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A través del cendal y del embotamiento que habían impedido a Samsónov coordinar las ideas todos aquellos días, y particularmente el último, irrumpió y emergió no algo que le fuera necesario, sino un recuerdo del gimnasio, una frase de la antología alemana: Es war die hochste Zeit sich zu rettenl[17].

El artículo trataba de Napoleón en el Moscú incendiado, pero de él no recordaba nada, mientras esta frase se le quedó grabada en la memoria por aquella extraña combinación: «die hochste Zeit», es decir, el tiempo más alto. Como si el tiempo pudiera ser una cúspide y en la cúspide no hubiera más que un instante para salvarse.

Corriera o no Napoleón tan grave peligro en Moscú y dispusiera o no de un solo instante supremo para tomar la decisiva, lo cierto es que una inquietud entenebrecida abrumaba el corazón del comandante en jefe diciéndole que aquellas horas eran su «die hochste Zeit».

Lo que no comprendía era dónde se hallaba la cúspide y en qué dirección debía actuar. No podía abarcar con claridad toda la situación del Ejército ni determinar una acción decidida.

Debido a la traición de Artamónov, todo el flanco izquierdo del Ejército estaba desarbolado, descarnado. ¿Se debía, pues, rectificar la orden a los Cuerpos preparada aquel día? ¿Y qué era lo que se debería rectificar? Por lo visto, lo que se debería hacer justamente era emprender un ataque de los Cuerpos centrales con una conversión hacia la izquierda. ¿Qué se debería rectificar? ¿Retener, en general, la ofensiva de los Cuerpos centrales? Eso sería lo que más se le recriminaría. El estigma de cobarde, lanzado por Zhilinski, escocía a Samsónov ya cuatro días. ¿Obligar a los Cuerpos de los flancos a desencadenar una ofensiva? Sería muy conveniente, pero imposible de cumplir ahora.

Y tampoco del Estado Mayor había venido nadie a pedir rectificaciones de fondo.

Mientras, el telégrafo funcionaba de nuevo. Cruzándose con el telegrama que destituía a Artamónov había llegado de este un parte atrasado: «Después de duros combates y bajo fuerte presión del enemigo me retiro hacia Soldaus». Dado el carácter falsario del general cabía admitir que también había entregado ya Soldau. Aunque no: el telégrafo había continuado funcionando toda la tarde a través de esta ciudad.

De allí informaban que el general Dushkévich se hallaba en las posiciones avanzadas y que el mando del Cuerpo lo había asumido, por ahora, el príncipe Masalski, general inspector de artillería.

Tampoco desde aquí se habían apresurado a enviar al Estado Mayor del Frente el telegrama comunicando la destitución de Artamónov. El Cuerpo había sido agregado al Ejército convencionalmente y podía ocurrir que no confirmaran la destitución. Sin embargo, Zhilinski y Oranovski callaban. Por lo demás, callaban como si aquel día no se hubieran registrado combates dignos de mención ni se esperaran para el siguiente.

Con rostro oscurecido, tenebroso y fatigado, el comandante en jefe abandonó el Estado Mayor y fue a descansar al hotel vecino, donde se alojaba. Por el semblante, nadie hubiera podido adivinar todavía desde fuera lo que él solo intuía: un estrato de su alma parecía haberse desprendido de otro estrato y se deslizaba ahora, poco a poco, lentamente.

Y Samsónov prestaba oído atento a aquel inaudible movimiento.

Su habitación, fresca durante el día, era ahora, al atardecer, un horno, aunque media ventana, protegida por fina red, estaba abierta.

Samsónov se quitó sólo las botas y se echó sobre la cama.

Mientras había aún luz del día veía desde la almohada un grabado en la pared que parecía colgado como escarnio para él: Federico el Grande, rodeado de sus generales, a cual más apuesto, bigotudos e invencibles.

