También la víspera, dando traspiés, habían hecho avanzar a los regimientos de Narva y Koporie hacia el norte, sin permitirles descansar un rato junto a los pozos; se hacía de noche y seguían marchando hacia el norte; era ya noche cerrada cuando hicieron alto para vivaquear. Circulaba el rumor de que al día siguiente, en Allenstein, recibirían pan. Pero el 14 por la mañana, después de la habitual demora, cuando las órdenes no acababan de llegar y de ser distribuidas y los batallones, inactivos, quedaban yertos, aunque sabiendo, sí, que sus piernas pagarían todas las culpas, llegó a ambos regimientos la orden de dar media vuelta, con lo que se alejaban de Allenstein, y, con el mismo éxito que la víspera, devolviendo al invisible alemán las verstas que el día anterior le habían tomado, acudir en ayuda del vecino, lo mismo que tres días atrás habían hecho sin provecho alguno.
Acaso al jefe de la brigada se le hubiera dado alguna explicación. Es posible que a los jefes de regimiento se les hubiese dicho algo. Pero en los batallones los oficiales no sabían lo más mínimo, y aun con buena voluntad era difícil atribuirlo a algo que no fuese estupidez o sangrienta burla. Y los soldados ¿qué podían pensar? Ante ellos Yaroslav Jaritónov sentía la misma vergüenza, por este ir y venir que les agotaba, que si fuese él aquel malvado traidor a quien los soldados achacaban todo.
Pero una inesperada recompensa por los dos días de agotadora marcha sin llenar los estómagos esperaba a sus regimientos: al mediodía, cuando el sol brillaba con un ligero vientecillo, con el cielo cubierto por alegres y esponjosas nubecitas blancas, divisaron desde las alturas de Grieslienen la primera ciudad, y una hora más tarde entraban en ella sin tropiezo alguno. Era Hohenstein, una ciudad muy pequeña, como de unas cuatrocientas brazas por cuatrocientas; dejó a todos pasmados no tanto por la tremenda aglomeración de sus empinadas techumbres, como por la falta absoluta de gente. En un primer momento sintieron hasta miedo: ¡completamente vacía! Ni un militar ruso, ni un paisano, ni un viejo, ni una mujer, ni un niño, ni siquiera un perro; únicamente contados gatos, que se les quedaban mirando. Las maderas de algunas ventanas habían sido clavadas, en otras habían sido atrancados los marcos y los cristales estaban hechos añicos. El regimiento de cabeza no lo creyó en los primeros instantes, se suponía que en la ciudad se había reñido un combate y adoptaron medidas de precaución, mandando unas patrullas de reconocimiento. No lejos, en la misma dirección, retumbaba la artillería y tableteaban las ametralladoras; pero la ciudad —caprichos de la guerra— estaba completamente vacía ¡e intacta! Al parecer, nadie la había disputado y antes de su llegada, si es que la ocupó alguien, la encontró también vacía, la tomó sin combate y de la misma manera la había dejado.
Los regimientos llegaban por la carretera de Allenstein todavía con el impulso que mueve al combate, dispuestos a atravesar la ciudad y seguir adelante, adonde tenían ordenado, pero lo mismo que sucede en el cuento, cuando a los primeros pasos que da más allá de la raya encantada pierde el héroe sus fuerzas y deja caer la espada, la lanza y el escudo, sometido ya por completo al poder del hechizo, en cuanto pisaron las primeras calles algo invadió a los batallones: su paso se descompuso, las cabezas giraron a un lado y a otro, amainó hasta desaparecer el impulso que les hacía avanzar hacia el ruido del combate; dejó de existir sobre ellos la voluntad de la brigada y de los regimientos, nadie les incitaba a seguir, no acudían enlaces con nuevas órdenes. Y los batallones, Dios sabe por qué, empezaron a torcer a derecha e izquierda buscando en la ciudad un hueco; también quedó paralizada la voluntad única de los batallones, las compañías pasaron a vivir por su cuenta, desintegrándose a su vez en secciones. Y lo más asombroso, nadie mostraba extrañeza, era como si soplase un viento encantado que hacía perder las fuerzas.
