Tampoco Neidenburg llevó tranquilidad a los pensamientos de Samsónov, no le trajo una participación directa en la empresa. El cielo extraño sobre el despertar de la mañana, en la ventana las techumbres y agujas de la vieja ciudad teutónica, el cañoneo inexplicablemente próximo, el humo de los incendios que no habían sido extinguidos por completo y la superposición de dos vidas, la civil alemana y la militar rusa. Cada una de ellas fluía con arreglo a sus leyes, absurdas para la otra, pero que debían inevitablemente hacerse compatibles dentro de unos mismos muros de piedra. Y por la mañana, antes que los oficiales del Estado Mayor, estaban ya juntos, solicitando ser recibidos por el comandante en jefe, el comandante ruso de la ciudad y el burgomaestre alemán. De las existencias de que la ciudad disponía hacía falta tomar harina, era preciso cocer pan para las tropas: cálculos, reparos, objeciones. El servicio de policía montado por el comandante, ¿no ocasionaría daños a los habitantes? Los rusos se habían hecho cargo de un bien instalado hospital de sangre alemán, pero en él había médicos alemanes y heridos alemanes. Se requisaban edificios y medios de transporte para los hospitales rusos, ¿condiciones, sobre qué base?
Samsónov trataba honradamente de comprender y resolver en justicia las discrepancias, aunque ambas partes se mostraban bien dispuestas. Pero se le veía distraído. Bullía en su interior todo lo invisible e inaccesible que sucedía en los arenales y en los bosques, en una extensión de cien verstas y de lo que los oficiales del Estado Mayor no se daban prisa a acudir a informarle.
Aunque conforme a la jerarquía militar el jefe superior dispone de los oficiales de su Estado Mayor y es el que manda, y no estos disponen de aquel, dentro de la rutina de la marcha de los acontecimientos suele ocurrir lo contrario: de los oficiales del Estado Mayor depende que el jefe superior conozca y no conozca de lo que se le permitirá disponer y de qué no.
El día anterior, como cualquiera otro, había terminado con el envío de las más sensatas órdenes a todos los Cuerpos acerca de lo que hoy debían hacer, y con esta conciencia de que todo iba de la mejor manera posible se acostó el Estado Mayor del Ejército. Por la mañana, algunos oficiales habían encontrado algunas objeciones a las órdenes de la víspera, pero lo descubierto podía hallarse en contradicción con lo que ellos mismos insistían antes, así que no todos mostraban prisa en presentar su informe al comandante en jefe. Algunas órdenes dictadas la víspera debían sufrir ciertos retoques, mas con arreglo a ellas ya habían empezado los combates de la mañana y, de todos modos, sería tarde para rectificarlas. Y lo único que al comandante en jefe le quedaba era pasar la mañana sin prisas, esperando que con la ayuda de Dios todo se desenvolvería como él deseaba, es decir, de la mejor manera posible.
Sólo que no se le podía ocultar, debido al cercano cañoneo, lo sucedido en la división de Minguin. Esta división, que, no se sabía la razón, no había sido trasladada desde Novogueórguievsk a Mlawa en ferrocarril y que había marchado cien verstas a lo largo de la vía, y luego otras cincuenta, después de la rápida caminata había atacado la víspera con todos sus regimientos; los de la derecha habían estado a punto de tomar Mühlen, y los de la izquierda —el de Revel y el de Estlandia— también habían tenido éxito en el avance, aunque al llegar a la pequeña aldea de Tannenberg parecían haber sido recibidos con un intenso fuego, debiendo replegarse. Y Minguin, al tener noticia del repliegue de los regimientos de la izquierda, había retirado también los de la derecha, perdiendo así el contacto con Martos. ¿Quedaba este con el flanco izquierdo al descubierto? Además, los informes no eran precisos: ¿eran muy grandes las pérdidas?, ¿hasta qué línea habían retrocedido? La imprecisión de los informes permitía darles una interpretación no tan alarmante, tanto más que el cañoneo de esta mañana se había alejado hacia la derecha, hacia el Cuerpo de Martos.
