanoso donde el agua fría les entraba por encima de las botas, fueron por mogotes y hoyos, luego por un sembrado, y cuando llegó el momento de echar cuerpo a tierra había cesado totalmente el fuego que se oía delante. Y llegaron órdenes de volver a concentrarse en la carretera y formar en sistema de reserva. Y dieron trompicones otra vez, cayeron en una zanja, chapotearon por aquel mismo lugar pantanoso, treparon otra vez a la carretera.
Las rodillas seguían saltando, brincando, no se calmaban.
De nuevo pasó mucho tiempo hasta que pudieron localizarse, reconocerse, formar. Otra vez en marcha. Por mucha que fuera la oscuridad, se dieron cuenta de que la carretera había entrado en un bosque. Cruzaron por él. El bosque impedía ver los fogonazos.
Más adelante, todos los batallones fueron por la carretera, pero a ellos les hicieron bajar el terraplén, ahora hacia la presa de un molino, a través del río. Una vez allí treparon y treparon hacia arriba, por campo abierto, por tierra firme.
Tampoco ahora se advertía un fuego nutrido, y de nuevo decidió Sasha para sus adentros que les llevaban inútilmente, que no hacían más que despernarse. Las rodillas se aquietaban. Desde luego, no era temor; por lo demás, él no tenía miedo. Lo que notaba es que no era aquello lo suyo, no era allí, y que, por descontado, no debía perder la vida en aquel lugar.
Se diría que clareaba, pero la visibilidad no era mejor: incluso allí, sobre el cerro, las tinieblas nocturnas eran reemplazadas por una densa niebla.
Más adelante les llevaron por algún sitio donde no había carretera o, en todo caso, un camino vecinal; las botas se enganchaban en lo que crecía allí, pero lo peor era que iban por un terreno con torrenteras, hondonadas, mogotes y piedras; los soldados decían que allí habían hecho de las suyas los duendes.
En este momento, muy cerca de ellos, una versta a la derecha, de nuevo atronó el fuego; eran varios centenares de fusiles y ametralladoras. Pero tampoco disparaban hacia donde estaban ellos: el combate era a la derecha y más hacia abajo, y ellos debían ir por arriba, a todo correr. De pronto, la artillería comenzó a lanzar y vomitar, a lanzar y vomitar con fogonazos turbiamente rojizos. ¡Nuestra artillería! Los proyectiles volaban sobre las cabezas y ¡toma!, ¡toma! El shrapnel brillaba opacamente en la bruma lechosa. La artillería alemana pasó a contestar, sus explosiones se oían bastante cerca, a la derecha.
Lenártovich, que no deseaba ni buscaba la victoria, advirtió no obstante con satisfacción que la artillería propia se estaba imponiendo a la enemiga. Esto contradecía el principio de «tanto peor, tanto mejor», pero prometía ponerse a salvo de la metralla. En aquel estruendo, precisamente de nuestra artillería, había una terrible e indudable belleza.
Clareaba más y más, pero se adensaba la niebla y a tres pasos no había más que vaguedad y los fogonazos se veían cada vez peor. Y en aquel brumazón, por aquellas torrenteras quebrantahuesos les llevaban ya, con el fusil preparado, corriendo, ¡llegaban tarde! Subían jadeantes, bajaban, subían otra vez, bajaban en el acto. Era más seguro correr agachados, pero así las piernas se doblaban. Y corrían sin inclinarse. Sobre ellos estallaron varias granadas de shrapnel, pero, por lo visto, tan alto que las balas caían como inofensiva granizada.
Se dio orden de desplegar en fila y de hacer fuego a discreción. Dispararon, pero sin saber contra quién ni hacia dónde, no se veía nada, y siguieron corriendo. No había bajas. Seguramente corrían para envolver al enemigo. El terreno era cada vez más abrupto. Y el pecho daba golpetazos, oprimía, no tenían ya fuerzas para correr, y aún menos en aquella húmeda niebla.
Era ya de día, el sol podía ya salir, pero en la niebla que envolvía al mundo no se veía ni siquiera la turbiedad que les rodeaba.
Y en cuanto el terreno comenzó a descender se les vino encima el enemigo invisible e, invisible, golpeó. Sus fogonazos revoloteaban, pero las balas silbaban cerca y una chocó con una piedra y produjo una viva lucecilla.