Tratando de resistir al general impulso, Yaroslav procuraba guardar la conciencia de que esto no debía ser así, ¡estaban esperando su ayuda! Pero sus facultades no se extendían más allá de una sección. Y las secciones también, sin hacer ruido y disimuladamente, se esparcían y filtraban como el agua, buscando cauce libre y huecos no ocupados. La sección de Jaritónov, integrada por los mejores soldados, todos ellos gente honrada, no iba a quedar sola al sol, con el fusil en bandolera: se habían ganado el derecho a un descanso.
¿Y la comida? Después de tantos agotadores días a media ración, no veían nada malo en procurarse algo, y movidos por el hambre, uno a uno, dos a dos, tres a tres, empezaron a ausentarse. Quién pidiendo permiso, como el noble Kramchatkin, que se acercó con los ojos muy abiertos, marcando el paso, poniendo todo su vientre a la merced de su teniente: «¿Me permite dirigirle la palabra, señoría? ¿Puedo ausentarme a ver si encuentro algo de comer?», quién a escondidas, pero ya traía uno azúcar y galletas en unos paquetes de papel de colorines que con las prisas se habían roto, ocultándose del jefe de la sección. ¿Estaba mal? ¿Debía castigarlo? Pero estaban hambrientos, y era una necesidad la suya de la que dependía la suerte del combate. ¿Por qué se debe considerar robo el adueñarse de lo que ha sido abandonado? ¿Aconsejarse con otros oficiales? No veía con quién pudiera hacerlo. Eres un hombre adulto, eres oficial, decídelo tú mismo.
Vienen unos con macarrones, ¡jamás habían visto cosa igual los mujiks!
Y aún más portentoso: carne de ternera metida en tarros de cristal, asada como se asa en casa. Naberkin, pequeño y dicharachero, con los ojos resplandecientes, ofrece lo que trae a su teniente, para él esto significa un placer:
—¡No me lo rechace, señoría! Pruébelo. ¡Está buenísimo!
Aquí no hay delito, el alma del soldado se mantiene pura, lo han merecido. Pero algunas cosas hay que guisarlas y calentarlas, dentro de una casa o en el patio, haciendo una hoguera entre ladrillos. Hay algo aún más divertido, hasta los oficiales se asombran, la manera como los alemanes guardan los huevos: los meten en un agua blancuzca, al parecer de cal, y de allí los sacan como frescos. ¿Cuántos meses se conservan?
Los candados de las despensas no son pesados, el alemán tiene la estúpida idea de que si una cosa está cerrada nadie se la llevará. Pero llega el rumor de que en la ciudad hay unos grandes depósitos y otros batallones ya están allá. Se nos han adelantado.
No, algo va mal… ¡No, eso no está bien! ¡Hay que prohibirlo! Hay que formar a todos y explicarles…
Pero un activo y servicial cabo, apoyo de Yaroslav en la sección, le dijo que en las oficinas del cuartel, a la salida de la ciudad, había ¡muchos planos! Sintió él vivos deseos de mirar esos planos mientras no seguían adelante. Después de todo, los hombres de su sección eran buenos. Dejó al cabo con severas órdenes y llevando con él a un soldado, que no mostró grandes deseos de acompañarle, se dirigió al cuartel.
Eran muy pocos los que allí andaban buscando, a nadie atraían los uniformes alemanes ni lo que los sargentos habían dejado. Pero en las oficinas, con las puertas de par en par, había, en efecto, entre las pilas de papeles, muchos planos de Prusia Oriental a escala kilométrica, con inscripciones en alemán y de impresión mucho mejor que los que en el regimiento de Narva daban a razón de un ejemplar por batallón. Encargando al soldado que se los fuese pasando y retirase los ya vistos, Yaroslav buscó las láminas de los lugares por donde habían pasado y de los que podían encontrarse. ¡La guerra es completamente distinta cuando uno dispone de una colección de planos! Miró apasionadamente las hojas de los sectores que conducían al Vístula: ¡el cautivador atractivo de los mapas de unos lugares en que nunca había estado, pero en los que pronto estaría! Se hizo Jaritónov una gran colección de planos entre los que figuraban los de la otra orilla del Vístula, y tres más reducidas, de los lugares más próximos (¡una de ellas se la regalaría a Grojolets!).