Samsónov examinó atentamente el plano que le presentaban. Dispuso que se enviara la orden de no retroceder en ningún caso más allá de una aldea situada a diez verstas de Neidenburg. Abrigaba la esperanza de que de un momento a otro empezasen a llegar al sector de Minguin los regimientos de la división de la Guardia de Sirelius. Samsónov esperaba impaciente a este o al jefe del Cuerpo, Kondrátovich, aquella mañana, pero ni el uno ni el otro acababan de presentarse.
¿Qué hacer, enviar a un oficial para poner en claro la situación? ¿Debería ir el propio comandante en jefe y ver qué había? Pero si se desplazaba a la división de Minguin y en el otro extremo surgía algo importante…
Así, sin informes exactos de los acontecimientos, sin nada concreto que hacer, pasó Samsónov la primera mitad del día: ya de nuevo con Nox (dieron un paseo a caballo), ya con los oficiales de intendencia, ya con el jefe del hospital, ya con Postovski, ya leyendo los telegramas del Frente Noroccidental.
Y se acercaba la hora de la comida cuando una patrulla de cosacos trajo un informe de Blagovéschenski, firmado a las dos de la pasada noche.
El informe era tan peregrino que Samsónov parpadeó al leerlo, arrugó el ceño, resopló sin comprender nada, y con él los oficiales del Estado Mayor. Blagovéschenski parecía desconocer la orden que se le había dado de acudir en socorro de Kliúev: no se hacía eco, no alegaba por qué no lo había hecho. Aún sabía menos de los alemanes, figuraba esta extraña frase: «La exploración no ha proporcionado informes acerca del enemigo». Y a renglón seguido, que en el combate de la mañana junto a Gross Bössau (¿Qué combate de la mañana?, ¿cuándo había informado sobre él?), la división de Koinarov había perdido ¡más de cuatro mil hombres! ¡La mitad de sus efectivos! ¿Y aún así carecía de informes sobre el enemigo? Se hablaba ya de un punto situado a veinte verstas al sur de Gross Bössau, hacia el que se retiraba el Cuerpo, con lo que era evidente que había abandonado Bischofsburg, ¡pero de esto no decía ni una sola palabra! ¿Qué tropas podían tener allí los alemanes, si habían huido al otro lado del Vístula? ¿Habían tropezado en su repliegue, con el flanco, con el Cuerpo de Blagovéschenski? Pero ¿cómo entonces se pudieron sufrir cuatro mil bajas?…
Después de desentenderse como pudo de Knox, Samsónov iba y venía con este evasivo informe —no evasivo, falso— por la oscura sala del Landrat como un oso inquieto, y sobre la oscura mesa de roble se apretaba la cabeza.
¡Qué mal cariz tomaba la guerra, que había convertido al comandante en jefe en una muñeca de trapo! ¿Dónde estaba el campo de batalla por el que se pudiera acudir hasta el acobardado jefe del Cuerpo o hacerle venir a su presencia? Ya en la guerra contra el Japón ese campo se había apartado de él, ¿dónde estaba ahora? ¡A través de setenta verstas, por país enemigo, bajo la amenaza de las balas y de caer prisioneros, durante medio día habían llevado los confiados cosacos este documento falso, embustero, traidor!
Y era imposible comprender nada, corregir, infundir ánimo al cobarde, darle nuevas órdenes, mientras los cosacos acabasen de dar un pienso a los caballos, les dejasen descansar y luego emprendiesen el galope de vuelta, otras doce horas. No se comunicaban entre sí las estaciones del telégrafo sin hilos, no salían ni regresaban los aeroplanos. Y tampoco era cosa de enviar su único automóvil con la respuesta a Blagovéschenski, tanto más que necesitaba una escolta montada. Y así, para comunicarse a setenta verstas de distancia, lo mismo que en tiempos de Kutúzov cuando se trataba de cinco verstas, quedaban los mismos cascos de caballo que marchaban al mismo paso de entonces. Y sólo al día siguiente a esta hora se podría saber si el VI Cuerpo había rectificado, buscaba contacto con los suyos o acababa de separarse, de perderse, con lo que el Ejército de Samsónov quedaría con el brazo derecho amputado.