Se habían olvidado ya de la noche sin dormir, del maldito correr de un lado a otro, de la mojadura, y hasta del pecho oprimido por el ahogo; ahora se trataba de minutos: ¿les podremos o no?, ¿llegaremos a tiempo o no? ¡O les podemos nosotros o nos pueden ellos! Todos los soldados lo comprendieron tomaron gusto a la cosa, y Sasha con ellos. Todos llevaban llenas las cartucheras, disparaban gozosamente, frenéticamente, los oídos les estallaban de sus propios disparos, el humo de su propia pólvora no les dejaba respirar, pero el fuego rasgaba y rasgaba la niebla. ¡Y cuidado con no herir a alguno de los suyos! Sasha desviaba el fusil a quien podía. Y cayó en la cuenta de que también él disparaba su revólver, aunque era completamente inútil. Saltaron una zanja, brincaron sobre una valla, luego ya sobre muertos. ¡No eran nuestros, eran alemanes! Y se apoderaba de ellos el horror, y el orgullo: ¡qué bien vamos! ¡Pese a todo somos una fuerza, una fuerza que golpea!
Combatían ya en una aldea, se protegían tras las casas, se asomaban, rodeaban. Pasaron soldados con la bayoneta calada, nadie les podría detener, y Sasha disparaba también con extraña satisfacción, y estaba seguro de haber herido a un alemán, al que inmediatamente hicieron prisionero.
Mientras, durante todo este tiempo, fue encendiéndose a su izquierda una esfera amarilla, que, por fin, se abrió paso: ¡el sol! Todavía el mundo entero se balanceaba en la niebla, pero ya comenzaba a separarse y aclararse. Ahora se veían gruesas gotas de rocío en los cerrojos y en las bayonetas ensangrentadas. Desde la altura donde estaban ellos, la niebla se arrastraba ya en jirones y se veían bien las caras: ferocidad y alegría jadeante. Lo mismo sentía Lenártovich. Y las gotas de rocío se tornasolaban en la hierba con chispazos azules, rojos, anaranjados, y ya calentaba a los vencedores el sol del nuevo día.
Y, al finalizar, todo se produjo con facilidad. No era jactancia, no era de oídas: era su propio batallón el que conducía a través de la aldea a unos trescientos prisioneros, con una docena de oficiales, que iban entornando toscamente los ojos contra el sol; unos habían perdido la gorra, otros iban sin armas. En cambio, después del recuento, en todo nuestro batallón no había más que tres muertos y una docena de heridos; y en la sección de Sasha, sólo un herido, que permaneció en filas e iba alegremente de un lado a otro y hablaba sin parar.
Y durante todo este tiempo emergía y emergía de la niebla una suerte de decoración teatral, que fue adquiriendo altura, profundidad y perspectiva; hasta el fondo del barranco se delineaban con exactos contornos todos los objetos, los seres vivos y los muertos; se tendieron las luces solares y las sombras del valle, y destacaron los colores de los campos, y desde su altura de Witmansdorf, desde la escarpadura se veía bien cómo conducían por el fondo del barranco una columna de varios centenares de cascos agudos, y más al fondo todo estaba lleno de los muertos causados por nuestra metralla.
Y todo esto lo observaba Lenártovich, quieto ya, sin tener que correr ya a ningún sitio, sin temer ya nada, desde un banco donde se había sentado para descansar. No le abandonaba una extraña solemnidad, este sentimiento le henchía: era una victoria que no cabía discutir, una victoria de su cuerpo, de sus brazos y sus piernas. Allí estaba sentado como si fuera el estratega principal al que desde abajo vitoreasen su triunfo. No se dio descanso a los soldados, les gritaron que se atrincherasen en el extremo de la aldea, y Lenártovich tuvo que transmitirles esta orden, aunque él no debía abrir la zanja y podía estar sentado en el banquillo, mirar aquel panorama teatral conquistado, el valle azul oscuro y el mundo ahora silencioso —nadie disparaba ya en la cercanía—, y repasar una y otra vez su alegría, analizar sus repentinos sentimientos.
¡Qué ligero se sentía ahora! Su esperanza era ahora rebosante: ¡sobreviviría! ¡Se salvaría de esta guerra! ¡Y cómo quería vivir! ¡Qué delicia es vivir! Aunque sólo sea para contemplar una mañana como esta. O correr por el frescor matinal. O ir en bicicleta por aquel camino bordeado de árboles y que el viento silbe en los oídos. O comer albaricoques, los albaricoques del sur, anaranjados, que se deshacen suavemente en la boca. ¡Y cuántos libros todavía sin leer! ¡Y cuántas cosas aún no comenzadas y no terminadas! ¡No! A través de toda la montaña de libros, de anotaciones y hasta de literatura (importante, ilegal), de años, meses y horas consumidos en la Biblioteca Pública, una lacerante lástima se revolvió, se destacó y subió al cielo como un obelisco: ¡¿Y las mujeres?! Las convicciones, la actividad, pero ¿cómo pudo dar de lado todos estos años a las mujeres? ¿No son ellas lo más importante y para lo cual todos nosotros queremos vivir?