Era extraño. Apenas habían transcurrido unas horas y no sentía ya rencor ni contra Blagovéschenski, ni contra Artamónov por sus patrañas y su retirada. Sólo por el aprieto, por la adversidad, por la situación infernal les podía haber sucedido aquello. Era una injusticia, era una escapatoria, una evasión encolerizarse con ellos. ¿A qué venía encolerizarse con ellos si él mismo no era poco culpable? Poniéndose en su lugar, Samsónov hasta los justificaba: también un jefe de Cuerpo dominaba mal la marcha de los acontecimientos en esta guerra diseminada en el espacio.

Ahora bien, si se justifican los errores de los subordinados, ¿qué queda de un general…?

En toda su carrera militar no había podido suponer nunca Samsónov que, tan de repente, surgiera una situación de la gravedad como la que él encaraba.

El alma del general en jefe ansiaba depurarse como la botella de aceite de girasol, enturbiada por las sacudidas, necesita reposarse hasta recuperar el color transparente dorado, bajando los posos y subiendo las burbujas vacías.

Y para ello, lo comprendió claramente, necesitaba rezar.

La oración cotidiana, matinal y vespertina, mascullada rutinaria y precipitadamente, mientras se está pensando en los asuntos que urgen, es tanto como el lavarse vestido y echándose a la cara el agua que cabe en el cuenco de la mano: un poco de limpieza que casi no se percibe. Pero la oración ensimismada, ofrendada, la oración como sed, cuando es insufrible prescindir de ella y nada la puede reemplazar, esa oración —Samsónov lo recordaba— transfigura y fortalece siempre.

Se levantó sin llamar a su asistente Kupchik, frotó un fósforo, encendió con la mecha baja la tallada lámpara, cerró la puerta con el gancho. No corrió los visillos de la ventana, pues delante no había segundo piso.

Abrió el pequeño tríptico de cosaco que llevaba sobre el pecho y lo colocó sobre la mesa. Dejó caer las pesadas rodillas en el suelo, sin mirar si estaba limpio o no. Y así, con la gruesa pesadez sobre las rodillas, de cuyo dolor experimentaba satisfacción, se instaló ante el crucifijo y los dos pequeños iconos —San Jorge y San Nicolás— y se entregó al rezo.

Al principio fueron dos o tres oraciones conocidas: «Resucite Dios», «Acude en nuestra ayuda»; luego fluyó la mudez deprecatoria, algo compuesto inconscientemente, sin sonido, de tarde en tarde asentado en sus tentáculos fuertemente cimentados, retenidos por la memoria: «¡Tu excelso rostro, oh Creador!», «piadosa y bienhechora Madre de Dios…», para volver a la plegaria sin palabras y sumergirse en nubes de humo, en brumas, saltando de un estrato a otro que se movieran como témpanos en el deshielo.

Lo que más le abrumaba tenía expresión más fiel y cabal no en las oraciones sabidas ni en sus propias palabras, sino en la postración sobre las rodillas doloridas, pero ya también olvidadas, en la contemplación fija y la fervorosa mudez. Así era más plena aquella presentación ante Dios de toda su vida y de todo su dolor de hoy. Pues bien sabía Dios que Samsónov no servía en el ejército para buscar honores personales, ni mando, ni por eso cubrían su pecho las condecoraciones. Y si hoy pedía éxito a sus tropas no era para salvar su nombre, sino por el poderío de Rusia, para cuyo destino podía ser muy decisiva esta batalla inicial.

Rezaba porque no fueran vanos los sacrificios, porque no fuera vana la muerte de aquellos que, con lo súbito del plomo o el hierro alojado en el cuerpo, no habían podido ni santiguarse. Rezaba porque se concediese claridad a su mente torturada, para, en la cúspide del instante supremo, poder emitir la decisión adecuada y encarnar de tal modo la inevitabilidad de los sacrificios. Estaba de rodillas, postrado en el suelo con toda su pesadez, miraba el tríptico a ras de sus ojos, musitaba, callaba, se persignaba, y la pesadez de la mano persignante parecía menor, y el cuerpo no tan aplastante, y el alma no tan lóbrega: todo lo pesado y lóbrego iba desprendiéndose silenciosa e invisiblemente de él, se alejaba, era ahuyentado. Dios tomaba sobre sí su lastre, pues todo peso es soportable para Él.