Con esta sensación de tener el brazo derecho amputado, de tener herida un ala, Samsónov se sentó a la mesa; no podía tomar ni un bocado y ya se mostraba abiertamente sombrío con Nox, le contestaba con desatinos.
Pero en plena comida llegó una inesperada alegría: había sido restablecida la comunicación con el primer Cuerpo, cortada desde la mañana, y transmitían el informe de Artamónov: «Esta mañana he sido atacado por importantes fuerzas enemigas en Usdau. Todos los ataques han sido rechazados. Me mantengo firme como una roca. Cumpliré mi misión hasta el fin».
Y el corpachón del comandante en jefe pareció rejuvenecer, se animó; todos los comensales se animaron. Nox, bien dispuesto, pedía con viveza explicaciones.
El brazo derecho había sido recosido, pero se hinchaba el izquierdo, que ahora era el más importante. ¡Qué injusto había sido el comandante en jefe todos estos días con Arlamónov, a quien consideraba un arribista, un hombre vano y estúpido! Ahora mantenía en sus manos la dirección principal, el Ejército entero, y no cabía pensar que exageraba, pues entonces no habría nacido esta frase tan vigorosa y expresiva: como una roca.
Los últimos minutos de la comida fueron muy agradables. Samsónov quería conocer los pormenores, llamar al aparato a Krímov o a Vorotíntsev, a quien estuviese más cerca, pero la comunicación había vuelto a cortarse.
Tanto más necesitaba ocuparse de los Cuerpos del centro. Y aunque no habían dado las tres de la tarde, era ya hora de empezar a redactar la orden de operaciones del Ejército para el día siguiente: mejor temprano que tarde. Lo más sensato, claro, habría sido dar las órdenes no para un día entero, sino por horas, pero así solía hacerse, no éramos nosotros quienes habíamos impuesto la costumbre: una vez cada veinticuatro horas.
Sobre una mesa ovalada extendieron el plano ante el comandante en jefe, y Samsónov, Filimónov y dos coroneles, midiendo con los compases, inclinados, lo recorrían con los dedos, mientras el coronel Viálov, a modo de recordatorio, leía en voz alta párrafos de informes y órdenes anteriores.
Este trabajo, realizado por varias personas, era siempre para Samsónov una auténtica ceremonia. De causas eventuales —de la luz, de un parpadear de los ojos, del permanecer de pie o sentado ante la mesa, del grueso de su dedo, de un lápiz mal afilado— podía depender el destino de batallones y hasta de regimientos enteros. Concordando las líneas y las flechas, las órdenes superiores y sus propias consideraciones, Samsónov, con su mejor voluntad, trataba de llegar a una decisión sensata. Hasta gotas de sudor caían sobre el mapa, él se limpiaba la frente con un pañuelo, ¿se debía esto a la sofocante atmósfera que aquel caluroso día reinaba en la sala del Landrat con sus pequeñas y estrechas ventanas?
La orden de operaciones, como siempre, empezaba señalando lo que ya se había conseguido. El primer Cuerpo había rechazado los ataques alemanes, la división de Minguin se mantendría a toda costa donde se le había señalado, el XV había ocupado Hohenstein y estaba a punto de tomar Mühlen, el XIII se encontraba en Allenstein, y el VI… sí, el VI aún podía rectificar sus posiciones.
¿Para mañana? Estaba claro que los Cuerpos del centro seguirían su conversión hacia la izquierda, mientras que el lento Cuerpo de Artamónov constituiría a modo del eje sobre el que iba a girar el Ejército. Le escribirían diplomáticamente, sin hablarle de ofensiva: «Mantenerse delante de Soldau», y la voluntad del Alto Mando en ningún caso dejaría de cumplirse. Kliúev debería ir a marchas forzadas a reunirse con Martos. Y a Martos… aquí Filimónov insistió en una profunda formulación: «Deslizándose a lo largo de sus propias posiciones hacia la izquierda, rechazar al enemigo hacia el flanco».