Pero mientras hacía la rápida selección, con más rapidez aún se iba produciendo un vacío dentro de Yaroslav: la alegría que los planos proporcionaban era incompleta, no auténtica, mientras que una gris y real angustia, incluso miedo, empezaba a dominarle: el miedo a incorporarse con retraso al regimiento, ¿y si se iba mientras tanto? Pero no, había otro miedo, ¿el que predecía la desgracia? Y aunque lo que estaba haciendo era muy necesario, dejó en paz los planos y corrió atrás, hacia el regimiento. ¡No estaba tranquilo! No se quedó a examinar la instalación de los cuarteles alemanes; parecía que los soldados estaban en mejores condiciones que nuestros alumnos de oficial. Dentro de él sentía una inquieta sensación de vacío, no quería ya seleccionar, tomar, mirar, sino únicamente volver cuanto antes con los suyos.
Entregó al soldado el paquete de planos atados con una cuerda y emprendió rápidamente la vuelta a su sección. Vio lo mucho que la ciudad había cambiado en esta hora: no era ya un lugar encantado y ajeno, sino algo muy ruso. Iban y venían soldados de anchas manos como si estuviesen en su pueblo, muy dueños del lugar, y sus oficiales no les reprendían; no era quién Yaroslav para mezclarse en sus asuntos. Llevaban rodando un barril de cerveza. Habían encontrado en la ciudad aves y ya las plumas con manchas de sangre eran arrastradas por el vientecillo a lo largo de la calzada, lo mismo que los coloridos papeles de envolver y las cajas vacías. Las botas aplastaban los vidrios rotos que llenaban las aceras. Por una ventana abierta se veía una habitación en la que aún quedaba algo del amoroso orden con que había sido cuidada, pero las cómodas habían sido vaciadas y por el suelo había manteles, sombreros y ropa blanca.
Se sintió inquieto: ¿y su sección, es que también su sección?…
A la puerta de una tienda parecía que hubiesen montado guardia, no dejaban pasar a los soldados, pero sí a los oficiales. Entró un oficial conocido y Jaritónov, maquinalmente, lo siguió. Era una tienda de ropa y en la parte delantera, junto al escaparate, iban y venían varios soldados; Yaroslav reconoció al asistente de Kozeko. En la trastienda los oficiales cambiaban sus prendas viejas, se probaban impermeables, bufandas de punto, ropa interior de invierno, polainas, guantes, y todo esto sin ruido, con un aire práctico, entre grandes apreturas, con la ayuda de sillas y asistentes. Había quien daba vueltas y examinaba alfombrillas y abrigos de señora.
Kozeko apareció junto a él con unos calzoncillos de invierno, de un amarillo parduzco. Se alegró al verle:
—¡Jaritónov, Jaritónov! ¡Aproveche la ocasión, aquí hay buenas prendas de abrigo! Porque pronto refrescará, ¡fíjese qué noches hace! Uno no puede pensar en la muerte a cada momento, también hay que preocuparse…
Yaroslav no distinguió si había otros conocidos. Apartado de la última ventana, semiciego, no veía ni siquiera a Kozeko, más que la cara de este o su flaco cuerpo le atraían aquellos amarillos calzoncillos de franela. Y le dijo, aunque acaso más fuerte de lo que debiera, acaso para que los demás le oyesen:
—Es una vergüenza.
Kozeko se animó y movido por su tendencia a buscar nuevos argumentos, sujetó incluso a Yaroslav por la bandolera para que no se fuese y escuchara hasta el fin:
—¿Por qué puede ser vergonzoso, Jaritónov? Razonemos. Carecemos de prendas de abrigo, ¿cuándo nos serán entregadas? Usted mismo conoce la intendencia rusa. Mientras tanto nos helaremos, tendremos que dormir en el suelo sin más abrigo que los capotes. ¿Cuánto se tarda en coger un resfriado? Y las noches son frías. Incluso es necesario lo que hacemos no pensando en nosotros exclusivamente, es necesario para el ejército, así haremos mejor la guerra. ¡Llévese también una bufanda!