Y el cargo de comandante en jefe pareció volar de él, y la conciencia de que estaba allí la ciudad de Neidenburg y, a dos pasos, el Estado Mayor del Ejército. En su oración ascendía para comunicarse con las fuerzas supremas y entregarse a la voluntad de ellas. Porque, la táctica y la estrategia, el abastecimiento, los enlaces, la exploración, ¿no era todo aquello simple hormiguear ante la voluntad Divina? Y si el Señor tenía a bien mediar en la batalla, como más de una vez, según contaba la tradición, había sucedido en la antigüedad, la batalla, se ganaría por obra de milagro, pese a todos los desaciertos.

En la tupida red se debatía largamente ya una mariposa nocturna, negriblanca, tan grande y ruidosa que más parecía un pájaro.

¿Quizá su tamaño inusitado y siniestra coloración fueran un mal presagio?

Samsónov se alzó de la plegaria limpiándose el sudor. Nadie se había presentado: ni en busca de una aclaración necesaria, ni con buenas ni malas noticias. Los combates dispersos de decenas de miles de hombres parecían transcurrir por sí solos, sin afectar al comandante en jefe. También podía ser que se hubiera respetado sus horas de reposo. Convendría que él mismo lo averiguase.

Fuera notó un agradable fresco; reinaba la oscuridad (por avería de la central eléctrica no había alumbrado en las calles); el ruido del combate era sordo, lejano, como si nuestras tropas rechazaran y rechazaran al enemigo. (¿Y si el milagro hubiera comenzado ya?).

Habían llevado al Estado Mayor muchos quinqués y velas, pero tanto más era pesado y caluroso el ambiente de las habitaciones. Todos ocupaban sus puestos, todos trabajaban. Se preparaba el parte del día transcurrido para el Estado Mayor del Frente.

Trajeron un telegrama reciente de Artamónov; por temor, se quiso eludir al comandante en jefe, pero finalmente se lo entregaron:

«Después de duro combate retengo Soldau…

(¡Qué bien saben escribir! ¡Qué plumas tan astutas! ¡Si hubiera escrito, además, retengo Varsovia se podría solicitar para él la orden de San Andrés!).

»…Todas las comunicaciones están cortadas. Las bajas moral de las tropas (…??). La tropa obedece.

(Fácilmente puede ocurrir lo contrario).

»…Retengo la ciudad con una vanguardia compuesta con los restos de varios regimientos.

(¡Para él, la retaguardia es la vanguardia! ¡Qué bien sabe decir las cosas!).

»…Para pasar a la ofensiva se necesitan fuerzas de refresco; todas las llegadas han sufrido ya cuantiosas bajas.

»Reajustaré las unidades del Cuerpo por la noche y pasaré a la ofensiva…».

¿Ya sin la «afluencia de nuevas fuerzas»? ¡Insigne imbécil! ¿Y por qué firmará este telegrama? ¿Cómo se atreve a no aceptar la destitución? Cifra esperanzas en sus altas relaciones…

Pero el alivio en el corazón impedía a Samsónov encolerizarse. Y el Estado Mayor funcionaba a pedir de boca. Había sido ya pasado dos veces a limpio el parte telegráfico de la jornada para el Estado Mayor del Frente. El jefe del Estado Mayor se lo había presentado llegándose a él con paso zalamero:

«… Dos días con hoy combate el Ejército en todo el Frente. El interrogatorio de prisioneros indica… (Puede ser así y puede ser de otro modo…). En el flanco derecho, el I Cuerpo mantenía sus posiciones; luego ha sido retirado sin suficiente fundamento (tampoco es como para soltar una retahíla de tacos), por lo que he destituido al general Artamónov del mando. En el centro, la división de Minguin ha sufrido cuantiosas bajas, pero el intrépido regimiento de Libava ha retenido sus posiciones. El regimiento de Revel ha sido casi exterminado».