Lo único que podían indicar a los Cuerpos era la fuerza del enemigo y cómo se encontraba este desplegado.
Ya estaba casi preparada la orden de operaciones del Ejército para el día siguiente. Había sido un trabajo semejante al de abrirse paso a través de unos matorrales al anochecer, pero la orden quedaba plasmada en el papel sin el menor borrón, con una hermosa letra inclinada.
No estaba seguro, sin embargo, Samsónov de que todo hubiese quedado realmente listo. Además se sentía mal, respiraba fatigosamente:
—Saldré a pasear un rato, señores, la firmaremos luego. Hay tiempo.
Filimónov y Viálov pidieron permiso para acompañarle. El jefe de información, con su calva cabeza de calabaza resplandeciente, presentó en otra sala un proyecto de orden a Postovski, quien inmediatamente advirtió las contradicciones en que el mencionado proyecto incurría con la última indicación del Frente Noroccidental de avanzar estrictamente hacia el Norte:
—¿Dónde tiene usted los ojos? No es Kliúev el que debe unirse a Martos, sino Martos a Kliúev. ¡Así se reuniría una gran fuerza de choque!
Eran ya más de las cuatro, el calor había decrecido, pero las piedras despedían fuego y tampoco en la calle podía respirar el comandante en jefe. Se quitó la gorra y de nuevo se secó el sudor.
—Vamos, señores, a las afueras, allí hay un bosquecillo o un cementerio.
Aunque lo había visto la víspera, aunque ahora estaba a pleno sol, el comandante en jefe se detuvo ante el monumento a Bismarck. Rodeado de flores, se elevaba sobre un bloque de piedra parda sin labrar. Un tercio de su cuerpo emergía de entre los agudos ángulos y líneas; un Bismarck negro, como sumido en negros pensamientos.
La calle elegida conducía al camino del noroeste, hacia la división de Minguin, acaso el comandante en jefe no se había sentido atraído allí casualmente. Caminaba en su actitud favorita, con las manos cruzadas a la espalda. Por delante resultaba imponente, pero por detrás parecía un preso, pues para colmo iba con la cabeza gacha. No mantenía la conversación y los oficiales marchaban algo apartados de él.
Samsónov tenía la sensación de que no hacía lo que debiera. Mejor dicho, no hacía algo que era necesario, y no podía comprender qué, no podía romper el velo. Sentía el deseo de galopar hacia cualquier sitio, de blandir el sable, pero esto habría sido absurdo y no resultaba decoroso en un comandante en jefe.
Estaba descontento de sí, y Filimónov siempre estaba descontento con él, eso era claro. Y era difícil que los jefes de los Cuerpos estuviesen satisfechos. Y el comandante en jefe del Frente le llamaba cobarde. Y el Cuartel General tenía de él un mal concepto.
Nadie, sin embargo, podía decirle qué hacer.
En las últimas casas de la calle empezaba el bosquecillo. Quisieron entrar en él cuando irrumpieron con gran estruendo, a todo correr, un cochecillo y un carro tirado por un par de caballos. Los conductores no cesaban de manejar el látigo como si huyesen de alguien que se les venía encima: era algo impropio de un lugar en el que se encontraba el Estado Mayor del Ejército. Los acompañantes de Samsónov corrieron a cortarles el paso y Filimónov, tirando de sus cordones, se plantó con cara colérica en medio del camino. Samsónov, sin atribuir aún importancia al caso, entró en el bosquecillo y se sentó en una piedra.
Sin embargo, el ruido no cesaba en la calle. Las ruedas se detuvieron, pero se acercaban otras. Se oía un rumor de voces, que se iba acallando a medida que se acercaban. Se oía la severa voz de Filimónov, que preguntaba a los soldados sin dejarles marchar. Samsónov pidió a Viálov que se llegase a ver qué ocurría. El cortés Viálov volvió con cierto retardo y turbado, sin saber cómo informar, mientras que la voz de Filimónov, en el camino, seguía creciendo y deshaciéndose en denuestos.