No era la irritación ni la prisa con que él había tratado de corregir aquello: el cansancio se apoderó de Jaritónov, le dolían las piernas, los ojos, el alma: no ir a ningún sitio, no ver, que se hundiera aquella rica ciudad, habría sido preferible caminar por los arenales como todos estos días. Sintió asco de las propias prendas. ¡Con lo fácil que resultaba vivir sin ellas!…
—Pero no de este modo… —replicó Jaritónov con aire fatigado. Quiso marcharse, mas no era tan fácil hacer que Kozeko aflojase la mano de la correa.
—¿De qué modo entonces? ¿Cómo? ¿Comprándolo? Nosotros hemos entrado con ánimo de comprar, ¿pero a quién pagar? El dueño ha huido. Puede dejar el dinero si quiere, pero ¿a quién irá a parar? Y además, con nuestro sueldo no podríamos adquirir gran cosa.
—No sé —a Yaroslav no se le ocurría qué decir, pero dentro de él hervía el asco de antes. Pudo librarse, dio la vuelta y se dirigió a la salida, Kozeko le siguió y aún lo sujetó del hombro. Su cara estaba arrugada, como llorosa, terminó de hablar en voz baja, casi al oído:
—Sea, estoy conforme, esto no está bien. Hay que pensar que el frente puede retroceder hasta Vilna, y entonces el enemigo entraría en nuestro nido, donde está mi sol, y entraría acaso como nosotros entramos en estos encantadores pisitos, pero yo no quiero nada, no aspiro a ninguna recompensa, ¡usted lo sabe! —Hablaba casi con lágrimas en los ojos—. Y no me dejarán marchar hasta que no me corten un brazo. O las piernas. Por eso se lo aconsejo: ¡procure abrigarse, Jaritónov, porque tendremos campaña de invierno! ¡Llévese ropa interior! ¡Y una bufanda!…
De prisa, de prisa a su sección. A pesar de todo, Yaroslav seguía confiando que su sección… No sólo las prendas, hasta se le habían pasado las ganas de comer y beber.
El presentimiento de la desgracia iba en aumento.
En algún lugar de la ciudad se había producido un incendio: se veía una alta y densa columna de humo. No era cosa de preocuparse: aquí y allá humeaban las hogueras y los hornos; los soldados iban y venían como gitanos, arrastrando algo. ¡Cómo había cambiado en dos horas el regimiento de Narva!
En un carro cargado hasta los topes con toda clase de objetos, incluso con un cajón de artículos de perfumería, habían atado una bicicleta y un teniente acariciaba su niquelado, muy satisfecho:
—¡Es buena! ¡Mi Borka podrá montar en ella!
¡Oficiales de este género habían aparecido en su regimiento! Pero los soldados poseían la fuerza moral de la vida del pueblo, comprenderían al instante, nadie les había explicado nada, el mismo Yaroslav se sentía culpable, había probado las conservas y las había elogiado, así había empezado todo. Yaroslav no se atrevía a esperar que su sección se hubiese comportado de otro modo, y sin embargo confiaba, pues en tal caso, ¿cómo hacer la guerra? Se sentía impotente, no se creía con derecho —él, a quien todavía no le había crecido el bigote— a hacer ver a padres de familia en qué consistían las bases mismas de la vida. Pero estaba obligado a hacerlo, ¿para qué servirían entonces sus insignias?
Se perdió entre las calles, dio una vuelta y sin reconocer aún el sitio donde había dejado a sus hombres vio a Viushkov, larguirucho, con sus estrechas espaldas, que llevaba, colgando del hombro, un hato envuelto en una sábana.
¿Viushkov? ¿Y si no era él?… Le dio alcance, gritó:
—¡Viushkov!
Reventó con fuerza todo cuanto tenía dentro, Viushkov dejó caer el hato y dio un paso como si quisiera salir corriendo, pero no lo hizo y dio la vuelta hacia él. No le miraba, miraba hacia otro lado.
¿Era este hombre el mismo que tan aficionado parecía en el vagón a contar toda clase de lances, siempre sonriente y simpático, el alma de las comarcas de Orel? ¡Qué cara la suya, evasiva, insincera, cerrada! Qué mala persona había resultado…
—¿Qué es eso? —gritó Yaroslav, dándole un empujón—. ¿A dónde vas? ¿Para quién es eso? Ahora nos vamos a poner al alcance de las balas, acaso mañana estemos muertos, ¿te has vuelto loco? —pero en sus últimas palabras había aún un punto de esperanza, de sufrimiento—. ¿Qué te pasa, Viushkov?