—Añada —señaló Samsónov—: Queda la bandera y una sección.

»…El regimiento de Estlandia ha retrocedido en gran desorden hacia

»Neidenburg… El XV Cuerpo… el ataque culminó con buen éxito… El XIII ha tomado Allenstein…

»Las últimas noticias sobre el VI… después de sostener tenaces combates junto a Bischofsburg…».

Resulta un parte nada desolador. Resulta un parte incluso victorioso. Y al parecer, pues… al parecer todo es verdad. ¿Blagovéschenski? No es tampoco mucho lo que ha retrocedido, retiene Mensguth, puede ser que vaya hacia Allenstein. Realmente, ¿a lo mejor es cierto que no van las cosas tan mal?

Al menos, Zhilinski se enterará mañana de que los alemanes no corren por el otro lado del Vístula, sino que han arremetido con todo su corpachón contra el Segundo Ejército.

Eran las once y media de la noche. No quedaba más que firmar; luego se iría a dormir, seguramente.

Lo único… Lo único era aquella importante rectificación en la orden de operaciones para el día siguiente. No faltaba más que una disposición, la principal; y saltaría hecho pedazos el embrollo viscoso, y la quietud se haría en el espíritu.

Pero tenía la cabeza como enturbiada.

Y, agachándola, se fue el comandante en jefe a dormir. Antes de que Kupchik, trompeta de una batería montada cosaca, soplara a la luz, reaparecieron fugazmente en la pared los apuestos generales de Federico.

Samsónov creía que se dormiría de golpe: con aquella oscuridad y aquel silencio y hecho todo lo hacedero; además, estaba cansado, realmente cansado. Mientras tuvo que moverse y actuar sentía deseo de ir a la cama y anquilosarse allí. Ahora que estaba acostado en buen lecho, la almohada se convertía en piedra bajo su cabeza y el deseo de actuar le tiraba de brazos y piernas, le hacía removerse en la cama.

Era la acción más sencilla la que quería, la de un soldado: montar a caballo, ir allá donde más dura era la batalla y ver lo que sucedía. Atamán de los cosacos del Don, atamán de los cosacos de Semirechsk, ¡y no estaba a caballo!

Eso resultaba más fácil. Era insoportable fatigar hasta el entontecimiento la cabeza días y días seguidos. Y ponerse nervioso ante el aparato telegráfico, del que se desliza como una víbora blanca esa cinta muda y uno no sabe con qué picotazo te va a obsequiar, con qué ultraje te va a humillar. Se diría que lo que más odiaba ahora Samsónov era el teletipo. La comunicación telegráfica directa con Zhilinski: eso era el dogal que llevaba al cuello.

Como siempre ocurre en el insomnio, el tiempo pasaba con gran rapidez, despiadadamente. La última hora que había visto quedaba en la memoria, como si no hubiese avanzado el tiempo, hasta la vez siguiente. Abría con la uña la doble tapa del reloj, miraba Samsónov entristecido la esfera luminosa: la una y cuarto… las dos menos cinco… las dos y media…

Y a las cuatro ya habrá luz.

Para poder dormirse, volvió a rezar, repitiendo muchas veces el «Padre nuestro» y la «Salve».

No se veía nada. Pero cerca de la oreja, una voz con inflexiones augurales, aunque como un nítido aliento, le decía:

—Llega tu tránsito… Llega tu tránsito…

Y se repetía.

Samsónov quedó helado de pánico: era aquella voz entendida, profética, hasta quizá con poder sobre el futuro, aunque no acertaba a comprender su sentido.

—¿Que voy a llegar? —preguntaba con esperanza.

—No, que llega tu tránsito —rechazaba la voz inexorable.

—¿Que me voy a dormir? —aventuraba el alma yacente.

—No, ¡que llega tu tránsito! —respondía el ángel implacable.

Nada, incomprensible. Se desgarraba en el esfuerzo, se desgarraba por comprender, y el ahínco del pensar despertó al comandante en jefe.