Viálov explicó: se trataba de los desordenados restos del regimiento de Estlandia (que debía mantenerse a toda costa a diez verstas de allí); habían abandonado las posiciones y llegaban a Neidenburg sin saber, se entiende, que en la ciudad se encontraba el Estado Mayor del Ejército. Llegaban con la intención de seguir adelante.
Samsónov se levantó inquieto, jadeante, y sin acordarse de ponerse la gorra que agitaba en la mano, salió al sol, a la calle.
Allí se había reunido algo parecido a una formación: unos cuantos carros, un grupo de cuatro oficiales y luego unos ciento cincuenta soldados; todavía iban llegando. Se les ordenó formar en columna de a cuatro, pero ¡qué columna! Una serie de caras contraídas y sudorosas, muchos sin gorra, como si se hallasen en la oración y no formados, algunos sin el capote arrollado, otros con el capote en el suelo, ¿y conservaban todos el fusil? El primero de la izquierda, un tipo muy moreno, llevaba sujeto al costado el plato, atravesado por dos cascos de metralla, pero del que no se había decidido a desprenderse. Había una veintena de heridos que se habían hecho la primera cura por sí solos o ayudados por el practicante, o que, simplemente, mostraban grandes manchas de sangre. Parecía como si no quisieran detenerse, un impulso les empujaba hacia donde poco antes caminaban todo lo rápido que podían. Miraban incluso extrañados de que les obligasen a formar.
Al acercarse el comandante en jefe, Filimónov gritó con voz estentórea: «¡Firmes!». (Samsónov mandó descanso). Y empezó a dar el parte en voz muy alta: pero lo que hacía era denostar a aquel cobarde rebaño de soldados que habían perdido su fisonomía humana… Hasta entonces el comandante en jefe sólo había oído a su general aposentador dentro de los edificios del Estado Mayor. No esperaba en él una voz tan sonora, dura y colérica. Filimónov gritaba ante la formación con el orgullo todavía intacto del jefe de Estado Mayor y, además, con el particular orgullo de los generales de escasa talla.
Samsónov escuchaba los gritos que acusaban a todo el regimiento de Estlandia de traición, de cobardía, de deserción, sin apartar los ojos de las enérgicas caras de los soldados. Se veía en ellas la energía de quien ha llegado a un último extremo, al fin de la vida, en que ninguna censura de un general era capaz ya de penetrar en sus oídos, y aún era un milagro que hubieran permitido detenerlos: ni siquiera una pared de piedra podría ya hacerlos parar. Pero en esta expresión de energía llevada a su último término vio Samsónov algo distinto a lo que había presenciado en los motines de 1905, en el ferrocarril transiberiano, donde no cesaban los mítines de soldados, eran los comités los que disponían, no cesaba el constante zumbido de «¡abajo!», «¡a casa!», asaltaban las estaciones y las cantinas y se apoderaban a viva fuerza de las locomotoras para engancharlas a sus convoyes: «¡Nosotros los primeros! ¡A casa! ¡Abajo!». Allí no significaban nada los oficiales y los amotinados gritaban hasta desgañitarse «¡abajo!», abajo vosotros, por buenos que seáis, marchaos con la perra de vuestra madre, no queremos nada vuestro por bueno que sea, ¡dadnos lo que es nuestro!
Aquí, en cambio, en estas caras contraídas que ya no confiaban volver de la muerte a la vida, se sentía un reproche hacia los oficiales: os damos nuestra sangre, hijos de perra, ¿y vosotros? ¿Qué hacéis vosotros?
Y Samsónov, sintiéndose enrojecer, acaso no se había dado nadie cuenta de su presencia al sol, levantó la manaza, detuvo los denuestos del general aposentador y empezó a preguntar con voz tranquila primero a los oficiales que casualmente se habían reunido allí —sólo había un jefe de compañía—, y luego a los soldados.