Era un pensamiento indigno, bajo, pero era así, precisamente así. Media hora atrás había podido perderlo todo en un instante: los conocimientos adquiridos, las convicciones, la circulación de la sangre. Pero el recuerdo del amor femenino parecía quedar en la tierra como algo cosificado, inextraviado. Ni siquiera las balas le hacían mella y, teniendo conciencia de él, sería más fácil morir.
Ahora esto se manifestó gozosamente, con la seguridad de que existiría, existiría. En los últimos días, Sasha parecía vivir con una herida abierta, ardiente, una herida en la que todo rozaba, en los momentos más inesperados. Estaba discutiendo vivamente con un médico en los escalones de mi hospital y salió una hermana de la caridad —alta, con los pechos gruesos—, que no cruzó ni una palabra con él y que nunca volvería a ver; y como una toalla fustigó sobre la herida abierta y se fue. Y todo recuerdo de los años transcurridos, el más insignificante, el casi olvidado, surgía estos días, se acercaba y pellizcaba siempre aquella herida.
Hacía muy poco tiempo, en Petersburgo, en su último viaje, había conocido a Elia, condiscípula de Veronika.
No la vio más que unas cuantas veces, cuando visitaba a su hermana o iban todos juntos a pasear en barca en noches blancas o en una fiesta de estudiantes. Durante los paseos en barca él estaba irritado, le hartaba aquel séquito de las noches blancas, contestaba a todos de mal talante, mientras Elia, silenciosa y endeble, iba sentada en la proa como esa figura femenina con que los escandinavos adornan la proa de las naves. Pero en la fiesta, Sasha se animó y, como le sucedía en tales casos, era ingenioso, rápido, irresistible y todos le escuchaban. También Elia le escuchaba atentamente, aunque de un modo raro en aquella sociedad: todas las chicas hablaban atrevidamente, tenían su opinión y la defendían, mientras Elia miraba con sus ojos oscuros, guardaba un silencio enigmático en todas las charlas, en todas las discusiones y no se podía comprender si estaba de acuerdo o protestaba, sólo incitaba a argumentar. En su cara estrecha, pequeña, los labios eran infantilmente abultados, pero dejaban largo recuerdo: una vez, de pasada, en roma, se besaron, e incluso ahora guardaba Sasha la sensación de aquellos labios infantilmente abultados.
Pero en Petersburgo él no había llegado al fondo de ninguna sensación, y no había buscado el modo de quedarse a solas con ella. Los días estaban repletos y no se esperaba la guerra, sino el rápido fin de su servicio militar. Además, debido a las opiniones de ella, no admitidas en los medios en que se desenvolvían, había sido poco atento con Elia.
Ahora bien, desde los primeros días de la guerra apareció ante él como lavada ¡Elia!, ¡Elenka!, ¡Elochkaü Y le consumía el dulce aguijón desaprovechado, su propia estupidez de Petersburgo, en junio! ¡Cómo pudo entonces no adivinar que toda ella era vacilante, cómo pudo sustraerse a ese encanto! La vacilación, lo peor que puede haber en el hombre, era en ella lo más femenino. La vacilación titubeante de las cejas. La vacilación de la cabeza. La vacilación del cuello. La vacilación de los hombros. Y la vacilación de toda su estrecha, pequeña, torneada figura cuando, al acelerar el paso, emprendía una cómica carrerilla.
Como oleaje pérfidamente modesto que, al encresparse, comienza a balancear y tumbar los buques, así Elenka, con sus oscilaciones, atraía, arrebataba a Sasha y, además, su vida futura, importante, enorme. Ahora lo comprendió: debía, era necesario, era imposible no detener con sus manos estas vacilaciones. Aquietarlas entre sus manos y tranquilizarse de tal modo él mismo.
Pero entonces ni siquiera le pidió su fotografía y ahora imploraba en las cartas, las cartas pasaban como tortugas a través de la censura, y de Elochka no había tenido más que dos líneas añadidas a una carta de Veronika. Ahora, ahora había que defender esta endiablada patria.