Por la ventana entraba ya luz del día en la habitación. Y con la luz se le aclaró el sentido de lo escuchado: tránsito era el Tránsito de la Santísima Virgen y, en consecuencia, significaba: llega tu muerte.

Le afluyó un sudor frío. Aun resonaba un hilillo de la voz profética. ¿Y en qué día se celebra el Tránsito?

La cabeza repasaba afanosamente: estamos en Prusia, ahora es agosto, hoy es día quince.

Frío, hielo, hormigueo: el Tránsito es hoy, el día de la muerte de la Virgen Santísima, protectora de Rusia, es hoy. Ahí está, ahí llega el Tránsito.

Y me ha dicho que voy a morir. Hoy.

Samsónov se incorporó empavorecido. Se sentó en la cama; en paños menores, con los pies descalzos, con los brazos cruzados.

Se oía bien un cañoneo lejano, pero ya constante.

Y el cañoneo devolvió a Samsónov su brío. ¡Y la claridad!

Los soldados morían ya, ¡y el comandante en jefe tenía miedo!

¡Se fue con la noche lo soñado!

Con densa y fresca voz llamó Samsónov a Kupchik, que dormía en la primera habitación: ¡en pie!

Y el asistente —un instante para volver en sí y vestirse— llevaba ya el jarro y la jofaina.

El agua fría en la cara, la plena luz blanca en la ventana, el insistente cañoneo aclararon de un golpe la cabeza del comandante en jefe: ¡debía irse, debía marcharse de allí! ¡Había que trasladar el Estado Mayor a un lugar más próximo a la tropa! ¡Y él estar allí! Para dirigir. ¡Para emprender la ofensiva!

¡Tenía ánimos ahora hasta para ir a un ataque de caballería! ¡Y para tomar por asalto una batería del enemigo! ¿Corre acaso ahora esa sangre por las venas? ¡Aquella guerra! ¡Ah, la guerra turca!

Era el oso que sale del cubil. Sin camisa, corpulento, velludo, se acercó a la ventana y la abrió de par en par. Entró un fresco gozoso. Envolvía la pequeña ciudad una bruma festiva, como velo de novia. Pequeñas cúpulas, torrecillas, agujas, vertientes de tejados se alzaban por separado, sin conexión alguna, y nadaban al encuentro del sol naciente.

¡Aún podía tomar todo un buen cariz! ¡Qué liberación! En vez de ser prisionero de las oficinas del Estado Mayor y del teletipo avanzaría, actuaría. ¡Ayer lo debía haber hecho ya! ¡Qué idea tan sencilla! De paso, se quitaba de encima a Knox. Tenía una buena cabeza, sería un buen artillero, pero siempre iba agitando la fusta.

El comandante en jefe ordenó poner en pie al Estado Mayor. En Belostok eran aficionados a la cama. Mientras el cadáver viviente se despertase sobraba tiempo: ni comunicación, ni Samsónov, ni nadie a quien sermonear, nada habría.

¡Liberación!

Pero hacían los preparativos como mujeres: habían pasado dos horas más. Los oficiales del Estado Mayor se tomaban más tiempo que el comandante en jefe, discernían con más dificultad que él.

El Estado Mayor se dividió en dos. La parte de oficinas y administración era enviada hacia atrás, a veinticinco verstas de allí; se instalaría en Janow, lugar seguro al otro lado de la frontera. La sección de operaciones, siete oficiales, iba hacia delante, con el comandante en jefe.

Los que debían retroceder aceptaron la orden sin resistencia. Los que tenían que ir hacia delante denotaban un fosco descontento. Samsónov, casi en ayunas, animado por la alegre mañana, iba de un lado a otro apremiando a todos. Le añadió aún particular alegría y viveza —y reconciliación con los detractores— un telegrama que acababan de entregarle, pero enviado desde Belostok a la una de la madrugada:

«Al general Samsónov. Las intrépidas unidades del Ejército a su mando han cumplido con honor una difícil misión en los combates del 12, el 13 y el 14 de agosto. Ordeno al general Rennenkampf, con su caballería, establecer contacto con usted. Espero que hoy, con la acción combinada de los Cuerpos centrales, haga retroceder al enemigo. Zhilinski».