¿Qué podían decir? No tenían costumbre de dar explicaciones, sus palabras eran confusas. Además, ¿qué habían comprendido entre aquella muerte que cruzaba silbando sobre ellos? Bajo el fuego de cientos de cañones y sin la menor trinchera, entre los surcos de un campo de remolacha. Y nuestra artillería no hizo acto de presencia o sus proyectiles no alcanzaban, y las pocas piezas que llevaron fueron destruidas inmediatamente. Y sin embargo, con fusiles y ametralladoras —el alza al máximo— contestaron a los cañones. Habían llegado a lanzarse al ataque y hasta quedaron a un paso de las trincheras alemanas. La munición se había agotado. La infantería empezó a rebasar sus flancos. Y la caballería que se encontraba detrás volvió grupas (acaso no las volviese). Y era tal el estruendo que ni en el Juicio Final se vería cosa parecida; nunca habían oído cosa igual ni siquiera los viejos soldados. Tres mil hombres de su regimiento habían caído. Era imposible contarlo todo…
Él. Él era el culpable. Había oído el cañoneo la víspera, aquella mañana se había hecho el propósito de acercarse, ¿por qué no lo había hecho? Ya era culpable de haberlos esperado aquí, y no haber ido a buscarlos allí, donde la calamidad había surgido. Pero no se trataba de esto, ahora veía claramente lo que en la oscura sala del Landrat no acababa de comprender: en la orden de operaciones de la víspera había escrito, guiándose por el consejo de este infatigable general, qué carretera debía ser cortada a los alemanes; a vuelo de cuervo no había hasta aquel punto más de veinte verstas. Y los había enviado por un brasero, por el único lugar donde los alemanes habían sido advertidos, donde se mantenían firmes y peleaban, y todavía aquella mañana, en las indicaciones a estos regimientos ordenaba «a toda costa»…
Mientras hablaban se iba reuniendo más gente; llegó una bandera clavada en su asta con la cruz de San Jorge y las cintas distintivas. La bandera avanzó y se detuvo en el flanco izquierdo en silencio, rodeada por un puñado de soldados heridos y con la ropa desgarrada.
Elevando el tono tranquilo de su voz, que todos oían sin embargo, para que llegase mejor a los reunidos, Samsónov preguntó:
—¿Cuántos sois los del regimiento de Revel? Un sargento contestó como un hachazo:
—La bandera. Y una sección.
Desde las filas traseras del regimiento de Estlandia gritó una voz impaciente y ronca, sin pedir permiso:
—¡Excelencia! ¡Llevamos tres días sin haber probado ni una sola galleta! —¿Cómo?— se ensombreció todavía más el comandante en jefe, asombrado. —¿Tres días?
¿Todo el día de ayer pisando un brasero, segados por la metralla, después de lanzarse al ataque a la bayoneta y de perder nueve hombres de cada diez, y todo eso sin haber recibido una sola galleta?
—¡¡Sin una sola galleta!! —confirmó el resto a coro.
El comandante en jefe se tambaleó, parecía que su pesado cuerpo iba a derrumbarse, todos pudieron verlo. El ayudante acudió a sostenerlo, pero no fue necesario, se mantuvo en pie.
(No le habría sido tan penoso caer al suelo y gritar:
«¡Lo confieso, hermanos, yo soy el culpable de vuestras desdichas!». Su corazón se habría sentido más tranquilo si hubiese cargado él con toda la responsabilidad y se hubiese puesto en pie sin llevar ya sobre sí el peso de comandante en jefe). Pero se limitó a disponer en voz baja:
—Que les den de comer ahora mismo. Y que descansen.
Y el peso siguió integro dentro de él.
Emprendió el regreso a la ciudad, moviendo los pies como un execrado.
Precisamente junto a la roca con la estatua de Bismarck, tras una esquina, salieron al encuentro del comandante en jefe varios jinetes acompañados por un oficial del Estado Mayor. Este les hizo una seña. Lo vieron. Echaron pie a tierra y se acercaron a Samsónov con sus piernas curvadas de hombres acostumbrados a permanecer en la silla, acelerando el paso.