Todo él cerrado como antes, sin mirarle, con la cabeza baja:
—Perdóneme, señoría, me ha inducido el maligno.
—Bueno, vamos, ven conmigo.
Pero los pies de Viushkov parecían haber echado raíces, no se apartaban del hato.
Y a su encuentro venía Kramchatkin, el mejor hombre de la sección, ¡no, no era Kramchatkin! ¿Por qué caminaba tambaleándose, con la cara roja, cantando y balbuciendo? No, cuando Kramchatkin veía a su oficial quedaba tieso como una vela, y se acercaba marcando el paso. Este trataba de hacerlo, intentando marcar el paso por las pulidas losas, pero sus pies se enredaban, sus ojos miraban desorbitados. Se llevó, sin embargo, la mano a la visera con arreglo a las ordenanzas:
—Seño… señoría. Se presenta el soldado Iván Feofánovich Kramchatkin…
Pero una fuerza extraña le hizo girar al mismo tiempo que hacía el saludo y lo tiró sin misericordia contra la acera. La gorra salió rodando.
¡Mi hermano menor! ¡Mi orgullo, Iván Feofánovich!
Horrorizado, aunque al parecer también colérico, Yaroslav siguió adelante. Se les había advertido: ¡los merodeadores serían azotados sin compasión! ¡Pero los merodeadores eran para ellos malhechores extraños y lejanos, no de su regimiento, no de su sección!
Ahora, con las armas y el equipo completo, iba a hacerlos formar a pleno sol. ¡Y soltarles una buena reprimenda! ¡Y ver lo que cada uno había cogido! Y obligarles a dejarlo.
¡En esta casa! El portón estaba abierto de par en par y en el patinillo, al calor de las brasas, habían puesto un tiznado caldero sobre unas trébedes. Alrededor del fuego, sentados sobre ladrillos, cajones y de cualquier modo, había unos quince hombres de la sección de Jaritónov. En el suelo, a su lado, había unas latas de conserva, mucha comida, pero no mostraban particular interés por ella, sino que más bien bebían, metiendo platos y jarros en el caldero.
Lo primero que pensó: ¡se han emborrachado! Lo que sacaban del caldero era aguardiente… Pero ¿para qué entonces el fuego…?
No, la embriaguez de las caras no se debía al alcohol, sino al bienestar, a la buena disposición que sigue después del ayuno pascual. Con la tranquilidad de una pacífica sobremesa, se sonreían unos a otros, conversaban y contaban sus cosas. A un lado, en pabellón, quedaban los innecesarios fusiles.
Al ver a su teniente no se asustaron, sino que con muestras de animación y contento, le dejaron sitio:
—¡Señoría!… Señoría, venga aquí con nosotros —y dos de ellos se pusieron en pie con su jarro en la mano. Uno lo enjuagó, el otro ni siquiera se tomó esta molestia. Los llenaron en el cubo y le ofrecieron la caliente bebida con una sonrisa de Pascua:
—¡Qué cacava, señoría!
Y Naberkin —pequeño y redondito— se adelantó con sus raídas piernas y añadió con voz chillona:
—¡Tome cacava, señoría! ¡Es lo que los canallas de los alemanes emplean para fortalecerse!
Y… no podía gritar. No podía reñirles. No podía formarlos y tenerlos así un rato a manera de castigo. Ni siquiera podía rechazar lo que le ofrecían de todo corazón.
Tragó Jaritónov sin que por su garganta pasase nada.
Luego ya tomó un sorbo de cacao.
La pared posterior del patio era baja, tras ella había un solar y a continuación ardía una casa de dos pisos con buhardilla. Las tejas reventaban produciendo como pequeños disparos al golpear en la ventana. Primero brotó un espeso humo de la buhardilla, a continuación salieron varias llamas.
Lo veían, pero nadie acudió a apagarlo.
El humo y las llamas lanzaban con estrépito y se llevaban al aire un material ajeno e innecesario, un trabajo ajeno e innecesario, y sus voces de fuego anunciaban que todo había terminado, que más adelante no se podía esperar ni la reconciliación ni la vida.