Era ya cumplimiento de algo por lo que había rezado. Todos somos rusos, podemos reconciliarnos. Podemos perdonar los agravios. Es acertado eso de los Cuerpos centrales. Además, hoy llegará Rennenkampf con su caballería. En común, con las fuerzas unidas, ¿es que no saldremos de esta?

Tanto más molesto era el común descontento de los siete que se llevaba. Le estaban retrasando y los llamó a conferencia, de pie:

—¿Tienen alguna consideración que exponer, señores oficiales? Les ruego que manifiesten su opinión.

Postovski no se atrevió. Desde luego, para él era más razonable ir a Janow y dirigir desde allí. Pero no tenía valor para discutir con el comandante en jefe. Aparte que la posición de todos los oficiales era débil, porque con la denominación de Estado Mayor se proponían a sí mismos ir hacia atrás y no hacia delante. Y titubeaban. El que parecía más sombrío era Filimónov, opuesto siempre a todo juicio que no fuera el suyo:

—Permítame, Alexandr Vasílievich. En este momento Neidenburg es una posición tan avanzada como pueda ser Nadrau, a donde quiere ir usted. El enemigo está en las inmediaciones de Neidenburg. Así las cosas, todo el Estado Mayor debe trasladarse a Janow. Martos está actuando perfectamente, ¿qué sentido tiene ir allí?

Y un coronel:

—Excelencia, usted responde de todos los Cuerpos del Ejército y no sólo de los que ahora se hallan en mayor aprieto. Si se desplaza hacia adelante, desdeñará los deberes de jefe de todo el Ejército. Al cortar la comunicación con el Estado Mayor del Frente la corta también con los Cuerpos.

¡Qué bien sabían embrollar cualquier cosa clara, sencilla y argumentar a favor de cualquier evasiva! Por primera vez en la semana, estaba Samsónov con la mente sosegada, con el alma limpia, embriagado por una decisión fuerte, atrevida, y en ese momento le querían embridar y desalentar. Pero era ya tarde. No podía ya proceder de otro modo:

—Gracias, señores oficiales. Dentro de diez minutos salimos a caballo hacia Nadrau. El automóvil llevará al general Knox a Janow.

¡Pero el general Knox quería ir con el comandante en jefe! Había hecho gimnasia, había desayunado y ahora, vestido de campaña, llegaba con paso deportivo para ir hacia adelante. Aceptó que enviaran su saco de viaje a la retaguardia. Pero Samsónov le señaló el automóvil. «¿Sucede algo desagradable?», preguntó Knox asombrado. Samsónov se lo llevó a un lado, sin intérprete, e hilvanó con dificultad unas frases en inglés:

—La situación del Ejército es crítica. No puedo prever lo que sucederá en las horas próximas. Yo debo estar donde están las tropas. Usted debe volver antes de que sea tarde.

Ocho cosacos entregaron sus caballos a los ocho oficiales. Les acompañaba como escolta media sotnia, por lo que pudiera suceder.

A las siete y cinco, a trote corto, por las lisas piedras de la calzada de Neidenburg, se puso en marcha la cabalgata hacia la salida septentrional. Entre el alegre sol miraron al viejo castillo de la Orden Teutónica.

Por deseo del comandante en jefe, el último telegrama del Estado Mayor del frente no fue cursado hasta después de su partida, a las 7.15, ante el momento mismo en que iba a ser retirado el aparato:

«… Me traslado al Estado Mayor del XV Cuerpo, Nadrau, para dirigir los Cuerpos en ofensiva. Retiro el aparato, quedo provisionalmente sin comunicación con ustedes. Samsónov».

* * *

NO ES EL DESTINO EL QUE BUSCA LA CABEZA, SINO LA PROPIA CABEZA LA QUE VA HACIA EL DESTINO.