Eran un general de caballería, un coronel de dragones y un teniente coronel de tropas cosacas.
El mayor general Stempel (había tantos generales en su Ejército que Samsónov arrugó la frente; sí, un jefe de brigada de Ropp) dio parte de que había llegado a la cabeza de un destacamento mixto formado por un regimiento de dragones, tres sotnias y media del VI del Don y una batería montada. El destacamento había sido formado por el coronel Krímov conforme a las facultades que le había concedido el comandante en jefe del Ejército con la misión de restablecer el contacto entre el I Cuerpo y el XXIII.
Todavía veían los ojos de Samsónov a los soldados de Revel y Estlandia, todavía se entremezclaban en su cabeza las calamidades que aquellos habían sufrido y su propia culpa; en su memoria conservaba viva la noción de que cualquier destacamento provisional, el retirar a una unidad del mando de un jefe para ponerla a las órdenes de otro es siempre indicio de que las cosas marchan mal. Pero había llegado el momento y hacía falta serenarse y comprender:
—¿Sí? Está bien, está bien… En efecto, entre esos Cuerpos…
El comandante en jefe dio la mano a los tres, incluso conocía al teniente coronel de cosacos. Recordó al instante su cara modesta y tosca, su gorro de castor, la barbita gris. Lo había conocido en Novocherkassk:
—¿Isáiev? ¿Alexei Nikoláievich, no es así?
Tenía ya cerca de setenta años, pero respondió con voz firme:
—¡Así es, excelencia!
—¿Y por qué tres sotnias y media? —sonrió débilmente Samsónov.
El magro Isáiev, contento de la ocasión que se presentaba de lamentarse, acaso le hicieran volver a su regimiento, lo explicó. Pero sus ojos miraban a Samsónov de un modo extraño.
También la mirada de Stempel era extraña. Cambiaron una seña.
—La mala noticia no hace honor al mensajero —se encogió con un aire simplón Isáiev.
Samsónov se sobresaltó:
—¿Qué más hay?
El flaco Stempel se enderezó y le entregó un sobre. Parecía como si esto significase para él la sentencia de muerte:
—Lo ha traído un enlace del coronel Krímov. Para entregárselo a su excelencia.
—¿De qué se trata? —preguntó Samsónov, como si una explicación verbal la pudiese entender mejor. Pero sus dedos desplegaban ya el papel con la complicada letra de Krímov:
«Excelencia, Alexandr Vasílievich: El general Artamónov es un imbécil, un cobarde y un embustero. Conforme a la infundada orden suya, desde el mediodía el Cuerpo retrocede desordenadamente. Lo tiene a usted ignorante de lo que pasa. Se ha desperdiciado un excelente contraataque de los regimientos Petrovski y Neishlotski y de los tiradores. Se ha perdido Usdau, no se sabe si esta tarde seguiremos conservando Soldau…».
Si le hubiesen dicho esto a viva voz, hasta bajo juramento, habría sido imposible creerlo. Pero Krímov no escribía en vano.
Samsónov se irguió con las mejillas inyectadas de sangre, se estremeció, su pecho se hinchó como un fuelle. Había llegado hasta aquí débil y con el sentimiento de su culpa, pero este malvado era mucho más culpable que él.
Y con la fuerza de sentirse asistido por la razón, bramó en plena calle:
—¡Queda destituido ese miserable!
Y con la mano levantada se apoyó en la desigual roca que sostenía la estatua de Bismarck:
—¿Quién hay aquí? Hay que restablecer inmediatamente la comunicación con Soldau. Destituyo al general Artamónov del mando del Cuerpo. Nombro para sustituirle al general Dushkévich. Comuniqúese así al I Cuerpo y al Estado Mayor del Frente.
Parecía apoyarse en el bloque de piedra con el brazo izquierdo, pero ya no tenía brazo izquierdo.
Se lo habían amputado.